Cogí la linterna que siempre presidía el porche y me encaminé rumbo al lago. El caminito que conducía hacia allí siempre estaba repleto de hojas, era como su piel…

Hojas que crujían como si saludaran mi presencia justo antes de que se hiciera de día…

Tuve la sensación de que me observaban. Como si me conocieran de pequeño pero mi nueva altura, peso y edad les sorprendieran…

Su sonido era más hondo debido a mis nuevas circunstancias…

Me dediqué todo el camino a entablar una conversación con aquellas hojas… Yo pisaba con fuerza y ellas emitían sonidos diferentes… Sentí que hacía mucho tiempo que no jugaba, que no creía en la irrealidad…

Poco a poco, crujido a crujido, se fue creando una melodía. Sentía como aquella naturaleza era el entorno vital de mi infancia.

Al llegar a la orilla del lago, tardé unos segundos en contactar con el agua. Dentro de mí resonaba aquella frase pensada a los pies de su cama… Nadé por ella, nadaré por él…

Me desnudé… Sería la segunda vez en mi vida que nadaría sin ropa. Que superaría mi complejo, que mostraría al Universo mi defecto, mi conducto hacia el alma… No sentía vergüenza, era lo que debía hacer…

El agua estaba congelada, pero no sentí repulsión. Era la temperatura ideal para aquel instante, la que mi cuerpo necesitaba…

En dos segundos estaba dentro, nadando a crol… A ritmo rápido, constante…

Mi madre sólo nadaba a braza… «Me encanta hacer corazones», me decía… Ella me enseñó así a nadar a braza… Haciendo corazones, amplios, muy amplios…

Sentía que nadaba con ella, con la parte de ella que residía en el lago… Yo a crol, ella a braza…

Ella nos había inyectado toneladas de pasión positiva y amor, y todo aquello había naufragado en nosotros por los gramos de odio que sentíamos hacia padre…

El mundo no debería ser así, no debería pesar tanto lo que no tiene valor…

Cada brazada pensaba en aquello… Notaba que aquel odio había cegado mi personalidad.

Pero poco a poco fui olvidando aquellos pensamientos, fueron marchándose de mi mente… Tan sólo nadaba. Me sentía tan bien nadando…

El agua congelada enfriaba todo mi odio acumulado. El sonido del agua me estabilizaba. Creo que dentro de mí sentía algo parecido a la felicidad.

Y, de pronto, nació en mí una de esas sonrisas inmensas que mi madre guardaba en puños cerrados.

Y así hice toda aquella travesía… A ritmo constante y sonriendo.

No me preguntéis cuánto tardé, no os lo sabría decir. Por primera vez en años, el tiempo no monitorizaba mi mente.

Me sentía poderoso, enérgico, veloz… Jamás me había sentido así…

Cuando divisé la otra orilla, nadé con más fuerza. Me vacié… No sentía cansancio ni dolor…

Al tocar la otra orilla, el cansancio apareció de golpe. Fue como una fiebre repentina.

Justo al lado de la orilla había una toalla blanca. Supuse que el doctor había divisado mi proeza.

La até a mi cintura y me dirigí a su casa. Una pequeña ventana redonda e iluminada se convirtió en mi faro.

Entré y había un fuego y un tazón de leche caliente esperándome. Ni rastro del doctor, aunque debía de estar cerca…

Decidí gozar del instante. No sé cuánto hacía que no lo disfrutaba.

Disfruté del fuego, de la leche caliente y del sentirme sin ropa y sin ningún objeto que me identificara… Tan sólo aquella aséptica toalla blanca me cubría… Ya no sentía ninguna vergüenza en mostrar mi disparo… Me sentía bien con él…

Permanecí tiempo disfrutando de mi propio silencio hasta que el médico apareció…

No dijo nada, se sentó cerca de mí… Creo que comprendía a qué había ido y que aquello necesitaba tiempo…

Sabía que me tocaba a mí romper aquel silencio… Él no me miraba…

Es curioso la gente que has visto hacerse mayor ante tus ojos… Cuando eres pequeño parecen inquebrantables, de una pieza… Y con los años te das cuenta de que no son irrompibles, les ves las fisuras…

Había envejecido bastante. Sobre todo lo notaba en sus ojos, pero aún conservaba aquel porte regio y sobre todo aquel olor a colonia. Esa loción extraña que desprendía y que nunca más había vuelto a notar en otro ser humano. Su olor me devolvía a la muerte de mi madre.

Siempre que su habitación olía a aquella fragancia tan intensa era porque el médico la había visitado. Su olor nos hacía presente su enfermedad… Siempre he odiado esa colonia, pero ahora la encontraba entrañable. Era de las pocas cosas que permanecían inalterables desde la muerte de madre.

—De joven cada día cruzaba el lago… Me gustaba —dijo adelantándoseme—. Mi padre me dejaba una toalla blanca, leche caliente y un fuego encendido. Nunca nos dijimos nada. Yo no se lo agradecía, él tampoco me pedía que lo hiciera.

Supuse que el doctor deseaba el mismo trato… Así que tampoco se lo agradecí… Cuánto deseamos parecernos a nuestros padres aunque lo neguemos…

—Al principio nadaba por mí, porque sentía placer en ponerme a prueba. Al final, nadaba por él… Y por el fuego, el tazón de leche… Sólo en esos instantes sentí que me cuidaba… —añadió.

Bebió un poco de su leche… Traumas de la infancia, pensé… Aproveché el instante de silencio…

—¿Qué le espera a mi padre?

Nuestras miradas se cruzaron.

—Dolor, mucho dolor. La semana feliz se acaba.

—¿La semana feliz?

—¿No te lo ha contado la enfermera? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Esta semana que ha vivido la llamamos la semana feliz… Es una semana extraña en la gente que tiene alzheimer, están medio lúcidos… Es su última chispa de vitalidad… Después todo acaba… Todo se olvida… —Hizo una pausa, como no queriéndolo decir—. Mañana acaba su semana, lo siento…

Esta vez fui yo el que bebí. Decidí apostar por el otro camino…

—¿Y el cáncer que tiene no se puede operar?

—Tu padre se enfrenta a dos enfermedades diferentes y ninguna de las dos tiene curación… El cáncer es terminal… Le espera mucho dolor, lo siento… Pensaba que lo sabías…

Se creó un silencio eterno… No quería preguntar nada más, no deseaba saber ninguna otra cosa… Me sentía tan ignorante… Sabía que estaba gravemente enfermo, pero no pensé que todo fuera tan rápido…

Él notó toda mi angustia y, no sé por qué, pero me llevó a mi pasado…

—Te vi cruzar el lago cuando murió tu madre. Sabía a qué venías. Noté el dolor en cada una de tus brazadas…

Le miré. Había una parte de mí que todavía le odiaba, que le culpaba de la muerte de mi madre. Otra parte de mí, la adulta, comprendía que seguramente él no había podido hacer más…

—Madre no merecía morir, creo que no nos ayudaste suficiente —me sinceré.

La parte del niño había predominado. Sólo dije eso, creo que resumía todo lo que sentía.

No sé por qué dije lo siguiente…

—Hoy padre me ha pedido que le quite el sufrimiento, que le dé alas para marcharse de aquí… ¿Me podrías ayudar?

No sé por qué pronuncié aquello, pero es lo que sentía. Supongo que era la razón por la que había ido allí, por la que había nadado…

—¿Él quiere que le ayudes a morir? —me preguntó con el rostro serio.

—Sí, esta noche me ha llamado por primera vez por mi nombre, me ha reconocido y me lo ha pedido…

Él se levantó sin decir nada más… Volvió a los pocos minutos con un pequeño cofrecillo. Me lo dejó al lado de la leche.

No me dio instrucciones, no me explicó qué dosis utilizar, tan sólo dijo algo que jamás esperé escuchar…

—Hace tiempo tu padre me pidió lo mismo… Hace tiempo hubo alguien que tampoco podía soportar más dolor…

No dijo nada más… No dio más detalles… No sé por qué me lo contó…

Me enfadé mucho al escuchar eso, me levanté y me marché…

Ni me despedí…

Dejé la toalla en la orilla y volví nadando, en la mano llevaba aquel minúsculo cofre hermético…

Nadé a toda velocidad. No quería pensar, no quería dedicar un segundo a aquella última frase que aquel médico había pronunciado…

Me costó… Como siempre en la vida, el retorno es lo más duro…

Amaneció a mitad de trayecto…