Cuando me levanté a la mañana siguiente me encontré con una sorpresa inesperada.

La mujer de mi hermano no podía quedarse con las gemelas, tenía un compromiso laboral aquella mañana. Me lo había comentado, pero últimamente no escuchaba lo que me decían…

Quiso cambiarlo, pero me negué. Cuando llegué, le dije que aquello era cosa de un solo día… Verle y marcharme… Había sido yo quien había modificado los planes originales.

Ella se ofreció a llevárselas, pero hubiera sido egoísta por mi parte.

Que las cuidara Voy era una solución intermedia, pero creo que quizá aquello era una señal. Padre no las conocía. Hay algo de necesario en que tu padre conozca a tus hijos, tiene algo de genético, de eslabón, de cerrar el círculo.

Ella también habló de una amiga de confianza que era canguro, pero yo ya me había decidido.

Además quizá necesitaba verlo acompañado, que aquella visita fuera diferente a la primera.

Ella se marchó triste, con la sensación de haberme defraudado. Nada pude hacer para convencerla de lo contrario.

Las niñas me llamaron al unísono cuando se fue. No sé si notaban su ausencia o mi presencia.

Poco después se cagaron a la vez. Creo que deseaban demostrarme algo.

Mientras preparaba nuestra marcha, pidieron comer nuevamente al tiempo. Ya no estaba tan seguro de que aquello fuera tan buena idea…

Padre, en aquel estado tan artificial, las gemelas, en su estado natural. Quizá no lo era…

Cuando las metí en el coche protestaron, deseaban andar. Desde que habían aprendido, se sentían insultadas de que las tratara como a bebés. Las comprendía. Cuando yo me sentí un adulto y me trataban como a un niño, también lo odiaba…

La mayor no paró de decir «tun» en todo el viaje. «Tun» era su palabra favorita y la primera que había aprendido. Podía significar desde «quiero comer» a «mira aquello» o «libérame de esta silla». «Tun» era su única palabra.

«Tun» lo resumía todo: hambre, necesidad y deseo.

Qué pena que cuando nos hacemos mayores aprendamos más palabras… Diría que con una sola nos bastaríamos y seríamos más efectivos…

La otra, la pequeña, que había nacido veintitrés segundos más tarde, se parecía en todo a la mayor pero era un centímetro menos en todo, y además tenía unas leves marcas en cada mejilla.

Las diferenciabas por eso y porque una era levemente más pequeña en todo… Boca, ojos, nariz, orejas…

Su sonrisa también era un poquito menos abierta y su «tun» era parecido, pero lo pronunciaba diferente, haciendo menos hincapié en la «n» final… Diría que casi no la pronunciaba y que ejercía un poco más de gravedad en el «tu» inicial… Digamos que la «n» se alejaba de la «u»… Sonaba como «tu»… Como si quisiera decir: «Tú, hazme caso»… Pero eso sí… Un poco después la «n» se intuía como un susurro…

Ya sé que quizá todo aquello sólo eran paranoias de padre… Podría ser…

Pero en el coche no paraba de escuchar esos «tun» y «tu». Eran asincopados y sé que deseaban decirme algo… Pero no podía hacerles mucho caso. No era el momento…

Tan sólo las vigilaba a través del espejo retrovisor. Cuando me veían dejaban de pronunciar la palabra como si se sintieran pilladas…

Mi mujer decía que el espejo retrovisor era uno de los dos mejores inventos del Universo… Qué ironía… Supongo que jamás esperó que su muerte estuviera relacionada con él…

Ella decía que la vida sería mas fácil si tuviéramos un espejo retrovisor incorporado en nuestro propio cuerpo… Pensaba que estábamos mal diseñados, y ella sabía de eso.

Su vida era la publicidad… Se le ocurrían ideas maravillosas todo el tiempo para que la gente comprara los productos que ella anunciaba.

Era una gran vendedora… Al fin y al cabo, me convenció para que tuviéramos gemelas… Era increíble en su trabajo.

Miraba los objetos que debía promocionar durante horas, los probaba, intentaba entender qué aportaban al mundo y por qué alguien debía adquirirlos…

De ahí su teoría del retrovisor… Y es que había observado muchas veces el cuerpo humano y decía que nos faltaba insertarnos un retrovisor para ver qué había detrás nuestro. Consideraba que no tenía sentido que siempre miráramos adelante sin saber las oportunidades que hay detrás…

Ella opinaba que lo que nos precede tiene la clave de lo que nos acontecerá…

Decía que le parecía increíble que todos fuéramos por la calle con ese cuerpo humano sin retrovisor… Un pequeño gran fallo de la creación…

Es por ello que muchas veces giraba ciento ochenta grados su cuerpo en busca de poder observar lo que la naturaleza le había escatimado…

La fuerza de los gritos de los «tun» me devolvió al instante a ese coche que me llevaba hasta mi segunda visita a padre, la que seguramente sería la última.

Las volví a mirar por el retrovisor. Estaban desafiantes, se notaba en sus miradas… Me gustaba cuando se ponían así…

Volví al día en que casi las perdí… El día del accidente de mi mujer. A aquel instante en que ella me dijo que ya no llegaría al hospital y que se despidió de mí en vida…

Pero yo no podía llorarla, no era el momento. Debía centrarme en recordar quién de los dos debía ir a buscar a las gemelas.

Y recuerdo que al lado de aquel cine enloquecí… Miraba mi agenda del móvil para ver si estaba apuntado si era ella o yo quien debía recogerlas.

Una pérdida era doloroso, tres serían… No podía ni pensarlo…

Sentía pánico. Me dirigí corriendo al coche y de allí al hospital que el policía me había indicado en el mensaje de voz. Las gemelas debían de estar con ella, necesitaba creer que nada les había pasado.

A ella la acababa de perder, ellas eran lo único que me quedaba. Sólo podía pensar en ello… Ningún otro pensamiento pasaba por mi cabeza en esos instantes…

Cuando iba camino de aquel hospital, de repente di un volantazo y me dirigí a otro lugar… Tenía la intuición de que me tocaba a mí recogerlas, así que me dirigí a la guardería. Era lo más sensato…

Aparqué en doble fila en una calle de un único carril. Me daba igual crear colas kilométricas. Realmente no me importaba el mundo.

La gente me vio abandonar el coche y comenzó a enloquecer. El automóvil es siempre un altavoz de las personas. Su valía, su frustración y su tristeza quedan amplificadas.

Entré en la guardería, pero no me paré en la entrada. No podía perder tiempo. No pregunté a nadie, no me salían ni las palabras.

Fui al aula donde siempre estaba la pequeña de los «tun»… Había un montón de bebés gateando… Los levantaba y giraba rostros, buscaba que apareciese su «tun» suave… Nada, nadie… Los bebés me miraban desconcertados, extrañados de que los sacase de su trotar sin rumbo por aquella inmensa aula. Algunos lloraron, otros mostraron indiferencia…

Recordé que cuando una de ellas lloraba mucho, las juntaban para que vieran una cara conocida y se calmaran.

Fui a la otra sala. La profesora del aula me seguía y no dejaba de gritarme, pero yo no la oía… Necesitaba ser yo quien las encontrase, no alguien que me frustrase.

En la sala de los mayores ya estaban durmiendo la siesta. No encendí las luces, la iluminación que provenía del pasillo era suficiente para divisar sus rostros…

Giré bebés lentamente intentando no despertarlos y buscando el «tun» grande que me llevase a la calma… Pero allí no estaba, ni tampoco su hermana.

Sentí frustración al girar la última criatura… Ni rastro de ambas…

—Su mujer se las llevó…

La profesora de los mayores, que siempre había mostrado más preferencia y cariño por mi hija mayor que por la pequeña, rompió el instante.

Grité. Debió de ser un chillido impresionante porque todos los bebés lloraron al unísono.

Aquel «perdón» de mi mujer resonaba en mi cabeza. Tomaba sentido…

Salí de allí sin decir ni una sola palabra y sin disculparme. Tan sólo necesitaba llegar a ese hospital cuanto antes. Poder abrazar a mis hijas y llorar a mi mujer.

Fuera había un policía inspeccionando el interior de mi coche y una cola inmensa de autobuses, taxis, furgonetas y automóviles detrás de él…

No me acerqué, no podía perder ni un segundo… Cogí un taxi en la misma esquina del embudo…

Y cuando entré, traté de serenarme… El conductor no me prestó la más mínima atención. Podía haber entrado un caballo que si hubiera dado la dirección correcta no se habría percatado.

Hablaba con alguien a través de un auricular pequeñito… Jamás miró por el retrovisor… Subía la voz cada vez que daba un volantazo.

Me intenté relajar, pensé en todo lo que podía pasar cuando llegase. Y en cómo podía reaccionar… Quería estar preparado, encontrar alternativas…

Mi cerebro iba lento, analizando cada detalle que imaginaba que ocurriría… En la calle todos parecían ir rápidos, a un ritmo veloz ignorando mi desgracia…

Yo deseaba llegar y a la vez no hacerlo… Sentía terror.

Perder a toda tu familia con tan pocos minutos de diferencia era impensable… Sentí pánico cuando el taxi llegó al hospital.

Pagué y di una propina desmesurada, esperando que aquel absurdo gesto me trajera una recompensa… Aunque era cierto que había agradecido su indiferencia…

Llegué… El hospital estaba casi vacío y tremendamente silencioso… Me dirigí al mostrador. Una chica que no parecía tener más de quince años estaba sentada detrás de un ordenador.

Me sonrió y yo me lo tomé casi como una ofensa…

Pregunté por ella. Buscó su nombre en el ordenador y su rostro cambió cuando leyó lo que decía la pantalla.

—Lo sé… Ha muerto… —dije antes de que hablase.

No deseaba conocer aquella noticia por otros labios…

Un celador me llevó a su planta, seguidamente a su ala y por último quiso acompañarme a la antesala del quirófano donde ella reposaba.

Le dije que no quería entrar, que antes necesitaba ver a las gemelas.

El celador consultó con un médico, éste con una enfermera y, al cabo de unos minutos, un hombre encorbatado vino hacia mí.

Me llevó a una sala pequeña donde había unos cuantos bebés… No sé qué sería aquel lugar ni si aquellos bebés provenían de personas que habían tenido accidentes…

Los miré y de repente vi a la mayor…

Me observaba fijamente desde el mismo instante en que yo había entrando en la sala…

Sus ojos eran enormes, su rostro reflejaba algo parecido al miedo… Daba la sensación de que llevaba tiempo mirando aquella puerta en busca de un rostro conocido… Cuando me vio, no le salió ni una exclamación… Pero noté que estaba emocionada y feliz… Yo lloré… Lloré tanto…

Allí estaba… Fue, diría, uno de los momentos más hermosos que he vivido…

La cogí rápidamente y en ese instante lloró… Un llanto que desconocía, un sonido que sintetizaba dolor y recuerdo… Pero, al minuto de estar en mis brazos, se durmió…

Creo que la tensión de la espera en busca de una cara conocida que cruzase el umbral de la puerta la había dejado exhausta.

Busqué a la pequeña, pero no la encontré a simple vista. Pregunté al hombre trajeado.

—¿Y la pequeña?

El hombre se extrañó, su rostro mutó…

Supongo que esperaba ver en mí una felicidad extrema por haberme entregado a mi hija. Seguro que había pedido que le llamaran cuando yo llegara. Se le notaba ansioso de dar buenas noticias y de recibir felicitaciones. Seguro que toda aquella búsqueda de palmadas en la espalda tenía que ver con traumas de la infancia…

—¿Dónde está la pequeña? —volví a preguntar.

Mi tono debió de subir porque desperté a casi todos los bebés excepto al que llevaba en brazos. Ya era la segunda vez aquel día…

—Sólo estaban su mujer y su hija —dijo casi con la voz entrecortada.

Recuerdo aquel instante y la locura que aquello me produjo.

Respiré. Necesitaba volver y no recordar más… Miré a la pequeña por el espejo retrovisor… Allí estaba, no lo había soñado. Costó pero la encontré…

Volví a respirar, a coger ese aire que Voy decía que daba energía… Aquellos olores respirados que mi mujer creía que te ayudaban a pasar los inviernos…

Pero me era difícil no pensar en toda la odisea que pasé hasta encontrarla… Pero ahora no podía seguir recordando aquella historia…

Tenía que vivir otra… Llegaba a casa de padre…