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El viento cálido de la mañana sobre la llanura, que era distinto del viento cálido de la mañana sobre las colinas, cambió de dirección.

Saphira ajustó el ángulo de las alas para compensar los cambios de velocidad y de presión del aire que soportaba su peso a miles de metros por encima de la tierra bañada por el sol. Cerró los dobles párpados un momento, disfrutando del blando lecho del viento y del calor de los rayos de sol de la mañana que le calentaban el sinuoso cuerpo. Imaginó el destello de sus escamas al sol y el sentimiento maravillado de quienes la veían dando vueltas por el cielo mientras ronroneaba de placer, satisfecha de saberse la criatura más hermosa de Alagaësia, porque ¿quién podía igualar la maravilla de sus escamas, de su larga cola, de sus bonitas y bien formadas alas, de sus garras curvadas o de sus largos y blancos colmillos capaces de cortar el cuello de un toro de un solo mordisco? No podía hacerlo Glaedr, el de las escamas de oro, que había perdido una pata durante la caída de los Jinetes. Tampoco podían hacerlo ni Espina ni Shruikan, porque ambos eran esclavos de Galbatorix, y esa servidumbre forzosa les había pervertido la mente. Un dragón que no era libre para hacer lo que deseaba no era un dragón. Además, ellos eran machos, y aunque los machos pueden parecer majestuosos, no pueden encarnar la belleza como podía hacerlo ella. No, ella era la criatura más impresi onante de Alagaësia, y así debía ser.

Saphira se estremeció de satisfacción desde la base de la cabeza hasta la punta de la cola. Era un día perfecto. El calor del sol la hacía sentir como si se hubiera tumbado en un nido de carbones encendidos. Tenía el vientre lleno, el cielo era claro, y no había nada a lo que tuviera que prestar atención, aparte de vigilar por si había enemigos que pudieran buscar pelea, cosa que ella hacía por puro hábito.

Su felicidad tenía solamente una grieta, pero era una grieta profunda, y cuanto más lo pensaba más infeliz se sentía, hasta que, al final, se dio cuenta de que ya no se sentía satisfecha: deseaba que Eragon estuviera allí con ella para compartir ese día. Gruñó y soltó una pequeña llamarada por la boca, abrasando el aire que tenía delante, y luego cerró la garganta para apagar el chorro de fuego líquido. La lengua le cosquilleaba a causa de las llamas que la habían recorrido. ¿Cuándo iba Eragon, compañero de mente y de corazón, a contactar con Nasuada desde Tronjheim para pedir que ella, Saphira, se reuniera con él? Ella lo había animado a obedecer a Nasuada y a viajar hasta esas montañas más altas de lo que ella podía volar, pero ahora había pasado demasiado tiempo, y Saphira se sentía fría y vacía en su interior.

«Hay una sombra en el mundo —pensó—. Eso es lo que me ha preocupado. Algo va mal con Eragon. Está en peligro, o lo ha estado hace poco. Y yo no puedo ayudarlo». Ella no era una dragona salvaje. Desde que había salido del huevo, había compartido toda su vida con Eragon y estar sin él era como estar solamente con la mitad de sí misma. Si él moría por que ella no estaba para protegerlo, no tendría ningún motivo para continuar viviendo, excepto la venganza. Saphira sabía que destrozaría a sus asesinos y luego volaría hasta la negra ciudad del traidor que la había tenido prisionera durante tantas décadas y haría todo lo que pudiera para matarlo, sin importar si eso implicaba la muerte para sí misma.

Saphira gruñó y fue a morder a un pequeño gorrión que había cometido la locura de ponerse a su alcance. Falló y el gorrión salió volando para continuar su viaje sin ser molestado, lo cual sólo empeoró su estado de ánimo. Por un momento pensó en perseguirlo, pero luego se dio cuenta de que no valía la pena preocuparse por una absurda mota de huesos y plumas. Ni siquiera le hubiera servido de aperitivo.

Inclinándose a un lado y girando la cola en dirección contraria para facilitar el giro, Saphira dio la vuelta mientras observaba el lejano suelo y buscaba con la vista las pequeñas y escurridizas criaturas que se apresuraban a ponerse fuera del alcance de los ojos de su cazador. Incluso desde esa altura de miles de metros, Saphira podía contar las plumas que había en la espalda de un halcón en vuelo rasante sobre los campos de trigo al oeste del río Jiet. Era capaz de distinguir el pequeño rebaño de ciervos que se ocultaban bajo las ramas de los matorrales que crecían en uno de los afluentes del río. Y atinaba a oír los agudos chillidos de los asustados animales que avisaban a sus compañeros de su presencia. Esos gritos le gustaban; era natural que sus presas le tuvieran miedo. Si alguna vez era ella quien tenía miedo, sabría que le había llegado el momento de morir.

Los vardenos estaban reunidos a una legua de distancia, frente al río Jiet, como un rebaño de ciervos ante el borde de un precipicio. Habían llegado al cruce el día anterior, y desde entonces, una tercera parte de los hombres amigos, de los úrgalos amigos y de los caballos que ella no se debía comer, habían vadeado el río. El ejército se movía tan despacio que a veces se preguntaba cómo era posible que los humanos tuvieran tiempo de hacer otra cosa que viajar, teniendo en cuenta lo cortas que eran sus vidas. «Sería mucho mejor si pudieran volar», pensó, y se preguntó por qué no lo hacían. Volar era tan fácil que nunca dejaba de sorprenderse de que otras criaturas permanecieran siempre en tierra. Incluso Eragon mantenía su apego al suelo, a pesar de que ella sabía que podría reunirse en el aire con ella simplemente pronunciando unas cuantas palabras en el idioma antiguo. Pero Saphira no siempre entendía los motivos de los que caminan sobre dos piernas, tanto si tienen las orejas redondas o puntiagudas como si tienen cuernos o si son tan pequeños que ella podría aplastarlos con un pie.

Un movimiento en el noreste captó su atención y, curiosa, se dirigió hacia allí. Vio una hilera de cuarenta y cinco cansados caballos que avanzaban hacia los vardenos. La mayoría de los caballos iban sin jinete; por eso no se dio cuenta hasta al cabo de media hora —cuando hubo distinguido los rostros de los hombres que iban montados—, que podía tratarse del grupo de Roran que volvía de su incursión. Saphira se preguntó qué debía de haber sucedido para que su número se hubiera reducido y sintió un breve pinchazo de intranquilidad. No estaba vinculada a Roran, pero Eragon se preocupaba por él y ésa era razón suficiente para que a ella le preocupara su bienestar.

Saphira hizo descender su conciencia hacia los desorganizados vardenos y buscó hasta encontrar la mente de Arya. Una vez la elfa la hubo reconocido y le permitió tener acceso a sus pensamientos, Saphira dijo:

Roran debería estar ahí al final de la tarde. De todas maneras, su tropa está severamente disminuida. Algún gran mal ha recaído sobre ellos durante el viaje.

Gracias, Saphira —dijo Arya—. Informaré a Nasuada.

En cuanto se hubo retirado de la mente de Arya, notó el contacto inquisidor de Blödhgarm, el del pelo de lobo negro azulado.

No soy ningún polluelo —le dijo ella, cortante—. No tienes que comprobar mi estado de salud cada cinco minutos.

Te pido las más humildes disculpas, Bjartskular, es sólo que hace algún tiempo que te fuiste y, si alguien está vigilando, empezará a preguntarse por qué tú y…

Sí, lo sé —gruñó ella. Saphira encogió las alas y se inclinó hacia abajo. La sensación de peso la abandonó y giró en lentas espirales mientras se precipitaba hacia el crecido río—. Pronto estaré allí.

A unos treinta metros por encima del agua, abrió de nuevo las alas y sintió la inmensa fuerza del viento contra sus membranas. Ralentizó el avance hasta que quedó casi inmóvil, luego batió las alas de nuevo para acelerar el vuelo y bajó suavemente a trescientos metros por encima del agua marrón que no era buena para beber. De vez en cuando batía las alas para mantener la altitud. Subió por el río Jiet, alerta a los repentinos cambios de presión que se daban en el aire frío de encima de una corriente de agua y que podía empujarla en una dirección inesperada o, peor, hacia los árboles de puntiagudas ramas o contra el suelo que rompe los huesos.

Se elevó por encima de los vardenos que se encontraban reunidos al lado del río hasta una altura suficiente para no asustar a los tontos de los caballos. Entonces, virando hacia abajo con las alas inmóviles, aterrizó en un claro entre las tiendas —un claro que Nasuada había ordenado que dejaran a un lado para ella— y caminó hacia la tienda vacía de Eragon, donde Blödhgarm y los otros once elfos a quienes él dirigía estaban esperándola. Saphira los saludó con un guiño de ojos y sacando la lengua un instante y, luego, se enroscó delante de la tienda de Eragon, resignada a dormitar y a esperar la noche, igual que hubiera hecho si Eragon estuviera en la tienda y ambos tuvieran que salir para alguna misión esa noche.

Era un trabajo aburrido y tedioso estar ahí tumbada día tras día, pero era necesario para mantener el engaño de que Eragon todavía se encontraba con los vardenos, así que Saphira no se quejaba, ni siquiera si, después de doce horas o más de estar en el suelo, se le ensuciaban las escamas, se sentía con ganas de luchar contra mil soldados o de arrasar un bosque con dientes, garras y fuego, o de elevarse en el aire y volar hasta agotarse o hasta que llegara al fin de la tierra, el agua y el aire.

Gruñendo para sus adentros, Saphira rascó la tierra con las garras para hacerla mullida y luego apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, cerró los párpados interiores para poder descansar y, a la vez, vigilar a quienes se acercaran. Una libélula * zumbó por encima de su cabeza y Saphira se preguntó nuevamente qué podría haber inspirado al imbécil que bautizó a ese insecto con el nombre de su raza. «No se parece en nada a un dragón», pensó malhumorada y, luego, se sumió en un sueño ligero.

La gran bola de fuego del cielo se encontraba cerca del horizonte cuando Saphira oyó los gritos y las exclamaciones de bienvenida que significaban que Roran y sus guerreros habían llegado al campo. Se levantó del suelo. Igual que había hecho antes, Blödhgarm medio canturreó y medio susurró un hechizo que creaba una imagen incorpórea de Eragon que el elfo hizo salir de la tienda y subir a la grupa de Saphira, donde permaneció sentado y mirando a su alrededor en una perfecta imitación de la realidad. Visualmente, esa aparición no tenía ningún fallo, pero no tenía mente propia, y si alguno de los agentes de Galbatorix intentaba penetrar en los pensamientos de Eragon, descubriría el engaño de inmediato. Por eso, el éxito de la estratagema dependía de la habilidad de Saphira en transportar la aparición por el campamento y en llevársela lejos lo antes posible y, además, en que se cumpliera la esperanza de que la formidable reputación de Eragon desanimara a cualquier observador clandestino de intentar extraer información de los vardenos de su conciencia por miedo a su venganza.

Saphira se puso en movimiento y recorrió el campamento a saltos mientras doce elfos corrían en formación a su alrededor.

—¡Salud, Asesino de Sombra! ¡Salud, Saphira! —gritaban los hombres, que se apartaban de su camino, lo cual provocaba un cálido resplandor en el vientre de la dragona.

Cuando llegó a la tienda de crisálida de mariposa con alas plegadas de color rojo de Nasuada, Saphira se agachó y metió la cabeza por la oscura abertura que había en una de las paredes, donde los guardias de Nasuada habían apartado un panel de tela para permitirle la entrada. Entonces Blödhgarm reinició el suave canto y la aparición de Eragon bajó de Saphira, entró en la tienda de color escarlata y, cuando se hubo apartado de las miradas del exterior, se disolvió en la nada.

—¿Crees que han descubierto nuestra artimaña? —preguntó Nasuada desde su silla de respaldo alto.

Blödhgarm hizo una elegante reverencia.

—De nuevo, Lady Nasuada, no puedo asegurarlo. Tendremos que esperar a ver si el Imperio intenta aprovechar la ausencia de Eragon para tener la respuesta a esa pregunta.

—Gracias, Blödhgarm. Eso es todo.

Con otra reverencia, el elfo salió de la tienda y se colocó varios metros por detrás de Saphira, vigilando su flanco.

La dragona se aposentó sobre el vientre y empezó a limpiarse con la lengua las escamas del tercer dedo de la garra izquierda, en el cual se habían acumulado unas invisibles líneas del barro blanco que recordaba haber pisado cuando se comió su última presa.

No había pasado ni un minuto cuando Martland Barbarroja y un hombre de orejas redondas a quien ella no reconoció entraron en la tienda roja y dedicaron una reverencia a Nasuada. Saphira dejó de limpiarse, cató el aire con la lengua y notó el sabor penetrante de la sangre seca, el aroma amargo del sudor, el olor a caballo y a piel mezclados, y, débil pero inconfundible, el punzante olor del miedo de los humanos. Observó de nuevo al trío y vio que el hombre de la larga barba roja había perdido la mano derecha; luego, volvió a quitarse la tierra de debajo de las escamas.

Saphira continuó lamiéndose las patas, devolviendo el brillo prístino a cada una de las escamas, mientras primero Martland, luego el hombre de orejas redondas, que se llamaba Ulhart y, finalmente, Roran contaban una historia de sangre, de fuego y de hombres sonrientes que se negaban a morir cuando les tocaba y que insistían en continuar luchando mucho tiempo después de que Angvard los hubiera llamado. Como era su costumbre, Saphira guardó silencio mientras los demás —en concreto Nasuada y su consejero, un hombre alto y de rostro adusto que se llamaba Jörmundur— preguntaban a los guerreros acerca de los detalles de su desventurada misión. Saphira sabía que a veces Eragon se asombraba de que ella no quisiera participar más en las conversaciones. Los motivos que ella tenía para guardar silencio eran sencillas: excepto Arya y Glaedr, se sentía más cómoda comunicándose solamente con Eragon y, en su opinión, la mayoría de las conversaciones no eran más que titubeos sin sentido. Fueran de orejas redondas, puntiagudas, con cuernos o bajos, los que andaban sobre dos piernas parecían adictos al titubeo. Brom no titubeaba, y eso era algo de él que le gustaba a Saphira. Para ella, las posibilidades estaban claras: o bien existía un curso de acción para mejorar una situación, en cuyo caso lo emprendía, o bien tal curso de acción no existía, y todo lo demás que se dijera sobre el tema no era más que ruido sin sentido. En cualquier caso, Saphira no se preocupaba del futuro excepto por lo que respectaba a Eragon. Siempre se preocupaba por él.

Cuando las preguntas terminaron, Nasuada expresó sus condolencias a Martland por la mano que había perdido. Después, le despidió a él y a Ulhart. Entonces se dirigió a Roran:

—Has demostrado tu destreza de nuevo, Martillazos. Me siento muy complacida por tus habilidades.

—Gracias, mi señora.

—Nuestros mejores sanadores le atenderán, pero Martland necesitará tiempo para recuperarse de su herida. De todos modos, cuando lo haya hecho, no podrá dirigir ataques como éstos con una mano solamente. A partir de ahora, tendrá que servir a los vardenos desde la parte posterior del ejército, no desde delante. Creo que, quizá, le promocione y le convierta en uno de mis consejeros de guerra. Jörmundur, ¿qué piensas de esta idea?

—Creo que es una idea excelente, mi señora.

Nasuada asintió con la cabeza con expresión satisfecha.

—Esto significa, de todas maneras, que debo encontrar a otro capitán a quien puedas servir, Roran.

—Mi señora —intervino Roran—, ¿y si soy yo el capitán? ¿No he demostrado mi valía de forma satisfactoria en estos dos ataques, así como durante mis logros pasados?

—Si continúas distinguiéndote tal como lo has hecho hasta ahora, Martillazos, obtendrás el mando pronto. De todas formas, debes ser paciente y acatar un tiempo más. Dos únicas misiones, por impresionantes que hayan sido, quizá no revelen el espectro completo del carácter de un hombre. Soy una persona cautelosa cuando se trata de confiar mi gente a otros, Martillazos. Esto debes permitírmelo.

Roran agarró la cabeza del martillo que sobresalía de su cinturón y en la mano se le marcaron todas las venas y los tendones, pero su tono fue educado.

—Por supuesto, Lady Nasuada.

—Muy bien. Un paje te comunicará tu nueva misión más tarde. Ah, y recuerda que tienes que comer bien cuando tú y Katrina hayáis terminado de celebrar vuestro reencuentro. Es una orden, Martillazos. Pareces a punto de desfallecer.

—Mi señora.

Roran se dispuso a marcharse, pero Nasuada levantó una mano y dijo:

—Roran. —Él se detuvo—. Ahora que te has enfrentado a esos hombres que no sienten dolor, ¿crees que disponer de una protección similar ante las agonías de la carne haría que fuera más fácil derrotarlos?

Roran dudó un instante y luego meneó la cabeza.

—Su fuerza es su debilidad. Ellos no se protegen como lo harían si temieran el corte de una espada o la herida de una flecha, y por eso no cuidan sus vidas. Es verdad que pueden continuar peleando mucho tiempo después, mientras que un hombre normal hubiera caído muerto, y que ésa no es una ventaja pequeña durante la batalla, pero también mueren en un número mayor, porque no protegen sus cuerpos como deberían hacerlo. En su absurda confianza, se meten en trampas y en peligros que nosotros evitaríamos aunque tuviéramos que caminar grandes distancias. Siempre y cuando el ánimo de los vardenos se mantenga alto, creo que con la táctica adecuada podemos vencer a esos monstruos sonrientes. Por otro lado, si fuéramos como ellos nos apuñalaríamos incesantemente, y a ninguno nos importaría, puesto que no tendríamos noción de autopreservación. Eso es lo que pienso.

—Gracias, Roran.

Cuando el chico salió, Saphira dijo:

¿Todavía no se sabe nada de Eragon?

Nasuada negó con la cabeza.

—No, todavía no tenemos noticias de él, y este silencio empieza a preocuparme. Si no se ha puesto en contacto con nosotros pasado mañana, haré que Arya envíe un mensaje a uno de los hechiceros de Orik pidiendo que Eragon nos mande un informe. Si Eragon no es capaz de apremiar la conclusión de las reuniones de los enanos, me temo que ya no podremos contar con ellos como aliados en las batallas venideras. Lo único bueno de esta desastrosa conclusión sería que Eragon pudiera volver con nosotros sin más demora.

Cuando Saphira estuvo preparada para abandonar la tienda de crisálida roja, Blödhgarm volvió a invocar la imagen de Eragon y la colocó sobre la grupa de Saphira. Entonces, la dragona salió de la tienda y, tal como había hecho antes, atravesó el campo a saltos con los ágiles elfos a su lado durante todo el camino.

Cuando llegó a la tienda de Eragon y la imagen de éste desapareció en su interior, Saphira se tumbó en el suelo y se resignó a esperar durante el resto del día en gran aburrimiento. Antes de sumirse en un ligero sueño, llevó la mente hacia la tienda de Roran y Katrina. Presionó la mente de Roran hasta que éste bajó las barreras de su conciencia.

¿Saphira? —preguntó.

¿Conoces a alguna otra como yo?

Por supuesto que no. Me has sorprendido. Estoy…, eh, ocupado en este momento.

Saphira estudió el color de sus emociones así como las de Katrina y se divirtió ante lo que descubrió.

Sólo quería darte la bienvenida. Me alegro de que no estés herido.

Los pensamientos de Roran emitieron unos destellos calientes y fríos a la vez, y pareció que tenía dificultad para elaborar una respuesta coherente. Al final, dijo:

Es muy amable por tu parte, Saphira.

Si puedes, ven a visitarme mañana, y hablaremos más. Estoy inquieta después de pasar tantos días aquí sentada. Quizá tú puedas decirme más cosas acerca de cómo era Eragon antes de que yo saliera del huevo.

Sería…, sería un honor.

Satisfecha por haber cumplido con las exigencias de cortesía de los de orejas redondas y dos piernas hacia Roran, y animada al saber que el día siguiente no sería tan aburrido —dado que era impensable que alguien pudiera ignorar una petición de audiencia por su parte—, Saphira se puso tan cómoda como pudo sobre el suelo, deseando estar, como le sucedía a menudo, en el suave nido que tenía en la casa de árbol mecida por el viento que Eragon poseía en Ellesméra. Una nube de humo se le escapó cuando suspiró y se durmió; volaba más alto de lo que había volado nunca.

Aleteó y aleteó hasta que se elevó por encima de las cumbres inalcanzables de las montañas Beor. Allí voló en círculos durante un rato, contemplando toda Alagaësia, extendida ante ella. Entonces la dominó un incontrolable deseo de subir incluso más arriba y ver desde allí lo que se pudiera ver, y así empezó a aletear de nuevo, y en lo que pareció un segundo, pasó de largo la luna brillante y solamente ella y las estrellas plateadas brillaron en el cielo negro. Se deslizó en los cielos durante un periodo de tiempo indeterminado, reina del mundo de abajo que brillaba como una joya. Pero, de repente, la inquietud le penetró el alma y exclamó con su pensamiento:

—Eragon, ¿dónde estás?