____ 12 ____

El día después de dejar Eastcroft, a media tarde, Eragon sintió que tenían una patrulla de quince soldados por delante.

Se lo comunicó a Arya, que asintió.

—Yo también los he detectado —dijo.

Ni él ni ella manifestaron su preocupación en voz alta, pero Eragon sentía un pellizco en el estómago y vio que Arya bajaba las cejas y adoptaba una expresión temible.

El terreno a su alrededor era llano y liso, sin ningún lugar donde esconderse. Habían encontrado patrullas de soldados anteriormente, pero siempre en compañía de otros viajeros. Ahora estaban solos, en un camino apenas visible.

—Podríamos cavar un hoyo con magia, cubrirlo con maleza, y ocultarnos en él hasta que pasen —dijo Eragon.

Arya sacudió la cabeza sin perder el paso.

—¿Y qué haríamos con la tierra sobrante? Pensarán que han descubierto la mayor madriguera de tejones del mundo. Además, yo ahorraría energías para correr.

Eragon refunfuñó. «No sé cuántos kilómetros más puedo correr aún», pensó. No estaba agotado, pero el trote incesante le estaba desgastando. Le dolían las rodillas, los tobillos, tenía el dedo gordo del pie izquierdo rojo e hinchado, y no dejaban de abrírsele las llagas de los talones, por muy bien que se las tapara. La noche anterior se había curado varios de sus dolores y, aunque aquello le había aliviado en cierta medida, los hechizos no hacían más que exacerbar su agotamiento.

La amarillenta nube de polvo que levantaba la patrulla se veía ya media hora antes de que Eragon pudiera distinguir la silueta de los hombres y de sus caballos. Dado que él y Arya tenían mejor vista que la mayoría de los humanos, era poco probable que los jinetes pudieran verlos a aquella distancia, así que continuaron corriendo diez minutos más. Luego se detuvieron. Arya sacó su falda del paquete y se la puso sobre las calzas que llevaba para correr, y Eragon guardó el anillo de Brom en su hatillo y se echó polvo sobre la palma de la mano derecha para ocultar su gedwëy ignasia plateada. Prosiguieron su viaje con la cabeza gacha y la espalda cargada, arrastrando los pies. Si todo iba bien, los soldados supondrían que no eran más que un par de refugiados más. Aunque Eragon ya sentía el repiqueteo de las pisadas de los caballos acercándose y los gritos de los hombres que los montaban, aún pasó casi una hora antes de que los dos grupos se encontraran en la vasta llanura. Cuando lo hicieron, Eragon y Arya se hicieron a un lado del camino y se quedaron de pie, mirando al suelo. Con la cabeza gacha, Eragon pudo ver por un momento las patas de los caballos al pasar los primeros jinetes, pero luego el polvo asfixiante le cubrió, lo que le impidió ver al resto de la patrulla. El aire estaba tan cargado que tuvo que cerrar los ojos. Escuchando atentamente, contó hasta que estuvo seguro de que más de la mitad de la patrulla había pasado. «¡No van a molestarse en preguntarnos nada!», pensó.

Su alegría duró poco. Un momento después, desde el remolino de polvo que los rodeaba, se oyó un grito:

—¡Compañía, alto!

Un coro de voces —«Soooo», «Quietooo» y «Tranquilo»— los rodeó mientras los quince hombres guiaban sus monturas para que formaran un círculo alrededor de Eragon y Arya.

Antes de que los soldados completaran su maniobra y de que el polvo se posara de nuevo, Eragon se agachó, tanteó el suelo y agarró una gran piedra; luego se puso de nuevo en pie.

—¡Estate quieto! —le susurró Arya.

Mientras esperaba a que los soldados declararan sus intenciones, Eragon se esforzó por calmar su corazón desbocado repitiéndose la historia que Arya y él habían elaborado para explicar su presencia tan cerca de la frontera de Surda. Pero no lo conseguía, ya que a pesar de su fuerza, su entrenamiento, la experiencia de las batallas que había librado y la media docena de barreras que le protegían, sentía en sus carnes la convicción de que le esperaba alguna lesión inminente o la muerte. Tenía el estómago encogido, la garganta cerrada y las piernas y los brazos flojos e inestables. «¡Venga, decidíos ya!», pensó. No veía el momento de romper algo con sus manos, como si un acto de destrucción pudiera aliviar la presión que se iba acumulando en su interior, pero aquella necesidad acuciante no hacía más que acentuar su frustración, ya que no se atrevía a moverse. Lo único que le tranquilizaba era la presencia de Arya. Se habría cortado una mano antes de permitir que ella le considerara un cobarde. Y aunque Arya también era una poderosa guerrera, él sentía igualmente el deseo de defenderla.

La voz que había ordenado a la patrulla que se detuviera se hizo oír de nuevo:

—Dejad que os vea las caras.

Tras levantar la cabeza, Eragon vio a un hombre sentado ante ellos sobre un caballo de batalla ruano, con sus manos enfundadas en guantes apoyadas sobre el cuerno de la silla de montar. Sobre el labio superior lucía un enorme bigote rizado que, tras descender a ambos lados de la boca, despuntaba más de veinte centímetros en ambas direcciones, en claro contraste con el pelo lacio que le caía sobre los hombros. A Eragon le asombró que aquella enorme escultura capilar se sostuviera por sí sola, especialmente dado su tono mate y sin lustre, que dejaba claro que no estaba impregnada con cera de abeja.

Los otros soldados apuntaban con sus lanzas a Eragon y a Arya. Estaban tan cubiertos de polvo que resultaba imposible ver los galones cosidos a sus casacas.

—Así pues —dijo el hombre, y su mostacho basculó como una balanza mal calibrada—, ¿quiénes sois? ¿Adónde vais? ¿Y qué hacéis en las tierras del rey? —De pronto agitó una mano—. No, no os molestéis en responder. No importa. Hoy en día nada importa. El mundo está llegando a su fin, y nosotros perdemos el tiempo interrogando a los campesinos. ¡Bah! Alimañas supersticiosas que corretean de un lugar a otro, devorando todo el alimento de la tierra y reproduciéndose a un ritmo pasmoso. En la finca de mi familia, cerca de Urû’baen, a los tipos como vosotros los azotábamos si los pillábamos vagando de un lado a otro sin permiso, y si nos enterábamos de que le habían robado al patrón, entonces los colgábamos. Lo que me queráis decir será mentira. Siempre lo es…

»¿Qué lleváis en esos paquetes, eh? Alimentos y mantas, sí, pero quizá también un par de buenos candelabros, ¿eh? ¿Algo de plata del arcón familiar? ¿Cartas secretas de los vardenos? ¿Eh? ¿Se os ha comido la lengua el gato? Bueno, esto lo arreglamos. Langward, ¿por qué no vas a ver qué tesoros encuentras en esos morrales? Buen chico.

Eragon se tambaleó hacia delante al sentir el golpe de la empuñadura de una lanza por detrás. Había envuelto su armadura en trapos para evitar que los diferentes trozos entrechocaran, pero los trapos eran demasiado finos para absorber del todo la fuerza del golpe y camuflar el ruido del metal.

—¡Ajá! —exclamó el hombre del bigote.

Agarrando a Eragon por detrás, el soldado le desató el paquete y sacó su brigantina.

—¡Mire, señor!

—¡Una armadura! Y además buena, muy buena, diría. Bueno, realmente eres un saco de sorpresas. Ibas a unirte a los vardenos, ¿verdad? Intento de traición y sedición, ¿eh? —El rostro se le endureció—. ¿O eres uno de esos que dan mal nombre a los soldados honestos? Si es así, eres un mercenario de lo más incompetente; ni siquiera llevas un arma. Te costaba demasiado trabajo tallarte un bastón o una maza, ¿eh? Bueno, ¿qué? ¡Respóndeme!

—No, señor.

—¿No, señor? No se te ocurriría, supongo. Es una pena que tengamos que aceptar a desgraciados tan lerdos como tú, pero supongo que es a lo que nos ha llevado esta maldita guerra; a aprovechar hasta los despojos.

—¿Aceptarme dónde, señor?

—¡Silencio, insolente mentecato! ¡Nadie te ha dado permiso para hablar! —El bigote le temblaba con cada gesto. Unas luces rojas invadieron el campo de visión de Eragon cuando el soldado que tenía detrás le golpeó en la cabeza—. Tanto si eres un ladrón, un traidor, un mercenario o simplemente un tonto, tu destino será el mismo. Una vez cumplas con el juramento de fidelidad, no tendrás otra opción que la de obedecer a Galbatorix y a los que hablan por él. Somos el primer ejército de la historia en el que no se registra ninguna deserción. Nada de parloteo inútil sobre lo que hay y lo que no hay que hacer. Sólo órdenes, claras y directas. Tú también te unirás a nuestra causa, y tendrás el privilegio de hacer realidad el glorioso futuro previsto por nuestro gran rey. En cuanto a tu encantadora amiga, seguro que podrá servir al Imperio de algún otro modo, ¿eh? ¡Atadlos!

Eragon sabía lo que tenía que hacer. Levantó la mirada y vio que Arya ya le estaba mirando, con un brillo decidido en los ojos. Parpadeó. Ella también. Eragon apretó la mano en la que llevaba la piedra. La mayoría de los soldados con los que había combatido en los Llanos Ardientes llevaban algún tipo de escudo protector rudimentario para protegerse de los ataques mágicos, y sospechaba que aquellos hombres estarían equipados con algo parecido. Confiaba en poder romper o esquivar cualquier hechizo ideado por los magos de Galbatorix, pero eso requeriría más tiempo del que disponía en aquel momento. Así que levantó el brazo y, con un movimiento de muñeca, lanzó la piedra al hombre del bigote.

La piedra le perforó el casco por un lado.

Antes de que los soldados pudieran reaccionar, Eragon se giró, arrancó la lanza de las manos al hombre que le había estado atormentando y la usó para derribarlo del caballo. Cuando estuvo en el suelo, le atravesó el corazón, con lo que rompió la hoja de la lanza contra las placas de metal del gambesón del soldado. Soltó el arma, se echó al suelo y pasó por debajo de siete lanzas que volaban en su dirección. Las letales hojas de acero parecían volar hacia el lugar donde se encontraba antes. Nada más soltar la piedra, Arya había trepado de un brinco al caballo más próximo, saltando del estribo a la silla, y le había dado una patada en la cabeza al anonadado soldado sentado sobre la montura, que salió despedido a más de diez metros. Luego Arya saltó de un caballo al otro, y mató a los soldados con las rodillas, los pies y las manos en una increíble exhibición de agilidad y equilibrio.

Eragon siguió rodando por el suelo hasta que las cortantes rocas detuvieron su avance. Con una mueca, se puso en pie. Cuatro soldados que habían desmontado se lanzaban hacia él, espadas en ristre. Cargaron. Con una finta hacia la derecha, agarró la muñeca del primer soldado que levantaba la espada y le golpeó en la axila. El hombre cayó al suelo, inmóvil. Eragon despachó a los dos siguientes retorciéndoles la cabeza hasta romperles el cuello. Para entonces, el cuarto, que corría con la espada en alto, estaba tan cerca que Eragon no pudo esquivarlo, así que hizo lo único que podía: golpeó al hombre en el pecho con todas sus fuerzas. Al conectar el puñetazo, surgió un chorro de sangre y sudor. El golpe le rompió las costillas y envió al soldado a más de cuatro metros por la hierba, donde topó con otro cadáver.

Eragon jadeó y se doblegó, agarrándose la mano dolorida. Tenía cuatro nudillos dislocados y a través de la piel destrozada asomaban los blancos cartílagos. «Mierda», pensó, al sentir el calor de la sangre que manaba de sus heridas. Los dedos no le respondían al intentar moverlos y supo que tendría la mano fuera de combate hasta que pudiera curarla. En previsión de un nuevo ataque, miró a su alrededor buscando con la vista a Arya y al resto de los soldados.

Los caballos estaban dispersos. Sólo quedaban tres soldados con vida. Arya estaba lidiando con dos de ellos a cierta distancia, mientras que el otro huía corriendo por el camino hacia el sur. Eragon sacó fuerzas de flaqueza y se puso a perseguirle. Cuando redujo la distancia entre ellos, el hombre empezó a rogar compasión, prometiendo que no le contaría a nadie la masacre y mostrándole las manos para que viera que estaban vacías. Cuando Eragon lo tuvo al alcance de la mano, el hombre se desvió hacia un lado y luego, unos pasos más allá, cambió de dirección, correteando por el campo como un conejo asustado. Mientras tanto, no dejaba de suplicar, con las mejillas cubiertas de lágrimas, diciendo que era demasiado joven para morir, que aún tenía que casarse y tener un hijo, que sus padres le echarían de menos, y que le habían obligado a alistarse y que aquélla era su quinta misión. ¿Por qué no le dejaba escapar?

—¿Qué tienes en mi contra? —sollozó—. Sólo hice lo que tenía que hacer. ¡Soy una buena persona!

Eragon hizo una pausa y, haciendo un esfuerzo, le dijo:

—No puedes mantener nuestro ritmo y no podemos dejarte: cogerás un caballo y nos delatarás.

—¡No, no lo haré!

—La gente te preguntará qué ha sucedido. Tu juramento a Galbatorix y al Imperio no te permitirá mentir. Lo siento, pero no sé cómo liberarte de tu vínculo, a menos que…

—¿Por qué me haces esto? ¡Eres un monstruo! —gritó el hombre.

Con una expresión de puro terror, intentó esquivar a Eragon y volver al camino. Eragon le alcanzó en menos de tres metros, y como el hombre aún lloraba y pedía clemencia, le pasó la mano izquierda alrededor del cuello y apretó. Cuando lo soltó, el soldado cayó a sus pies, muerto.

Al bajar la mirada y ver el rostro inerte del hombre, sintió la boca llena de bilis. «Cada vez que matamos, matamos una parte de nosotros mismos», pensó. Con una sensación a medio camino entre la conmoción, el dolor y la autocompasión, se sacudió y emprendió el regreso hacia el lugar donde se había iniciado la lucha. Arya estaba arrodillada junto a un cuerpo, lavándose las manos y los brazos con agua de la cantimplora que llevaba uno de los soldados.

—¿Cómo es eso? —preguntó Arya—. ¿Has podido matar a ese hombre, pero no te viste con fuerzas como para ponerle la mano encima a Sloan? —Se puso en pie y le miró a los ojos.

—Éste era una amenaza. Sloan no lo era —respondió Eragon sin ninguna emoción en la voz, y se encogió de hombros—. ¿No es evidente?

Arya permaneció en silencio un momento.

—Debería serlo, pero no lo es… Me avergüenzo de que alguien con mucha menos experiencia me dé lecciones de ética. Quizás he sido demasiado arrogante, mostrándome demasiado segura de mis propias decisiones.

Eragon la oía hablar, pero las palabras no significaban nada para él. Tenía la mirada perdida entre los cadáveres. Se preguntó: «¿Es esto en lo que se ha convertido mi vida? ¿En una serie de batallas sin fin?».

—Me siento como un asesino.

—Entiendo lo difícil que es esto —dijo Arya—. Recuerda, Eragon, que has experimentado sólo una pequeña parte de lo que significa ser un Jinete de Dragón. Con el tiempo esta guerra acabará, y verás que tus obligaciones incluyen otras cosas, aparte de la violencia. Los Jinetes no sólo eran guerreros, eran también maestros, sanadores e intelectuales.

Los músculos de la mandíbula de Eragon se tensaron por un momento.

—¿Por qué estamos combatiendo contra estos hombres, Arya?

—Porque se interponen entre nosotros y Galbatorix.

—Entonces deberíamos encontrar un modo de atacar a Galbatorix directamente.

—No existe. No podemos marchar hacia Urû’baen hasta que derrotemos a sus fuerzas. Y no podemos entrar en su castillo hasta que desarmemos las trampas, hechizos y otras defensas tendidas durante un siglo.

—Tiene que haber un modo —masculló él, inmóvil mientras Arya daba un paso y recogía una lanza.

Cuando colocó la punta de la lanza bajo la barbilla de un soldado muerto y le atravesó la cabeza con ella, Eragon dio un respingo y la apartó del cadáver.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó.

El rostro de Arya se tiñó de rabia.

—Te perdonaré eso sólo porque estás trastornado. ¡Piensa, Eragon! Ya eres mayorcito para que te mimen. ¿Por qué es necesario?

De pronto, dio con la respuesta; a regañadientes, dijo:

—Si no lo hacemos, el Imperio observará que la mayoría de los hombres han muerto «a mano».

—¡Exacto! Los únicos capaces de hacer algo así son los elfos, los Jinetes y los kull. Y como hasta un imbécil puede darse cuenta de que esto no es obra de un kull, enseguida sabrán que estamos por aquí, y al cabo de menos de un día Espina y Murtagh estarán sobrevolando la zona buscándonos. —Sacó la lanza del cuerpo y se oyó una especie de chapoteo. Ella le tendió el arma hasta que él la aceptó—. A mí hacer esto me produce la misma repulsión que a ti, así que podrías echarme una mano.

Eragon asintió. Arya fue a buscar una espada, y entre los dos hicieron que pareciera que una tropa de guerreros normales hubiera matado a los soldados. Era un trabajo truculento, pero lo hicieron rápido, puesto que ambos sabían exactamente el tipo de heridas que debían presentar los soldados para asegurarse el éxito de la puesta en escena, y ninguno de los dos deseaba entretenerse demasiado. Cuando llegaron al hombre con el pecho destrozado por el puñetazo de Eragon, Arya dijo:

—No podemos hacer mucho para disimular una herida como ésa. Tendremos que dejarla como está y esperar que supongan que un caballo le ha pisado.

Siguieron adelante. El último soldado con el que se encontraron fue el capitán de la patrulla. Ahora el bigote le caía, flácido y desgreñado, y había perdido gran parte de su antiguo esplendor.

Después de agrandar el orificio creado por la piedra para que simulara la marca triangular que deja la punta de un martillo de guerra, Eragon se detuvo un momento, contemplando el triste mostacho del capitán y luego dijo:

—Tenía razón, ¿sabes?

—¿Sobre qué?

—Necesito un arma, un arma de verdad. Necesito una espada. —Se frotó las palmas de las manos contra el borde de la casaca y escrutó la llanura a su alrededor contando los cuerpos—. Ya está, entonces, ¿no? Hemos acabado. Fue a recoger su armadura desperdigada, volvió a envolverla en trapos y la colocó de nuevo en el fondo de su hatillo. Luego se reunió con Arya, que se había encaramado a una loma.

—Lo mejor será que a partir de ahora evitemos los caminos —propuso ella—. No podemos arriesgarnos a encontrarnos de nuevo con los hombres de Galbatorix. —Y señalando su mano derecha deformada, que le estaba manchando la casaca de sangre, añadió—: Deberías ocuparte de eso antes de ponernos en marcha. —Pero no le dio tiempo de responder. Le agarró los dedos paralizados y dijo—: Waíse heill.

A Eragon se le escapó un quejido cuando sus dedos volvieron a ocupar sus articulaciones, cuando sus tendones excoriados y sus cartílagos aplastados recuperaron su forma y cuando los jirones de piel que le colgaban de los nudillos volvieron a cubrir la carne viva. Una vez completado el hechizo, abrió y cerró la mano para confirmar que estaba curada del todo.

—Gracias —dijo. Le sorprendió que ella hubiera tomado la iniciativa cuando él era perfectamente capaz de curar sus propias heridas.

Arya parecía violenta. Mirando a lo lejos, al otro extremo de la llanura, dijo:

—Estoy contenta de haberte tenido a mi lado hoy, Eragon.

—Y yo de haberte tenido a ti.

Ella le dedicó una rápida y ambigua sonrisa. Se quedaron un minuto más sobre la loma; ninguno de los dos tenía demasiadas ganas de reemprender la marcha.

—Deberíamos ponernos en camino —dijo entonces Arya—. Las sombras se están alargando, y puede que aparezca alguien y ponga el grito en el cielo al descubrir este festín para cuervos.

Abandonaron la loma y siguieron en dirección sudoeste, apartándose del camino y atravesando un irregular mar de hierba. Tras ellos apareció en el cielo la primera ave carroñera.