Los guardias que montaban guardia ante las habitaciones de Orik abrieron la doble puerta mientras Eragon caminaba hacia ellos.
El recibidor de detrás era largo y estaba muy decorado, amueblado con tres asientos redondos tapizados de rojo colocados en línea en el centro de la habitación. Unos tapices bordados decoraban las paredes, intercalados con las omnipresentes antorchas sin llama de los enanos, y en el techo se veían unas escenas talladas que ilustraban una famosa batalla de la historia de los enanos.
Orik se encontraba reunido con un grupo de sus guerreros y con varios enanos de barba gris del Dûrgrimst Ingeitum. Cuando Eragon se acercó, Orik se dio la vuelta hacia él con expresión lúgubre.
—¡Bien, no te has retrasado! Hûndfast, puedes retirarte a tus habitaciones. Tenemos que hablar en privado.
El traductor de Eragon hizo una reverencia y desapareció por el arco de la izquierda mientras el eco de sus pasos sobre el pulimentado suelo de ágata se apagaba. Cuando estuvo a una distancia prudencial, Eragon preguntó:
—¿No confías en él?
Orik se encogió de hombros.
—No sé en quién confiar en este momento; cuantas menos personas sepan lo que hemos descubierto, mejor. No podemos arriesgarnos a que las noticias lleguen a otro clan hasta mañana. Si eso sucede, tendremos sin duda una guerra de clanes.
Los enanos que estaban a sus espaldas murmuraron entre ellos, desconcertados.
—¿Cuáles son esas noticias, pues? —preguntó Eragon, preocupado.
Orik hizo un gesto a sus guardias y éstos se hicieron a un lado, descubriendo, al hacerlo, a tres enanos heridos y ensangrentados que se encontraban amontonados el uno sobre el otro en una esquina de la habitación. El enano que estaba encima se quejaba y daba patadas en el aire, pero era incapaz de deshacerse de entre sus compañeros.
—¿Quiénes son? —preguntó Eragon.
Orik contestó:
—Hice que algunos de nuestros herreros examinaran las dagas que llevaban tus atacantes. Han identificado al fabricante, un tal Kiefna Narizlarga, un herrero de nuestro clan que ha conseguido un gran renombre entre nuestra gente.
—¿Así que él nos puede decir quién compró las dagas y, así, quiénes son nuestros enemigos?
Orik soltó una brusca risotada que le agitó el pecho.
—Difícilmente, pero hemos conseguido seguir el rastro de las dagas desde Kiefna hasta un armero de Dalgon, a muchas leguas de aquí, que se las vendió a una knurlaf con…
—¿Una knurlaf? —preguntó Eragon.
Orik frunció el ceño.
—Una mujer. Una mujer que tiene siete dedos en cada mano compró las dagas hace dos meses.
—¿Y la has encontrado? No puede haber muchas mujeres con tantos dedos.
—La verdad es que es bastante común entre nuestra gente —dijo Orik—. Sea como sea, después de ciertas dificultades conseguimos localizarla en Dalgon. Allí mis guerreros la interrogaron más a fondo. Pertenece al Dûrgrimst Nagra, pero, por lo que hemos podido saber, actuaba por cuenta propia y no bajo las órdenes de los líderes de su clan. Gracias a ella hemos sabido que un enano le había hecho comprar las dagas y mandarlas a un mercader de vino que tenía que llevárselas a él desde Dalgon. El mercader no le dijo cuál era el destino de las dagas, pero preguntando a los mercaderes de la ciudad hemos descubierto que viajó directamente desde Dalgon a una de las ciudades controladas por el Dûrgrimst del Az Sweldn rak Anhûin.
—¡Así que «han sido» ellos! —exclamó Eragon.
—O eso, o hubiera podido ser alguien que quería que pensáramos que han sido ellos. Necesitamos más pruebas antes de determinar la culpa del Az Sweldn rak Anhûin. —Un brillo apareció en los ojos de Orik: levantó el dedo y continuó—: Así que por medio de un hechizo muy, muy hábil, hemos seguido el rastro del camino que los asesinos siguieron de vuelta a través de túneles y cuevas y hacia arriba, hasta un área desierta del duodécimo nivel de Tronjheim, fuera de la sala auxiliar subadjunta del radio sur de la zona oeste, a lo largo de…, ah, bueno, no importa. Pero algún día tendré que enseñarte cómo están ordenadas las habitaciones en Tronjheim, para que si alguna vez necesitas encontrar un punto de la ciudad tú solo, puedas hacerlo. En cualquier caso, el rastro nos condujo hasta un almacén abandonado donde esos tres —hizo un gesto en dirección a los tres enanos del suelo— se encontraban. No nos esperaban, así que pudimos capturarlos con vida, aunque intentaron suicidarse. No fue fácil, pero quebrantamos la mente de dos de ellos, dejamos al tercero para que lo interrogaran los otros grimstborithn, y les sacamos todo lo que sabían sobre el asunto. —Orik señaló a los enanos otra vez—. Fueron ellos quienes equiparon a los asesinos para el ataque, quienes les dieron las ropas negras y las dagas, y les acogieron y les alimentaron la noche anterior.
—¿Quiénes son? —preguntó Eragon.
—¡Bah! —exclamó Orik, y escupió en el suelo—. Son Vargrimstn, guerreros que han caído en desgracia y que ahora no pertenecen a ningún clan. Nadie se relaciona con esa escoria a no ser que también estén metidos en un asunto feo y no quieran que los demás lo sepan. Eso fue lo que sucedió con esos tres. Recibieron órdenes directas del Grimstborith Vermûnd, del Az Sweldn rak Anhûin.
—¿No hay ninguna duda?
Orik negó con la cabeza.
—No hay ninguna duda; ha sido el clan Az Sweldn rak Anhûin el que ha intentado matarte, Eragon. Probablemente nunca sabremos si otros clanes se han unido a ellos en este intento, pero si descubrimos la traición del Az Sweldn rak Anhûin…, eso obligará a quien haya estado involucrado en el atentado a separarse de sus aliados; a abandonar o, por lo menos, aplazar otros ataques contra el Dûrgrimst Ingeitum; y, si esto se maneja de la forma adecuada, obtendré sus votos para ser rey.
Eragon tuvo por un momento la imagen mental de la hoja de destellos de arcoíris emergiendo del cuello de Kvîstor y la expresión de agonía del enano cuando hubo caído al suelo para morir.
—¿Cómo castigaremos al Az Sweldn rak Anhûin por este crimen? ¿Mataremos a Vermûnd?
—Ah, déjame eso a mí —repuso Orik, que se dio unos golpecitos en la nariz con el dedo—. Tengo un plan. Pero tenemos que ir con cuidado, porque es una situación extremadamente delicada. Una traición así no se ha dado en muchísimos años. Como extranjero, no puedes saber hasta qué punto nos parece abominable que uno de los nuestros ataque a un huésped. El hecho de que seas el único Jinete libre que se opone a Galbatorix hace que la ofensa sea más grave. Quizá sea necesario verter más sangre, pero de momento eso sólo nos conduciría a una guerra de clanes.
—Quizás una guerra de clanes sea la única manera de enfrentarse al Az Sweldn rak Anhûin —señaló Eragon.
—Creo que no, pero si estoy equivocado y una guerra es inevitable, debemos asegurarnos de que sea una guerra entre todos los clanes contra el Az Sweldn rak Anhûin. Eso no sería tan terrible. Juntos podríamos acabar con ellos en una semana. Una guerra del conjunto de los clanes dividido en dos o tres facciones destruiría nuestro país. Es crucial, pues, que antes de que desenfundemos las espadas podamos convencer al resto de los clanes de que ha sido el Az Sweldn rak Anhûin quien lo ha hecho. Con este fin, ¿permitirás que magos de diferentes clanes examinen tus recuerdos del ataque para que comprueben que todo sucedió tal y como les diremos y que no lo hemos fingido por nuestro propio beneficio?
Eragon dudó, reticente a abrir su mente a extraños y, con un gesto de cabeza hacia los tres enanos que estaban en el suelo, preguntó:
—¿Y ellos? ¿Sus recuerdos no servirán para convencer a los clanes de la culpa del Az Sweldn rak Anhûin?
Orik hizo una mueca.
—Deberían servir, pero para ser escrupulosos es posible que los jefes de clan insistan en comparar sus recuerdos con los tuyos; si te niegas, el Az Sweldn rak Anhûin afirmará que estamos escondiendo algo a la asamblea y que nuestras acusaciones no son más que una invención y una calumnia.
—Muy bien —contestó Eragon—. Si debo hacerlo, lo haré. Pero si alguno de los magos se mete donde no debería, aunque sea por accidente, no tendré otra opción que borrarle de la mente lo que haya visto. Hay algunas cosas que no puedo permitir que sean de conocimiento público.
Orik asintió con la cabeza y dijo:
—Sí, puedo pensar, por lo menos, en cierta información que provocaría cierta consternación si se pregonara por toda esta tierra, ¿no? Estoy seguro de que los jefes de clan aceptarán tus condiciones, dado que todos ellos tienen secretos que no quieren que se sepan, igual que estoy seguro de que ordenarán actuar a sus magos, sin tener en cuenta el peligro. Este ataque tiene el potencial de provocar un caos tal en nuestra raza que los grimstborithn se sentirán obligados a establecer la veracidad de todo, aunque eso les cueste perder a los hechiceros más hábiles.
Entonces Orik, incorporándose, ordenó que se llevaran a los prisioneros de la decorada sala y despidió a todos sus vasallos, excepto a Eragon y a un contingente de veintiséis de sus mejores guerreros. Con un gesto elegante, Orik tomó a Eragon del brazo y lo condujo hacia las habitaciones interiores.
—Esta noche debes quedarte conmigo, ya que los Az Sweldn rak Anhûin no se atreverán a atacarte aquí.
—Si quieres dormir —dijo Eragon—, debo advertirte de que yo no podré descansar, por lo menos esta noche. Todavía me hierve la sangre a causa del tumulto de la lucha, y mis pensamientos están igual de intranquilos.
Orik contestó:
—Descansa o no, como desees. Pero no perturbarás mi descanso, puesto que me pondré una gruesa capucha que me tapará los ojos. De todas maneras, te recomiendo que intentes tranquilizarte, quizá con alguna de las técnicas que los elfos te enseñaron, y que recuperes toda la energía que puedas. Ya casi ha llegado el nuevo día y sólo faltan unas cuantas horas para que se reúna la Asamblea. Lo que digamos y hagamos hoy determinará el destino último de mi gente, de mi país y del resto de Alagaësia… ¡Ah, no pongas esa cara tan sombría! Piensa en lo siguiente: tanto si nos espera el éxito como el fracaso, y estoy seguro de que triunfaremos, nuestros nombres se recordarán hasta el fin de los tiempos por cómo nos comportemos en esta asamblea. ¡Eso, al menos, puede llenarte de orgullo! Los dioses son volubles, y la única inmortalidad con la que podemos contar es con la que ganemos con nuestras hazañas. Buena o mala fama, cualquiera de ellas es preferible a ser olvidado cuando abandonemos este reino.
Esa misma noche, más tarde, en las horas muertas de antes de la mañana, los pensamientos de Eragon vagaban mientras él permanecía en los brazos de un mullido sofá de enano y su conciencia se disolvía en la desordenada fantasía de sus sueños de vigilia. A pesar de que era consciente del mosaico de piedras de colores de la pared que tenía enfrente, también veía, como una cortina flotante que cubriera el mosaico, escenas de sus días en el valle de Palancar antes de que ese sangriento y trascendente destino interviniera en su vida. Pero las escenas se alejaban de los hechos y lo sumergían en situaciones imaginarias construidas aleatoriamente a partir de fragmentos de lo que había sucedido en realidad: se encontraba de pie en el taller de Horst, las puertas del cual estaban abiertas y colgaban de las bisagras, abiertas como la boca desencajada de un idiota. Fuera había una noche sin estrellas, y la oscuridad que todo lo consumía parecía apretarse contra el halo de luz de los carbones al rojo, como ansiosa por devorar esa rojiza esfera. Horst se inclinaba sobre la forja como un gigante y las sombras que bailaban sobre su rostro y su barba le conferían un aspecto aterrador. El musculoso brazo subía y bajaba y un estruendo agudo como el tañido de una campana hacía vibrar el aire cada vez que el martillo golpeaba el extremo de una barra de hierro al rojo vivo. Una nube de chispas se apagó en el suelo. El herrero golpeó cuatro veces más el hierro; luego levantó la barra del yunque y lo sumergió en un cubo lleno de aceite. Unas llamas furiosas lamieron la superficie del aceite y se desvanecieron con unos chillidos enojados. Horst sacó la barra del cubo, se dio la vuelta hacia Eragon y lo miró con el ceño fruncido. Le dijo:
—¿Por qué has venido, Eragon?
—Necesito una espada de Jinete de Dragón.
—Márchate. No tengo tiempo de forjar tu espada de Jinete. ¿No te das cuenta de que estoy trabajando en un gancho para Elain? Debe tenerlo para la batalla. ¿Estás solo?
—No lo sé.
—¿Dónde está tu padre?
—No lo sé.
Entonces se oyó una voz nueva, una voz afectada, llena de fuerza y poder, que dijo:
—Buen herrero, no está solo. Ha venido conmigo.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Horst.
—Soy su padre.
Entonces, por las puertas abiertas y desde la oscuridad apareció una figura envuelta en un pálido halo de luz que se quedó a la entrada del taller. Una capa roja le colgaba de los hombros, más anchos que los de un kull. En la mano izquierda del hombre, Zar’roc brillaba con una luz tan penetrante como el dolor. Desde detrás de las rendijas del pulido yelmo, sus ojos azules se clavaron en Eragon y lo inmovilizaron, igual que a un conejo atravesado por una flecha. El hombre levantó la mano izquierda y la mantuvo en alto.
—Hijo, ven conmigo. Juntos podremos destruir a los vardenos, matar a Galbatorix y conquistar toda Alagaësia. Dame tu corazón, y seremos invencibles. Dame tu corazón, hijo mío.
Con una exclamación ahogada, Eragon saltó del sofá y se quedó de pie con los puños apretados y la respiración agitada. Los guardias de Orik lo miraron inquisitivamente, pero él los ignoró, demasiado preocupado para explicar su reacción.
Todavía era pronto, así que al cabo de un rato Eragon volvió a acomodarse en el sofá, pero permaneció alerta y no se dejó sumir en el mundo de los sueños por miedo a las apariciones que pudieran atormentarlo.
Eragon permanecía de pie y de espaldas a la pared, con la mano sobre la empuñadura de su espada de enano, y observaba a los jefes de clan entrar en la sala de conferencias que se encontraba en las profundidades de Tronjheim. Prestaba especial atención a Vermûnd, el grimstborith de Az Sweldn rak Anhûin, pero el enano con el velo púrpura no mostró ninguna sorpresa de ver a Eragon vivo e ileso.
Notó que Orik le daba un golpecito en el pie con la punta de la bota. Sin apartar los ojos de Vermûnd, Eragon se inclinó hacia Orik y escuchó.
—Recuerda, hacia la izquierda y tres puertas más abajo —murmuró Orik, refiriéndose al lugar en que había colocado a cien de sus guerreros sin que los otros jefes de clan lo supieran.
Eragon, también en susurros, dijo:
—Si se derrama sangre, ¿debo buscar la oportunidad de matar a esa serpiente de Vermûnd?
—A no ser que él intente hacer lo mismo contigo o conmigo, por favor, no lo hagas. —Orik rio con una carcajada ahogada y profunda—. Eso difícilmente haría que te ganaras a los otros grimstborithn… Ah, debo irme ahora. Reza a Sindri para que tengamos suerte, ¿quieres? Estamos a punto de adentrarnos en un campo de lava que nadie se ha atrevido a cruzar nunca.
Y Eragon rezó.
Cuando todos los jefes de clan estuvieron sentados alrededor de la mesa que se encontraba en el centro de la sala, los que se encontraban en el perímetro de ésta, incluido Eragon, se sentaron en el círculo de sillas que había ante las paredes circulares. Eragon no se relajó, empero, como hicieron muchos de los enanos, sino que se sentó en el borde de la silla, preparado para luchar a la menor señal de peligro.
Cuando Gannel, el sacerdote guerrero de ojos negros que pertenecía al Dûrgrimst Quan, se levantó ante la mesa y empezó a hablar en el idioma de los enanos, Hûndfast se inclinó hacia Eragon y le fue traduciendo en susurros.
—Saludos de nuevo, compañeros jefes de clan. Pero si estos saludos son bien recibidos o no, de eso no estoy seguro, puesto que ciertos rumores inquietantes, rumores de rumores, a decir verdad, han llegado a mis oídos. No tengo información más allá de esas habladurías vagas y preocupantes, tampoco ninguna prueba en la cual fundamentar una acusación. De todas maneras, dado que hoy me toca a mí presidir esta sesión, nuestra reunión, propongo que aplacemos nuestros serios debates por el momento y, si os parece bien, me permitáis exponer unas cuantas cuestiones a esta asamblea.
Los jefes de clan murmuraron entre ellos. Íorûnn, la brillante y sonriente Íorûnn, dijo:
—No tengo ninguna objeción, Grimstborith Gannel. Has despertado mi curiosidad con esas crípticas insinuaciones. Escuchemos las preguntas que tienes que hacer.
—Sí, escuchemos —dijo Nado.
—Escuchemos —accedió Manndrâth, y así todos los jefes de clan, incluido Vermûnd.
Después de recibir el permiso solicitado, Gannel apoyó los nudillos de las manos en la mesa y permaneció en silencio un instante para captar la atención de todos los de la sala:
—Ayer, mientras comíamos en nuestros aposentos, los knurlan que se encontraban en los túneles de debajo de la zona sur de Tronjheim oyeron unos ruidos. Los informes de esa algarabía difieren, pero el hecho de que tantos los oyeran en una zona tan amplia demuestra que no se trataba de un pequeño alboroto. Al igual que vosotros, recibí las usuales advertencias de que podía haber ocurrido un derrumbe. Lo que quizá no sepáis es que, dos horas después…
Hûndfast dudó un momento, pero rápidamente susurró:
—La palabra es difícil en este idioma. «Recorredores de túneles», creo. —Y continuó traduciendo.
—… recorredores de túneles descubrieron pruebas de una fuerte lucha en uno de los viejos túneles que nuestro célebre antepasado Kurgan Barbalarga excavó. La sangre cubría el suelo, las paredes estaban ennegrecidas del hollín de una antorcha que la espada de algún enano descuidado había roto, las piedras estaban atravesadas por grietas; esparcidos por todas partes había unos cuerpos chamuscados, enredados entre ellos; además se encontraron marcas de que otros cuerpos habían sido apartados de allí. No eran restos de alguna escaramuza oscura de la batalla de Farthen Dûr. ¡No! La sangre todavía no se había secado, el hollín era reciente, las grietas se habían formado hacía poco tiempo y, me dijeron, todavía se podía detectar el uso de la magia en la zona. Incluso ahora, algunos de nuestros mejores hechiceros están intentando recomponer una imagen de lo ocurrido, pero tienen pocas esperanzas de conseguirlo, puesto que los participantes en el alboroto se habían cubierto con hábiles hechizos. Así que mi primera pregunta a la asamblea es: ¿alguno de vosotros conoce algo respecto a este suceso misterioso?
En cuanto Gannel hubo terminado de hablar, Eragon tensó las piernas, listo para saltar si los enanos de velo púrpura del Az Sweldn rak Anhûin desenfundaban las armas.
Orik se aclaró la garganta y dijo:
—Creo que puedo satisfacer parte de tu curiosidad en este tema, Gannel. De todas formas, dado que mi respuesta será necesariamente larga, te sugiero que expongas tus siguientes preguntas antes de que yo empiece.
Gannel frunció el ceño con expresión sombría. Dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos y dijo:
—Muy bien… Respecto a lo que está indudablemente relacionado con el cruce de armas en los túneles de Korgan, he recibido informes de numerosos knurlan que se han desplazado por Tronjheim y que, de manera furtiva, se han reunido aquí y allá en grupos cada vez mayores de hombres armados. Mis agentes han sido incapaces de establecer a qué clan pertenecen, pero el hecho de que cualquiera de los presentes en esta asamblea haya podido intentar reunir fuerzas de forma subrepticia mientras nos encontramos en situación de decidir quién debe ser el sucesor del rey Hrothgar sugiere unas motivaciones oscuras. Así que mi segunda pregunta a la asamblea es la siguiente: ¿quién es el responsable de esta maniobra perversa? Y si ninguno está dispuesto a admitir su mala conducta, propongo encarecidamente que ordenemos a todos los guerreros, sin tener en cuenta a qué clan pertenecen, abandonar Tronjheim mientras dure la Asamblea, y que designemos de inmediato a un lector de la ley para que investigue estos hechos y determine a quién debemos censurar.
La revelación, las preguntas y la propuesta de Gannel despertaron una oleada de acaloradas conversaciones entre los jefes de clan, durante la cual los enanos se lanzaron acusaciones, negaciones y contraacusaciones cada vez con mayor virulencia hasta que, al fin, mientras Thordris, enfurecido, gritaba a Gáldhiem, rojo de ira, Orik volvió a aclararse la garganta. Todos se callaron, expectantes.
Con un tono tranquilo, Orik dijo:
—Esto creo que también puedo explicártelo, Gannel, por lo menos en parte. No puedo hablar de las actividades de los otros clanes, pero algunos de los cientos de guardias que han estado recorriendo las salas de los sirvientes de Tronjheim pertenecen al Dûrgrimst Ingeitum. Esto lo admito libremente.
Todos permanecieron en silencio hasta que Íorûnn dijo:
—¿Y qué explicación tienes para este comportamiento beligerante, Orik, hijo de Thrifk?
—Tal como he dicho antes, justa Íorûnn, mi respuesta deberá ser necesariamente larga, así que si tú, Gannel, tienes más preguntas, te sugiero que continúes.
Gannel frunció tanto el ceño que sus protuberantes cejas estuvieron a punto de tocarse.
—Me reservo las demás preguntas por el momento, puesto que todas ellas tienen relación con las que ya he planteado a la Asamblea y parece que debemos esperar el momento en que quieras aclararnos algún aspecto más de este asunto. De todas formas, puesto que estás involucrado en estas dudosas actividades, se me ha ocurrido una nueva pregunta que me gustaría hacerte a ti en concreto, Grimstborith Orik. ¿Por qué razón abandonaste la reunión de ayer? Y permíteme que te advierta que no toleraré ninguna evasiva. Ya has dado a entender que tienes conocimiento de este asunto. Bueno, ha llegado el momento de que te expliques, Grimstborith Orik.
Orik se puso en pie mientras Gannel se sentaba y dijo:
—Será un placer.
Orik bajó la cabeza hasta que la barba le quedó reposando encima del pecho. Calló un momento y, luego, empezó a hablar con voz profunda. Pero no empezó a hablar como Eragon había esperado ni, pensó, como el resto de los congregados hubiera previsto. En lugar de describir el atentado contra la vida de Eragon y, así, explicar por qué se había marchado de la reunión anterior antes de tiempo, Orik empezó hablando de que, al principio de la historia, la raza de los enanos emigró de los verdes campos del desierto de Hadarac hasta las montañas Beor, donde excavaron los miles y miles de túneles, construyeron las magníficas ciudades, tanto encima como debajo de la tierra, y donde libraron una guerra entre varias facciones, así como contra los dragones, a los que, durante miles de años, los enanos habían mirado con una mezcla de odio, miedo y renuente admiración.
Luego Orik habló de la llegada de los elfos a Alagaësia y de que los elfos habían luchado contra los dragones hasta que estuvieron a punto de destruirse los unos a los otros y de que, como resultado de ello, las dos razas acordaron crear a los Jinetes de Dragón para mantener la paz a partir de ese momento.
—¿Y cuál fue nuestra respuesta cuando conocimos sus intenciones? —preguntó Orik, cuya voz resonaba con fuerza en la sala—. ¿Pedimos ser incluidos en el pacto? ¿Tuvimos alguna aspiración de compartir el poder que iban a tener los Jinetes de Dragones? ¡No! Nos aferramos a nuestros viejos hábitos, a nuestros viejos odios, y rechazamos cualquier idea de unirnos a los dragones o de permitir que alguien de fuera de nuestro reino nos supervisara. Con tal de preservar nuestra autoridad, sacrificamos nuestro futuro, porque estoy convencido de que si algunos de los Jinetes de Dragones hubieran sido knurlan, Galbatorix nunca hubiera conseguido el poder. Incluso si estoy equivocado, y no quiero menospreciar a Eragon, que ha demostrado ser un buen Jinete, la dragona Saphira «le hubiera nacido» a uno de nuestra raza y no a un humano. ¿Y así, cuál no hubiera sido nuestra gloria?
»En lugar de ello, nuestra importancia en Alagaësia ha disminuido desde que la reina Tarmunora y el homónimo de Eragon hicieron las paces con los dragones. Al principio, nuestro estatus de inferioridad no era tan amargo de aceptar, y a menudo era más fácil negarlo que reconocerlo. Pero entonces llegaron los úrgalos, y luego los humanos, y los elfos modificaron sus hechizos para que los humanos también pudieran ser Jinetes. Y entonces, ¿quisimos nosotros que nos incluyeran en ese acuerdo, como hubiera podido ser…, como era nuestro derecho? —Orik negó con la cabeza—. Nuestro orgullo no lo permitía. ¿Por qué teníamos nosotros, la raza más antigua de la Tierra, que suplicar a los elfos el favor de su magia? No necesitábamos vincular nuestro destino al de los dragones para salvar nuestra raza de la destrucción, como sí lo necesitaban los elfos y los humanos. Ignoramos, por supuesto, las batallas que librábamos entre nosotros mismos. Ésos, pensábamos, eran asuntos privados que no le importaban a nadie más.
Los jefes de clan se removieron en sus asientos, incómodos. Muchos mostraban una expresión de insatisfacción por las críticas de Orik, pero los demás parecían más receptivos y tenían una actitud reflexiva.
Orik continuó:
—Mientras los Jinetes vigilaban Alagaësia, nosotros disfrutamos del mayor periodo de prosperidad que nunca se haya registrado en los anales de nuestro reino. Florecimos como nunca lo habíamos hecho antes, y a pesar de todo, no teníamos nada que ver con el motivo de ello: los Jinetes. Ningún tipo de asunto es, diría, adecuado para una raza de nuestra estatura. No somos un país de vasallos sujetos a los caprichos de unos señores extranjeros. Ni aquellos que no son descendientes de Odgar y de Hlordis dictarán nuestro destino.
Este tipo de razonamiento era más del agrado de los jefes de clan; asintieron con la cabeza y sonrieron, y Havard, incluso, aplaudió un poco al final de la frase.
—Consideremos nuestra era actual —dijo Orik—. Galbatorix tiene cada vez una fuerza mayor y todas las razas luchan para liberarse de su gobierno. Se ha hecho tan poderoso que el único motivo de que no seamos sus esclavos es que, de momento, no ha decidido volar montado en su dragón negro y atacarnos directamente. Si lo hiciera, caeríamos ante él como árboles jóvenes bajo un alud. Por suerte, parece satisfecho de esperar a que nos masacremos de camino a las puertas de su ciudadela de Urû’baen. Os recuerdo que antes de que Eragon y Saphira aparecieran empapados y desaliñados a nuestras puertas con cien kull aullando detrás de ellos, nuestra única esperanza de vencer a Galbatorix era que algún día, en algún lugar, Saphira «naciera al Jinete de su elección» y que con esa persona desconocida, quizá, con suerte, si éramos más afortunados que todos los jugadores que hayan ganado nunca a los dados, pudiéramos derrocar a Galbatorix. ¿Esperanza? ¡Ja! Ni siquiera teníamos una esperanza; teníamos la esperanza de tener una esperanza. Cuando Eragon se dio a conocer, muchos de nosotros nos sentimos disgustados por su aparición, incluido yo mismo. «No es más que un muchacho», dijimos. «Hubiera sido mejor que fuera un elfo», dijimos. Pero, ¡quién lo iba a decir!, ha demostrado ser la personificación de nuestra esperanza. Dio muerte a Durza y, así, nos permitió salvar nuestra ciudad más amada, Tronjheim. Su dragona, Saphira, ha prometido restaurar el zafiro estrellado para que recupere su esplendor original. Durante la batallas de los Llanos Ardientes, ahuyentó a Murtagh y a Espina, y así nos permitió ganar. ¡Y mirad! Él ahora incluso se parece a un elfo, y con su extraña magia ha adquirido su velocidad y su fuerza.
Orik levantó el índice para enfatizar sus palabras.
—Además, el rey Hrothgar, en su sabiduría, hizo lo que ningún otro rey ni ningún grimstborith ha hecho nunca: se ofreció a adoptar a Eragon en el Dûrgrimst Ingeitum y a hacerle miembro de su propia familia. Eragon no tenía ninguna obligación de aceptar esa oferta. Por supuesto, sabía que muchas familias del Ingeitum se oponían a ello y que, en general, muchos knurlan no lo mirarían con aprobación. Y, a pesar de esas contrariedades, y a pesar del hecho de que ya había prometido lealtad a Nasuada, aceptó el regalo de Hrothgar, sabiendo perfectamente que eso solamente le haría la vida más difícil. Él mismo me ha dicho que realizó el juramento sobre el Corazón de Piedra a causa del deber que tiene con todas las razas de Alagaësia, y en especial con nosotros, ya que, a través de los actos de Hrothgar, le demostramos a él y a Saphira tanta amabilidad. A causa del genio de Hrothgar, el último Jinete libre de Alagaësia y nuestra única esperanza contra Galbatorix decidió, libremente, convertirse en un knurla en todos los aspectos, excepto por sangre. Desde ese momento, Eragon ha acatado nuestras leyes y nuestras tradiciones tanto como su conocimiento de ellas se lo ha permitido, y se ha interesado en aprender cada vez más nuestra cultura para poder hacer honor al verdadero significado de su juramento. Cuando Hrothgar cayó, abatido por el traidor Murtagh, Eragon me juró por todas las piedras de Alagaësia que lucharía por vengar su muerte. Me ha mostrado el respeto y la obediencia que me debía como grimstborith, y estoy orgulloso de considerarle un hermano adoptivo.
Eragon bajó la mirada con las mejillas y las orejas ruborizadas. Deseó que Orik no se mostrara tan generoso con sus halagos, pues eso sólo haría que su posición fuera más difícil de mantener en el futuro.
Orik abrió los brazos para dar a entender que incluía en su abrazo a todos los jefes de clan y exclamó:
—¡Todo aquello que habíamos deseado encontrar en un Jinete de Dragón lo hemos recibido de Eragon! ¡Él existe! ¡Es poderoso! ¡Y ha comprendido a nuestra gente como ningún otro Jinete de Dragón lo ha hecho nunca! —Entonces Orik bajó los brazos y también el volumen de la voz hasta tal punto que Eragon tuvo que esforzarse para oírlo—. Pero ¿cómo hemos respondido a su amistad? En general, con sorna, con desprecio y con un hosco resentimiento. Digo que somos una raza desagradecida y que nuestros recuerdos son demasiado viejos para nuestro propio bien… Incluso algunos de entre nosotros están llenos de un odio tan profundo que se han vuelto violentos con tal de saciar la sed de su furia. Quizá todavía piensan que están haciendo lo mejor para nuestra gente, pero si es así, tienen las mentes tan podridas como un trozo de queso viejo. Porque, si no, ¿por qué intentarían asesinar a Eragon?
Los jefes de clan se quedaron absolutamente callados y con la mirada fija en el rostro de Orik. Tan intensa era su concentración que Freowin, el corpulento grimstborith, había dejado a un lado su cuervo tallado y había entrelazado las manos encima de su gran barriga, de tal forma que parecía una de las estatuas de los enanos.
Mientras todos lo miraban sin pestañear, Orik relató a los reunidos el ataque de los siete enanos vestidos de negro contra Eragon y sus guardias mientras se encontraban deambulando por los túneles de debajo de Tronjheim. Luego les habló del brazalete de pelo de caballo trenzado con amatistas que los guardias de Eragon habían encontrado en uno de los cuerpos.
—¡No pienses culpar de este ataque a mi clan a partir de una prueba tan mala! —exclamó Vermûnd, que se puso en pie de repente—. ¡Se pueden comprar baratijas de este tipo en casi todos los mercados de nuestro reino!
—Es verdad —repuso Orik, asintiendo con la cabeza en dirección a Vermûnd.
Entonces, rápidamente y con voz tranquila, Orik contó a su audiencia, igual que se lo había contado a Eragon la noche anterior, que sus agentes en Dalgon le habían confirmado que las extrañas dagas titilantes de los asesinos habían sido forjadas por un herrero de Kiefna, y también que sus agentes habían descubierto que el enano que las había comprado había dispuesto que fueran transportadas desde Dalgon hasta una de las ciudades de los Az Sweldn rak Anhûin.
Vermûnd gruñó un juramento y se puso en pie otra vez.
—¡Esas dagas quizá nunca llegaron a nuestra ciudad, y aunque lo hicieran, no puedes sacar ninguna conclusión de este hecho! Entre nuestros muros hay muchos knurlan de muchos clanes, igual que sucede entre los muros de la fortaleza Bregan, por ejemplo. Eso no significa «nada». Ten cuidado con lo que vas a decir, Grimstborith Orik, porque no tienes ningún fundamento para lanzar acusaciones contra mi clan.
—Yo era de la misma opinión que tú, Grimstborith Vermûnd —contestó Orik—. Así que, anoche, mis hechiceros y yo seguimos el rastro de los asesinos hasta su lugar de partida y, en el duodécimo nivel de Tronjheim, capturamos a tres knurlan que se escondían en un polvoriento almacén. Quebrantamos la mente de dos de ellos y, así, supimos que habían sido ellos quienes habían equipado a los asesinos. Y —continuó Orik en tono duro y terrible— por ellos supimos la identidad de su señor. ¡Te acuso a ti, Grimstborith Vermûnd! ¡Te declaro asesino y te acuso de romper el juramento! Te declaro enemigo del Dûrgrimst Ingeitum, te declaro traidor a tu raza, ¡porque fuisteis tú y tu clan quienes intentasteis asesinar a Eragon!
La reunión se sumió en el caos: todos los jefes de clan, excepto Orik y Vermûnd, empezaron a gritar y a agitar las manos para dominar la conversación. Eragon se puso en pie y aflojó unos centímetros la espada que llevaba colgada del cinturón para poder responder con toda la velocidad posible si Vermûnd o alguno de sus enanos decidían aprovechar el momento para atacar. Vermûnd no se movió, a pesar de todo, igual que tampoco se movió Orik: se miraban el uno al otro como lobos y no prestaban ninguna atención a la conmoción que había a su alrededor.
Cuando, al fin, Gannel consiguió que se impusiera el orden, dijo:
—Grimstborith Vermûnd, ¿puedes negar estas acusaciones?
Con voz apagada y sin ningún rastro de emoción, Vermûnd contestó:
—Las rechazo con todos los huesos de mi cuerpo, y desafío a cualquiera a que las demuestre a satisfacción de un lector de la ley.
Gannel, entonces, se dirigió a Orik:
—Presenta tus pruebas, entonces, Grimstborith Orik, para que podamos juzgar si son válidas o no. Aquí hay cinco lectores de la ley, si no me equivoco. —Hizo un gesto en dirección al extremo de la sala, desde donde cinco enanos de barba blanca le dedicaron una reverencia—. Ellos se asegurarán de que no excedamos los límites de la ley durante nuestra investigación. ¿Estamos de acuerdo?
—Estoy de acuerdo —dijo Ûndin.
—Estoy de acuerdo —dijo Hadfala, así como todos los jefes de clan excepto Vermûnd.
Lo primero que hizo Orik fue colocar el brazalete de amatistas encima de la mesa. Todos los jefes de clan hicieron que uno de sus magos lo examinara, y todos ellos estuvieron de acuerdo en que esa prueba no era concluyente.
A continuación, Orik hizo que un ayudante trajera un espejo que estaba montado encima de un trípode. Uno de los magos de su séquito lanzó un hechizo y en la pulida superficie del espejo apareció la imagen de una pequeña habitación repleta de libros. Pasaron unos instantes; entonces, de repente, un enano entró corriendo en la habitación y saludó con una reverencia a la Asamblea desde el espejo. Con voz ahogada se presentó como Rimmar y, después de prestar juramento en el idioma antiguo para asegurar su honestidad, contó cómo él y sus ayudantes habían realizado sus descubrimientos acerca de las dagas que llevaban los atacantes de Eragon.
Cuando los jefes de clan terminaron de interrogar a Rimmar, Orik hizo que sus guerreros trajeran a los tres enanos que el Ingeitum había capturado. Gannel les ordenó que realizaran los juramentos de sinceridad en el idioma antiguo, pero ellos lo maldijeron y escupieron en el suelo, negándose a hacerlo. Entonces, varios magos de distintos clanes unieron sus pensamientos, invadieron las mentes de los prisioneros y les extrajeron la información que deseaban. Sin excepción, todos los magos confirmaron lo que Orik ya había dicho.
Al final, Orik llamó a Eragon para que testificara. Eragon se sentía nervioso mientras se acercaba a la mesa bajo la funesta mirada de los trece jefes de clan. Clavó los ojos en un colorido destello que se veía en una columna de mármol e intentó ignorar la incomodidad. Repitió los juramentos de sinceridad tal y como uno de los magos enanos se los dijo; luego, sin hablar más de lo necesario, Eragon contó a los jefes de clan cómo él y sus guardias habían sido atacados. Después respondió a las inevitables preguntas de los enanos y permitió que dos de los magos, que Gannel escogió al azar de entre los allí reunidos, examinaran sus recuerdos de los hechos. Al bajar las barreras de su mente, Eragon notó que los magos parecían temerosos y eso le prestó cierto consuelo. «Bien —pensó—. Así, si me temen, será menos probable que se metan donde no deben». Para su alivio, la inspección se llevó a cabo sin ningún incidente y los magos corroboraron sus palabras a los jefes de clan.
Gannel se levantó de la silla y se dirigió a los lectores de la ley, a quienes les preguntó:
—¿Estáis satisfechos con la calidad de las pruebas que el Grimstborith Orik y Eragon Asesino de Sombra nos han ofrecido?
Los cinco enanos de barba blanca hicieron una reverencia y el que se encontraba en el medio, dijo:
—Lo estamos, Grimstborith Gannel.
Gannel gruñó, aparentemente sorprendido.
—Grimstborith Vermûnd, tú eres el responsable de la muerte de Kvîstor, hijo de Bauden, y has intentado asesinar a un huésped. Al hacerlo, has avergonzado a toda nuestra raza. ¿Qué tienes que decir a esto?
El jefe de clan de los Az Sweldn rak Anhûin apoyó las manos encima de la mesa y las venas se le marcaron en los brazos.
—Si este Jinete de Dragón es un knurla en todos los aspectos, excepto por sangre, entonces no es ningún huésped y podemos tratarlo como lo haríamos si fuera un enemigo de otro clan.
—¡Vaya, esto es ridículo! —exclamó Orik, casi farfullando a causa de la indignación—. No puedes decir que él…
—Frena la lengua, por favor, Orik —dijo Gannel—. Gritar no resolverá el tema. Orik, Nado, Íorûnn, venid conmigo.
La preocupación carcomió a Eragon durante los minutos en que los cuatro enanos estuvieron parlamentando con los lectores de la ley. «No es posible que dejen a Vermûnd sin recibir ningún castigo por un juego de palabras», pensó.
Al volver a la mesa, Íorûnn dijo:
—Los lectores de la ley se han mostrado unánimes. A pesar de que Eragon es un miembro del Dûrgrimst Ingeitum por juramento, también tiene una posición importante fuera de nuestro reino: principalmente, la de Jinete de Dragón, pero también la de un agente enviado por los vardenos, enviado por Nasuada para que sea testigo de la coronación de nuestro próximo gobernante, y además es un amigo de gran influencia de la reina Islanzadí y de su raza entera. Por estos motivos, Eragon merece la misma hospitalidad que ofreceríamos a cualquier embajador que nos visitara, ya fuera príncipe, monarca o cualquier otra persona de rango. —La mujer miró de soslayo a Eragon, fijando los ojos oscuros y brillantes en sus brazos—. En resumen, él es nuestro huésped de honor y debemos tratarlo como tal…, tal como cualquier knurla que no se haya vuelto loco debería saber.
—Sí, es nuestro huésped —asintió Nado. Había perdido el color en las mejillas y en los labios, como si acabara de morder una manzana verde.
—¿Qué dices ahora, Vermûnd? —preguntó Gannel.
El enano del velo púrpura se levantó de la silla y miró alrededor de la mesa, dedicando unos instantes a cada uno de los jefes de clan.
—Digo lo siguiente, y escuchadme bien, grimstborithn: si algún clan levanta el hacha contra los Az Sweldn rak Anhûin a causa de estas falsas acusaciones, lo consideraremos un acto de guerra y responderemos de forma consecuente. Si me encarceláis, eso también se considerará un acto de guerra y también responderemos de la manera apropiada. —Eragon vio que el velo de Vermûnd se movía, y pensó que debía de estar sonriendo por detrás de él—. Si nos atacáis de cualquiera de las maneras, sea con armas o con palabras, por suave que sea el ataque, lo consideraremos un acto de guerra y responderemos de la forma apropiada. A no ser que deseéis que nuestro país sufra mil arañazos sangrientos, sugiero que dejéis que el viento se lleve la discusión de esta mañana y, en su lugar, que llenéis vuestras mentes con pensamientos acerca de quién gobernará a partir de ahora desde el trono de granito.
Los jefes de clan permanecieron en silencio durante un largo momento.
Eragon tuvo que morderse la lengua para no saltar sobre la mesa y avasallar verbalmente a Vermûnd hasta que los enanos decidieran colgarlo por sus crímenes. Se recordó a sí mismo que le había prometido a Orik acatar su forma de dirigir el asunto con la Asamblea. «Orik es mi jefe de clan, y debo dejar que responda como le parezca adecuado».
Freowin desenlazó las manos y dio una palmada encima de la mesa. Con su ronca voz de barítono que inundaba toda la sala a pesar de que parecía que sólo estuviera susurrando, el corpulento enano dijo:
—Has avergonzado a nuestra raza, Vermûnd. No podemos mantener el honor como knurlan y, al mismo tiempo, ignorar tu transgresión.
La enana mayor, Hadfala, pasó unas cuantas páginas llenas de runas y dijo:
—¿Qué pensabas conseguir, además de nuestra condena, al asesinar a Eragon? Incluso aunque los vardenos consiguieran destronar a Galbatorix sin él, ¿qué me dices del dolor que la dragona Saphira volcaría sobre nosotros si matáramos a su Jinete? Llenaría Farthen Dûr con el mar de nuestra propia sangre.
Vermûnd no pronunció palabra.
Una risa rompió el silencio. El sonido fue tan inesperado que, al principio, Eragon no se dio cuenta de que procedía de Orik. Cuando su alborozo remitió, Orik dijo:
—¿Si realizamos algún movimiento contra ti o contra los Az Sweldn rak Anhûin, lo considerarás un acto de guerra, Vermûnd? Muy bien, no haremos ningún movimiento contra ti, en absoluto.
El entrecejo de Vermûnd se pobló.
—¿Cómo puede esto ser motivo de diversión?
Orik volvió a reírse.
—Porque he pensado una cosa que tú no has pensado, Vermûnd. ¿Deseas que te dejemos a ti y a tu clan en paz? Entonces propongo a la Asamblea que hagamos lo que Vermûnd desea. Si él hubiera actuado por cuenta propia y no como grimstborith, sería desterrado por su crimen bajo pena de muerte. Así que tratemos al clan igual que trataríamos a la persona: desterremos a los Az Sweldn rak Anhûin de nuestros corazones y mentes hasta que decidan reemplazar a Vermûnd con un grimstborith de temperamento más moderado y hasta que reconozcan su maldad y muestren arrepentimiento ante la Asamblea, incluso aunque tengamos que esperar mil años.
La arrugada piel que rodeaba los ojos de Vermûnd adquirió un tono blancuzco.
—No os atreveréis.
Orik sonrió.
—Ah, pero no levantaremos ni un dedo contra ti ni contra tu gente. Simplemente os ignoraremos y nos negaremos a tener ningún trato con los Az Sweldn rak Anhûin. ¿Nos declararás la guerra por no hacer nada, Vermûnd? Porque si la Asamblea está de acuerdo conmigo, eso es exactamente lo que haremos: nada. ¿Nos obligarás con la espada a que compremos vuestra miel y vuestras ropas y vuestras joyas de amatista? No tienes los guerreros suficientes para obligarnos a hacerlo.
Se hizo una pausa. Luego, dirigiéndose al resto de la mesa, Orik preguntó:
—¿Qué decís?
La Asamblea no tardó en decidirse. Uno a uno, los jefes de clan se pusieron en pie y votaron a favor de desterrar a los Az Sweldn rak Anhûin.
Incluso Nado, Gáldhiem y Havard —los antiguos aliados de Vermûnd— apoyaron la propuesta de Orik. El rostro de Vermûnd se iba poniendo más pálido tras cada voto a favor de la propuesta y, al final, pareció un fantasma vestido con las ropas de su anterior vida.
Cuando la votación finalizó, Gannel señaló hacia la puerta y dijo:
—Vete, Vargrimstn Vermûnd. Abandona Tronjheim hoy mismo y que ninguno de los Az Sweldn rak Anhûin moleste a la Asamblea hasta que hayan cumplido las condiciones que hemos impuesto. Hasta el momento en que eso suceda, rehuiremos a todo miembro del Az Sweldn rak Anhûin. Tienes que saber lo siguiente, empero: aunque tu clan puede ser absuelto de su deshonor, tú, Vermûnd, siempre serás un Vargrimstn, hasta el día de tu muerte. Éste es el deseo de la Asamblea.
Gannel se sentó.
Vermûnd permaneció donde estaba; los hombros le temblaban a causa de una emoción que Eragon no pudo identificar.
—Eres tú quien ha avergonzado y ha traicionado a nuestra raza —gruñó—. Los Jinetes de Dragón mataron a todos los de nuestro clan, excepto a Anhûin y a sus guardias. ¿Esperas que lo olvidemos? ¿Esperas que lo perdonemos? ¡Bah! Escupo sobre las tumbas de tus antepasados. Nosotros, por lo menos, no hemos perdido nuestra barba. Nosotros no tontearemos con esta marioneta de los elfos mientras los muertos de nuestras familias todavía clamen venganza.
Eragon se indignó al ver que ninguno de los jefes de clan contestaba. Estaba a punto de responderle a Vermûnd con dureza cuando Orik le miró y negó ligeramente con la cabeza. Aunque fue difícil, controló su enojo sin dejar de preguntarse por qué Orik permitía que esos insultos tan graves no recibieran contestación.
«Es casi como si… Oh».
Vermûnd se apartó de la mesa y se puso en pie con los puños apretados y la espalda encorvada. Continuaba hablando, lanzando reproches y menospreciando a los jefes de clan cada vez con mayor pasión, hasta que acabó gritando con todas sus fuerzas.
No importó cuán viles fueran las imprecaciones de Vermûnd: los jefes de clan no respondieron. Tenían la vista perdida, como si estuvieran reflexionando sobre importantes dilemas, y sus ojos pasaban por encima de Vermûnd sin detenerse en él. Entonces el enano, en un ataque de ira, agarró a Hreidamar por la pechera de la cota de malla; tres guardias de Hreidamar dieron un salto hacia él y lo apartaron; pero al hacerlo, Eragon vio que sus expresiones se mantenían impasibles, como si solamente estuvieran ayudando a su señor a colocarse bien la cota de malla. Cuando soltaron a Vermûnd, los guardias no volvieron a mirarlo.
Eragon sintió un escalofrío en la espalda. Los enanos actuaban como si Vermûnd hubiera dejado de existir. «Así que esto es lo que significa ser desterrado para los enanos». Pensó que preferiría que lo mataran a sufrir un destino como ése y, por un momento, sintió un pinchazo de pena por aquel enano, aunque esa pena desapareció al cabo de un instante, en cuanto recordó la expresión de Kvîstor al morir.
Vermûnd soltó una última maldición y salió de la sala seguido por los miembros de su clan que lo habían acompañado a la reunión.
El ánimo de los jefes de clan se relajó en cuanto las puertas se cerraron. Los enanos volvieron a mirar a su alrededor sin ninguna restricción y continuaron hablando en voz alta, discutiendo qué más tenían que hacer con respecto al Az Sweldn rak Anhûin.
Entonces, Orik dio unos golpes en la mesa con la empuñadura de su daga y todo el mundo se dispuso a escucharlo.
—Ahora que ya hemos solucionado lo de Vermûnd, hay otro tema sobre el que deseo que la Asamblea piense. Nuestro objetivo al reunirnos aquí es elegir al sucesor de Hrothgar. Todos hemos dicho mucho sobre el tema, pero ahora creo que ha llegado el momento de dejar las palabras y de permitir que nuestros actos hablen por nosotros. Así pues, invito a la Asamblea a decidir si estamos preparados, y en mi opinión estamos más que preparados, para pasar a la votación final dentro de tres días, tal como marca la ley. Mi voto es que sí.
Freowin miró a Hadfala, que miró a Gannel, que miró a Manndrâth, que se dio unos golpecitos en la larga nariz mientras miraba a Nado, hundido en su silla mordiéndose la mejilla.
—Sí —dijo Íorûnn.
—Sí —dijo Ûndin.
—… Sí —dijo Nado, igual que hicieron los demás jefes de clan.
Al cabo de unas horas, cuando la Asamblea se disolvió para ir a comer, Orik y Eragon volvieron a los aposentos del primero. Ninguno de ellos dijo nada hasta que entraron en las habitaciones, que estaban insonorizadas para que no pudieran escucharlos. Allí, Eragon se permitió sonreír.
—Tenías planeado desde el principio desterrar a los Az Sweldn rak Anhûin, ¿verdad?
Orik, con expresión satisfecha, sonrió y se dio una palmada en el estómago.
—Eso hice. Era la única acción que podía emprender que no desembocara de forma inevitable en una guerra de clanes. Quizá todavía tengamos una guerra de clanes, pero no será cosa nuestra. Pero dudo que una calamidad como ésa llegue a suceder. Por mucho que te odien, la mayoría de los Az Sweldn rak Anhûin se sentirán horrorizados por lo que Vermûnd ha hecho en su nombre. No creo que sea grimstborith por mucho tiempo.
—Y ahora te has asegurado de que el voto por el nuevo rey…
—O reina.
—… o reina tenga lugar. —Eragon dudó un momento, no quería empañar la alegría de Orik por su triunfo, pero luego le preguntó—: ¿De verdad tienes el apoyo que necesitas para subir al trono?
Orik se encogió de hombros.
—Antes de esta mañana, nadie tenía el apoyo necesario. Ahora la balanza se ha inclinado un poco y, de momento, las simpatías están de nuestro lado. Será mejor que golpeemos ahora que el hierro está caliente, porque nunca vamos a tener una oportunidad mejor que ésta. En cualquier caso, no podemos permitir que la Asamblea se prolongue por más tiempo. Si no vuelves pronto con los vardenos, quizá todo esté perdido.
—¿Y que haremos mientras esperamos la votación?
—En primer lugar, celebraremos nuestro éxito con una fiesta —declaró Orik—. Luego, cuando estemos saciados, continuaremos como antes: intentando obtener votos adicionales mientras defendemos aquellos que ya hemos ganado. —Orik sonrió y los dientes le brillaron, blancos, desde detrás de su barba—. Pero antes de que demos un solo trago de hidromiel, hay una cosa que tienes que hacer y de la cual te has olvidado.
—¿Qué? —preguntó Eragon, sorprendido por la evidente diversión de Orik.
—Bueno, ¡tienes que hacer venir a Saphira a Tronjheim, por supuesto! Tanto si soy rey como si no lo soy, coronaremos a un nuevo monarca dentro de tres días. Si Saphira tiene que asistir a la ceremonia, necesitará volar deprisa para llegar aquí para entonces.
Sin tiempo para exclamar nada, Eragon corrió a buscar un espejo.