Volver al hogar, volver a la casa donde me crié. Tenía la sensación de que no me traería nada bueno. Pero, como siempre, los cambios traen solapadas emociones. Y, sin saberlo, yo necesitaba una emoción. Tan sólo eso, una emoción… Pero aún no lo sabía…

Ese 5 de noviembre volví a casa. Hacía frío aquella mañana… Aquella inmensa casa había pertenecido a la familia de padre durante cuatro generaciones y el polvo que acumulaba cualquiera de las estancias lo demostraba.

Yo pasé mi infancia allí… Pasé mis mejores años y también los peores… O, al menos, ahora así lo recuerdo…

Aparqué el coche… Él estaba fuera, en la entrada de la casa, de pie, como esperándome…

Me observó mientras abría la puerta del coche…

Tardé en poner un pie en aquella tierra. No estaba seguro de si aquello era buena idea…

Venía sin nada, sin maleta, sin objetos, sin mi mundo… Todas mis pertenencias estaban a unos kilómetros de allí… Dependiendo de aquel primer encuentro decidiría si realmente cumpliría mi promesa…

Él me seguía observando… Su rostro no reflejaba ninguna emoción… Tan sólo me miraba desde el porche.

Jamás imaginé peor recibimiento… Supongo que tampoco le agradaba mi vuelta, pero imagino que era consciente de que me necesitaba.

Mi padre estaba muy enfermo y él lo sabía… Ni tan siquiera los moribundos desean la soledad y creo que por eso aceptaba mi regreso…

La enfermera que le había cuidado el último año estaba un poquito más lejos que él. Cuando puse el pie en su tierra, él se alejó y la enfermera se acercó a mí…

Enseguida se disculpó por no poder seguir cuidando a mi padre. Debía marcharse porque tenía que estar con su propia familia.

Supongo que entre cuidar de un extraño o alguien de tu propia sangre, la decisión es fácil y clara… En mi caso no lo era tanto…

De camino del coche al porche me comenzó a dar información y consejos… Nombres de medicamentos, horarios de las tomas y una pequeña libreta donde todo aquello estaba apuntado…

Yo no escuchaba…

Jamás he sabido hacer más de dos cosas a la vez triunfando en ambas.

Bastante tenía con mirar a mi padre. Él me seguía observando aún desde la lejanía, casi al borde de la puerta de la casa, casi en las sombras…

Diría que el rostro de extrañeza hacia mí iba aumentando a la vez que el tono de voz de aquella enfermera iba disminuyendo…

Al llegar al porche parecía que la mujer ya había acabado de contarme lo importante… Se apartó levemente para dejarnos estar juntos…

Ya sólo me separaban un par de metros de él, los seis escalones que conducían a la entrada…

Necesitaba hablar con él… Saber qué deseaba de mí y qué podía ofrecerle yo…

Enfrentarme a él… Algo que desde hacía tiempo necesitábamos hacer.

La enfermera se alejó unos metros más cuando yo subí aquellos seis escalones… Mi padre me observaba, pero no dijo nada. Subió hacia la planta de arriba, donde estaba mi habitación… Yo le seguí…

Subir aquella escalera que tantas veces había sido el eje de mi pequeño mundo significó más de lo que podía imaginar.

Yo me marché de aquella casa para no volver a verle y, sobre todo, para prosperar… Y ambas cosas las había conseguido… Pero durante estos años también he sentido que cada uno de mis logros personales me ha llevado más lejos de mis raíces… Lejos de aquel hogar…

Odiaba volver… Tenía la sensación de que aquel camino de vuelta no tenía mucho sentido… Era fruto de una frase errónea dicha durante el instante de pérdida de uno de mis progenitores…

Cada escalón que subía suponía un nuevo argumento en contra de aquella decisión…

Llegué a lo que fue mi habitación durante años… Mi padre estaba cerca de aquel pomo de madera con mi inicial, aquella «E» gigante que grabé hace años en un día cercano a la Navidad. Pero él no lo giró… Lo hice yo…

Al abrir la puerta me inundó la melancolía…

El olor de mi infancia todavía residía allí. Era increíble que no hubiera desaparecido…

Parecía que se había mantenido hermético para que un día yo llegase, lo desprecintase y pudiera gozarlo de nuevo.

He estado en numerosos hoteles, casas, azoteas, y aquel olor jamás lo había vuelto a sentir…

Creo que era único… Cada mueble, cada libro, cada juguete que había en aquella habitación producía un aroma individual… La mezcla de todos ellos conseguía una fragancia irrepetible…

Ni aunque me llevase seis o siete objetos lograría reproducirlo en otra estancia…

Respiré una bocanada inmensa de ese aire tan personal y mágico…

Mi mujer siempre decía que cuando algo era irrepetible, había que respirarlo…

Ella inspiraba recuerdos…

Sobre todo olores de verano… Decía que los guardaba para cuando llegara el invierno.

No le gustaba el frío. Siempre me dijo que una parte de su cerebro albergaba olores de verano para combatir el invierno. Por eso, cuando nos pasaba algo bueno, me tocaba la nuca y me decía: «Inspira, inspira…».

La echaba tanto de menos… Ella murió en un accidente de coche… Aquel día yo estaba en el cine…

Siempre apagaba el móvil los jueves al cruzar la puerta de la sala de cine. Era mi manera de desinvitar al mundo.

Cuando salí, lo encendí y vi que tenía veintitrés llamadas perdidas. Temí lo peor. Llamé al buzón de voz con una mezcla de miedo y pavor.

Sabía desde hacía años que cuando la muerte te sacude, es insistente para que te percates.

Su coche había chocado contra uno de los arcenes, cruzado tres carriles, chocado contra el contrario y vuelta a cruzar los tres carriles…

No he podido volver a pasar por aquella carretera, doy los rodeos más extraños para no pisar aquel lugar.

Antes de que apareciese el mensaje en cuestión, escuché otros vacíos. Quien llamaba no se atrevía a dejar sólo la información, deseaba contactarme en persona…

Yo estaba justo en la puerta de entrada del cine… Encima de mí, seis carteles de películas otoñales; a mi alrededor, una multitud de gente que entraba en busca de emociones o para luchar contra su propio aburrimiento… Aquel aire acondicionado insano para la época en que estábamos me helaba medio cuerpo, la mitad que aún estaba dentro del edificio…

Y después de cuatro mensajes fallidos, apareció aquella voz neutra, parecida a las que me piden que me cambie de compañía de móvil…

«Diríjase al Hospital Miramar. Su mujer está grave. Ha tenido…»

Y el mensaje se cortó, se oyó un vacío…

Pero mi mundo ya había explotado. Me puse de cuclillas y sentí miedo…

Nadie se paró a preguntar qué me pasaba. El dolor ajeno tan sólo provoca extrañeza si es mostrado en público…

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y en cuclillas… Fue como si mi cerebro se reiniciase, como si esperase que, al levantarme, todo aquello no hubiese pasado…

Y finalmente decidí moverme… No debía quedarme allí, tenía que actuar…

Cogí el móvil y la llamé… Supe que debía llamarla…

Quizá todo aquello era mentira… Una vez escuché que había gente que conseguía tus datos cuando comprabas tu entrada por internet, te llamaban y te contaban una historia para que te fueras a la otra punta de la ciudad y aprovechaban para desvalijar tu casa…

Sí, eso es lo que me había pasado, me convencí, aunque no tuviera ningún sentido…

La llamé y sonó el teléfono… Eso era buena señal… Tres timbres, cuatro… No lo cogió… Colgué…

Y de repente apareció el número largo, tan largo como el que me había llamado en las anteriores ocasiones, pero diría que los números diferían… Tardé también tres o cuatros timbrazos en cogerlo. Cuando lo hice, sonó una respiración…

Tan sólo eso, una respiración complicada, difícil… Y supe que era su respiración… La reconocería en cualquier modalidad… La he sentido llena de placer, con tos, en medio de un parto… La he escuchado en tantas ocasiones, cerca de mí, a través de puertas, en interfonos, gritándome, diciéndome «te quiero»…

La reconocí, aunque jamás la había sentido así, a punto de apagarse…

—Hola, cariño… —dijo entrecortando cada sílaba.

Supe que todo era verdad…

—¿Dónde estás? ¿Dónde estás? ¿Dónde? —pregunté mientras corría desesperadamente rumbo a mi coche.

Creo recordar que no corría con aquella desesperación desde niño. Nada había vuelto a generar en mí una prisa tan grande para llegar a buscar esa velocidad.

No tenía claro dónde había aparcado. Al ir tan a menudo a aquel cine, muchas veces acababa confundiendo antiguos lugares de aparcamientos con nuevos…

—No llegarás a tiempo… Lo siento… Lo siento…

Y su voz se apagó… Su respiración cesó…

Seguidamente apareció otra respiración que desconocía, sonaba a enfermera o médico… Esa otra voz deseaba compadecerme, pero no era el instante ni el momento… Le colgué…

Ella, muerta… No podía ser… Y el «lo siento»… ¿Por qué «Lo siento»? Automáticamente pensé en las pequeñas… ¿Las tenía que recoger ella o yo? ¿A quién le tocaba ese día?

Ese «lo siento» no comprendía si se refería a su muerte, al accidente, a dejarme solo con las niñas o a lo otro, a lo que estaba temiendo… A que pudieran estar junto a ella…

Recuerdo que en aquel instante, cerca de aquel cine, al saber aquella noticia, decidí salir del mundo… Y si sales del mundo, puede que no vuelvas a entrar…

—¿Te instalarás aquí? —dijo padre…

Su presencia justo tras de mí me sobresaltó… No pude más que atragantarme y toser… Me había ido lejos…

Me miraba tan fijamente que tuve la sensación de que sabía lo que yo había estado pensando.

Devolví el aire a su hábitat… A lo que fue siempre mi habitación…

No me separaba casi ningún centímetro de padre. Estaba muy cerca, algo inusual en él, que siempre marcaba las distancias. Su propio olor se hizo intenso… No inspiré, no deseaba conservarlo.

—¿Te instalarás aquí? —volvió a preguntar.

Mi padre jamás ha dicho nada de forma clara.

Es por ello que no debías fijarte en qué preguntaba, sino en lo que no decía. Siempre había un motivo oculto en las cuestiones que te formulaba. Mi padre nunca fue fácil. Quizá por ello no lo amé jamás…

—No lo tengo claro aún… ¿Tú prefieres que me instale en otro sitio? —indagué.

Lo mejor era no responder jamás a sus preguntas. Rodearlas. Mirarlas de lejos, tantearlas…

—Haz lo que quieras. Si prefieres irte a otro sitio, puedes hacerlo… Decídete y ven pronto, tenemos trabajo…

Y se marchó hacia su despacho, que estaba al final de aquella planta…

Le miré caminar. Su forma de andar siempre me había fascinado… Siempre había sido equilibrada, rápida y veloz…

Pero en aquel instante ya no lo era. Caminaba de forma inestable…

Es increíble cómo la enfermedad se instala en tu forma de caminar y te quita parte de tu propia esencia…

Y es que, aunque quisiera olvidarlo, mi padre estaba muy enfermo… Dos problemas graves lo acechaban… Ni tan siquiera para morir lo iba a poner fácil…

El alzheimer era lo que ponderaba… Lo tenía desde hacía años, pero lo llevaba latente… Creo que luchaba tanto contra la desaparición de sus recuerdos, que el alzheimer no había podido arrebatarle casi nada…

A veces compadecía a esta enfermedad, jamás habría encontrado tan duro oponente… Sus preguntas trampa, sus cuestiones círculo seguro que habían desesperado a aquella necia enfermedad…

No tenía ninguna duda de que cada recuerdo fue negociado, jugado o pactado antes de ser olvidado…

No era fácil vencerle. Yo nunca le vencí.

Pero algunas luchas están condenadas a perderse…

Y cuando hace unos años el cáncer atacó a mi padre, su derrota comenzó… Demasiados frentes le obligaron a flaquear… Y fue cuando el alzheimer aprovechó para hacer de las suyas…

A mí me recordaba… Quizá porque nuestras discusiones fueron épicas… Siempre le llevé la contraria… Sobre todo en la última época antes de marcharme de casa, luché contra su autoridad…

Me dirigí hacia el final de aquella planta, no sé qué podía correr tanta prisa, ni qué trabajo debíamos hacer…

Pero hay conversaciones en la vida que deseas extraértelas aunque provoquen dolor…

Y allí estaba padre, sentado en su despacho… Casi no me atreví a cruzar ese umbral.

De pequeño, aquella puerta casi siempre estaba cerrada a cal y canto…

—Si está cerrada, no entréis. Vuestro padre debe trabajar en absoluto silencio… —nos susurró madre a los cuatro hermanos hace años ante aquel mismo umbral…

Creo que durante mis primeros catorce años de vida, aquella puerta jamás se abrió para nosotros… Él casi no nos hablaba…

Su pasión era otra: el cine… Amaba el cine, los fotogramas, las actrices, los diálogos, más que a cualquiera de nosotros…

Yo creo que fui una escena descartada que jamás deseó…

Me rodó, pero no le gusté…

Notaba que me miraba siempre con la sensación de trabajo mal hecho…

—Pasa… Siéntate… —me dijo mientras encendía una de sus míticas pipas.

Creo recordar que jamás me había invitado a entrar…

El olor de su tabaco, que siempre se filtraba por toda la casa, fue apreciado por primera vez sin ninguna puerta que lo impidiera…

Decidí entrar…

Temí que, si no lo hacía, jamás tuviera una segunda oportunidad.

Me senté en la silla delante de él… Con una mezcla de respeto y miedo…

Supuse que deseaba hablar de su enfermedad, de cuando le llegase la muerte, de las cuestiones del testamento, del entierro o de la incineración… O quizá tan sólo de las normas en cuanto a mi presencia en su casa en esos días si me quedaba a cuidarlo…

Yo tenía respuesta para todo. En el viaje de vuelta al hogar me había planteado qué contestarle preguntara lo que preguntase. No me sacaría de quicio, no me enfadaría… Lo tenía claro…

—Todo saldrá bien —dije en un tono conciliador antes de que hablase.

Me miró y asintió…

Quise añadir un «padre» al final, pero no deseaba tanto vínculo.

Recuerdo que dos días antes de decidir volver al hogar… alguna gente cercana me dijo que aquel viaje a mis raíces me cambiaría.

Aquellos amigos especulaban con que aquello era una oportunidad, que por fin haría las paces con él, que lo aprovechara…

Pero no les creí. La gente es tan falsa… Desde hacía un año no creía a nadie… Pasó algo y todos me dieron la espalda… No quiero decir que no estuvieron a mi lado, allí estaban los primeros días, pero después desaparecieron… Todos tenían cosas que hacer, rumbos que tomar, familias u otros amigos con los que estar…

Siento parecer tan negativo… Pero es lo que pienso…

Tengo la teoría de que la gente no te desea suerte en la vida, ni en el amor, ni en el trabajo esperando que esas buenas cosas se apoderen de ti… Todo el mundo va a la suya, excepto una o dos personas en tu vida…

El resto habla por hablar, se comunica con frases que ha escuchado en una película o que alguien le ha dicho… Pero no lo sienten…

Sé que hablaba parte de mi rencor… El haber perdido a alguien importante hace que el mundo se te desancle…

Pero sigo pensando cómo podían opinar aquellos amigos, darme esos consejos sobre el reencuentro con mi padre, si no sabían la historia ni conocían a mi padre, ni tampoco las razones que nos habían distanciado…

¿Cómo osaban tan siquiera opinar sin entender nuestro entorno, nuestras diferencias, nuestra familia…?

Y es que, desde hace un año, ya no confío en la gente…

Todos tienen intereses… Se acercan o se alejan por intereses…

Me daba rabia sentir aquello, quizá porque me asemejaba a las opiniones de aquel hombre que estaba delante de mí fumando su pipa…

Él tampoco confiaba en nadie… Creo que nunca confió en alguien… No lo sé, no lo conozco tanto…

Quizá la gran diferencia con él es que yo creía en mi sangre, en mis hijas, en mis gemelas…

Y él, en cambio, nos metía a todos en el mismo saco… Familia o no familia… O si no, ¿cómo se entendía todo lo que había pasado…?

Y fue entonces, mientras yo tenía todos aquellos pensamientos, cuando me miró y dijo la frase que no me esperaba…

La pregunta a la que yo no tenía respuesta y que jamás me hubiera imaginado que me haría…

—Quiero un rodaje fácil, quiero actores que sepan lo que hacen, un equipo con ganas de disfrutar, una única localización, y deseo que para el lunes podamos comenzar. ¿Podrás organizarlo?

Le miré… Le observé…

Intenté comprender a qué se refería y si estaba realmente hablando conmigo.

—Sé que eres el mejor ayudante de dirección y necesito de tu colaboración. Confío en ti.

Jamás he sido ayudante de dirección…

Jamás ha necesitado mi colaboración…

Jamás ha confiado en mí…

Tres mentiras en una sola frase…

No era él, era el alzheimer haciendo de las suyas…

Se acercó a mí…

Puso la mano en mi hombro y dijo…

—Mañana sábado localizaremos los exteriores… Comienza a contratar a mi equipo habitual… Consigue un coche. Nos vemos a las ocho de la mañana delante del lago…

»Puntualidad es lo primero que pido… Profesionalidad, lo segundo… Inteligencia, soluciones y respeto es lo tercero… ¿Me lo podrás dar?

El silencio se apoderó del instante… Su mano pesaba sobre mí…

Me miró. Tardé en contestarle… Finalmente dije…

—No se preocupe, a las ocho estaré allí… Y puedo darle las tres cosas…

No sé por qué le mentí… No sé por qué lo hice, pero él apretó mi hombro con fuerza y se marchó… Creo que jamás había apretado mi cuerpo tan fuerte en toda su vida… Diría que hasta había algo de cariño en aquel gesto…

Sentí algo parecido a la violencia cuando me tocó, pero también sentí algo parecido a la felicidad…

Quizá fue eso lo que me hizo seguirle el juego… Quizá era lo que necesitaba…