Roran sintió fría la tierra, negra y fértil, en la mano. Cogió un terrón, lo apretó y comprobó satisfecho que la tierra estaba húmeda y llena de hojas, tallos, musgo y otra materia orgánica en descomposición y que sería excelente para los cultivos. La probó con los labios y la lengua y notó que tenía un sabor vivo, lleno de cientos de aromas, como el de montañas pulverizadas, de escarabajo, de madera podrida y de raíces tiernas.
«Son unas buenas tierras de labranza», pensó. Llevó sus pensamientos hacia el valle de Palancar y, otra vez, vio el sol de otoño sobre el campo de cebada de delante de la casa de su familia —ordenadas filas de tallos de oro mecidos bajo la brisa— con el río Anora al oeste y las montañas de cumbres nevadas que se levantaban a cada lado del valle. «Ahí es donde debería estar, arando la tierra y cuidando de una familia con Katrina, y no regando la tierra con la savia de los brazos de los hombres».
—¡Eh, hola! —gritó el capitán Edric, señalando a Roran desde encima de su caballo—. ¡Deja ya de entretenerte, Martillazos, si no quieres que cambie de opinión sobre ti y te deje haciendo guardia con los arqueros!
Roran se limpió las manos en el pantalón y se puso en pie.
—¡Sí, señor! ¡Como desee, señor! —contestó, reprimiendo el desagrado que sentía hacia aquel hombre.
Desde que se había unido al grupo de Edric, Roran había intentado averiguar todo lo posible sobre su pasado. Por lo que oyó, Roran había llegado a la conclusión de que Edric era un dirigente competente —si no fuera así, Nasuada nunca lo hubiera puesto al frente de una misión tan importante—, pero tenía una personalidad brusca y desagradable, y reprendía a sus guerreros por la menor desviación de las costumbres establecidas, cosa que, para su disgusto, Roran había comprobado en tres ocasiones distintas durante su primer día con él. Roran pensaba que era un tipo de mando que menoscababa la moral de los hombres, que desanimaba la creatividad y la invención de quienes se encontraban en los rangos inferiores. «Quizá Nasuada me lo ha asignado como capitán por esos motivos —se dijo—. O quizás es otra prueba que me ha puesto. Quizá quiere saber si puedo tragarme el orgullo el tiempo suficiente para trabajar con un hombre como Edric».
Roran volvió con Nieve de Fuego y cabalgó hasta la parte de delante de la columna de doscientos cincuenta hombres. Su misión era sencilla: desde que Nasuada y el rey Orrin habían retirado la mayor parte de sus fuerzas de Surda, parecía que Galbatorix había decidido aprovechar su ausencia y crear confusión en todo el indefenso país, saqueando pueblos y aldeas y quemando las cosechas que se necesitaban para sostener la invasión del Imperio. La forma más sencilla de eliminar a los soldados hubiera sido que Saphira los destrozara, si no fuera porque estaba volando hacia Eragon; además, todo el mundo pensaba que hubiera sido muy peligroso para los vardenos estar sin ella demasiado tiempo. Por eso Nasuada había enviado a la compañía de Edric para que rechazara a los soldados, cuyo número, según habían estimado sus espías, era de unos trescientos soldados. Pero Roran y el resto de sus compañeros se habían sentido descorazonados al tropezarse con unas huellas que indicaban que el número de las fuerzas de Galbatorix se acercaba a los setecientos soldados.
Roran cabalgó con Nieve de Fuego hasta ponerse al lado de Carn, que montaba a su yegua pintada. Roran se rascó la barbilla mientras estudiaba el terreno. Ante ellos se abría una vasta extensión de hierba ondulante moteada aquí y allá por algunos sauces y álamos. Los halcones cazaban en el cielo y abajo la vegetación estaba poblada de ratones chillones, conejos, roedores en sus madrigueras y otra fauna salvaje. La única señal de que unos hombres habían pasado por ese lugar era un camino de vegetación aplastada que se perdía en el horizonte por el este.
Carn levantó la vista hacia el sol de mediodía y, al entrecerrar los ojos, notó la piel de alrededor de los ojos tirante.
—Deberíamos alcanzarlos antes de que nuestras sombras sean más largas que nosotros.
—Y entonces sabrán si somos suficientes para echarlos —dijo Roran—, o sí, simplemente, nos aniquilarán. Por una vez me gustaría que superáramos en número a nuestros enemigos.
Carn sonrió con tristeza.
—Siempre es así con los vardenos.
—¡En formación! —gritó Eric, guiando a su caballo por el camino de hierba aplastada.
Roran cerró la boca y espoleó a Nieve de Fuego para seguir a la compañía tras su capitán.
Seis horas después, Roran estaba sentado sobre Nieve de Fuego, escondido en un círculo de hayas que crecían a lo largo de un pequeño y poco profundo arroyo poblado por juncos y algas flotantes. A través de la maraña de ramas, Roran observaba un pueblo que no debía de tener más de veinte casas abigarradas y grises. Roran había presenciado, con furia cada vez mayor, que los habitantes, al ver a los soldados avanzando desde el oeste, habían reunido sus pocas posesiones y habían huido hacia el sur, en dirección al corazón de Surda. Si hubiera estado en su mano, Roran hubiera revelado su presencia a la gente y les hubiera asegurado que no iban a perder sus casas, no si él y sus compañeros podían evitarlo, porque recordaba muy bien el dolor, la desesperación y la desesperanza que había sentido al abandonar Carvahall, y hubiera querido evitarles eso. Además, hubiera pedido a los hombres del pueblo que lucharan con ellos. Otros diez o veinte pares de brazos quizá marcaran la diferencia entre la victoria y la derrota, y él conocía mejor que nadie el fervor con que la gente lucha para defender su casa. A pesar de ello, Edric había rechazado la idea y había insistido en que los vardenos se quedaran escondidos en las colinas del sureste del pueblo.
—Tenemos suerte de que vayan a pie —murmuró Carn, señalando la columna roja de soldados que se dirigía hacia el pueblo—. Si no fuera así, no hubiéramos llegado aquí antes que ellos.
Roran miró hacia atrás, hacia los hombres reunidos detrás de ellos. Edric le había dado el mando temporal de ochenta y un soldados. Eran espadachines, lanceros y media docena de arqueros. Uno de los familiares de Edric, Sand, dirigía otra compañía de ochenta y un hombres, mientras que Edric dirigía al resto. Los tres grupos se encontraban apretujados entre las hayas, y Roran pensaba que eso era un error; el tiempo que tardarían en organizarse cuando salieran de los árboles sería un tiempo extra que los soldados utilizarían para organizar sus defensas.
Roran se inclinó hacia Carn y dijo:
—No veo que a ninguno les falte ni una mano ni una pierna, ni veo ninguna herida importante, pero eso no demuestra nada. ¿Tú sabrías decir si alguno de ellos son hombres que no sienten el dolor?
Carn suspiró.
—Ojalá pudiera. Tu primo quizá pueda hacerlo, ya que Murtagh y Galbatorix son los únicos hechiceros que Eragon tiene que temer, pero yo soy un mago malo y no me atrevo a poner a prueba a los soldados. Si hay algún mago escondido entre ellos, se darían cuenta de que los estoy espiando, y lo más probable es que yo no fuera capaz de quebrantar sus mentes antes de que ellos alertaran a sus compañeros de que estamos aquí.
—Parece que tenemos esta discusión cada vez que estamos a punto de luchar —replicó Roran, observando el armamento de los soldados e intentando decidir la mejor manera de desplegar a sus hombres.
Carn soltó una carcajada y dijo:
—Está bien. Espero que continuemos teniéndola, porque si no…
—Uno de los dos o los dos estaríamos muertos.
—O Nasuada nos habría asignado a capitanes distintos.
—Y entonces sería mejor que estuviéramos muertos, porque nadie nos vigilará la espalda tan bien —concluyó Roran.
Sonrió. Eso se había convertido en un viejo chiste entre ellos. Roran se sacó el martillo del cinturón e hizo una mueca al notar dolor en la pierna que el buey le había herido. Frunció el ceño y alargó la mano para masajearse la zona de la herida.
Carn lo vio y preguntó:
—¿Estás bien?
—Eso no me matará —contestó Roran, pero luego se lo pensó mejor—. Bueno, quizá lo haga, pero que me parta un rayo si pienso esperar aquí mientras tú sales y haces pedazos a esos torpes zoquetes.
Cuando los soldados llegaron al pueblo, marcharon a través de sus calles e hicieron solamente las pausas necesarias para forzar cada una de las puertas y registrar las habitaciones por si alguien se escondía en ellas. Un perro salió corriendo de detrás de un depósito de agua y, con el pelo erizado, empezó a ladrar a los soldados. Uno de los hombres dio un paso hacia delante y lanzó su lanza contra el perro, al que mató.
Al llegar los primeros soldados al otro extremo del pueblo, Roran apretó la mano alrededor de la empuñadura del martillo, preparado para atacar, pero entonces oyó una serie de agudos chillidos y un sentimiento de terror lo atenazó. Un grupo de soldados apareció desde la penúltima casa arrastrando a tres personas: un hombre desgarbado de pelo blanco, una mujer joven que tenía la blusa rota y un niño que no tenía más de once años.
A Roran se le perló la frente de sudor. Empezó a maldecir en voz baja y monótona a los tres prisioneros por no haber huido con sus vecinos, a maldecir a los soldados por lo que habían hecho y por lo que iban a hacer, maldiciendo a Galbatorix y el destino que les había llevado a esa situación. A sus espaldas, notaba la presencia de sus hombres, que se removían, inquietos, y murmuraban con enojo, ansiosos por castigar a los soldados por su brutalidad.
Después de haber registrado todas las casas, los soldados volvieron al centro del pueblo y formaron un semicírculo alrededor de los prisioneros.
«¡Sí!», se dijo Roran en cuanto los soldados dieron la espalda a los vardenos. El plan de Edric había sido que esperaran justo a que ellos hicieran eso. Ansioso por recibir la orden de atacar, Roran se levantó unos centímetros de su silla con todo el cuerpo en tensión. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta demasiado seca.
El oficial que estaba al mando de los soldados, que era el único de ellos que iba a caballo, desmontó su corcel e intercambió unas palabras inaudibles con el hombre de pelo blanco. Sin aviso, el oficial sacó su sable y lo decapitó; luego saltó hacia atrás para esquivar el chorro de sangre. La mujer joven chilló más fuerte que antes.
—Al ataque —dijo Edric.
Roran tardó medio segundo en comprender que esa palabra que Edric había pronunciado con tanta calma era la orden que había estado esperando.
—¡Al ataque! —gritó Sand, al otro lado de Edric, y salió galopando del grupo de álamos con sus hombres.
—¡Al ataque! —gritó Roran, espoleando los flancos de Nieve de Fuego.
Se agachó detrás del escudo mientras Nieve de Fuego le llevaba por entre la maraña de ramas. Luego, cuando salieron al claro, bajó el escudo y ambos descendieron volando la colina con el estruendo de los cascos a su alrededor. Desesperado por salvar a la mujer y al niño, Roran espoleó a Nieve de Fuego hasta ponerlo al límite. Miró hacia atrás y se animó al ver que el contingente de sus hombres se había separado del resto de los vardenos sin demasiados problemas; aparte de algunos rezagados, la mayoría de ellos formaban un grupo compacto a pocos metros de él.
Roran miró a Carn, que cabalgaba a la vanguardia de los hombres de Edric con la capa gris ondeando al viento. De nuevo, deseó que Edric les hubiera permitido estar en el mismo grupo.
Tal como le habían ordenado, no entró directamente en el pueblo, sino que lo rodeó por la izquierda para atacar a los soldados desde otra dirección. Sand hizo lo mismo por la derecha, mientras Edric y sus guerreros cabalgaban directamente por el centro del pueblo.
Una hilera de casas ocultó el primer choque, pero Roran oyó un coro de increíbles gritos y, luego, una serie de golpes metálicos, gritos de hombres y relinchos de caballos.
Roran sintió un nudo en el estómago. «¿Qué ha sido ese ruido? ¿Puede ser de arcos metálicos? ¿Existen?» Fuera cual fuera el motivo, sabía que no debería haber oído tantos relinchos de agonía de los caballos. Roran se quedó helado al darse cuenta de que, de alguna manera, el ataque había salido mal y que quizá la batalla ya estuviera perdida.
Tiró con fuerza de las riendas de Nieve de Fuego en cuanto pasó la última casa, y se dirigió hacia el centro del pueblo. Detrás de él, sus hombres hicieron lo mismo. A unos doscientos metros delante de él, vio tres hileras de hombres que se habían colocado entre dos casas para bloquearles el paso. Los soldados no parecían temerosos al ver a los caballos galopando hacia ellos.
Roran dudó. Las órdenes estaban claras: él y sus hombres tenían que atacar el flanco oeste y abrirse paso a través de las tropas de Galbatorix hasta reunirse con Sand y Edric. Pero Edric no le había dicho qué tenía que hacer si cabalgar directamente hacia los soldados, cuando él y sus hombres se encontraran en posición, ya no parecía una buena idea. Y Roran sabía que si se desviaba de las órdenes, incluso aunque fuera para impedir que masacraran a sus hombres, sería acusado de insubordinación; y Edric le castigaría por ello.
Entonces los soldados apartaron sus voluminosas capas y se colocaron unas ballestas en el hombro.
En ese instante, Roran decidió que haría todo lo necesario para asegurarse de que los vardenos ganaran la batalla. No estaba dispuesto a permitir que los soldados destrozaran sus fuerzas con una simple andanada de flechas sólo por evitar las desagradables consecuencias de desobedecer a su capitán.
—¡A cubierto! —gritó Roran, que tiró de las riendas de Nieve de Fuego hacia la derecha y e hizo virar al animal para ponerse detrás de una de las casas.
Una docena de flechas se clavaron en el lateral de un edificio al cabo de un segundo. Roran se dio la vuelta y vio que todos sus guerreros excepto uno habían conseguido esconderse detrás de las casas antes de que los soldados dispararan. El hombre que había quedado atrás se encontraba tumbado en el suelo y sangraba: tenía dos flechas clavadas en el pecho. Las flechas habían atravesado su cota de malla como si ésta no fuera más gruesa que una hoja de papel. El caballo del guerrero, asustado por el olor de la sangre, se encabritó y salió corriendo del pueblo dejando una nube de polvo tras él.
Roran se sujetó en una viga de fuera de la casa para mantener a Nieve de Fuego en su sitio mientras intentaba desesperadamente pensar en cómo debían continuar. Los soldados les habían dejado inmovilizados: no podían volver a campo abierto sin que los acribillaran a flechazos hasta que parecieran erizos.
Unos cuantos de los guerreros de Roran corrieron hasta él desde una de las casas que quedaba parcialmente protegida por la que cubría a Roran.
—¿Qué vamos a hacer, Martillazos? —le preguntaron. No parecían preocupados por el hecho de que hubieran desobedecido las órdenes; al contrario, lo miraban con expresión de renovada confianza.
Roran pensó todo lo deprisa que pudo mientras miraba a su alrededor. Por casualidad, su vista tropezó con un arco y un carcaj que uno de los hombres llevaba atados a la silla del caballo. Roran sonrió. Solamente unos cuantos de sus hombres eran arqueros, pero todos llevaban arcos y flechas para poder cazar y ayudar a alimentar a la compañía cuando estaban solos en el bosque sin necesitar la ayuda del resto de los vardenos.
Roran señaló la casa en la que estaba apoyado y dijo:
—Coged los arcos y subid al tejado, tantos como podáis, pero si valoráis vuestras vidas, manteneos a cubierto hasta que yo os dé la señal. Cuando lo haga, empezad a disparar y no dejéis de hacerlo hasta que os quedéis sin flechas o hasta que el último soldado caiga muerto. ¿Comprendido?
—¡Sí, señor!
—Adelante, pues. El resto encontrad casas desde las cuales podáis disparar a los soldados. Harald, comunica la orden a todo el mundo, y encuentra a diez de nuestros mejores lanceros y a diez de nuestros mejores espadachines y tráelos tan deprisa como puedas.
—¡Sí, señor!
Inmediatamente, los guerreros se apresuraron a obedecer. Los que se encontraban al lado de Roran sacaron los arcos y los carcajs de las sillas y, tras ponerse en pie en la grupa de los caballos, treparon al tejado de paja de la casa. Al cabo de cuatro minutos, la mayoría de los hombres de Roran se encontraban en sus puestos encima de los tejados de siete casas —unos ocho hombres por tejado—. Harald había vuelto con los espadachines y los lanceros que Roran le había pedido.
El chico se dirigió a los guerreros que se reunieron con él:
—Bien, escuchad. Cuando dé la orden, los hombres que están ahí arriba empezarán a disparar. En cuanto la primera andanada de flechas caiga sobre los soldados, vamos a salir para intentar rescatar al capitán Edric. Si no podemos conseguirlo, tendremos que hacer que esas túnicas rojas conozcan el sabor del acero frío. Los arqueros provocarán confusión suficiente para que podamos cercar a los soldados antes de que tengan tiempo de utilizar sus ballestas. ¿Comprendido?
—¡Sí, señor!
—¡Entonces, disparad! —gritó Roran.
Con un grito poderoso, los hombres posicionados en los tejados se pusieron en pie y, como si fueran uno, dispararon contra los soldados. La ola de flechas silbó en el aire con un chillido sediento de sangre mientras caían sobre sus presas.
Al cabo de un instante, cuando los soldados gemían de agonía a causa de las heridas, antes de espolear a su montura, Roran exclamó:
—¡Ahora, cabalgad!
Juntos, él y sus hombres galoparon por el lateral de la casa e hicieron que sus corceles dieran un giro tan cerrado que estuvieron a punto de caer. Confiando en su velocidad y en que la habilidad de los arqueros los protegiera, Roran bordeó al grupo de soldados, que se agitaban con confusión, hasta que llegó al lugar del desastroso ataque de Edric. Allí el suelo estaba empapado de sangre, y los cuerpos de muchos buenos hombres y excelentes caballos cubrían el espacio que había entre las casas. El resto de las fuerzas de Edric estaban enzarzadas en un combate cuerpo a cuerpo con los soldados. Para sorpresa de Roran, Edric todavía estaba vivo y luchaba hombro con hombro junto con cinco hombres.
—¡Quedaos conmigo! —gritó Roran a sus compañeros mientras se precipitaban hacia la batalla.
Nieve de Fuego golpeó a dos soldados con los cascos y los tumbó en el suelo, rompiéndoles los brazos y el pecho. Complacido con el semental, Roran empezó a dar golpes a diestro y siniestro con el hacha, gruñendo con la alegría de la batalla mientras tumbaba a un soldado tras otro, ninguno de los cuales podía hacer frente a la ferocidad de su ataque.
—¡A mí! —gritó mientras se colocaba al lado de Edric y de los otros supervivientes—. ¡A mí!
Delante de él, las flechas continuaban lloviendo sobre la masa de soldados y les obligaba a ponerse a cubierto con los escudos, al tiempo que intentaban defenderse de las espadas y lanzas de los vardenos.
Cuando él y sus soldados hubieron rodeado a los vardenos que iban a pie, Roran gritó:
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡A las casas!
Paso a paso, todos ellos se retiraron hasta que estuvieron fuera del alcance de las armas de los soldados y, entonces, corrieron hasta la casa que quedaba más cerca. Los soldados dispararon y mataron a tres de los vardenos durante el camino, pero el resto de ellos llegaron ilesos al edificio.
Edric se apoyó contra el lateral de la casa, boqueando en busca de aire. Cuando pudo hablar de nuevo, hizo un gesto hacia los hombres de Roran:
—Tu intervención ha sido muy oportuna y afortunada, Martillazos, pero ¿por qué te veo aquí y no cabalgando entre los soldados como yo esperaba?
Entonces Roran explicó lo que había hecho y señaló a los arqueros que se encontraban sobre los tejados.
Mientras escuchaba el relato de Roran, Edric frunció el ceño. Pero no reprendió a su soldado por su desobediencia, sino que dijo:
—Haz que esos hombres bajen de inmediato. Han conseguido romper la disciplina de los soldados. Ahora tenemos que lanzarnos a un honesto combate con el acero para acabar con ellos.
—¡Quedamos demasiado pocos para atacar a los soldados directamente! —protestó Roran—. Nos superan en número en más de tres por uno.
—¡Entonces tendremos que compensar con valor lo que nos falta en número! —gritó Edric—. Me dijeron que eras valiente, Martillazos, pero es evidente que esos rumores están equivocados y que eres asustadizo como un conejo. ¡Ahora haz lo que te he dicho, y no vuelvas a cuestionarme! —El capitán señaló a uno de los guerreros—. Tú, déjame tu corcel. —Cuando el hombre hubo desmontado, Eric subió a la silla y dijo—: La mitad de los que estáis a caballo, seguidme; vamos a prestar refuerzos a Sand. Los demás, quedaos con Roran.
Edric espoleó a su caballo y se alejó galopando con los hombres que decidieron seguirle, desplazándose rápidamente de edificio en edificio para rodear a los soldados que se encontraban en el centro del pueblo.
Roran temblaba de furia mientras los miraba alejarse. Nunca antes había permitido que nadie cuestionara su valor sin responder con palabras o con golpes. Pero mientras la batalla durara, no era adecuado que se enfrentara a Edric. «Muy bien —pensó Roran—, le demostraré el valor que cree que me falta. Pero eso es todo lo que obtendrá de mí. No mandaré a los arqueros a que luchen cuerpo a cuerpo con los soldados cuando están más seguros y son más efectivos si se quedan donde están».
Roran se dio la vuelta e inspeccionó a los hombres que Edric le había dejado. Entre los que habían rescatado, se alegró de ver a Carn, que tenía arañazos y sangraba, pero que, en general, estaba bien. Se saludaron con un gesto de cabeza; entonces Roran se dirigió al grupo:
—Habéis oído lo que Edric ha dicho. No estoy de acuerdo. Si hacemos lo que él quiere, todos acabaremos amontonados los unos sobre los otros antes de que se ponga el sol. ¡Todavía podemos ganar esta batalla, pero no será precipitándonos hacia nuestra propia muerte! Lo que nos falta en número, lo podemos compensar con astucia. Ya sabéis cómo me uní a los vardenos. Sabéis que he luchado y he derrotado al Imperio antes, y ¡en un pueblo así! Eso lo puedo hacer, os lo juro. Pero no puedo hacerlo solo. ¿Me seguiréis? Pensadlo detenidamente. Yo cargaré con la responsabilidad de desobedecer las órdenes de Edric, pero es posible que él y Nasuada castiguen a todo aquel que haya tenido algo que ver.
—¡Entonces serían unos idiotas! —gruñó Carn—. ¿Preferirían que muriéramos aquí? No, no lo creo. Puedes contar conmigo, Roran.
Roran vio que los otros hombres enderezaban la espalda y apretaban los dientes, y sus ojos brillaban con una decisión renovada: supo que habían decidido apostar por él, aunque sólo fuera porque no deseaban separarse de su único mago. Muchos eran los guerreros vardenos que debían la vida a un miembro del Du Vrangr Gata, y los hombres de armas que Roran había conocido preferían clavarse un cuchillo en el pie a ir a la batalla sin un hechicero a mano.
—Sí —dijo Harald—. Puedes contar con nosotros también, Martillazos.
—Entonces, ¡seguidme! —exclamó Roran.
Alargó el brazo y ayudó a Carn a subir sobre Nieve de Fuego, detrás de él, y luego corrió con su grupo de hombres alrededor del pueblo hasta el lugar en que los arqueros que estaban sobre los tejados continuaban lanzando flechas a los soldados. Mientras Roran y sus hombres corrían de casa en casa, las flechas silbaban por encima de sus cabezas como gigantescos insectos enojados. Una de ellas se abrió paso a medias en el escudo de Harald.
Cuando estuvieron a salvo y a cubierto, Roran hizo que los hombres que todavía estaban montados dieran los arcos y las flechas a los hombres que iban a pie e hizo que estos últimos fueran a unirse con otros arqueros. Mientras los hombres se afanaban en obedecerle, Roran hizo una seña a Carn, que había bajado de Nieve de Fuego en cuanto éste se había detenido, y dijo:
—Necesito un hechizo tuyo. ¿Puedes acorazarme a mí y a diez hombres contra esas flechas?
Carn dudó.
—¿Por cuánto rato?
—¿Un minuto? ¿Una hora? ¿Quién sabe?
—Acorazar a tantas personas contra más de unas cuantas flechas excede mis fuerzas… Pero, si no te importa que interfiera las flechas en vuelo, podría hacer que te esquivaran, lo cual…
—Eso serviría.
—¿A quién quieres que proteja, exactamente?
Roran señaló a los hombres que había elegido para que fueran con él. Carn les preguntó el nombre a cada uno de ellos. Luego, con la espalda encorvada y el rostro pálido y en tensión, empezó a pronunciar unas palabras en el idioma antiguo. Intentó lanzar el hechizo tres veces, y tres veces falló.
—Lo siento —dijo, y soltó un suspiro agitado—. Parece que no me puedo concentrar.
—Lánzalo, y no te disculpes —gruñó Roran—. ¡Hazlo! —Saltó de Nieve de Fuego, cogió la cabeza de Carn con ambas manos y le obligó a levantarla—: ¡Mírame! Mírame al centro de los ojos. Eso es. No dejes de mirarme… Bien. Ahora coloca la armadura sobre nosotros.
La expresión de Carn se avivó y la espalda se le relajó. Entonces, en un tono de voz confiado, recitó el hechizo. Cuando pronunció la última palabra, flaqueó un instante entre las manos de Roran, pero se recuperó rápidamente.
—Está hecho —dijo.
Roran le dio una palmada en el hombro y luego volvió a montar a Nieve de Fuego. Paseó la mirada por los diez hombres a caballo y les dijo:
—Vigilad mis costados y mi espalda, pero manteneos detrás de mí mientras sea capaz de blandir el martillo.
—¡Sí, señor!
—Recordad, las flechas no os pueden dañar ahora. Carn, quédate aquí. No te muevas mucho: conserva tu fuerza. Si sientes que no puedes mantener el hechizo por más tiempo, haznos una señal antes de finalizarlo. ¿De acuerdo?
Carn se sentó en el peldaño de la puerta de una de las casas y asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
Roran volvió a coger el escudo y el martillo, e inhaló con fuerza para calmarse.
—Preparaos —dijo, y chasqueó la lengua a Nieve de Fuego.
Con los diez hombres detrás, Roran cabalgó hacia la calle de tierra que pasaba entre las casas y se encaró a los soldados otra vez. Unos quinientos soldados de Galbatorix se encontraban todavía en el centro del pueblo, la mayoría de ellos agachados o arrodillados detrás de los escudos e intentando volver a cargar las ballestas. De vez en cuando uno de ellos se levantaba y disparaba una flecha a uno de los arqueros de los tejados y, luego, volvía a agacharse detrás de su escudo protegiéndose de la nube de flechas que caía sobre él. Por todo el claro, cubierto de cuerpos, se veían montones de flechas clavadas en el suelo como juncos que se elevaran de un lecho de sangre. A unos metros, en el extremo más alejado de los soldados, Roran vio un montón de cuerpos retorciéndose y pensó que debían de ser Sand, Edric y los que quedaran de su grupo, que continuaba luchando contra los soldados. Si la mujer joven y el niño todavía estaban en el claro, él no los vio.
Una flecha silbó en dirección a Roran. Cuando estuvo a menos de un metro de su pecho, cambió de dirección repentinamente sin darle ni a él ni a sus hombres. Roran se sobresaltó, pero la flecha ya había desaparecido. Sintió un nudo en la garganta y el corazón acelerado.
Miró a su alrededor y vio un carro roto apoyado contra una de las casas que tenía a la izquierda. Lo señaló y dijo:
—Traed eso aquí y tumbadlo del revés. Bloquead la calle tanto como podáis. —Entonces, dirigiéndose a los arqueros, gritó—: ¡No permitáis que los soldados nos rodeen y nos ataquen desde los costados! Cuando se acerquen a nosotros, debilitad sus filas tanto como podáis. Y en cuanto os quedéis sin flechas, venid a uniros a nosotros.
—¡Sí, señor!
—Pero ¡tened cuidado de no disparar contra nosotros por accidente, o juro que mi fantasma os perseguirá hasta el fin de los tiempos!
—¡Sí, señor!
Más flechas volaron hacia Roran y los demás jinetes que estaban en la calle, pero siempre se topaban con la armadura de Carn y se desviaban hacia una pared o hacia el suelo, o se desvanecían en el cielo.
Roran miró a sus hombres arrastrar el carro hasta la calle. Cuando ya casi hubieron terminado, levantó la cabeza, se llenó los pulmones de aire y, entonces, proyectando la voz hacia los soldados, rugió:
—¡Eh, vosotros, cobardes perros carroñeros! Mirad como solamente once de nosotros os bloquean el paso. Si conseguís pasar, ganaréis la libertad. Probad suerte, si tenéis valor. ¿Qué? ¿Dudáis? ¿Dónde está vuestra virilidad, gusanos deformes, nauseabundos asesinos con cara de cerdo? ¡Vuestros padres eran unos imbéciles babosos que deberían haber sido ahogados al nacer! Sí, y vuestras madres eran unas mujerzuelas consortes de los úrgalos.
Roran sonrió con satisfacción al ver que varios de los soldados gruñían de indignación y empezaban a insultarlo a él en respuesta. Pero uno de los soldados pareció perder la voluntad de continuar peleando, porque se puso en pie y corrió hacia el norte cubriéndose con el escudo y haciendo eses en un desesperado intento de esquivar las flechas. A pesar de sus esfuerzos, los vardenos lo mataron antes de que hubiera recorrido más de tres metros.
—¡Ja! —exclamó Roran—. ¡Sois todos unos cobardes, hasta el último de vosotros, indeseables ratas de río! Si os va a dar valor, sabed lo siguiente: ¡me llamo Roran Martillazos, y Eragon Asesino de Sombra es mi primo! Si me matáis, el imbécil de vuestro rey os recompensará con un condado, o quizá con algo más. Pero tendréis que matarme con una espada: vuestras flechas no pueden hacerme nada. Venid, babosas, sanguijuelas, garrapatas hambrientas.
Se levantó una oleada de gritos de batalla y un grupo de treinta soldados dejaron caer las ballestas, desenfundaron las brillantes espadas y, con los escudos en alto, corrieron hacia Roran y sus hombres.
Por encima del hombro derecho, Roran oyó que Harald decía:
—Señor, ellos son muchos más que nosotros.
—Sí —dijo Roran, sin apartar los ojos de los hombres que se acercaban. Cuatro de ellos tropezaron y se quedaron inmóviles en el suelo, atravesados por incontables flechas.
—Si nos atacan todos a la vez, no tendremos ninguna posibilidad.
—Sí, pero no lo harán. Mira, están confusos y desorganizados. Su jefe debe de haber caído. Mientras mantengamos el orden, no podrán con nosotros.
—Pero, Martillazos, ¡no podemos matar a tantos hombres nosotros solos!
Roran miró hacia atrás, a Harald.
—¡Por supuesto que podemos! Luchamos para proteger a nuestras familias y para reclamar nuestras casas y nuestras tierras. Ellos luchan porque Galbatorix los obliga a hacerlo. No tienen el corazón puesto en esta batalla. Así que pensad en vuestras familias, pensad en vuestras casas y recordad que es a ellos a quienes defendéis. ¡Un hombre que lucha por algo mayor que sí mismo puede matar a cientos de hombres con facilidad!
Mientras hablaba, Roran veía mentalmente a Katrina vestida con su traje azul de novia y olía el perfume de su piel, y oía el tono de su voz mientras hablaban bien entrada la noche.
Katrina.
Los soldados estaban encima de ellos y, por un momento, Roran no oyó nada más que los golpes de las espadas contra su escudo, el estallido de su martillo contra los yelmos de los soldados y los gritos de los soldados al caer bajo la fuerza de sus golpes. Los soldados se lanzaban contra ellos con una fuerza desesperada, pero no podían igualarles ni a él ni a sus hombres. Cuando venció al último de los soldados, Roran empezó a reír a carcajadas, lleno de júbilo. ¡Qué felicidad aplastar a aquellos que iban a hacer daño a su esposa y a su hijo por nacer!
Estaba contento de ver que ninguno de sus guerreros había sido seriamente herido. También se dio cuenta de que durante la refriega, varios de los arqueros habían bajado de los tejados para pelear a caballo con ellos. Roran sonrió a los recién llegados y dijo:
—¡Bienvenidos a la batalla!
—Una cálida bienvenida, desde luego —contestó uno de ellos.
Señalando con el martillo cubierto de sangre hacia el lado derecho de la calle, Roran dijo:
—Tú, tú y tú, apilad los cuerpos allí. Haced un embudo entre ellos y el carro para que sólo dos o tres soldados puedan llegar hasta nosotros a la vez.
—¡Sí, señor! —contestaron los guerreros, que bajaron de sus caballos.
Una flecha silbó en dirección a Roran, pero él la ignoró y se concentró en el cuerpo principal de soldados, un grupo de unos cien que se estaba reuniendo para un segundo ataque.
—¡Deprisa! —gritó a los hombres que estaban moviendo los cuerpos—. Ya casi están encima de nosotros. Harald, ve a ayudar.
Roran se humedeció los labios, nervioso, al ver a sus hombres trabajando mientras los soldados avanzaban. Para su alivio, los cuatro vardenos arrastraron el último de los cuerpos hasta su sitio y saltaron a sus monturas momentos antes de que llegaran los primeros soldados.
Las casas a cada lado de la calle, al igual que el carro tumbado y la truculenta barricada de restos humanos, hicieron más lento y apretado el avance de los soldados hasta el punto de que éstos estaban casi paralizados cuando llegaban a donde estaba Roran. Los soldados estaban tan apretados los unos contra los otros que no podían escapar a las flechas que les caían desde arriba.
Las primeras dos filas de soldados llevaban lanzas, con las cuales amenazaron a Roran y a los demás vardenos. Roran esquivó tres estocadas y maldijo al darse cuenta de que no llegaba más allá de las lanzas con el martillo. Entonces un soldado apuñaló a Nieve de Fuego en el hombro, y Roran se inclinó hacia delante para no caer cuando el semental se encabritó.
Cuando Nieve de Fuego hubo aterrizado sobre sus cuatro patas de nuevo, Roran saltó al suelo y mantuvo al semental entre él y el extremo de las lanzas de los soldados. Nieve de Fuego se levantó sobre dos patas porque otra lanza lo hirió en un costado. Antes de que los soldados pudieran herirlo otra vez, Roran tiró de las riendas y obligó a Nieve de Fuego a retroceder hasta que hubo suficiente espacio entre los otros caballos para que Nieve de Fuego se diera la vuelta.
—¡Ya! —gritó, y le dio una palmada en la grupa para que saliera corriendo del pueblo.
—¡Dejad espacio! —gritó Roran haciendo señales a los vardenos.
Éstos abrieron un camino entre sus corceles, y él se dirigió de nuevo hacia el frente de la lucha mientras se colocaba el martillo en el cinturón.
Un soldado fue a clavarle una lanza al pecho. Roran la paró con la muñeca, dándose un golpe con el duro escudo de madera, y luego arrebató la lanza de las manos del soldado. El hombre cayó de cara al suelo y Roran le clavó el arma; luego se lanzó hacia delante y atravesó con ella a dos soldados más. Roran abrió las piernas y plantó los pies con firmeza en el fértil suelo que antes había pensado utilizar para plantar su cosecha. Levantó la lanza hacia sus enemigos y gritó:
—¡Venid, desgraciados mal nacidos! ¡Matadme si podéis! ¡Soy Roran Martillazos y no temo a ningún hombre vivo!
Los soldados avanzaron y tres de ellos pasaron por encima de los cuerpos de sus antiguos compañeros para enfrentarse con Roran. Éste dio un salto a un lado y le clavó la lanza a uno de ellos en la mandíbula, rompiéndole los dientes. Cuando retiró el arma, estaba manchada de sangre. Entonces, se arrodilló e hirió al soldado de en medio clavándole el arma en la axila.
En ese momento, Roran recibió un fuerte golpe en el hombro izquierdo. Parecía que el escudo pesara el doble que antes. Se puso en pie y vio que el soldado que quedaba se lanzaba contra él con la espada desenfundada. Roran levantó la lanza por encima de su cabeza como si fuera a lanzarla y, en cuanto el soldado titubeó, le golpeó entre las piernas. Acabó con el hombre de un solo golpe. Entonces se dio un instante de calma en la batalla, y Roran lo aprovechó para lanzar el inútil escudo y la lanza del soldado contra los pies de los enemigos con la esperanza de hacerlos tropezar.
Más soldados avanzaron, temblando ante la fiera sonrisa de Roran y la amenaza de su lanza. Un montón de cadáveres se levantaba delante de él. Cuando éste llegó a la altura de su cintura, Roran saltó encima de él y se quedó ahí, sin tener en cuenta lo peligroso de la posición, porque la altura le daba ventaja. Dado que los soldados se veían obligados a trepar por la rampa de cuerpos para llegar hasta él, Roran podía matar a muchos en cuanto tropezaban con un brazo o una pierna, o cuando pisaban el débil cuello de uno de sus antiguos compañeros, o cuando resbalaban sobre un escudo.
Desde esa posición elevada Roran pudo ver que el resto de los soldados se habían unido al ataque, excepto unos cuantos que se encontraban en el otro extremo del pueblo luchando todavía con los guerreros de Sand y de Edric. Entonces se dio cuenta de que no tendría descanso hasta que la batalla hubiera terminado.
Roran recibió docenas de heridas durante ese día. Muchas de ellas eran pequeñas —un corte en el antebrazo, un dedo roto, un rasguño en las costillas provocado por una daga que le había atravesado la malla—, pero otras no lo eran. Estando encima del montón de cuerpos, uno de los soldados le clavó la hoja en la pantorrilla y lo dejó cojo. Poco después, un hombre corpulento que olía a queso y a cebollas cayó contra él y, en su último aliento de vida, le clavó la flecha de su ballesta en el hombro izquierdo, lo cual le impidió levantar el brazo por encima de la cabeza. Roran se dejó la punta de la flecha clavada en la carne porque sabía que se desangraría si se la sacaba. El dolor se convirtió en la principal sensación: cada instante le provocaba una nueva agonía, pero quedarse quieto hubiera significado morir, así que continuó lanzando golpes mortíferos sin tener en cuenta ni las heridas ni el agotamiento.
De vez en cuando, Roran notaba la presencia de los vardenos detrás de él o a su lado, como cuando tiraban una lanza por su lado, o cuando una espada le pasaba rozando el hombro izquierdo para caer sobre un soldado que iba a romperle la cabeza; sin embargo, durante la mayor parte del tiempo Roran se enfrentó a los soldados solo, obligado a hacerlo por el montón de cuerpos en el que se encontraba y por el poco espacio que quedaba entre el carro tumbado y los laterales de las casas. Arriba, los arqueros que todavía tenían flechas continuaban descargándolas mortíferamente; sus flechas de plumas de ganso se clavaban en huesos y tendones por igual.
Ya avanzada la batalla, Roran arrojó la lanza contra un soldado y, en cuanto la punta tocó la armadura del hombre, el asta se rompió a lo largo. El hecho de estar todavía con vida pareció sorprender al soldado, ya que dudó un momento en blandir la espada como respuesta al ataque. Ese imprudente retraso permitió que Roran se agachase esquivando el acero y pudiera recoger otra lanza del suelo, con la cual mató al soldado. Para su consternación y disgusto, la segunda lanza duró menos de un minuto y también se le rompió en la mano. Entonces, Roran lanzó los trozos contra los soldados, cogió un escudo de uno de los cuerpos y sacó el martillo del cinturón. Su martillo, por lo menos, nunca le fallaba.
El agotamiento resultó ser el mayor contrincante de Roran mientras los últimos soldados se acercaban gradualmente, cada uno de ellos esperando su turno para luchar contra él. Roran sentía los brazos pesados y sin fuerza, la vista le fallaba y parecía que no podía llenarse los pulmones lo suficiente. Pero, a pesar de todo, siempre conseguía reunir la energía necesaria para derrotar al siguiente contrincante. A medida que los reflejos le flaqueaban, iba siendo menos capaz de evitar cortes y heridas que antes hubiera rechazado con facilidad.
Cuando empezó a darse cuenta de que entre soldado y soldado se daba un intervalo que le permitía ver el espacio de detrás de ellos, Roran supo que esa dura prueba ya casi había terminado. No tuvo piedad con los últimos diez hombres, y ellos tampoco la pidieron a pesar de que no tenían esperanza de abrirse paso luchando entre él y los vardenos que estaban detrás. Tampoco intentaron huir. En lugar de ello, se precipitaron contra él gruñendo, maldiciendo y deseando solamente matar al hombre que había asesinado a tantos camaradas suyos para pasar, también ellos, al vacío.
En cierto sentido, Roran admiró su coraje.
Cuatro de los hombres cayeron bajo las flechas. Una lanza apareció desde algún lugar a espaldas de Roran y se clavó en el cuello del quinto soldado. Dos lanzas más encontraron a sus víctimas, y entonces los hombres llegaron hasta él. El soldado que iba en cabeza le lanzó un golpe con un hacha de dos puntas, y Roran, a pesar de que notaba la punta de la flecha en el hueso, lo paró con el escudo. Aullando de dolor y de furia, y con un apabullante deseo de finalizar la batalla, levantó el martillo y acabó con el hombre con un golpe en la cabeza. Sin detenerse, saltó hacia delante con la pierna buena y golpeó al otro soldado dos veces en el pecho antes de que éste tuviera tiempo de defenderse y le rompió las costillas. El tercer hombre paró dos de sus ataques, pero entonces Roran le engañó con un gesto falso y también lo abatió. Los últimos dos soldados llegaron hasta él por los dos lados lanzándole estocadas en dirección a los tobillos, mientras ascendían por el montón de cadáveres. Roran sintió que le flaqueaban las fuerzas, pero luchó contra ellos durante un tiempo agotador e interminable y en el que ambas partes sufrieron heridas; al fin, mató a uno de ellos atravesándole el yelmo, y al otro rompiéndole el cuello con un golpe bien dado.
Roran se tambaleó y se derrumbó.
Notó que lo levantaban y abrió los ojos. Vio a Harald que sostenía una bota de vino contra sus labios.
—Todo está bien; ahora ya te puedes soltar.
Roran se apoyó en el martillo y observó el campo de batalla. Por primera vez se dio cuenta de lo alto que era el montón de cadáveres; él y sus compañeros se encontraban a, por lo menos, seis metros del suelo, lo cual estaba casi al nivel de los tejados de las casas que había a ambos lados. Roran vio que la mayoría de los soldados habían muerto a causa de las flechas, pero a pesar de eso sabía que él solo había matado a un enorme número de ellos.
—¿Cuán…, cuántos? —le preguntó a Harald.
El guerrero, que estaba manchado de sangre por todas partes, meneó la cabeza.
—Perdí la cuenta a partir de los treinta y dos. Quizás otro lo pueda decir. Lo que has hecho, Martillazos… Nunca he visto una hazaña como ésta antes, no la he visto en un hombre con habilidades humanas. La dragona Saphira eligió bien; los hombres de tu familia son luchadores inigualables. Tu destreza no tiene comparación con la de ningún mortal, Martillazos. Sean cuantos sean los soldados que has matado hoy, yo…
—Han sido ciento noventa y tres —gritó Carn, trepando hacia ellos desde detrás.
—¿Estás seguro? —le preguntó Roran, incrédulo.
Carn asintió con la cabeza en cuanto llegó hasta ellos.
—¡Sí! Yo he estado observando y he llevado la cuenta cuidadosamente. Ciento noventa y tres han sido…, ciento noventa y cuatro si cuentas al hombre al que le has atravesado el vientre antes de que los arqueros acabaran con él.
La cantidad asombró a Roran. No había esperado que el total fuera tan alto. Se le escapó una carcajada ronca.
—Qué pena que no queden más. Si hubiera matado a siete más, hubiera llegado a los doscientos.
Los demás hombres también rieron.
Carn, con el rostro arrugado por la preocupación, alargó la mano hasta la punta que sobresalía del hombro izquierdo de Roran y dijo:
—Déjame ver tus heridas.
—¡No! —exclamó Roran, apartándole—. Habrá otros que tengan heridas más graves que las mías. Atiéndelos a ellos primero.
—Roran, varias de esas heridas serán fatales a no ser que impidamos el sangrado. Será sólo…
—Estoy bien —gruñó Roran—. Dejadme solo.
—¡Roran, mírate!
Él lo hizo, pero desvió la mirada.
—Hazlo deprisa, entonces.
Mientras Carn le sacaba la punta de acero del hombro y pronunciaba varios hechizos, permaneció mirando hacia el monótono cielo con la mente vacía de todo pensamiento. En cada punto donde la magia surtía efecto, Roran sentía un picor y un escozor en la piel seguidos por el agradable cese del dolor. Cuando Carn hubo terminado, Roran todavía se sentía dolorido, pero ya no de forma tan lacerante, y notaba la cabeza más despejada que antes.
El proceso de curación dejó a Carn pálido y tembloroso. Se quedó de rodillas hasta que dejó de temblar.
—Iré… —hizo una pausa para respirar— a ayudar al resto de los heridos, ahora. —Se incorporó y bajó por el montón de cuerpos, tambaleándose a un lado y a otro como si estuviera borracho.
Roran lo miró alejarse, preocupado. Entonces se le ocurrió preguntarse por el resto de la expedición. Miró hacia el extremo más alejado del pueblo y sólo vio cuerpos esparcidos, algunos vestidos con el color rojo del Imperio, y otros vestidos con la lana marrón que llevaban los vardenos.
—¿Qué hay de Edric y Sand? —le preguntó a Harald.
—Lo siento, Martillazos, pero no he visto nada que estuviera más allá del alcance de mi espada.
Roran, dirigiéndose a los hombres que todavía estaban en los tejados de las casas, preguntó:
—¿Qué ha pasado con Edric y Sand?
—¡No lo sabemos, Martillazos! —contestaron.
Apoyándose con el martillo, Roran descendió despacio la cuesta de cadáveres y, con Harald y otros tres hombres a su lado, atravesó el claro que había en el centro del pueblo; durante el camino mataron a todo soldado que encontraron todavía con vida. Cuando llegaron al extremo del claro, donde el número de vardenos muertos superaba el de los soldados, Harald golpeó su escudo con la espada y gritó:
—¿Hay alguien todavía con vida?
Al cabo de un momento, se oyó una voz entre las casas.
—¡Identifícate!
—Harald y Roran Martillazos y otros vardenos. Si sirves al Imperio, ríndete, porque tus camaradas están muertos y no puedes derrotarnos.
Desde algún punto entre las casas les llegó el estallido del metal contra el suelo y entonces, de uno en uno y de dos en dos, los guerreros vardenos empezaron a salir de sus escondites y se dirigieron cojeando hacia el claro, muchos de ellos llevando a compañeros heridos. Se los veía aturdidos y algunos estaban tan empapados de sangre que, al principio, Roran los confundió con soldados prisioneros. Contó veintiocho hombres. Entre el último grupo de ellos se encontraba Edric, que ayudaba a un hombre que había perdido el brazo derecho durante la batalla.
Roran hizo una señal y dos de sus hombres se apresuraron a librar a Edric de la carga. El capitán se enderezó y, a paso lento, se acercó a Roran y le miró directamente a los ojos con una expresión indescifrable. Ni él ni Roran se movieron. Roran se dio cuenta de que el claro se había sumido en un excepcional silencio.
Edric fue el primero en hablar:
—¿Cuántos habéis sobrevivido?
—La mayoría. No todos, pero la mayoría.
Edric asintió con la cabeza.
—¿Y Carn?
—Está vivo… ¿Qué ha pasado con Sand?
—Un soldado le hirió durante el ataque. Ha muerto hace unos minutos. —Eric miró más allá de donde se encontraba Roran y luego dirigió la vista hacia el montón de cadáveres—. Has incumplido mis órdenes, Martillazos.
—Lo he hecho.
Edric levantó la mano hacia él.
—¡Capitán, no! —exclamó Harald, que dio un paso hacia delante—. Si no hubiera sido por Roran, ninguno de nosotros estaría aquí. Y deberías haber visto lo que ha hecho: ¡ha matado a casi doscientos soldados él solo!
El ruego de Harald no surtió ningún efecto en Edric, que continuaba con la mano levantada. Roran también permaneció impasible.
Entonces, Harald se dio la vuelta hacia él y dijo:
—Roran, sabes que los hombres son tuyos. Sólo tienes que pronunciar la palabra y nosotros…
Roran le hizo callar con una mirada.
—No seas estúpido.
Edric, con los labios apretados, dijo:
—Por lo menos no estás completamente falto de sentido común. Harald, mantén la boca cerrada a no ser que quieras conducir los caballos de carga durante todo el camino de vuelta.
Roran levantó el martillo y se lo dio a Edric. Entonces se desabrochó el cinturón, en el cual llevaba colgadas la espada y la daga, y también se las rindió a Edric.
—No tengo más armas —dijo.
Edric asintió con la cabeza y, con expresión funesta, se colgó el cinturón en el hombro.
—Roran Martillazos, a partir de ahora te retiro del mando. ¿Tengo tu palabra de honor de que no intentarás huir?
—La tienes.
—Entonces te harás útil allí donde puedas, pero en todo lo demás te comportarás como un prisionero. —Edric miró a su alrededor y señaló a otro guerrero—. Fuller, tomarás el sitio de Roran hasta que volvamos con el cuerpo principal de vardenos y Nasuada pueda decidir qué hay que hacer al respecto.
—Sí, señor —dijo Fuller.
Durante varias horas, Roran trabajó junto con otros guerreros mientras recogían los cuerpos y los enterraban a las afueras del pueblo. Durante el proceso, Roran supo que sólo nueve de sus ochenta y un guerreros habían muerto durante la batalla, mientras que, entre ambos, Edric y Sand habían perdido casi a ciento cincuenta hombres, y Edric hubiera perdido más si no hubiera sido porque unos cuantos de sus guerreros se habían quedado con Roran después de que fuera a rescatarlos.
Cuando terminaron de enterrar a sus muertos, los vardenos despojaron a los soldados de su equipo, les sacaron las flechas y construyeron una pira en el centro del pueblo, en la cual los quemaron. Los cuerpos ardientes levantaron una columna de un humo grasiento y negro que se elevó en el cielo con una longitud que parecía de kilómetros. A través de ella, el sol parecía un disco plano y rojo.
La mujer joven y el niño que los soldados habían capturado no aparecieron por ninguna parte. Dado que no encontraron sus cuerpos entre los de los muertos, Roran supuso que habían huido del pueblo cuando empezó la batalla, lo cual, pensó, era lo mejor que podían haber hecho. Les deseó suerte.
Para sorpresa y placer de Roran, Nieve de Fuego volvió trotando al pueblo unos minutos antes de que los vardenos partieran. Al principio, el semental se mostró asustadizo y distante, sin permitir que nadie se acercara a él. Pero Roran, hablándole en voz baja, consiguió calmarlo lo bastante para ponerle un vendaje limpio en las heridas que tenía en el lomo. Dado que no hubiera sido inteligente montar a Nieve de Fuego hasta que el animal estuviera completamente curado, Roran lo ató a la parte de delante de los caballos de carga, cosa que desagradó inmediatamente al animal, que agachó las orejas y empezó a agitar la cola de un lado a otro mientras enseñaba los dientes.
—Compórtate —le dijo Roran, acariciándole el cuello.
Nieve de Fuego lo miró de reojo y relinchó, y las orejas se le relajaron un poco.
Entonces Roran montó a un caballo castrado que había pertenecido a uno de los vardenos muertos y ocupó su sitio en la parte de detrás de la fila de hombres que se alargaba entre las casas. Ignoró las muchas miradas que se dirigían hacia él, aunque se animó al oír que varios guerreros murmuraban:
—Bien hecho.
Mientras esperaba a que Edric diera la orden de iniciar la marcha, pensó en Nasuada, en Katrina y en Eragon, y el temor nubló sus pensamientos en cuanto se planteó qué dirían cuando conocieran su rebeldía. Roran apartó de la cabeza esas preocupaciones al cabo de un segundo.
—He hecho lo correcto y necesario —se dijo a sí mismo—. No me arrepentiré, no importan las consecuencias.
—¡Adelante! —gritó Edric desde la cabeza de la formación.
Roran espoleó al caballo y lo puso al trote. Como un solo hombre, todos cabalgaron hacia el oeste, lejos del pueblo; allí abandonaron la pira de cuerpos de los soldados, para que quemara hasta extinguirse.