Él me indicaba qué camino tomar… Me dijo una calle y un número… Tenía claro dónde estaba aquella primera localización… Yo me dejaba guiar… El lugar al que íbamos estaba a casi tres horas…
—¿La madre? —preguntó cuando las niñas se durmieron.
Tenía algo de absurdo seguirle el juego. Le señalé la guantera. Allí siempre estaba el recorte. Aquel era el mismo coche que ella destruyó y allí residía su última proeza…
Me di cuenta de que quizá no me diferenciaba tanto de padre. Él transformó la cama de madre en un banco y yo reconstruí de cero el coche donde ella perdió su vida… Aunque quizá las razones no fueron las mismas.
Padre abrió la guantera. Allí estaba el recorte, guardado dentro de la caja de bombones que ella siempre llevaba bajo el asiento del copiloto. Le encantaba el chocolate y su genética le permitía comerlo cuando quería sin engordar.
Padre abrió la caja, que estaba un poco rota, y encontró el recorte y cuatro pequeños objetos que habían pertenecido a ella. Detalles de su esencia…
Padre deshizo el recorte. Siempre estaba doblado en ocho trozos. Siempre aquellos ocho dobleces… Cuando he querido volver a leerlo, he tenido que hacer y deshacer esos ocho gestos… Era un pequeño rito que no sabría explicaros…
Lo desdobló y lo miró, supongo que a simple vista no se entendía qué podía significar…
«Colas de treinta kilómetros debido a un accidente mortal con dos víctimas… Muere una madre y su hija pequeña…»
Eso es lo que rezaba la noticia… Fue la única vez que ella salió en los periódicos. Los coches de aquella carretera estuvieron casi cuatro horas absolutamente parados…
Su muerte dejó muchas vidas sin rumbo… Le hubiera gustado saberlo, decía que una vida, si tiene un buen discurso y unos buenos argumentos, puede tocar a cientos de otras…
Y ella lo hizo a su manera…
Padre seguía releyendo aquel recorte, intentando entender el porqué de aquella noticia doblada en ocho partes…
—Mi mujer… —añadí.
Me paró con la mano, como si ya lo hubiera entendido sin mi ayuda. Volvió a doblar en ocho el papel. Se lo agradecí.
—Ambos somos viudos —musitó.
No había pensado jamás que con mi padre tuviera aquello en común.
No dijo nada más a partir de aquella frase. Se silenció. Las niñas también lo habían hecho detrás… Me quedé solo y acompañado de tres almas dormidas…
Volví a la muerte de madre. Fue instantáneo…
Recuerdo que el día que madre empezó a morir, los cuatro hermanos estábamos jugando al fútbol. Era un ataque y gol, y yo estaba de portero…
Hacía tiempo que no jugábamos, aún más, diría que ningún día de aquel verano lo habíamos hecho… Ni nos lo permitíamos ni nos apetecía…
Pero aquel día tan caluroso, como el campo de fútbol estaba cercano al lago, podías dar cuatro patadas y meterte en el agua.
Nos pasamos todo aquel partido medio empapados… Cada vez que chutábamos salía de nuestro cuerpo un montón de agua en todas direcciones… Recuerdo que nos lanzábamos al lago con bambas y todo…
En aquel instante los cuatro hermanos estábamos muy unidos…
El dolor une mucho. Después de vivir un tiempo en este mundo, diría que es lo que más une.
Y recuerdo que fue una mañana divertida… Gritos, chapuzones y goles… Casi parecía que a ninguno de nosotros se le estuviese muriendo la madre.
Hasta que llegó padre, la peor versión que he visto de él…
Venía con su pequeño tractor… En verano siempre iba de un lado a otro con aquel tractorcillo que utilizaba como transporte para evitar que el calor le fundiese las ideas.
Jamás vi que nadie lo usase nunca para arar ni nada parecido…
Pero aquel día venía a más velocidad de la permitida. Normalmente lo veías circular cerca de un campo de limoneros… Siempre lento, muy lento, con un sombrero en la cabeza y su inseparable bolígrafo en la mano… Buscaba ideas, decía madre…
De vez en cuando le veías parar el tractor y escribir tres o cuatro ideas en una de sus libretas pequeñas. Más que segar la hierba parecía que le crecían realmente las ideas…
De pequeño yo creía que los limones poseían propiedades creativas.
Pero aquel día ni sombrero, ni libreta, ni ideas… Venía a toda velocidad hacia nosotros. Paramos de jugar y nos lo quedamos mirando…
Mis hermanos menores, los gemelos, no dejaban de mirarse extrañados. Pocas veces hablaban, no se comunicaban con palabras, tenían otro tipo de conexión… Siempre sentí un poco de envidia de ellos, de su amistad, de aquello extraño e inseparable que les unía…
Eran casi cinco años más pequeños que yo… En aquella época todo un mundo nos separaba. Sentía que no tenía nada en común con ellos.
Del mayor tan sólo me separaba un año, pero tampoco servía de mucho aquella cercanía… Sólo nos unía la violencia… Jamás había susurros ni confidencias… En cambio, muchas peleas, insultos y competencia. Creo que el odio que nos profesábamos era nuestro respeto.
Recuerdo que nos miramos violentamente cuando padre se dirigía hacia nosotros, intentando entender la causa de aquella rabia que se le presuponía debido a la velocidad de su tractor.
—El ruido del fútbol —sentenció el mayor.
Podía ser. Padre no quería que eleváramos la voz. Madre necesitaba reposar.
—No creo —repliqué.
Siempre me gustaba llevarle la contraria. Pero esta vez estaba seguro de tener la razón. La zona de la casa donde madre reposaba se encontraba en el lado contrario al campo de fútbol. En un día ventoso quizá le podrían haber llegado suavemente nuestros chillidos, pero con aquellas condiciones meteorológicas sin pizca de viento era absolutamente imposible.
—Es el ruido. Ya te dije que no debíamos jugar —me replicó sin dejar de mirar el tractor.
Era un mentiroso, no había sido idea mía sino suya la de jugar al fútbol. Siempre hacía aquellas cosas. Me vendería si no lo hacía yo antes.
La tensión iba en aumento. El tractor no llegaba pero sabíamos que tampoco podíamos escapar.
Uno de los gemelos lanzó la pelota lejos, como si aquello sirviera de algo. Y el otro gemelo, al ver que no se había alejado mucho, le dio otra patada…
Padre llegó en ese momento. Bajó del tractor y se dirigió a nosotros.
—¿Quién los tiene?
Nunca olvidaré su tono de voz ni su mirada. Daba miedo.
—¿Quién tiene qué? —dijo el mayor cometiendo un grave error.
Padre fue hacia él y le abofeteó. Fue la primera vez que padre nos pegó. Jamás lo había hecho antes.
—No quiero tonterías. ¿Quién los tiene?
Su tono de voz subió, si aquello era posible, y su mirada se convirtió en odio puro. O eso es lo que sentí…
Quizá ahora no lo vería así…
He visto en estos años a adultos hechos furias y jamás ninguno me ha dado miedo. Todos lo hacen porque piden algo o necesitan alguna cosa… Amor, sexo, trabajo o respeto… Se alza mucho la voz para conseguir o por haber perdido alguna de estas cuatro cosas.
Lo de padre en aquellos momentos no sabíamos qué ocultaba.
—¿Quién los tiene? —volvió a bramar.
Los gemelos no abrían la boca y el mayor estaba escarmentado. Sabía que era mi turno.
Lo dije pausado, tanto como supe o sabía en aquel tiempo.
—No sé… —rectifiqué—. No sabemos de qué hablas… Yo no he cogido nada, simplemente dinos qué…
No me dejó acabar. Se acercó a mí, me cogió del cuello, me echó una mirada de repugnancia y me dijo mirándome fijamente:
—No me gustan los cobardes. No seas cobarde. Cada familia tiene los cobardes que puede permitirse. ¿Eres nuestro cobarde?
No me soltaba, esperaba una respuesta.
Nadie me rescataba, yo me había metido solito en aquel berenjenal.
—¿Eres nuestro cobarde? —volvió a preguntar.
Cómo odié que hiciera aquella pregunta.
—No, no lo soy —dije con un hilo de voz.
Me soltó. El silencio que se produjo se hizo eterno.
Comenzó a dar vueltas alrededor de la portería. Creo que esperaba que alguno de nosotros confesara.
Todos estábamos muertos de miedo. Casi sin mirarnos dio más pistas… Creo que lo hizo para poder avanzar…
—Alguien le ha robado a vuestra madre sus dos anillos, los que siempre lleva puestos… Quien haya sido, que los devuelva inmediatamente… No habrá preguntas ni represalias…
Más silencio.
Nos miramos como buscando un culpable. Ninguno de nosotros parpadeó siquiera.
Padre seguía sin mirarnos, tenía la mirada fija en el suelo. Sólo esperaba escuchar la confesión.
El clima que se creó en aquellos largos veinte minutos siguientes es difícil de explicar. Nadie se movió un milímetro, parecíamos estatuas humanas.
Era como si tuviéramos tanto miedo que temíamos que el simple movimiento nos delatara.
Se hizo eterno. Finalmente, padre levantó la vista y nos dijo…
—No os moveréis de aquí, no comeréis, no volveréis a casa… No veréis a vuestra madre hasta que esos anillos vuelvan…
Y se marchó, no esperó ni a observar nuestra reacción… Le vi alejarse en aquel tractor y supe que aquello iba en serio… Padre jamás iba de farol…
Nos miramos todos y comenzamos a movernos lentamente… Buscándonos… Sintiéndonos…
Uno de los gemelos fue a buscar la pelota y comenzó a dar unos toques, el otro se tumbó en la sombra de uno de los árboles que estaban cercanos al lago…
El mayor se dirigió hacia una de las porterías y yo me senté en el mismo lugar donde estaba… Bueno, más que sentarme me puse de cuclillas…
Pero poco duró aquel descanso, el ruido del tractor volvió a rugir en nuestra dirección. Padre regresaba, esta vez a más velocidad…
Sin bajarse del tractor nos gritó…
—Cincuenta vueltas alrededor del campo, diez minutos de descanso y cincuenta vueltas más… Y repetidlo cada hora…
Y lo dijo de tal manera que no tardamos nada en comenzar a correr y dar vueltas. Él nos miraba, parecía contar aquellas gigantescas vueltas alrededor del campo de fútbol.
A la tercera vuelta desapareció. Supe que sería un día largo, muy largo… Y que aquello no se acabaría fácilmente…
—Al llegar a la tercera calle, gira a la derecha —dijo padre sacándome del recuerdo.
Aquel doble tres me sobresaltó.
Recordé dónde estaba, con quién estaba y a qué estaba jugando.
Y también me di cuenta de dónde me había llevado padre con sus indicaciones, no me lo podía creer… Conocía el lugar, pero no por la dirección sino por lo que estaba viendo…
Un sudor frío recorrió todo mi cuerpo…