Frustrado, Eragon salió de la cámara circular que se encontraba profundamente enterrada en el centro de Tronjheim. La puerta de roble se cerró detrás de él con un estruendo vacío.
Eragon permaneció un momento en el centro del pasillo de techo abovedado, con las manos en las caderas, y observó el suelo teselado de ágata y jade. Desde que él y Orik habían llegado a Tronjheim, hacía tres días, los trece jefes de clan de los enanos no habían hecho otra cosa que discutir sobre temas que Eragon consideraba intrascendentes, como acerca de qué clanes tenían derecho a llevar sus rebaños a ciertos pastos que se disputaban. Mientras escuchaba a los jefes de clan debatir acerca de los oscuros puntos de su código legal, Eragon a menudo tenía ganas de decirles a gritos que eran unos ciegos estúpidos y que iban a condenar a Alagaësia a someterse a la ley de Galbatorix a no ser que dejaran de lado sus insignificantes preocupaciones y eligieran a un nuevo dirigente sin más dilación.
Perdido en sus pensamientos, recorrió despacio el pasillo sin casi percibir a los cuatro guardias que lo seguían, como hacían siempre fuera dónde fuera, ni a los enanos con quienes se cruzó, que le saludaron con variaciones de «Argetlam». «La peor es Íorûnn», decidió Eragon. Era la grimstborith del Dûrgrimst Vrenshrrgn, una guerrera poderosa y valiente, y había dejado claro desde el principio de las deliberaciones que tenía intención de quedarse con el trono. Solamente el otro clan, el de los Urzhad, se había sumado abiertamente a su causa, pero, tal como había demostrado en muchas ocasiones durante las reuniones con los jefes de clan, era lista, astuta y capaz de dar la vuelta a cualquier situación para que jugara a su favor.
—Sería una excelente reina —dijo Eragon para sí mismo—, pero es tan taimada que es imposible saber si daría su apoyo a los vardenos cuando hubiera conseguido el trono.
Sonrió con ironía. Hablar con Íorûnn siempre se le hacía extraño. Los enanos la consideraban una gran belleza, e incluso bajo el punto de vista de los humanos, tenía una figura atractiva. Además, ella parecía haber desarrollado una fascinación por Eragon que éste no podía comprender. En cada conversación que tenían, insistía en hacer alusiones a aspectos de la historia de los enanos y de su mitología que Eragon no comprendía, pero que parecían divertir infinitamente a Orik y al resto de los enanos.
Además de Íorûnn, otros dos jefes de clan rivalizaban por el trono: Gannel, jefe del Dûrgrimst Quan, y Nado, jefe del Dûrgrimst Knurlcarathn. En su calidad de custodios de la religión de los enanos, los Quan tenían una gran influencia entre los de su raza, pero, hasta el momento, Gannel solamente había obtenido el apoyo de otros dos clanes, el Dûrgrimst Ragni Hefthyn y el Dûrgrimst Ebardac, un clan básicamente dedicado a la investigación y a la erudición. En contraste, Nado había conseguido una coalición más grande formada por los clanes Feldûnost, Fanghur y Az Sweldn rak Anhûin.
Si Íorûnn parecía desear el trono simplemente por el poder y Gannel no parecía básicamente hostil a los vardenos —a pesar de que tampoco les era directamente amistoso—, Nado se mostraba abierta y vehementemente en contra de mantener cualquier tipo de relación con Eragon, Nasuada, el Imperio, Galbatorix, la reina Islanzadí y, por lo que Eragon podía ver, con cualquier ser vivo de más allá de las montañas Beor. El Knurlcarathn era el clan de los trabajadores de las canteras y, en cuestión de gente y de bienes materiales, no tenían igual, puesto que todos los demás clanes dependían de sus conocimientos para perforar túneles y para construir sus moradas, e incluso los Ingeitum los necesitaban para extraer el mineral de hierro de las minas. Eragon sabía que si el intento de hacerse con la corona de Nado fracasaba, otros jefes de clan menos importantes que él se apresurarían a ocupar su lugar. Los Az Sweldn rak Anhûin, por ejemplo —a quien Galbatorix y los Forsworn habían casi destruido durante su alzamiento—, se habían declarado enemigos de sangre de Eragon durante la visita que éste había realizado a la ciudad de Tarnag, y en todos sus actos en las reuniones de los clanes habían demostrado su odio implacable hacia Eragon, hacia Saphira y hacia todo lo que tuviera que ver con dragones y con quienes los montaban. Se habían opuesto a la presencia de Eragon en las reuniones, incluso a pesar de que ello era completamente legal según la ley de los enanos, y obligaron a todo el mundo a votar sobre ese asunto, con lo que retrasaron los temas durante seis horas.
«Uno de estos días —pensó Eragon—, tendré que encontrar la manera de hacer las paces con ellos. O bien eso, o bien tendré que terminar lo que Galbatorix empezó. Me niego a vivir toda mi vida con miedo de los Az Swelden rak Anhûin». Esperó un momento a recibir la respuesta de Saphira, tal como había hecho a menudo durante los últimos días; al darse cuenta de que no había ninguna contestación, sintió un familiar pinchazo de tristeza en el corazón.
Hasta qué punto eran seguras las alianzas entre los clanes era una cuestión incierta. Ni Orik, ni Íorûnn, ni Gannel, ni Nado tenían apoyo suficiente para ganar en una votación popular, así que todos estaban ocupados en mantener las lealtades de los clanes que habían prometido ayudarlos y en, al mismo tiempo, ganarse a los partidarios de sus competidores. A pesar de la importancia de ese proceso, a Eragon le resultaba extremadamente aburrido y frustrante.
A partir de las explicaciones de Orik, sabía que antes de que los jefes de clan eligieran a su dirigente, tenían que votar acerca de si estaban preparados para elegir a un nuevo rey o reina, y que en esa votación preliminar era necesario que hubiera, por lo menos, nueve votos a favor para continuar el proceso. De momento ninguno de los jefes de clan, incluido Orik, se sentía suficientemente seguro para proponer el tema y pasar a la elección final. Ésa era, como había dicho Orik, la parte más delicada de todas y, en algunos casos, se sabía que se había demorado durante un largo y frustrante periodo de tiempo.
Mientras reflexionaba sobre la situación, Eragon se paseó sin destino entre el laberinto de cámaras de debajo del monte Tronjheim hasta que llegó a una habitación polvorienta que tenía seis arcos a un lado y un bajo relieve de un jabalí a unos seis metros de altura del otro. El jabalí mostraba unos dientes de oro y los ojos eran rubíes tallados.
—¿Dónde estamos, Kvîstor? —preguntó Eragon, mirando a sus guardias. Su voz provocó un eco en la habitación. Eragon percibía las mentes de muchos de los enanos que se encontraban en los niveles de arriba, pero no tenía ni idea de cómo acceder a ellos.
El guarda que iba en cabeza, un enano joven que no tenía más de sesenta años, dio un paso hacia delante.
—Estas habitaciones fueron talladas hace mil años por Grimstnzborith Korgan, cuando Tronjheim se estaba construyendo. No las hemos utilizado mucho desde entonces, excepto cuando toda nuestra raza se congrega en Farthen Dûr.
Eragon asintió con la cabeza.
—¿Puedes llevarme a la superficie?
—Por supuesto, Argetlam.
Al cabo de unos minutos de caminar a paso rápido, llegaron a una amplia escalera de peldaños bajos, del tamaño de los enanos, que subían a un pasadizo que se encontraba en algún punto de la zona suroeste de la base de Tronjheim. Desde allí, Kvîstor guio a Eragon hasta el extremo sur de los seis kilómetros de pasillos que dividían Tronjheim en los cuatro puntos cardinales.
Era el mismo pasillo por el que Eragon y Saphira habían entrado por primera vez en Tronjheim, hacía varios meses. Eragon lo recorrió en dirección al centro de la ciudad de la montaña con un extraño sentimiento de nostalgia. Se sentía como si, desde entonces, hubiera envejecido varios años.
La avenida, de cuatro pisos de altura, estaba atestada de enanos de todos los clanes. Todos ellos vieron a Eragon, de eso estaba seguro, pero no todos se dignaron a saludarlo y él se alegró, ya que le evitaba el esfuerzo de tener que devolver tantos saludos.
Eragon se puso tenso al ver una hilera de los Az Sweldn rak Anhûin al otro lado del pasillo. Los enanos giraron la cabeza hacia él y lo miraron; sus expresiones se ocultaban tras los velos de color púrpura que los de su clan siempre llevaban en público. El enano que se encontraba en el extremo de la fila escupió en dirección a Eragon y luego, junto con todos los demás, salió del pasillo.
«Si Saphira estuviera aquí, no se atreverían a ser tan groseros», pensó Eragon.
Al cabo de media hora llegó al final del majestuoso pasillo y, a pesar de que había estado allí muchas veces, un sentimiento de asombro y de maravilla le invadió en cuanto pasó por entre las columnas de ónix coronadas de circones amarillos del tamaño de tres hombres y entró en la cámara circular que se encontraba en el corazón de Tronjheim. La sala tenía trescientos metros de un lado a otro; en el suelo, de carneola pulida, habían tallado un martillo rodeado de doce pentágonos, el emblema del Dûrgrimst Ingeitum y del primer rey de los enanos, Korgan, que había descubierto Farthen Dûr mientras excavaba en busca de oro. Delante de Eragon y a ambos lados de él, se encontraban unas aberturas que daban a otros pasillos que se alejaban por toda la montaña. La cámara no tenía techo, sino que subía hasta la cima del Tronjheim, a un kilómetro y medio de sus cabezas. Allí se abría a la dragonera, en la cual Eragon y Saphira se habían alojado antes de que Arya rompiera el zafiro estrellado, y al cielo: una circunferencia de un profundo color azul, que parecía estar a una distancia inimaginable, y rodeada por la boca de Farthen Dür, la montaña hueca de dieciséis kilómetros de altura que protegía Tronjheim del resto del mundo.
Una escasa cantidad de luz se filtraba hasta la base de Tronjheim. La Ciudad del Eterno Ocaso, como la llamaban los elfos. A causa de la poca luz de sol que entraba en la ciudad–montaña —a excepción de la media hora antes y la media hora después de mediodía en pleno verano—, los enanos iluminaban el interior de la ciudad con innumerables antorchas sin llama. Una brillante antorcha colgaba de cada una de las columnas de las arcadas en todos los niveles de la ciudad–montaña, y había muchas más antorchas colocadas en las mismas arcadas que marcaban la entrada a habitaciones extrañas y desconocidas, así como al camino de Vol Turin, la Escalera Sin Fin, que rodeaba la habitación en espiral de arriba abajo. El efecto resultaba, a la vez, deprimente y espectacular. Las antorchas eran de distintos colores y hacía que el interior de las cámaras estuviera repleto de joyas brillantes.
Este esplendor, a pesar de todo, palidecía frente al de una joya de verdad, frente a la mayor de las joyas: Isidar Mithrim. En la cámara, los enanos habían construido una plataforma de madera de unos dos metros de diámetro y en el punto central de los tablones de roble estaban reconstruyendo el zafiro estrellado, pieza a pieza y con el máximo cuidado y delicadeza. Los trozos que todavía tenían que ensamblar se encontraban guardados en unas cajas sin tapa rellenas de lana, y cada una de ellas tenía una etiqueta. Las cajas se encontraban dispersas por una extensa zona del lado oeste de la enorme habitación. Quizás había trescientos enanos encorvados sobre ellas, concentrados en su trabajo de ensamblar todas esas piezas. Otro grupo de enanos se afanaba en la plataforma de madera, ocupados en la gema fragmentada y construyendo otras estructuras añadidas.
Durante unos minutos, Eragon miró cómo trabajaban y luego se dirigió hacia la parte del suelo que Durza había roto cuando él y sus guerreros úrgalos entraron en Tronjheim desde los túneles inferiores. Eragon dio unos golpecitos en la piedra pulida con la punta de la bota. No quedaba ni rastro del daño que Durza había provocado. Los enanos habían hecho un trabajo maravilloso al borrar las marcas de la batalla de Farthen Dûr, aunque Eragon esperaba que pudieran conmemorar la batalla de alguna manera, puesto que era importante que las generaciones futuras no se olvidaran del coste de sangre que los enanos y los vardenos habían pagado durante su lucha contra Galbatorix.
Mientras se dirigía hacia la plataforma, Eragon saludó con un gesto de cabeza a Skeg, que se encontraba de pie encima de ésta y revisaba el zafiro estrellado. Eragon había conocido a ese enano delgado y de ágiles dedos anteriormente. Skeg pertenecía al Dûrgrimst Gedthrall, y era a él a quien el rey Hrothgar había confiado la restauración del tesoro más preciado de los enanos.
Skeg hizo un gesto a Eragon para que subiera a la plataforma. En cuanto se hubo montado encima de los bastos tablones, Eragon se vio recibido por un brillante paisaje de afiladas agujas, facetas relucientes, cantos delgados como el papel y superficies onduladas. La parte superior del zafiro estrellado le recordaba el hielo del río Anora, en el valle de Palancar, a finales de invierno, cuando el hielo se había derretido y se había vuelto a helar muchas veces y resultaba peligroso caminar por encima a causa de las fisuras que los cambios de temperatura habían provocado. Pero en lugar de ser azules, blancos o pálidos, los restos del zafiro estrellado eran de un suave color rosado atravesado por unas líneas de un naranja oscuro.
—¿Cómo va? —preguntó Eragon.
Skeg se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos en el aire que recordaba el movimiento de las mariposas.
—Va como va, Argetlam. No se puede apremiar a la perfección.
—A mí me parece que estás progresando deprisa.
Skeg se dio unos golpecitos a un lado de la ancha nariz con un dedo largo y huesudo.
—La parte superior de Isidar Mithrim, lo que ahora es la parte de abajo, se rompió en trozos grandes que son fáciles de unir. La parte inferior, lo que ahora es la parte de arriba… —Skeg meneó la cabeza con una expresión triste en el avejentado rostro—. La fuerza de la rotura, todas las piezas apretadas contra la cara de la gema, presionadas por Arya y la dragona Saphira, hacia ti y ese Sombra de corazón negro…, rompió los pétalos de rosa en trozos todavía más pequeños. Y la rosa, Argetlam, la rosa es la clave de la gema. Es la parte más compleja y más hermosa de Isidar Mithrim. Y está casi toda hecha añicos. A no ser que podamos volver a montarla, a poner hasta el último de los trozos en su sitio, haríamos bien en dársela a nuestros joyeros para que la muelan y hagan anillos para nuestras madres. —Las palabras se vertían de los labios de Skeg como agua de un vaso sin fondo. Lanzó un grito a un enano que cruzaba la cámara con una caja y luego, dándose un tironcito de la barba, preguntó—: ¿Has oído alguna vez, Argetlam, la historia de cómo se excavó Isidar Mithrim en la era de Herran?
Eragon dudó un momento, pensando en las lecciones de historia de Ellesméra.
—Sé que fue Dûrok quien la excavó.
—Sí —dijo Skeg—, fue Dûrok Ornthrond, «Ojos de Águila», como decís en vuestra lengua. No fue él quien descubrió Isidar Mithrim, sino que él fue quien la extrajo de la piedra que la rodeaba; fue él quien la excavó y la pulió. Pasó cincuenta y siete años trabajando en la Rosa Estrellada. Esa gema le cautivó como ninguna otra cosa lo había hecho. Pasaba la noche sentado sobre Isidar Mithrim hasta altas horas de la madrugada, porque estaba decidido no solamente a que la Rosa Estrellada fuera arte, sino a que fuera algo que conmoviera los corazones de todos los que la vieran y algo que le ganara un asiento de honor entre los dioses. Su devoción era tal que, cuando después de treinta y dos años de trabajo, su esposa le dijo que si no compartía la carga del proyecto con sus aprendices, ella abandonaría su casa, Dûrok no dijo ni una palabra y le dio la espalda para continuar puliendo los contornos del pétalo que había empezado a principios de año.
»Durok trabajó en Isidar Mithrim hasta que estuvo satisfecho con cada una de sus líneas y sus curvas. Entonces dejó caer su ropa de pulir, se apartó un paso de la Rosa Estrellada y dijo: “Gûntera, protégeme; está hecho”, y cayó muerto al suelo.
Skeg se dio un golpe en el pecho, que sonó a hueco.
—El corazón le falló, ya que ¿para qué otra cosa tenía que vivir? Eso es lo que estamos intentando reconstruir, Argetlam: cincuenta y siete años de concentración ininterrumpida de uno de los mejores artistas que nuestra raza ha conocido. Si no fuéramos capaces de reconstruir Isidar Mithrim «exactamente» tal como era, reduciríamos los logros de Dûrok ante los ojos de todos los que todavía no han visto la Rosa Estrellada. —Skeg remarcó estas últimas palabras levantando un puño.
Eragon se inclinó por encima de la barandilla que le llegaba a la altura de la cadera y observó a cinco enanos que, al otro extremo de la gema, estaban bajando a un enano atado a un arnés hasta que lo dejaron a centímetros del zafiro fracturado. El enano introdujo la mano debajo de la túnica, sacó una esquirla de Isidar Mithrim de un monedero de piel y, cogiéndola con unas pinzas minúsculas, la colocó en una pequeña fisura de la gema.
—Si la coronación fuera dentro de tres días —preguntó Eragon—, ¿podrías tener Isidar Mithrim terminada para entonces?
Skeg dio unos golpecitos en la barandilla con los dedos al ritmo de una melodía que Eragon no reconoció. El enano dijo:
—No nos estaríamos apresurando tanto con Isidar Mithrim si no fuera por la oferta de tu dragona. Estas prisas nos son extrañas, Argetlam. No forma parte de nuestra naturaleza, como en la de los humanos, el apresurarnos como hormigas excitadas. A pesar de todo, haremos todo lo que podamos para tener Isidar Mithrim terminada para la coronación. Si eso fuera dentro de tres días…, bueno, yo no tendría muchas esperanzas acerca de nuestra previsión. Pero si fuera un poco más adelante, dentro de la misma semana, creo que podríamos tenerla terminada.
Eragon le agradeció a Skeg la predicción y se alejó. Con los guardias detrás, caminó hasta uno de los comedores comunes de la ciudad–montaña, una habitación larga y de techo bajo con mesas de piedra colocadas en fila a un lado y en la cual los enanos se afanaban ante unos hornos de piedra.
Allí Eragon cenó pan, pescado de carne blanca que los enanos pescaban en los lagos subterráneos, setas y una especie de puré de un tubérculo que ya había comido antes en Tronjheim y cuya procedencia todavía desconocía. Antes de empezar a comer, sin embargo, tuvo cuidado de probar la comida por si estaba envenenada con un hechizo que Oromis le había enseñado.
Mientras hacía bajar el último trozo de pan con un sorbo de aguada cerveza, Orik y su contingente de diez guerreros entraron en el salón. Los guerreros se sentaron a sus mesas de tal modo que pudieran controlar las dos entradas. Orik se sentó con Eragon, dejándose caer con un suspiro en el banco de piedra que había delante de él. Apoyó los codos en la mesa y se frotó el rostro.
Eragon pronunció unos hechizos para evitar que nadie pudiera escucharlos y le preguntó:
—¿Hemos sufrido algún otro contratiempo?
—No, no hay ningún contratiempo. Es sólo que esas deliberaciones ponen a prueba la paciencia.
—Me he dado cuenta.
—Y todo el mundo ha visto tu frustración —dijo Orik—. Tienes que controlarte de ahora en adelante, Eragon. Mostrar cualquier tipo de debilidad ante nuestros contrincantes sólo sirve para favorecer su causa. Yo… —Orik se calló mientras un enano corpulento dejaba un plato humeante delante de él.
Eragon frunció el ceño.
—Pero ¿estás más cerca del trono? ¿Hemos ganado algo de terreno en esta larga cháchara?
Orik levantó un dedo mientras masticaba un trozo de pan.
—Hemos avanzado bastante. ¡No seas de tan mal agüero! Cuando te fuiste, Havard accedió a bajar la tasa de la sal que el Dûrgrimst Fanghur vende al Ingeitum, para que puedan cazar el ciervo rojo que acude al lago durante los meses cálidos del año. ¡Tendrías que haber oído el rechinar de dientes de Nado cuando Havard aceptó mi oferta!
—Bah —exclamó Eragon—. Tasas, ciervos…, ¿qué tiene todo eso que ver con quién es el sucesor de Trothgar? Sé honesto conmigo, Orik. ¿Cuál es tu posición comparada con la del resto de los jefes de clan? ¿Y cuánto tiempo más va a durar todo esto? Cada día que pasa, es más probable que el Imperio descubra nuestro paradero y que Galbatorix ataque a los vardenos mientras yo no estoy allí para rechazar a Murtagh y a Espina.
Orik se limpió la boca con el extremo del mantel.
—Mi posición es bastante firme. Ninguno de los grimstborithn tienen el apoyo necesario para solicitar una votación, pero Nado y yo tenemos el mayor número de partidarios. Si alguno de nosotros gana, digamos, otros dos o tres clanes, la balanza se inclinará a favor de uno de nosotros. Havard ya se tambalea. No hará falta insistir mucho, creo, para convencerle de que se pase a nuestro terreno. Esta noche partiremos el pan con él y veremos qué podemos hacer para lograrlo. —Orik devoró un trozo de seta asada y continuó—: En cuanto a cuándo terminarán las reuniones del clan, quizá duren otra semana, si tenemos suerte, o quizá dos, si no la tenemos.
Eragon soltó una maldición en voz baja. Estaba tan tenso que el estómago le dolía y amenazaba con expulsar la comida que acababa de ingerir.
Orik alargó la mano por encima de la mesa y le cogió la muñeca a Eragon.
—Ni tú ni yo podemos hacer nada más para acelerar la decisión, así que no permitas que te preocupe tanto. Preocúpate por lo que sí puedes cambiar, y deja que el resto se resuelva por sí solo, ¿eh? —Le soltó la muñeca.
Eragon exhaló despacio y se apoyó con los antebrazos encima de la mesa.
—Lo sé. Es sólo que tenemos tan poco tiempo, y si fallamos…
—Lo que tenga que ser será —repuso Orik. Sonrió, pero tenía una expresión triste y vacía en los ojos—. Nadie escapa a los designios del destino.
—¿No podrías tomar el trono por la fuerza? Sé que no tienes tantas tropas en Tronjheim, pero, con mi apoyo, ¿quién podría oponerse a ti?
Orik se quedó inmóvil con el cuchillo a medio camino entre el plato y la boca, meneó la cabeza y al cabo de un instante continuó comiendo.
—Utilizar una treta así sería desastroso.
—¿Por qué?
—¿Hace falta explicarlo? Nuestra raza entera se pondría contra nosotros y, en lugar de obtener el control de nuestra nación, yo heredaría un título vacío. Si esto llegara a suceder, no apostaría ni una espada rota a que llegaría a ver el año próximo.
—Ah.
Orik no dijo nada más hasta que la comida de su plato hubo desaparecido. Entonces dio un largo trago de cerveza, escupió y continuó la conversación:
—Nos encontramos en equilibrio en una cresta de montaña de un kilómetro y medio de precipicio a ambos lados. El gran odio que muchos de nuestra raza les tienen a los Jinetes de Dragón se debe a los crímenes que Galbatorix, los Apóstatas y ahora Murtagh han cometido contra nosotros. Y muchos temen el mundo que se encuentra más allá de las montañas y de los túneles y de las cavernas en que nos escondemos. —Le dio unas vueltas a la jarra de cerveza encima de la mesa—. Nado y los Az Sweldn rak Anhûi sólo están empeorando la situación. Juegan con los miedos de la gente y envenenan sus corazones contra ti, los vardenos y el rey Orrin… Los Az Sweldn rak Anhûin son la personificación de lo que tendremos que superar si me convierto en rey. Debemos encontrar la manera de disipar sus preocupaciones y las de quienes son como ellos porque, si soy rey, tendré que escucharlos para conservar el apoyo de los clanes. Un rey o una reina de los enanos siempre está a merced de los clanes, por muy fuerte que sea como gobernante, igual que los grimstborithn están a merced de las familias de su clan. —Orik echó la cabeza hacia atrás para dar el último trago de cerveza y luego dejó la jarra en la mesa con un fuerte golpe.
—¿Hay algo que yo pueda hacer, existe alguna ceremonia tradicional entre vosotros que yo pueda realizar y que aplaque a Vermûnd y a sus seguidores? —preguntó Eragon, refiriéndose al actual grimstborith de Az Sweldn rak Anhûin—. Debe de haber «alguna cosa» que yo pueda hacer para mitigar sus recelos y poner fin a su enemistad.
Orik se rio y se puso en pie.
—Podrías morir.
Al día siguiente, temprano, Eragon se encontraba sentado ante la redonda pared de la habitación circular que se encontraba en las profundidades de Tronjheim junto con un selecto grupo de guerreros, consejeros, sirvientes y miembros de las familias de los jefes de clan que eran lo bastante privilegiados para ser admitidos en las reuniones. Los jefes de clan se habían sentado en unas pesadas sillas de madera tallada dispuestas alrededor de una mesa redonda que, al igual que todos los objetos importantes que se encontraban en los niveles más bajos de la ciudad–montaña, tenía el emblema de Korgan y del Ingeitum.
En ese momento, Gáldhiem, el grimstborith del Dûrgrimst Feldûnost, estaba hablando. Era bajo incluso para ser un enano —casi no superaba los sesenta centímetros de altura— y llevaba una túnica de colores dorados, rojizos y azul oscuro. A diferencia de los enanos del Ingeitum, no se recortaba la barba, que le caía sobre el pecho como una zarza enredada. Se puso de pie encima de la silla, dio un puñetazo en la mesa con la mano enguantada y rugió:
—… ¡Eta! Narho ûdim etal os isû vond! ¡Narho ûdim etal os formvn mendûnost brakn, az Varden, hrestvog dûr grimstnzhadn! Az Jurgenvren qathrid né dômar oen etal…
—¡No! —El traductor de Eragon, un enano que se llamaba Hûndfast le susurraba en el oído—. ¡No permitiré que eso suceda! No permitiré que esos locos lampiños, los vardenos, destruyan nuestro país. La Guerra de los Dragones nos ha debilitado y no…
Eragon disimuló un bostezo, aburrido. Paseó la mirada por la mesa de granito desde donde se encontraba Gáldhiem hasta Nado, un enano de rostro redondo y de pelo rubio que asentía con gesto de aprobación al contundente discurso de Gáldhiem; miró a Havard, que estaba utilizando la punta de su daga para limpiarse las uñas de los dedos de la mano derecha; observó a Vermûnd, de pobladas cejas y rostro inescrutable bajo el velo púrpura; echó un vistazo a Gannel y a Ûndin, que se habían acercado el uno al otro y susurraban mientras que Hadfala, una mujer ya anciana que era la jefa de clan del Dûrgrimst Ebardac y tercer miembro de la alianza de Gannel, miraba con el ceño fruncido el pergamino de runas que llevaba a todas las reuniones; de ella, pasó al jefe del Dûrgrimst Ledwonnû, Manndrâth, que se encontraba sentado de perfil a Eragon y ofrecía así una excelente vista de su larga nariz; luego se fijó en Thordris, la grimstborith del Dûrgrimst Nagra, de quien no podía ver gran cosa más que el ondulado cabello castaño rojizo que le llegaba hasta el suelo, donde se enrollaba en una trenza que era el doble de larga de lo alta que era ella; entrevió la nuca de Orik, que estaba repantingado en la silla; escudriñó a Freowin, el grimstborith del Dûrgrimst Gedthrall, un enano inmensamente corpulento que tenía la vista clavada en un bloque de madera que estaba tallando con la forma de un cuervo; reparó en Hreidamar, el grimstborith de Dûrgrimst Urzhad, quien, en contraste con Freowin, estaba en forma, y que mostraba unos musculosos antebrazos y llevaba puesta una cota de malla y un yelmo en todas las reuniones; y, finalmente, puso los ojos en Íorûnn, la de la piel color avellana afeada solamente por una fina cicatriz en forma de luna creciente que tenía sobre el pómulo izquierdo, la del cabello satinado, que le asomaba por debajo del yelmo de plata con forma de cabeza de lobo, la del vestido bermellón y collar de brillantes esmeraldas engarzadas en oro grabado con runas.
Íorûnn se dio cuenta de que Eragon la estaba mirando y sus labios esbozaron una perezosa sonrisa. Con una relajación voluptuosa le guiñó un ojo, cubriendo así uno de los ojos avellanados durante un instante.
A Eragon le bulleron las mejillas de rubor y sintió que le quemaban las puntas de las orejas. Apartó la mirada y la dirigió hacia Gáldhiem, que continuaba pontificando con el pecho hinchado como el de un pichón ufano.
Tal como Orik le había pedido, Eragon permaneció impasible durante toda la reunión, ocultando sus emociones a quien pudiera estar observándolo. Cuando la reunión se interrumpió para la comida, se apresuró hasta donde se encontraba Orik y, agachándose para que nadie pudiera oírlo, le dijo:
—No me busques en tu mesa. Ya he tenido bastante de estar sentado y de cháchara. Voy a explorar los túneles un rato.
Orik asintió con la cabeza con aire distraído y murmuró:
—Haz lo que desees, pero asegúrate de estar aquí cuando volvamos; no sería adecuado que faltaras a clase, por muy aburridas que sean estas charlas.
—Como tú digas.
Eragon salió de la sala de conferencias al mismo tiempo que el resto de los enanos, ansiosos para ir a comer, y se reunió con sus guardias en el pasillo de fuera, donde habían estado jugando a dados con guerreros de otros clanes. Con ellos detrás, Eragon tomó una dirección al azar, dejando que los pies lo llevasen a donde quisieran, mientras rumiaba sobre la manera de reunir a las distintas facciones de enanos en una causa común contra Galbatorix. Para su exasperación, las únicas vías que era capaz de imaginar eran tan rocambolescas que era absurdo creer que podían tener éxito.
Eragon prestó poca atención a los enanos con quienes se encontró en los túneles —aparte de dirigirles los breves saludos que la cortesía exigía— y ni siquiera se fijó en lo que tenía a su alrededor, confiando en que Kvîstor le guiaría de vuelta a la sala de conferencias. Pero, aunque no observó visualmente su entorno, sí estuvo atento a toda criatura viviente que percibía en un radio de trescientos metros, incluso a la más pequeña de las arañas protegida en su tela en el rincón de una habitación, ya que Eragon no tenía ningún deseo de ser sorprendido por nadie que pudiera tener motivos de buscarlo.
Cuando, por fin, se detuvo, se sorprendió al encontrarse en la misma habitación polvorienta que había descubierto durante su vagabundeo del día anterior. Allí, a su izquierda, estaban los mismos cinco arcos negros que conducían a cavernas desconocidas, y a su derecha había el mismo bajorrelieve del oso. Divertido por la coincidencia, Eragon se acercó a la escultura de bronce y miró los brillantes colmillos del oso, preguntándose qué sería lo que lo había atraído de vuelta.
Al cabo de un momento fue hasta los cinco arcos y miró hacia dentro. El estrecho pasillo que se abría después de ellos estaba desprovisto de antorchas y pronto desaparecía en las sombras. Desplazándose con su conciencia, Eragon examinó la longitud del túnel y varias de las habitaciones abandonadas que daban a él. Media docena de arañas, un escaso número de polillas, milpiés y grillos eran los únicos habitantes.
—¡Hola! —gritó Eragon, y oyó que el túnel le devolvía su propia voz a un volumen más bajo—. Kvîstor —dijo Eragon, mirándolo—, ¿es que nadie vive en esta zona tan antigua?
El saludable enano contestó:
—Algunos sí. Unos cuantos knurlan extraños para quienes la soledad es más agradable que el contacto de la mano de su esposa o que la voz de sus amigos. Fue uno de estos knurlagn quien nos avisó de la proximidad del ejército de úrgalos, si lo recuerdas, Argetlam. También, aunque no hablamos de ello, están quienes han quebrantado las leyes de nuestra tierra y a quienes su clan ha exiliado bajo pena de muerte durante años o, si la falta es grave, para toda la vida. Todos ellos son como muertos vivientes para nosotros; los evitamos si los encontramos fuera de nuestras tierras y los colgamos si los encontramos dentro de los límites de ellas.
Cuando Kvîstor hubo terminado de hablar, Eragon le indicó que estaba listo para partir. Kvîstor tomó la delantera y él lo siguió a través de la puerta por la cual habían entrado con los otros tres enanos detrás. No habían caminado más de sesenta metros cuando Eragon oyó un ligero ruido a sus espaldas, tan apagado que no pareció que Kvîstor lo percibiera.
Miró hacia atrás. Bajo la luz ámbar de las antorchas sin llama que se encontraban a cada lado del pasillo, vio a siete enanos vestidos completamente de negro, los rostros cubiertos por telas negras y los pies envueltos en harapos, que corrían hacia su grupo con una velocidad que Eragon había creído posible sólo en los elfos, los Sombras y otras criaturas cuya sangre hervía de magia. Los enanos sujetaban con la mano derecha unas largas y afiladas dagas cuyo pálido filo brillaba con los colores del arcoíris y, en la mano izquierda, llevaban unos escudos metálicos de cuyo centro sobresalía una punta afilada. Sus mentes, como las de los Ra’zac, estaban cerradas a Eragon.
«¡Saphira!», fue lo primero que pensó Eragon. Entonces recordó que estaba solo.
Se dio la vuelta para enfrentarse a los enanos y alargó la mano hacia el bracamarte mientras abría la boca para lanzar un grito de advertencia.
Fue demasiado tarde.
En cuanto pronunció la primera palabra, tres de los extraños enanos atraparon al más rezagado de los guardias de Eragon y levantaron las brillantes dagas para apuñalarlo. Eragon, más rápido que sus propios pensamientos, se lanzó con todo su ser contra esa corriente de magia y, sin confiar en el idioma antiguo para pronunciar el hechizo, volvió a tejer la tela del mundo con un diseño más agradable para él. Los tres guardias que se encontraban entre él y los atacantes volaron hacia él, como si unos hilos invisibles hubieran tirado de ellos, y aterrizaron de pie al lado de Eragon, a salvo aunque desorientados.
Eragon hizo una mueca al notar un súbito descenso de sus fuerzas.
Dos de los enanos vestidos de negro se precipitaron hacia él para apuñalarlo en el estómago con sus dagas sedientas de sangre. Con la espada en la mano, Eragon paró los golpes, sorprendido por la velocidad y la ferocidad de los enanos. Uno de sus guardias dio un salto hacia delante gritando y blandiendo el hacha contra los asesinos. Antes de que Eragon tuviera tiempo de agarrar al enano por la cota de malla y de tirar de él hacia atrás, una hoja blanca encendida con una llama espectral atravesó el hinchado cuello del enano. Mientras éste caía al suelo, Eragon vislumbró la mueca de su rostro y se sobresaltó al ver a Kvîstor…, y al ver que su garganta, encendida de rojo, se derretía alrededor de la daga.
«No puedo dejar ni que me arañen», pensó Eragon.
Enfurecido por la muerte de Kvîstor, Eragon apuñaló al asesino tan deprisa que el enano no tuvo tiempo de esquivar el golpe y cayó, sin vida, a sus pies.
Con todas sus fuerzas, Eragon gritó:
—¡Quedaos detrás de mí!
Unas finas grietas partieron el suelo y las paredes, y unos trozos de piedra cayeron del techo mientras su voz resonaba en el túnel. Los enanos que estaban atacando dudaron un momento ante el desenfrenado poder de su voz, pero reanudaron la ofensiva inmediatamente.
Eragon retrocedió unos cuantos metros para darse espacio y poder moverse sin que los cadáveres se lo impidieran. Entonces se agachó y blandió el bracamarte a un lado y a otro, como una serpiente preparada para atacar. El corazón le latía al doble de velocidad de lo normal y, a pesar de que la batalla acababa de empezar, ya estaba jadeando.
El túnel tenía dos metros y medio de amplitud, lo cual fue suficiente para que tres de los seis enemigos que quedaban le atacaran a la vez. Se separaron los unos de los otros: dos de ellos para atacarle por la izquierda y la derecha, mientras que el tercero cargó contra él en línea recta y propinó una estocada hacia los brazos y las piernas de Eragon.
Sin atreverse a combatir con los enanos tal como lo hubiera hecho si hubieran llevado espadas normales, Eragon se impulsó con los pies en el suelo y saltó hacia arriba. En el aire, dio medio giro con todo el cuerpo, tocó con los pies en el techo y, dándose impulso en él, dio otro giro en el aire y aterrizó sobre manos y pies a un metro por detrás de los tres enanos. En cuanto ellos se dieron la vuelta hacia él, dio un paso hacia delante y, con un único golpe, los decapitó.
Las dagas de los enanos resonaron contra el suelo un instante antes de que lo hicieran sus cabezas.
Entonces, Eragon saltó por encima de sus cuerpos y aterrizó en el punto en que se encontraba antes.
No fue demasiado pronto.
Sintió la fina corriente de aire que una daga arrastró al intentar cortarle la garganta. Otra daga le cortó la vuelta de las mallas, abriéndoselas. Eragon aguantó el dolor sin reaccionar y dio una estocada con el bracamarte, intentando ganar espacio para luchar.
«¡Mis guardias deberían haber parado sus dagas!», pensó, apabullado.
Un grito se le escapó de la garganta cuando pisó un charco de sangre, perdió el equilibrio y cayó de espaldas; se dio un golpe muy fuerte con la cabeza contra el suelo. Vio unos puntos azules ante sus ojos y se quedó sin respiración.
Los tres guardias que quedaban corrieron hacia él y blandieron las hachas al mismo tiempo, protegiendo el espacio que quedaba por encima de él y salvándolo de las rápidas dagas.
Eso fue todo lo que Eragon necesitó para recuperarse. Se puso en pie de un salto y, reprochándose no haberlo intentado antes, lanzó un hechizo formado por nueve de las doce palabras mortales que Oromis le había enseñado. Pero, en cuanto hubo pronunciado el hechizo tuvo que abandonarlo, puesto que los enanos vestidos de negro estaban protegidos por numerosos guardias. Si hubiera tenido unos minutos más, hubiera podido esquivar o vencer a los guardias, pero los minutos eran como días en una batalla de esas características, en la que cada segundo parecía largo como una hora. Tras haber fallado con su magia, Eragon formó con su pensamiento una lanza dura con el acero y la lanzó hacia el punto en que debía de encontrarse la conciencia de uno de los enanos vestidos de negro. La lanza tocó y resbaló contra una armadura mental de un tipo con el que Eragon no se había encontrado nunca: lisa y sin fisuras, aparentemente sin ninguna mella causada por las preocupaciones naturales que las criaturas mortales sentían en una lucha mortal.
«Alguien los está protegiendo. Detrás de este ataque hay alguien más aparte de los siete que están aquí», pensó Eragon. Se dio media vuelta sobre un único pie y, tras impulsarse hacia delante, clavó el bracamarte en la rodilla del enano que quedaba más a su izquierda y que sangró por la herida. El enano trastabilló y los guardias de Eragon se lanzaron contra él, lo sujetaron por los brazos para que el enano no pudiera blandir la funesta daga y lo golpearon con sus curvadas hachas.
El enano que estaba más cerca de Eragon levantó el escudo para parar el golpe que estaba a punto de darle. Eragon reunió todo el poder de voluntad que tenía y apuntó hacia el escudo con intención de cortar también el brazo de debajo, como había hecho otras veces con Zar’roc. Pero, en el fragor de la batalla, olvidó tener en cuenta la inexplicable velocidad de esos enanos. Mientras el bracamarte bajaba hacia su objetivo, el enano ladeó el escudo para hacer desviar el golpe hacia un lado.
El bracamarte resbaló por la superficie del escudo y golpeó la púa que sobresalía de su centro, lo que provocó un chorro de chispas. El impulso lanzó el bracamarte más lejos de lo que Eragon había pensado y dibujó una curva en el aire hasta que se estrelló contra la pared con un golpe que dañó el brazo de Eragon. Con un sonido nítido, la hoja del bracamarte se rompió en doce trozos: Eragon se quedó con una hoja rota de un centímetro y medio que sobresalía de la empuñadura.
Consternado, dejó caer la espada rota y agarró la hebilla del enano, empujándole hacia delante y hacia atrás en un intento por mantener el escudo entre él y la daga que desprendía un halo de colores traslúcidos. El enano era increíblemente fuerte; resistía todos los esfuerzos de Eragon e incluso consiguió hacerlo retroceder un paso. Sujetando todavía la hebilla con la mano izquierda, Eragon levantó el brazo derecho y golpeó el escudo con toda la fuerza de que fue capaz, agujereando el acero templado como si estuviera hecho de madera podrida. A causa de los callos que tenía en los nudillos, no sintió ningún dolor.
La fuerza del golpe empujó al enano contra la pared de detrás. Con la cabeza colgando como si no tuviera huesos en el cuello, el enano cayó al suelo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.
Eragon sacó la mano del agujero que había hecho en el escudo, arañándose el brazo con el acero roto, y sacó su cuchillo de caza.
Entonces, el último de los enanos vestidos de negro se lanzó sobre él. Eragon paró su daga dos, tres veces, y entonces, de una estocada, le cortó el brazo desde el codo hasta la muñeca. El enano soltó un silbido de dolor y sus ojos azules brillaron con furia desde detrás de la máscara de tela. Empezó a lanzar una serie de golpes con la daga, que silbaba en el aire con una rapidez mayor de la que se podía seguir con la vista, y Eragon tuvo que alejarse de un salto para esquivarla. El enano recrudeció el ataque. Eragon consiguió esquivarlo durante unos momentos hasta que se topó con un cuerpo y, en un intento por rodearlo, tropezó, cayó contra una pared y se magulló el hombro.
El enano saltó hacia él soltando una risa diabólica y lanzó una estocada hacia abajo, en dirección a su pecho; levantó el brazo en un inútil intento de protegerse. Rodó corredor abajo, sabiendo que esta vez su suerte se había agotado y que no podría escapar.
En un momento en que acababa de dar una vuelta en el suelo y quedó de cara al enano, vio que la pálida hoja de la daga bajaba hacia su cuerpo como un rayo de luz que cayera sobre él desde lo más alto. Entonces, para su sorpresa, la daga chocó contra una de las antorchas sin llama de la pared. Eragon, sin esperar a ver más, se alejó rodando. Justo entonces, una mano abrasadora pareció golpearle por detrás y lo lanzó a seis metros por el pasillo hasta que chocó contra uno de los arcos, haciéndose unos cuantos moratones y arañazos más.
Una detonación ensordecedora le aturdió. Como si le hubieran clavado agujas en los tímpanos, Eragon se tapó los oídos con las manos y se enroscó en el suelo, aullando.
Cuando el ruido y el dolor remitieron, apartó las manos de los oídos y se puso en pie, inseguro y con las mandíbulas apretadas a causa del dolor de las heridas, que se hacían presentes en un abanico de sensaciones desagradables. Confundido y mareado, miró hacia el lugar en que se había producido la explosión.
El estallido había ennegrecido con hollín una zona del túnel de tres metros de longitud. El aire estaba lleno de copos de ceniza y era caliente como el de una fragua al rojo vivo. El enano que había estado a punto de apuñalar a Eragon yacía en el suelo, revolviéndose, y tenía el cuerpo lleno de quemaduras. Después de unas convulsiones, se quedó inmóvil. Los tres guardias de Eragon que quedaban se encontraban en el límite de la zona ennegrecida por el hollín, donde habían aterrizado después del impacto de la explosión. Se pusieron de pie, vacilantes, con sangre en los oídos y en la nariz, y con las barbas chamuscadas. Los flecos de sus armaduras estaban al rojo vivo, pero las protecciones de piel que llevaban debajo parecían haberles protegido de lo peor.
Eragon dio un paso hacia delante, pero se detuvo de inmediato: un dolor lacerante entre los omóplatos lo hizo aullar de dolor. Intentó mover los brazos para determinar la gravedad de la herida, pero al estirar la piel el dolor se hizo demasiado fuerte. Casi a punto de perder la conciencia, se apoyó contra una pared. Volvió a mirar al enano quemado. «Debo de haber sufrido heridas similares en la espalda», pensó.
Se obligó a concentrarse y pronunció dos de los hechizos que conocía para sanar heridas, que Brom le había enseñado durante sus viajes. Mientras surtían efecto, sintió como si un agua fría y calmante le bajara por la espalda. Suspiró, aliviado, y se enderezó.
—¿Estáis heridos? —preguntó al ver que sus guardias se acercaban.
El enano que iba delante frunció el ceño, se dio un golpecito en el oído derecho y negó con la cabeza.
Eragon soltó una maldición, y entonces se dio cuenta de que no podía oír su propia voz. De nuevo, reunió las reservas de energía que todavía le quedaban en el cuerpo y pronunció un hechizo para sanar el mecanismo interno de sus oídos y el de los enanos. Mientras el hechizo lograba su propósito, notó un escozor en la parte interna de los oídos que desapareció al mismo tiempo que el hechizo se disolvía.
—¿Estáis heridos?
El enano que estaba a su derecha, un tipo fornido con barba de dos puntas, tosió y escupió sangre coagulada. Luego, gruñó:
—Nada que el tiempo no cure. ¿Y tú, Asesino de Sombra?
—Sobreviviré.
Con cuidado de dónde ponía los pies, Eragon entró en la zona de la explosión y se arrodilló al lado de Kvîstor con la esperanza, todavía, de salvar al enano de las garras de la muerte. Pero en cuanto volvió a ver la herida de Kvîstor, se dio cuenta que no iba a ser posible.
Eragon bajó la cabeza, con el amargo recuerdo de esa sangría en el corazón. Luego se puso en pie.
—¿Por qué ha explotado la antorcha?
—Están llenas de calor y de luz, Argetlam —contestó uno de sus guardias—. Si se rompen, todo ese calor y esa luz escapan a la vez y, entonces, es mejor encontrarse lejos.
Eragon hizo un gesto en dirección a los cuerpos de sus atacantes y preguntó:
—¿Sabéis a qué clan pertenecen?
El enano de la barba de dos puntas apartó las ropas negras de algunos de los enanos y exclamó:
—¡Barzûl! No llevan ninguna marca que puedas reconocer, Argetlam, pero llevan esto —dijo, y mostró un brazalete hecho con pelo de caballo entrelazado con amatistas.
—¿Qué significa?
—Esta amatista —dijo el enano mientras señalaba una de las piedras con una uña manchada de hollín— es de una variedad particular que se encuentra, solamente, en cuatro zonas de las montañas Beor, y tres de ellas pertenecen al Az Sweldn rak Anhûin.
Eragon frunció el ceño.
—¿El grimstborith Vermûnd ha ordenado este ataque?
—No puedo asegurarlo, Argetlam. Quizás otro clan haya dejado este brazalete para que lo encontremos. Tal vez deseen que creamos que han sido los Az Sweldn rak Anhûin, para que no sepamos quienes son realmente nuestros enemigos. Pero… si tuviera que apostar, Argetlam, apostaría un carro lleno de oro a que los Az Sweldn rak Anhûin son los responsables.
—Que los parta un rayo —murmuró Eragon—. Sean quienes sean, que los parta un rayo. —Apretó los puños para que las manos dejaran de temblarle. Con la punta de la bota dio una patada a una de las dagas de los asesinos—. Los hechizos de estas armas y de los…, los hombres —hizo un gesto con la cabeza—, hombres, enanos, sean lo que sean, deben de haber requerido una cantidad considerable de energía, y ni siquiera soy capaz de imaginar lo complejo que debió de ser pronunciarlos. Lanzar unos hechizos así debe de haber sido difícil y peligroso… —Eragon miró a cada uno de sus guardias y dijo—: Ya que sois testigos, juro que no dejaré que este ataque, ni la muerte de Kvîstor, pase sin recibir su castigo. Sean quienes sean quienes lo hayan ordenado, cuando conozca sus nombres, desearán no haber pensado nunca en atacarme y, como consecuencia, en atacar al Dûrgrimst Ingeitum. Eso lo juro ante vosotros, como Jinete de Dragón y como miembro del Dûrgrimst Ingeitum, y si alguien os pregunta, repetidle mi juramento tal y como os lo he dicho a vosotros.
Los enanos le dedicaron una reverencia y el que tenía la barba de dos puntas contestó:
—Tal como ordenes, obedeceremos, Argetlam. Tus palabras honran la memoria de Hrothgar.
Entonces, otro de los enanos dijo:
—Fuera el clan que fuera, han violado la ley de la hospitalidad: han atacado a un huésped. No llegan ni a la altura de las ratas; son Menknurlan. —Escupió al suelo y los otros enanos repitieron el gesto.
Eragon caminó hasta los restos de su bracamarte. Se arrodilló sobre el hollín y, con la punta del dedo, tocó una de las piezas de metal y recorrió los cantos cortados. «Debe de haber golpeado el escudo y la pared con tanta fuerza que ha sobrepasado los hechizos que pronuncié para reforzar el acero», se dijo.
«Necesito una espada —pensó—. Necesito una espada de Jinete».