Al cuarto día de haber salido de Farthen Dûr, Eragon y Saphira llegaron a Ellesméra.
El sol estaba alto y brillaba cuando el primero de los edificios de la ciudad —una torrecilla estrecha y en espiral de ventanas brillantes que se levantaba entre tres altos pinos y que crecía desde sus ramas entrelazadas— apareció ante su vista. Más allá de la torrecilla enfundada en la corteza, Eragon divisó el conjunto de claros aparentemente desordenado que señalaba la localización de la ciudad.
Mientras Saphira planeaba por encima de la irregular superficie del bosque, Eragon buscó mentalmente la conciencia de Gilderien, el Sabio, quien, como depositario de la Llama Blanca de Vándil, había protegido Ellesméra de los enemigos de los elfos durante más de dos milenios y medio. Eragon proyectó sus pensamientos en dirección a la ciudad y, en el idioma antiguo, preguntó:
Gilderien–elda, ¿podemos pasar?
Una voz profunda y tranquila resonó.
Podéis pasar, Eragon Asesino de Sombra, y Saphira Escamas Brillantes. Mientras vengáis en paz, sois bienvenidos a quedaros en Ellesméra.
Gracias, Gilderien–elda —dijo Saphira.
Las garras de Saphira rozaron las copas de las oscuras agujas de los pinos que se levantaban hasta noventa metros por encima del suelo. La dragona planeó por encima de la ciudad de madera de pino y se dirigió hacia la pendiente de tierra que había al otro lado de Ellesméra. A través del entramado de ramas, Eragon divisó las formas fluidas de los edificios de madera viva, los lechos coloridos de las flores, los ondulados arroyos, el brillo dorado de las antorchas sin llama y, alguna que otra vez, el pálido brillo del rostro de un elfo con la cabeza levantada.
Inclinando las alas, Saphira se elevó siguiendo la pendiente de la tierra hasta que llegó a los riscos de Tel’naeír, que caían trescientos metros hasta el ondulante bosque de la falda de la piedra blanca y desnuda y se extendían una legua en cada dirección. Entonces, viró a la derecha y planeó hacia el norte siguiendo la cresta de piedra; sólo aleteó dos veces para mantener la velocidad y la altitud.
En el borde del precipicio apareció un claro cubierto de hierba. Ante los árboles que lo rodeaban se levantaba una casa modesta de un solo piso que crecía desde cuatro pinos diferentes. Un sonoro arroyo salía del húmedo bosque y pasaba por debajo de las raíces de uno de los pinos antes de desaparecer en Du Weldenvarden otra vez. Y, al lado de la casa, se encontraba, enroscado, el dorado dragón Glaedr, enorme, brillante, con unos dientes de marfil gruesos como el pecho de Eragon, unas garras como cimitarras, unas alas suaves como la gamuza, una cola musculosa tan larga como todo el cuerpo de Saphira; las estrías del único ojo que tenía abierto brillaban como los rayos del zafiro estrellado. El muñón de la pata delantera que le faltaba estaba escondido en el otro costado de su cuerpo. Una pequeña mesa redonda y dos sillas habían sido colocadas delante de Glaedr. Oromis estaba sentado en la silla que se encontraba más cerca del dragón. El pelo plateado del elfo brillaba como el metal bajo la luz del sol.
Saphira elevó la parte delantera del cuerpo para reducir la velocidad y Eragon se inclinó hacia delante en la silla. La dragona descendió, frenó súbitamente en un trozo de césped y corrió unos pasos hacia delante echando las alas hacia atrás para detenerse.
Eragon, con los dedos de las manos entumecidos por el cansancio, aflojó los nudos de las correas que le ataban las piernas e intentó descender por la pata derecha delantera de Saphira, pero mientras lo hacía, las rodillas le fallaron y cayó. Levantó las manos para protegerse la cara y aterrizó de cuatro patas, rasguñándose la espinilla con una roca oculta entre la hierba. Soltó un gemido de dolor y, entumecido como un viejo, empezó a ponerse en pie.
Una mano penetró en su campo de visión.
Eragon levantó la cabeza y vio a Oromis de pie delante de él con una sonrisa en su rostro atemporal. En el idioma antiguo, le dijo:
—Bienvenido de vuelta a Ellesméra, Eragon–finiarel. Y tú también, Saphira Escamas Brillantes, bienvenida. Bienvenidos los dos.
Eragon cogió la mano del elfo; Oromis, aparentemente sin esfuerzo, le ayudó a ponerse en pie. Al principio a Eragon le fue imposible hablar, porque casi no había hablado en voz alta desde que habían partido de Farthen Dûr y porque el cansancio le impedía pensar. Se tocó los labios con dos dedos y, también en el idioma antiguo, dijo:
—Que mi buena fortuna gobierne sobre ti, Oromis–elda. —Hizo el giro con la mano delante del pecho, el gesto de cortesía y respeto que utilizaban los elfos.
—Que las estrellas cuiden de ti, Eragon —contestó Oromis.
Entonces el chico repitió la ceremonia con Glaedr. Como siempre, el contacto con la conciencia ardiente del dragón impresionaba a Eragon y lo cohibía.
Saphira no saludó ni a Oromis ni a Glaedr: permaneció donde estaba, con el cuello caído, el morro tocando al suelo y las patas temblando como si tuviera frío. En las comisuras de la boca, abierta, tenía una baba seca y amarilla y la rasposa lengua le colgaba entre las mandíbulas.
Como explicación, Eragon dijo:
—Encontramos viento de cara el mismo día que partimos de Farthen Dûr, y… —Se quedó en silencio al ver que Glaedr levantaba la gigantesca cabeza y la desplazaba a través del claro para dirigir su mirada hacia Saphira, que no realizó ningún intento de reconocer su presencia.
Glaedr respiró encima de ella y unas pequeñas llamas le salieron por las fosas nasales. Una sensación de alivio recorrió a Eragon al sentir que la energía volvía a Saphira, haciendo que dejara de temblar y afirmándole los miembros.
Las llamas de las fosas nasales de Glaedr se apagaron con una nubecilla de humo.
He ido a cazar esta mañana —dijo, y su voz mental resonó en todo el cuerpo de Eragon—. Encontrarás los restos de las presas en el árbol con la rama blanca que se encuentra en el extremo más alejado del campo. Come lo que quieras.
Una silenciosa gratitud emanó de Saphira. Arrastrando la inerte cola por encima de la hierba, caminó hasta el árbol que Glaedr le había indicado y se acomodó para empezar a devorar el esqueleto de un ciervo.
—Ven —dijo Oromis, haciendo un gesto hacia la mesa y las sillas. Encima de la mesa había una bandeja con cuencos de fruta y frutos secos, medio queso redondo, un pan, una jarra de vino y dos copas de cristal. Mientras Eragon se sentaba, Oromis señaló la jarra y preguntó—: ¿Quieres un trago para quitarte el polvo de la garganta?
—Sí, por favor —respondió Eragon.
Con un gesto elegante, Oromis destapó la jarra y llenó las dos copas. Le dio una a Eragon y luego se acomodó en su silla, arreglándose la túnica blanca con dedos largos y delicados.
Eragon dio un sorbo de vino. Era añejo y sabía a cerezas y a ciruelas.
—Maestro, yo…
Oromis levantó un dedo y lo hizo callar.
—A no ser que sea insoportablemente urgente, yo esperaría a que Saphira se una a nosotros antes de hablar de lo que te ha traído aquí. ¿Estás de acuerdo?
Eragon dudó un momento, pero luego asintió con la cabeza y se concentró en comer, saboreando la fruta fresca. Oromis parecía satisfecho de estar sentado a su lado en silencio, de beber su vino y de contemplar el borde de los riscos de Tel’naeír. Detrás de él, Glaedr contemplaba los movimientos de ambos como si fuera una estatua de oro.
Casi pasó una hora hasta que Saphira se levantó, se acercó al arroyo y bebió agua durante diez minutos más. Cuando volvió todavía le caían gotas de agua del morro; con un suspiro, se tumbó al lado de Eragon con los párpados medio cerrados. Bostezó, los dientes brillaron a la luz un momento y entonces intercambió saludos con Oromis y Glaedr.
Hablad todo lo que queráis —dijo—. Pero no esperéis que yo diga mucho. Puedo dormirme en cualquier momento.
Si lo haces, esperaremos a que despiertes para continuar —dijo Glaedr.
Eso es muy… amable —contestó Saphira, y los párpados le cayeron todavía más.
—¿Más vino? —preguntó Oromis, levantando un poco la jarra de la mesa.
Eragon negó con la cabeza y Oromis dejó la jarra. Luego juntó las puntas de los dedos de ambas manos; las redondas y cuidadas uñas eran como ópalos pulidos.
—No necesitas contarme lo que te ha sucedido durante estas últimas semanas, Eragon —dijo—. Desde que Islanzadí abandonó el bosque, Arya me ha mantenido informado de las noticias; además, cada tres días, Islanzadí envía mensajeros desde nuestro ejército a Du Weldenvarden. Así he sabido de tu duelo con Murtagh y Espina en los Llanos Ardientes. Conozco tu viaje a Helgrind y sé que castigaste al carnicero de tu pueblo. Y sé que asististe a la asamblea de los enanos en Farthen Dûr y conozco cuál fue el resultado. Así que, sea lo que sea lo que desees decir, puedes hacerlo sin tener que instruirme sobre tus últimas acciones.
Eragon jugueteó con un arándano maduro que tenía en la palma de la mano.
—¿Sabes lo de Elva y lo que sucedió cuando intenté liberarla de mi hechizo?
—Sí, incluso eso. Quizá no hayas conseguido quitarle todo el hechizo, pero pagaste tu deuda con la niña, y eso es lo que se supone que tiene que hacer un Jinete de Dragón: cumplir con sus obligaciones, sin importar lo pequeñas o difíciles que sean.
—Todavía siente el dolor de los que la rodean.
—Pero ahora es por elección propia —dijo Oromis—. Ahora ya no es tu magia lo que le obliga… No has venido a pedir mi opinión acerca de Elva. ¿Qué es lo que aflige tu corazón, Eragon? Pregunta todo lo que desees, y prometo que te responderé a todo ello lo mejor que sepa.
—¿Qué pasa —preguntó Eragon— si no sé cual es la pregunta correcta?
Los ojos grises de Oromis brillaron.
—Ah, empiezas a pensar como un elfo. Debes confiar en nosotros como mentores tuyos para que te enseñemos, a ti y a Saphira, aquellas cosas que ignoras. Y también debes confiar en nosotros para que decidamos el momento adecuado de sacar esos temas, porque hay muchos elementos de tu entrenamiento que no deben ser expuestos antes de tiempo.
Eragon depositó el arándano en el centro exacto de la bandeja; luego, con voz baja pero firme, dijo:
—Parece que hay muchas cosas de las que no has hablado.
Por un momento, los únicos sonidos que se oyeron fueron el rumor de las ramas, el gorgojeo del arroyo y la cháchara de unas ardillas en la distancia.
Si tienes algo en contra de nosotros, Eragon —dijo Glaedr—, dilo en voz alta y no roas tu rabia como si fuera un viejo hueso seco.
Saphira cambió de posición y a Eragon le pareció oír que emitía un gruñido. La miró, y entonces, luchando para controlar las emociones que lo embargaban, preguntó:
—La última vez que estuve aquí, ¿sabías quién era mi padre?
Oromis asintió con un único gesto de cabeza.
—¿Y sabías que Murtagh era mi hermano?
Oromis volvió a asentir con la cabeza.
—Lo sabíamos, pero…
—Entonces, ¿por qué no me lo dijisteis? —exclamó Eragon, que se puso en pie y tumbó la silla al hacerlo. Se dio un golpe en la cadera con el puño, se alejó unos pasos y clavó la vista en las sombras del enmarañado bosque.
Luego se dio la vuelta y, al ver que Oromis permanecía igual de tranquilo que antes, su rabia cobró fuerza.
—¿Ibas a decírmelo en algún momento? ¿Mantuviste en secreto la verdad sobre mi familia porque tenías miedo de que eso me distrajera de mi aprendizaje? ¿O es que tenías miedo de que yo me convirtiera, como mi padre? —Entonces se le ocurrió una idea todavía peor—: ¿O quizá ni siquiera te pareció importante mencionarlo? ¿Y qué me dices de Brom? ¿Lo sabía él? ¿Eligió esconderse en Carvahall por mí, porque yo era el hijo de su enemigo? No puedes esperar que crea que era una coincidencia que él y yo viviéramos sólo a unos kilómetros de distancia y que Arya mandara «por casualidad» el huevo de Saphira a las Vertebradas.
—Lo que Arya hizo fue un accidente —declaró Oromis—. Ella no sabía nada de ti entonces.
Eragon cogió la empuñadura de su espada de enano y sintió todos los músculos del cuerpo duros como el acero.
—Cuando Brom vio a Saphira por primera vez, recuerdo que dijo algo para sí mismo sobre que no estaba seguro de si «eso» era una farsa o una tragedia. En ese momento pensé que se refería al hecho de que un granjero común como yo se hubiera convertido en el primer nuevo Jinete en cien años. Pero no se refería a eso, ¿verdad? ¡Se preguntaba si era una farsa o una tragedia el hecho de que el hijo pequeño de Morzan fuera quien recogiera el manto de los Jinetes!
»¿Por esto Brom y tú me instruisteis, para no ser más que un arma contra Galbatorix y, así, compensar la vileza de mi padre? ¿Es eso lo único que soy para ti, una forma de equilibrar la balanza? —Antes de que Oromis respondiera, continuó—: ¡Toda mi vida ha sido una mentira! Desde el momento en que nací, nadie excepto Saphira me ha querido: ni mi hermano, ni Garrow, ni tía Marian, ni siquiera Brom. Brom mostró interés por mí sólo a causa de Morzan y de Saphira. Siempre he sido una molestia. Pero pienses lo que pienses de mí, yo no soy mi padre ni mi hermano y me niego a seguir sus pasos. —Eragon apoyó las manos en el canto de la mesa y se inclinó hacia delante—. No voy a traicionar por Galbatorix ni a los elfos, ni a los enanos ni a los vardenos, si es eso lo que te preocupa. Haré lo que debo hacer, pero a partir de ahora no tienes ni mi lealtad ni mi confianza. Yo no…
En ese momento, Glaedr emitió un rugido que hizo temblar la tierra y vibrar el aire. Había levantado el labio superior y mostraba toda la longitud de sus colmillos.
Tienes más motivos que nadie para confiar en nosotros, polluelo —dijo con una voz que retumbó en la mente de Eragon—. Si no hubiera sido por nuestro esfuerzo, hace mucho que estarías muerto.
Entonces, para sorpresa de Eragon, Saphira le dijo a Oromis y a Glaedr:
Decídselo.
Eragon se alarmó al sentir la inquietud en ella.
¿Saphira? —preguntó, desconcertado—. ¿Decirme qué?
Ella no le hizo caso.
Esta discusión no tiene motivo alguno. No prolonguéis la intranquilidad de Eragon por más tiempo.
Oromis arqueó una ceja.
—¿Tú lo sabes?
Lo sé.
—¿Qué es lo que sabes? —bramó Eragon a punto de desenfundar la espada y amenazarlos a todos hasta que se explicaran.
Oromis levantó uno de sus delgados dedos y señaló la silla que estaba en el suelo.
—Siéntate.
Al ver que Eragon permanecía de pie, demasiado enojado y lleno de resentimiento para obedecer, Oromis suspiró.
—Comprendo que esto es difícil para ti, Eragon, pero si insistes en hacer preguntas y en no escuchar las respuestas, la frustración será tu única recompensa. Y ahora, por favor, siéntate para que podamos hablar de forma civilizada.
Eragon lo fulminó con la mirada, pero colocó bien la silla y se sentó.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué no me dijisteis que mi padre era Morzan, el primero de los Apóstatas?
—En primer lugar —dijo Oromis—, seremos afortunados si te pareces un poco a tu padre, lo cual, por supuesto, creo que es así. Y, tal como iba a decirte antes de que me interrumpieras, Murtagh no es tu hermano, es tu medio hermano.
Esa palabra pareció embestir a Eragon: la sensación de vértigo fue tan intensa que tuvo que sujetarse a la mesa.
—Mi medio hermano… Pero, entonces, ¿quién…?
Oromis cogió un arándano de uno de los cuencos, lo contempló un momento y luego se lo comió.
—Glaedr y yo no deseábamos mantener esto en secreto, pero no tuvimos alternativa. Ambos prometimos, con el juramento más vinculante que existe, que nunca te revelaríamos la identidad de tu padre ni la de tu medio hermano, ni hablaríamos de tu linaje, a no ser que hubieras descubierto la verdad por tu cuenta o que la identidad de tus parientes te hubiera puesto en peligro. Lo que te sucedió con Murtagh en la batalla de los Llanos Ardientes cumple sobradamente estos dos requisitos, así que ahora podemos hablar con libertad del tema.
—Oromis–elda, si Murtagh es mi medio hermano, entonces, ¿quién es mi padre? —preguntó Eragon, que apenas podía contener la emoción.
Busca en tu corazón, Eragon —intervino Glaedr—. Tú ya sabes quién es, lo has sabido durante mucho tiempo.
Eragon negó con la cabeza.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! Por favor…
Glaedr soltó un bufido de sorna; una llamarada de fuego y humo salió por sus fosas nasales.
¿No es evidente? Tu padre es Brom.