____ 06 ____

El estómago le rugía.

Estaba boca arriba, con las piernas dobladas, estirando los muslos después de una carrera más prolongada y con más peso que nunca cuando oyó aquel sonoro murmullo líquido que le surgía de las entrañas.

El ruido le resultó tan inesperado que Eragon se puso en pie de un respingo, agarrando el bastón.

El viento silbaba por el terreno yermo. El sol se había puesto y, en su ausencia, todo se cubrió de azul y púrpura. Nada se movió, salvo las briznas de hierba que se agitaban y Sloan, cuyos dedos se abrían y cerraban lentamente en respuesta a alguna visión que tenía en sueños. Un frío penetrante anunció la llegada de la noche.

Eragon se relajó y se permitió una breve sonrisa.

Su tranquilidad enseguida desapareció, cuando cayó en la cuenta del origen de su malestar. Luchar contra los Ra’zac, formular tantos hechizos y cargar con Sloan sobre los hombros durante la mayor parte del día le había dejado tan hambriento que se imaginó que, si pudiera retroceder en el tiempo, se podría comer el festín entero que habían cocinado los enanos en su honor durante su visita a Tarnag. El recuerdo del aroma del Nagra asado —el jabalí gigante—, caliente, penetrante, sazonado con miel y especias y chorreante de grasa, bastó para que la boca se le hiciera agua.

El problema era que no llevaba provisiones. Encontrar agua sería bastante fácil; podía extraer la humedad del terreno cuando quisiera. Pero encontrar comida en aquel desolado lugar no sólo resultaba mucho más difícil, sino que le planteaba un dilema moral que querría evitar.

Oromis había dedicado muchas de sus lecciones a los diversos climas y regiones geográficas que existían en Alagaësia. Así que, cuando Eragon abandonó el campamento para explorar los alrededores, pudo identificar la mayoría de las plantas que encontró. Había pocas que fueran comestibles, y de ellas, ninguna era lo suficientemente grande o abundante como para poder elaborar una comida para dos hombres adultos en un tiempo razonable. Seguro que los animales del lugar habrían almacenado reservas de semillas y frutas, pero no tenía ni idea de dónde empezar la búsqueda. Por otra parte, tampoco pensaba que un ratón del desierto hubiera podido almacenar más que unos puñados de comida.

Aquello le dejaba dos opciones, y ninguna de las dos le seducía: podía —como había hecho antes— extraer la energía de las plantas e insectos de los alrededores. El precio sería dejar un rastro de muerte en la tierra, un páramo en el que no quedaría vida, ni siquiera minúsculos organismos en la tierra. Y aunque aquello pudiera servirles para sobrevivir a él y a Sloan, las transfusiones de energía distaban mucho de resultar satisfactorias, ya que no llenaban el estómago.

O podía cazar.

Eragon frunció el ceño y clavó la punta del bastón en el suelo. Después de haber compartido los pensamientos y los deseos de tantos animales, le repugnaba pensar siquiera en comerse uno. No obstante, no podía quedarse sin fuerzas, y quizá permitir que el Imperio lo capturara por saltarse la cena para salvarle la vida a un conejo. Tal como habían señalado Saphira y Roran, todo ser vivo sobrevivía comiéndose a otros. «El nuestro es un mundo cruel —pensó—, y no puedo cambiarlo… Puede que los elfos hagan bien en evitar la carne, pero en este momento tengo una gran necesidad. Me niego a sentirme culpable si las circunstancias me obligan a esto. No es un pecado disfrutar de un pedazo de panceta, de trucha o de lo que tengas a mano».

Siguió convenciéndose con diversos argumentos, aunque seguía sintiendo la repulsión en el estómago. Durante casi media hora, se quedó inmóvil, incapaz de hacer algo que la lógica le decía que era necesario. Entonces se dio cuenta de lo tarde que era y soltó un exabrupto por el tiempo perdido; necesitaba descansar todo lo que pudiera.

Se armó de valor y extendió los tentáculos de su mente, buscando por el terreno hasta que localizó dos grandes lagartos y, en una madriguera arenosa, una colonia de roedores que le parecieron un cruce entre rata, conejo y ardilla.

—Deyja —dijo Eragon, y mató a los lagartos y a uno de los roedores. Murieron al instante y sin dolor, pero aun así no pudo evitar apretar los dientes al apagar la llama de sus mentes.

Los lagartos los recogió con la mano, tras levantar las rocas bajo las que se ocultaban. El roedor, en cambio, lo extrajo de la madriguera recurriendo a la magia. Durante la extracción del cuerpo a la superficie estuvo atento a no despertar al resto de la colonia; le parecía una crueldad aterrorizarlos viendo que un depredador invisible podía matarlos en lo más recóndito de su guarida.

Destripó, despellejó y dejó limpios los lagartos y el roedor, y enterró las vísceras bien hondo, fuera del alcance de los carroñeros. Recogió unas piedras finas y planas y se construyó un pequeño horno, encendió un fuego en su interior y empezó a cocinar la carne. Sin sal no podía sazonar correctamente ningún alimento, pero algunas de las plantas del lugar emitían un aroma agradable al aplastarlas entre los dedos, así que las usó para frotar la carne y rellenar los cuerpos.

El roedor estuvo listo antes, al ser más pequeño que los lagartos. Eragon lo extrajo del improvisado horno y sostuvo la carne frente a la boca. Hizo una mueca y se habría quedado allí, inmovilizado por el asco, si no fuera porque tenía que seguir atendiendo al fuego y a los lagartos. Aquellas dos actividades le distrajeron lo suficiente como para obedecer a la imperiosa necesidad impuesta por el hambre y para empezar a comer sin pensar.

El primer bocado fue el peor; le golpeó en la garganta, y el sabor de la grasa caliente a punto estuvo de sentarle mal. Se estremeció y tragó dos veces; la sensación de asco desapareció. A partir de aquel momento todo fue más fácil. De hecho, agradeció el hecho de que la carne fuera bastante sosa, ya que la falta de sabor le ayudaba a no pensar en lo que estaba masticando.

Se comió todo el roedor y parte de un lagarto. Mientras arrancaba el último trozo de carne de un fino hueso de una pata, emitió un suspiro de satisfacción y luego dudó, apesadumbrado al darse cuenta de que, a pesar suyo, había disfrutado de la comida. Estaba tan hambriento que aquella cena frugal le pareció deliciosa, una vez superadas sus inhibiciones. «Quizá —reflexionó—, quizá cuando vuelva…, si estoy a la mesa de Nasuada o del rey Orrin y sirven carne…, quizá, si me apetece y resulta maleducado negarse, podría probar algún bocado… No comeré como antes, pero tampoco seré tan estricto como los elfos. La moderación me parece una vía más sensata que el fanatismo».

A la luz de las brasas del horno, Eragon examinó las manos de Sloan; el carnicero yacía a uno o dos metros, donde lo había dejado Eragon. Un montón de finas cicatrices blancas surcaban sus largos dedos huesudos, con aquellos nudillos exageradamente grandes y sus largas uñas que tan meticulosamente cuidaba en Carvahall y que ahora estaban rotas y negras de la mugre acumulada. Las cicatrices revelaban los errores —relativamente pocos— que había cometido Sloan durante las décadas que había trabajado con cuchillos. Tenía la piel arrugada y envejecida, con las venas abultadas, pero por debajo los músculos eran finos y duros.

Eragon se puso en cuclillas y cruzó los brazos sobre las rodillas.

—No puedo soltarlo sin más —murmuró.

Si lo hacía, Sloan podría seguir la pista a Roran y a Katrina, perspectiva que resultaba inaceptable. Además, aunque no iba a matar a Sloan, consideró que el carnicero debía ser castigado por sus delitos.

Eragon no había sido amigo íntimo de Byrd, pero sabía que era un buen hombre, honesto e inquebrantable, y recordaba a la esposa de Byrd, Felda, y a sus hijos con cierto afecto, ya que Garrow, Roran y Eragon habían comido y dormido en su casa en varias ocasiones. Su muerte le había afectado por su especial crueldad, y sentía que la familia del guardia merecía justicia, aunque nunca lo llegaran a saber.

No obstante…, ¿qué castigo sería el indicado? «Me he negado a hacer de verdugo, y ahora me erijo en juez. ¿Qué sé yo de la ley?»

Se puso en pie, se acercó a Sloan y se inclinó hacia su oreja:

—Vakna.

Sloan se despertó con un respingo, tanteando el suelo con sus nudosas manos. Agitó lo que le quedaba de párpados instintivamente, intentando levantarlos para mirar a su alrededor. Pero seguía atrapado en su propia noche eterna.

—Toma, come esto —le dijo Eragon, acercándole la mitad restante del lagarto al carnicero, que, aunque no podía verlo, sin duda debía de oler el alimento.

—¿Dónde estoy? —preguntó Sloan. Con manos temblorosas, empezó a explorar las rocas y las plantas que tenía delante. Se tocó las muñecas y tobillos magullados. Parecía confuso al notar que las argollas habían desaparecido.

—Los elfos, y también los Jinetes, en otro tiempo, llamaban a este lugar Mirnathor. Los enanos lo llaman Werghadn, y los humanos, el monte Gris. Si eso no responde a tu pregunta, quizá quieras saber que estamos unas cuantas leguas al sudeste de Helgrind, donde estabas preso.

Sloan movió los labios articulando la palabra «Helgrind».

—¿Me has rescatado?

—Sí.

—¿Y…?

—Deja de preguntar. Primero cómete esto —respondió Eragon con dureza.

Aquello tuvo un efecto fulminante sobre el carnicero; Sloan se acercó arrastrándose y buscó el lagarto con los dedos. Eragon se lo entregó, se retiró a su sitio, junto al horno de piedra, y echó unos puñados de tierra sobre las brasas, apagándolas para que su brillo no revelara su presencia en el improbable caso de que hubiera alguien más por los alrededores.

Tras pasar la lengua tímidamente sobre la pieza para saber qué era lo que le había dado Eragon, Sloan clavó los dientes en el lagarto y arrancó un grueso mordisco de la carcasa. Con cada bocado se metía en la boca toda la carne que podía, y sólo la masticaba una o dos veces antes de tragársela y repetir el proceso. Dejó todos los huesos limpios, con la habilidad de alguien que poseía un conocimiento perfecto de la estructura de los animales y de cuál era el modo más rápido para desmontarlos. Dejó los huesos en un montoncito a su izquierda. Cuando dio cuenta del último bocado de la cola del lagarto, Eragon le pasó el otro reptil, que aún estaba entero. Sloan murmuró un agradecimiento y siguió comiendo con fruición, sin preocuparse de limpiarse la grasa de la boca y la barbilla.

El segundo lagarto resultó ser demasiado grande para él. Se detuvo en la penúltima costilla y dejó lo que quedaba del animal sobre la pila de huesos. Luego estiró la espalda, se pasó la mano por los labios, se sujetó los largos cabellos tras las orejas y dijo:

—Gracias, desconocido, por tu hospitalidad. Hacía muchísimo que no comía tanto. Creo que valoro tu comida incluso por encima de mi libertad… ¿Puedo preguntarte si sabes algo de mi hija, Katrina, y de lo que ha sido de ella? Estaba encarcelada conmigo, en Helgrind. —Su voz contenía una compleja combinación de emociones: respeto, miedo y sumisión ante la presencia de una autoridad desconocida; esperanza e inquietud por el destino de su hija; y una determinación tan inamovible como las cimas de las Vertebradas. El único matiz que esperaba oír Eragon y que no detectó fue el desprecio socarrón con que solía hablarle Sloan cuando se encontraban en Carvahall.

—Está con Roran.

Sloan tragó saliva.

—¡Roran! ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿También lo han capturado los Ra’zac? O…

—Los Ra’zac y sus monturas están muertos.

—¿Los has matado? ¿Cómo? ¿Quién…? —Por un instante, Sloan se quedó bloqueado, como si le temblara todo el cuerpo, y entonces abrió la boca, aturdido, y dejó caer los hombros, sin fuerza. Se agarró a un arbusto en busca de sostén y sacudió la cabeza—. No, no, no… No… No puede ser. Los Ra’zac hablaban de esto; me pedían respuestas que yo no tenía, pero pensé… Es decir, ¿quién iba a decirlo?

Se agitaba con tal violencia que Eragon temió que se pudiera hacer daño. Con un susurro jadeante, como si le acabaran de dar un puñetazo en la barriga, Sloan dijo:

—No puedes ser Eragon…

Eragon se sintió marcado, condenado por el destino, como si fuera el instrumento de aquellos dos caciques implacables. Respondió en consecuencia, pronunciando muy despacio cada palabra, para que cayeran como martillazos y transmitieran todo el peso de su condición, su responsabilidad y su rabia:

—Soy Eragon, pero no sólo eso. Soy Argetlam, Asesino de Sombra y Espada de Fuego. Mi dragón se llama Saphira, también conocida como Bjartskular o Lengua de Fuego. Nos enseñaron Brom, que fue Jinete antes que yo, los enanos y los elfos. Hemos combatido a los úrgalos, a un Sombra y a Murtagh, que es el hijo de Morzan. Servimos a los vardenos y a los pueblos de Alagaësia. Y te he traído aquí, Sloan Aldensson, para llevarte a juicio por el asesinato de Byrd y por haber traicionado a Carvahall y haberla entregado al Imperio.

—¡Mientes! No puedes ser…

—¿Que miento? ¡Yo no miento! —rugió Eragon.

El chico expandió su mente y engulló la conciencia de Sloan en la suya, obligando al carnicero a aceptar los recuerdos que confirmaban la veracidad de sus afirmaciones. También quería que Sloan sintiera el poder que tenía y que se diera cuenta de que ya no era del todo humano. Y aunque le costara admitirlo, Eragon disfrutaba imponiendo su control sobre un hombre que le había creado tantos problemas y que le había atormentado tan a menudo con sus mofas, insultándoles a él y a su familia. Medio minuto más tarde, se retiró.

Sloan seguía temblando, pero no se hundió ni cayó rendido como Eragon pensó que sucedería, sino que adoptó una actitud fría y dura:

—¡Al diablo contigo! —dijo—. No tengo que darte explicaciones a ti, Eragon, Hijo de Nadie. Que te quede claro esto: hice lo que hice por Katrina y nada más.

—Lo sé. Ése es el único motivo por el que aún sigues con vida.

—Haz lo que quieras conmigo, pues. No me importa, siempre que ella esté a salvo… ¡Adelante! ¿Qué va a ser? ¿Una paliza? ¿Una marca a fuego? Ya me han quitado los ojos, así que… ¿Una de mis manos? ¿O me abandonarás para que muera de hambre o para que vuelva a capturarme el Imperio?

—Aún no lo he decidido.

Sloan asintió con un gesto seco y estiró los jirones de su ropa, cubriéndose las extremidades, para protegerse del frío de la noche. Se sentó con precisión militar, como mirando con las cuencas vacías de los ojos hacia las sombras que rodeaban el campamento. No suplicó. No pidió compasión. No negó sus actos ni intentó aplacar a Eragon. No hizo otra cosa que permanecer sentado y esperar, protegido tras aquella estoica demostración de fuerza interior. Su coraje impresionó a Eragon.

El oscuro panorama que los rodeaba le parecía a Eragon de una inmensidad inimaginable, y sintió como si todo aquello convergiera hacia él, lo que hacía que la decisión que se le planteaba resultara aún más angustiosa. «Mi veredicto marcará el resto de su vida», pensó.

Por un momento abandonó la cuestión del castigo y repasó lo que sabía de Sloan: el amor incondicional que sentía por Katrina —por obsesivo, egoísta e insano que fuera, aunque en otro tiempo hubiera sido puro—; su odio y temor hacia las Vertebradas, lugar que le recordaba el pesar por la muerte de su esposa, Ismira, que había fallecido al caerse por las cimas más altas; su distanciamiento de los familiares que le habían quedado; su orgullo por su trabajo; las historias que había oído Eragon sobre la infancia de Sloan; y el conocimiento de primera mano que tenía el chico sobre la vida en Carvahall.

Eragon reunió toda aquella colección de recuerdos dispersos y fragmentados y los fue combinando mentalmente, buscando establecer su significado. Como si fueran piezas de un rompecabezas, intentó encajarlos. No parecía que lo consiguiera, pero insistió y fue trazando gradualmente una miríada de conexiones entre los hechos y las emociones de la vida de Sloan, y desde ahí fue tejiendo una compleja red que representaba lo que era Sloan en realidad. Gracias a aquello, consiguió sentir cierta empatía hacia él.

Aunque más que empatía, sintió que comprendía a Sloan, que había aislado los elementos básicos de la personalidad del carnicero, las cosas que uno no puede eliminar sin cambiar irrevocablemente a la persona. Entonces se le ocurrieron tres palabras en el idioma antiguo que parecían describir a Sloan y, sin pensarlo, Eragon las susurró.

No era posible que el sonido hubiera llegado hasta él, pero el carnicero, con las manos sobre los muslos, se giró y adoptó una expresión de intranquilidad. Un frío hormigueo le recorrió el costado izquierdo, y mientras miraba a Sloan sintió que se le ponía la piel de gallina en piernas y brazos. Se planteó diversas explicaciones para la reacción de Sloan, a cada cual más elaborada, pero sólo una parecía plausible, e incluso aquella le sorprendió por improbable. Volvió a susurrar las tres palabras. Al igual que antes, Sloan se movió, y Eragon le oyó murmurar:

—… alguien caminando sobre mi tumba.

Eragon soltó un soplido nervioso. Le costaba creérselo, pero su experimento no dejaba lugar a dudas: casi por casualidad, había descubierto el nombre real de Sloan. El descubrimiento le dejó asombrado. Saber el nombre real de alguien era una gran responsabilidad, puesto que proporcionaba un poder absoluto sobre aquella persona.

Debido a los riesgos inherentes, los elfos raramente revelaban sus nombres auténticos, y cuando lo hacían era sólo a alguien en quien confiaran sin reservas.

Era la primera vez que Eragon sabía el nombre real de alguien. Siempre había pensado que, si llegaba la ocasión, sería como un regalo por parte de alguien a quien tuviera un gran afecto. Descubrir el nombre real de Sloan sin su consentimiento suponía un giro en los acontecimientos para el que no estaba preparado y que no estaba seguro de saber gestionar. Se dio cuenta de que para descubrir el nombre real de Sloan debía de haber llegado a comprender al carnicero mejor que a sí mismo, puesto que no tenía la más mínima idea de cuál era el suyo.

Darse cuenta de aquello le resultaba incómodo. Sospechaba que, dada la naturaleza de sus enemigos, desconocer parte de sí mismo podía llegar a suponer un riesgo mortal. Inmediatamente se juró dedicar más tiempo a la introspección y a descubrir su nombre real. «A lo mejor Oromis y Glaedr podrían decirme cuál es», pensó.

Pese a las dudas y a la confusión que le provocó el nombre real de Sloan, también le dio alguna pista sobre cómo tratar al carnicero. Pero incluso con aquel concepto básico de partida, le llevó otros diez minutos trazar el resto de su plan y asegurarse de que funcionaría tal y como él quería.

Sloan giró la cabeza en dirección a Eragon cuando éste se levantó y, alejándose del campamento, empezó a caminar bajo la luz de las estrellas.

—¿Adónde vas? —preguntó Sloan.

Eragon no respondió.

Paseó por el terreno hasta que encontró una roca baja y ancha cubierta de manchas de líquenes y con un hueco cóncavo en el centro.

—Adurna risa —dijo.

Por toda la roca fueron apareciendo minúsculas gotitas de agua que ascendían desde el suelo y que se condensaron en unos chorros plateados homogéneos que superaron el borde de la roca hasta llegar al hueco. Cuando el agua empezaba a rebosar y a caer de nuevo a la tierra, volvía a quedar atrapada por el hechizo. Eragon liberó el flujo mágico y detuvo el ciclo.

Esperó hasta que la superficie del agua quedó perfectamente inmóvil y se convirtió en un espejo. Se colocó ante lo que parecía un cuenco lleno de estrellas.

—Draumr kópa —dijo, y muchas otras palabras después, recitando un hechizo que le permitiría no sólo ver, sino también hablar con otros a distancia. Oromis le había enseñado aquella variación de la visualización dos días antes de que Saphira y él partieran de Ellesméra en dirección a Surda.

El agua se volvió completamente negra, como si alguien hubiera apagado las estrellas como velas. Un momento después, en medio del agua apareció un óvalo de luz. Eragon contempló el interior de una gran tienda blanca, iluminada por la luz fría de un Erisdar rojo, una de las luces mágicas de los elfos.

En condiciones normales, Eragon sería incapaz de comunicarse con una persona o un lugar que no hubiera visto antes, pero el cristal mágico de los elfos estaba encantado de modo que transmitiera una imagen de aquel entorno a cualquiera que contactara con él. A su vez, el hechizo de Eragon proyectaría una imagen de sí mismo y de su entorno a cualquiera que contactara con el cristal. Aquello permitía que dos extraños contactaran entre sí desde cualquier lugar del mundo, algo que resultaba de un valor inestimable en tiempos de guerra.

Un elfo alto con el pelo plateado y una armadura abollada entró en el campo de visión de Eragon, que reconoció al noble Däthedr, asesor de la reina Islanzadí y amigo de Arya. Si a Däthedr le producía alguna sorpresa ver a Eragon, no lo demostró; inclinó la cabeza, se llevó los dos primeros dedos de la mano derecha a los labios y con su voz musical dijo:

—Atra esterní ono thelduin, Eragon Shur’tugal.

Cambiando de patrón mental para conversar en el idioma antiguo, Eragon le devolvió el saludo con los dedos y respondió:

—Atra du evarínya ono varda, Däthedr–vodhr.

—Me alegro de que estés bien, Asesino de Sombra —dijo Däthedr, siempre en su lengua—. Arya Dröttningu nos informó de tu misión hace unos días, y estábamos muy preocupados por ti y por Saphira. Confío en que todo haya ido bien.

—Sí, pero me he encontrado con un problema inesperado, y, si pudiera, querría consultar a la reina Islanzadí y recurrir a su sabiduría para resolver el asunto.

Los ojos felinos de Däthedr se entrecerraron casi del todo, convirtiéndose en dos ranuras inclinadas que le daban una expresión fiera e inescrutable.

—Sé que no lo preguntarías si no fuera algo importante, Eragon–vodhr, pero ten cuidado: un arco tenso puede tanto quebrarse y herir al arquero como disparar la flecha… Ten la cortesía de esperar, y preguntaré por la reina.

—Esperaré. Te estoy muy agradecido por tu ayuda, Däthedr–vodhr.

El elfo se apartó del cristal. Eragon hizo una mueca. Le cansaba la formalidad de los elfos, pero sobre todo odiaba tener que interpretar siempre sus enigmáticas declaraciones. «¿Me estaba advirtiendo de que consultar a la reina puede resultar peligroso o de que Islanzadí es un arco tenso, a punto de quebrarse? ¿O quería decir algo completamente diferente?»

Eragon pensó que por lo menos podía contactar con los elfos. Los guardas de los elfos impedían cualquier intromisión en Du Weldenvarden mediante magia, incluidas las visualizaciones. Mientras los elfos permanecieran en sus ciudades, sólo se podía comunicar con ellos enviándoles mensajes por el bosque. Pero ahora que los elfos se habían trasladado y que habían abandonado las sombras de sus pinos de agujas negras, sus grandes hechizos ya no los protegían y se podían usar ingenios como el cristal de visualización.

El nerviosismo de Eragon fue en aumento cuando pasó el primer minuto y luego el segundo.

—¡Venga! —murmuró. Echó un vistazo rápido a su alrededor para asegurarse de que no se le acercaba ninguna persona o animal y volvió a mirar al cuenco de agua.

Con un sonido parecido al de la tela al rasgarse, la lona de entrada de la tienda se abrió y la reina Islanzadí avanzó hacia el cristal. Llevaba un brillante corpiño de armadura dorado con escamas, una cota de malla y grebas sobre las espinillas, así como un bonito casco decorado con ópalos y otras gemas preciosas que ocultaba sus bellas trenzas negras. Una capa roja con el borde blanco le caía desde los hombros; a Eragon le recordó la pared de nubes de una gran tormenta al acercarse. En la mano izquierda, Islanzadí llevaba una espada desnuda. En la mano derecha no llevaba nada, pero la tenía teñida de rojo; un momento después, Eragon se dio cuenta de que tenía los dedos y la muñeca cubiertos de sangre.

Islanzadí encogió sus perfiladas cejas al ver a Eragon. Al adoptar aquella expresión, guardaba un sorprendente parecido con Arya, aunque su estatura y su presencia resultaban aún más impresionantes que las de su hija. Era bella y terrible, como una temible diosa de la guerra.

Eragon se tocó los labios con los dedos, luego giró la mano derecha sobre el pecho en el gesto elfo de lealtad y respeto y recitó la primera frase de su saludo tradicional, abriendo el diálogo, como correspondía al que se dirigía a alguien de rango superior. Islanzadí dio la respuesta de rigor y, en un intento por granjearse su simpatía y demostrar su conocimiento de las tradiciones de los elfos, Eragon concluyó con la tercera frase de saludo, en realidad innecesaria:

—Y que la paz viva en su corazón.

La expresión adusta de Islanzadí disminuyó en cierta medida y esbozó una leve sonrisa como reconocimiento a su deferencia:

—Y en el tuyo también, Asesino de Sombra. —Su voz rica y suave contenía el susurro de las agujas de pino, el gorjeo de los arroyos y el sonido de la música de las flautas de juncos. Envainó la espada, cruzó la tienda hasta la mesa plegable y se apartó un poco para lavarse la sangre de la piel con agua de un cántaro—. Hoy en día es difícil vivir en paz, me temo.

—¿La lucha es dura, Su Majestad?

—Pronto lo será. Mi gente se está concentrando por el extremo oeste de Du Weldenvarden, donde podemos prepararnos para matar o morir, cerca de los árboles que tanto amamos. Somos una raza dispersa y no marchamos en formación como otros, dado el daño que eso supone para la naturaleza, así que nos lleva un tiempo concentrarnos desde los diferentes extremos del bosque.

—Lo entiendo. Sólo que… —Eragon buscó un modo de formular su pregunta sin que resultara maleducada— si el combate aún no ha empezado, no puedo evitar preguntarme por qué tenéis la mano manchada de sangre.

Islanzadí se sacudió las gotas de agua de los dedos y levantó su dorado antebrazo a la vista de Eragon, que se dio cuenta de que ella había hecho de modelo para la escultura de dos brazos entrelazados que había en la entrada de su casa árbol de Ellesméra.

—Sólo es un color. Las únicas manchas de sangre que quedan en una persona son las que lleva en el alma, no en el cuerpo. He dicho que el combate se recrudecería próximamente, no que aún no hubiera empezado —aclaró. Se estiró la manga de la cota y la túnica que tenía debajo hasta la muñeca. Del cinturón engastado con piedras que llevaba alrededor de la fina cintura extrajo un guante cosido con hilo de plata y se lo enfundó en la mano—. Hemos estado observando la ciudad de Ceunon, ya que es donde tenemos intención de atacar primero. Hace dos días, nuestros exploradores descubrieron grupos de hombres con mulas que avanzaban desde Ceunon a Du Weldenvarden. Pensábamos que iban a buscar madera en los límites del bosque, ya que suelen hacerlo. Es una práctica que toleramos, puesto que los humanos necesitan madera, y los árboles de los márgenes son jóvenes y prácticamente quedan lejos de nuestro control; además, hasta ahora no queríamos exponernos. Pero la expedición no se detuvo en los límites del bosque. Se adentraron en Du Weldenvarden, siguiendo pistas de caza que evidentemente les eran familiares. Buscaban los árboles más altos y gruesos, árboles antiguos como la propia Alagaësia, árboles que ya eran antiguos y enormes cuando los enanos descubrieron Farthen Dûr. Cuando los encontraron, empezaron a serrarlos. —La voz de Islanzadí estaba llena de rabia—. Por sus comentarios, supimos para qué estaban allí: Galbatorix quería los mayores árboles que pudieran encontrar para reemplazar las catapultas y arietes que habían perdido durante la batalla de los Llanos Ardientes. Si su motivo hubiera sido puro y honesto, podríamos haber permitido la tala de uno de los soberanos de nuestro bosque. Quizás incluso de dos. Pero no de veintiocho.

Eragon sintió un escalofrío.

—¿Qué hicisteis? —preguntó, aunque ya sospechaba la respuesta.

Islanzadí levantó la barbilla y su expresión se endureció.

—Yo estaba presente, con dos de nuestros exploradores. Juntos, «corregimos» el error de los humanos. En el pasado, la gente de Ceunon sabía que no debía penetrar en nuestra tierra. Hoy les hemos recordado por qué. —Sin darse cuenta, se frotó la mano derecha, como si le doliera, y miró algo que pasaba por detrás del cristal—. Tú has aprendido, Eragon–finiarel, lo que significa tocar la fuerza vital de las plantas y los animales que te rodean. Imagina cómo los habrías cuidado si hubieras podido hacerlo durante siglos. Nosotros ponemos de nuestra parte para la conservación de Du Weldenvarden, y el bosque es una extensión de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Si sufre cualquier daño, es como si lo sufriéramos nosotros… Nuestro pueblo tarda en levantarse, pero cuando lo hace somos como dragones: enloquecemos de rabia. Hace más de cien años que no derramábamos sangre en la batalla, ni yo ni la mayoría de los elfos. El mundo se ha olvidado de lo que somos capaces. Puede que hayamos perdido fuerzas desde la caída de los Jinetes, pero igualmente vamos a dejar huella en nuestros enemigos; parecerá como si hasta los elementos se hubieran vuelto en su contra. Somos una raza antigua, y nuestras habilidades y conocimientos son muy superiores a los de los hombres mortales. Que Galbatorix y sus aliados se preparen, porque los elfos estamos a punto de abandonar nuestro bosque, y volveremos triunfantes…, o no volveremos.

Eragon sintió un escalofrío. Ni siquiera durante sus enfrentamientos con Durza había observado una determinación tan implacable. «No es humana —pensó, y se sonrió por dentro—. Claro que no. Y haré bien en recordarlo. Por mucho que nos parezcamos, y en mi caso el parecido es mucho, no somos iguales».

—Si tomáis Ceunon —dijo Eragon—, ¿cómo controlaréis a los humanos? Puede que odien al Imperio más que a la propia muerte, pero dudo de que confíen en vosotros, aunque sólo sea porque son humanos y vosotros sois elfos.

—Eso no es importante —dijo Islanzadí, agitando una mano—. Una vez hayamos atravesado las murallas de la ciudad, tenemos formas de asegurarnos de que nadie nos plantee oposición. No es la primera vez que hemos combatido contra los de tu raza. —En aquel momento se quitó el casco y una cabellera negro azabache le cayó hacia delante, a los lados del rostro—. No me gustó la noticia de tu incursión en Helgrind, pero deduzco que ya acabó y que finalizó con éxito, ¿no?

—Sí, Su Majestad.

—Entonces mis objeciones poco importan. Te advierto, no obstante, Eragon Shur’tugal: no te pongas en peligro en aventuras tan innecesariamente peligrosas. Lo que debo decirte es algo cruel, pero cierto en cualquier caso, y es esto: tu vida es más importante que la felicidad de tu primo.

—Le juré a Roran que le ayudaría.

—Entonces tu juramento fue imprudente, y no tomaste en consideración las consecuencias.

—¿Debo entonces abandonar a mis seres queridos? Si lo hiciera, me sentiría despreciable e indigno de confianza: un vehículo desvirtuado para las esperanzas de la gente que cree que, de algún modo, puedo vencer a Galbatorix. Además, mientras Galbatorix tuviera presa a Katrina, Roran era vulnerable a manipulaciones por su parte.

La reina levantó una ceja afilada como una daga.

—Es un punto vulnerable que Galbatorix no podría aprovechar si hubieras enseñado a Roran ciertos juramentos en este idioma, el de la magia… Yo no te aconsejo que te aísles de los amigos o de la familia. Eso sería una locura. Pero ten bien presente lo que está en juego: la integridad de Alagaësia. Si ahora fracasamos, la tiranía de Galbatorix se extenderá sobre todas las razas, y su reino no tendrá fin. Tú eres la punta de lanza de nuestras fuerzas, y si la punta se rompe y se pierde, nuestra lanza rebotará en la armadura del enemigo, y también estaremos perdidos nosotros.

Una capa de líquenes se desprendió bajo los dedos de Eragon al presionar contra el borde de la roca en un deseo reprimido por hacer una observación impertinente sobre el hecho de que cualquier guerrero bien equipado debería contar con una espada u otra arma en la que apoyarse, además de su lanza. Estaba decepcionado por la dirección que había tomado el diálogo y deseoso de cambiar de tema lo más rápidamente posible; no había contactado con la reina para que pudiera regañarle como si fuera un niño. Sin embargo, permitir que la impaciencia dictara sus acciones no aportaría nada a su causa, así que mantuvo la calma y respondió:

—Creedme, Majestad, que me tomo vuestras preocupaciones muy, muy en serio. Sólo puedo decir que si no hubiera ayudado a Roran me habría sentido tan triste como él, y más aún sí él intentaba rescatar a Katrina por su cuenta y moría en el intento. En cualquier caso, me habría quedado tan desolado que en poco podría haber ayudado a nadie. ¿No podemos al menos aceptar que tenemos opiniones diferentes sobre el asunto? Ninguno de los dos podrá convencer al otro.

—Muy bien —decidió Islanzadí—. Dejemos el asunto… de momento. Pero no creas que te librarás de una investigación formal sobre tu decisión, Eragon Jinete de Dragón. Me parece que te muestras algo frívolo con respecto a tus principales responsabilidades, y que esto es un asunto serio. Lo discutiré con Oromis; él decidirá qué hacer contigo. Ahora dime: ¿por qué has pedido esta audiencia?

Eragon apretó los dientes varias veces, recobró la compostura y explicó los sucesos del día, el motivo de sus acciones con respecto a Sloan, y el castigo que había pensado para el carnicero.

Cuando acabó, Islanzadí se puso a caminar en círculo por la tienda con movimientos ágiles como los de un gato, luego se detuvo y respondió:

—Has decidido quedarte solo, en medio del Imperio, para salvar la vida de un asesino y un traidor. Estás solo con ese hombre, a pie, sin provisiones ni armas, salvo la magia, y tienes cerca a tus enemigos. Veo que mis advertencias anteriores estaban más que justificadas. Tú…

—Su Majestad, si debéis enfadaros conmigo, hacedlo más tarde. Quiero resolver esto pronto para poder descansar un poco antes de que se haga de día. Tengo muchos kilómetros que recorrer mañana.

La reina asintió.

—Tu supervivencia es lo único que importa. Ya me pondré furiosa cuando acabemos de hablar… En cuanto a tu consulta, algo así no tiene precedentes en nuestra historia. En tu lugar, yo habría matado a Sloan y me habría librado del problema allí mismo.

—Sé que lo habríais hecho. Una vez vi a Arya sacrificar a un halcón gerifalte maltrecho, diciendo que estaba herido y que la muerte era inevitable, y que matándolo le ahorraba horas de sufrimiento. Quizá tenía que haber hecho lo mismo con Sloan, pero no pude. Creo que habría sido una decisión que habría lamentado el resto de mi vida, o peor aún, que me habría hecho más fácil matar en el futuro.

Islanzadí suspiró, y de pronto parecía cansada. Eragon recordó entonces que ella también se había pasado el día combatiendo.

—Puede que Oromis haya sido un buen maestro, pero está demostrado que sigues la estela de Brom, no la de Oromis. Sólo Brom se metía en tantos aprietos como tú. Y como él, parece que sientes la necesidad de buscar las arenas movedizas más profundas para meterte en ellas.

Eragon ocultó una sonrisa, complacido con la comparación.

—¿Y qué hay de Sloan? —preguntó—. Ahora su destino depende de vos.

A paso lento, Islanzadí se dirigió a un taburete que había junto a la mesa plegable y se sentó, apoyó las manos en el regazo y miró a un extremo del cristal. Su semblante era muestra de sus enigmáticas elucubraciones: una bella máscara que ocultaba sus pensamientos y sentimientos, y en la que Eragon no conseguía penetrar, por mucho que lo intentara.

—Ya que tú has considerado oportuno salvar la vida de este hombre —dijo por fin—, afrontando con ello no pocos problemas y un gran esfuerzo por tu parte, no puedo rechazar tu petición haciendo que tu sacrificio resulte vano. Si Sloan sobrevive a la dura travesía que se presenta ante vosotros, Gilderien el Sabio le permitirá pasar, y Sloan tendrá una habitación, una cama y alimento para comer. Más no puedo prometer, puesto que lo que ocurra después dependerá del propio Sloan; pero si se cumplen las condiciones que has mencionado, entonces sí, podremos iluminar sus sombras.

—Gracias, Su Majestad. Sois extremadamente generosa.

—No, generosa no. Esta guerra no me permite ser generosa, sino únicamente práctica. Ve y haz lo que debas, y ten cuidado, Eragon Asesino de Sombra.

—Su Majestad —añadió, inclinándose—, si puedo pediros un último favor… ¿Os importaría no explicarles a Arya, a Nasuada ni a ninguno de los vardenos mi situación actual? No quiero que se preocupen por mí más de lo necesario, y ya se enterarán muy pronto a través de Saphira.

—Consideraré tu petición.

Eragon se quedó esperando, pero al ver que ella permanecía en silencio y que era evidente que no tenía intención de anunciar su decisión, hizo una segunda reverencia y dijo de nuevo:

—Gracias.

La brillante imagen de la superficie del agua tembló y luego desapareció en la oscuridad con el final del hechizo que había usado Eragon para crearla. Se echó atrás y levantó la vista a la multitud de estrellas, dejando que los ojos volvieran a adaptarse a la tenue luz parpadeante que arrojaban. Luego dejó la agrietada roca con la balsa de agua y desanduvo el camino a través de hierbas y matojos hasta el campamento donde Sloan permanecía sentado con la espalda erguida, rígido como el hierro colado.

Eragon golpeó un guijarro con el pie, y el ruido reveló su presencia a Sloan, que se giró inmediatamente, rápido como un pájaro.

—¿Ya te has decidido? —preguntó Sloan.

—Sí —respondió Eragon. Se detuvo y se puso en cuclillas frente al carnicero, apoyando una mano en el suelo para mantener el equilibrio—. Escúchame bien, ya que no tengo intención de repetirlo. Tú hiciste lo que hiciste por amor a Katrina, o al menos eso es lo que dices. Lo admitas o no, yo creo que también tenías otros motivos más viles para querer separarla de Roran: ira…, odio…, afán de venganza… y tu propio dolor.

Los labios de Sloan se endurecieron, fundiéndose en una fina línea blanca:

—Te equivocas conmigo.

—No, no creo. Dado que mi conciencia me impide matarte, tu castigo tendrá que ser el más terrible que se me pueda ocurrir sin llegar a la muerte. Estoy convencido de que lo que has dicho antes es cierto, de que para ti Katrina es más importante que ninguna otra cosa. Por tanto tu castigo será este: no verás, tocarás ni hablarás con tu hija nunca más, ni siquiera en tu lecho de muerte, y vivirás sabiendo que está con Roran y que son felices juntos, sin ti.

Sloan, apretando los dientes, aspiró aire por entre los huecos restantes.

—¿Ése es tu castigo? ¡Ja! No puedes asegurarte de que se cumpla; no tienes ninguna prisión donde encerrarme.

—No he acabado. Me aseguraré de que se cumpla haciéndote jurar en el idioma de los elfos, en la lengua de la verdad y en la de la magia que cumplirás los términos de tu condena.

—No puedes obligarme a dar mi palabra —le espetó Sloan—. Ni siquiera torturándome.

—Sí puedo, y no te torturaré. Es más, te crearé una necesidad de viajar hacia el norte hasta que llegues a la ciudad elfa de Ellesméra, situada en el corazón de Du Weldenvarden. Puedes intentar resistirte a esa necesidad si quieres, pero por mucho que te niegues, el hechizo te atacará los nervios como una picadura cuando no puedes rascarte, hasta que cedas y viajes hasta el reino de los elfos.

—¿No tienes agallas para matarme tú mismo? —preguntó Sloan—. ¿Eres demasiado cobarde como para ponerme un cuchillo en el cuello, hasta el punto de hacerme vagar por la Tierra, ciego y perdido, hasta que el mal tiempo o las bestias acaben conmigo? —le increpó, escupiendo a su izquierda—. ¡No eres más que un gallina, hijo de un leproso putrefacto! Eres un bastardo abandonado, un seboso reconcomido por la rabia y cubierto de mierda; un asqueroso sapo tóxico, un alfeñique llorica. No te daría mi último mendrugo ni que estuvieras muriéndote de hambre, ni una gota de agua si estuvieras muriendo de sed, ni la tumba de un mendigo si estuvieras muerto. ¡Tienes pus en lugar de médula y hongos por cerebro, esmirriado lameculos!

Ahí estaba. Eragon pensó que los obscenos improperios de Sloan tenían algo que impresionaba, pero su admiración no evitaba que sintiera deseos de estrangular al carnicero, o al menos de responderle del mismo modo. No obstante, lo que le hizo contenerse fue la sospecha de que Sloan estaba intentando deliberadamente enfurecerle y provocarle para que le atacara, proporcionándole una muerte tan rápida como inmerecida.

—Puede que sea un bastardo —dijo Eragon—, pero no un asesino. —Sloan aspiró profundamente. Pero antes de que pudiera retomar su retahíla de insultos, Eragon prosiguió—: Allá donde vayas, no te faltará la comida ni te atacarán los animales salvajes. Lanzaré unos hechizos que te acompañarán y que harán que no te molesten ni hombres ni bestias, y que los animales te aporten sustento cuando lo necesites.

—No puedes hacer eso —susurró Sloan. Incluso a la luz de las estrellas, Eragon pudo apreciar que su piel, ya de por sí pálida, adquiría una lividez aún mayor, y lo dejaba blanco como la cal—. No cuentas con los medios necesarios. No tienes derecho.

—Soy un Jinete de Dragón. Tengo tanto derecho como un rey o una reina.

Entonces Eragon, que no tenía ningún interés en seguir dándole lecciones, emitió el nombre real del carnicero con suficiente fuerza como para que él lo oyera. Una expresión de horror y revelación invadió el rostro de Sloan y echó los brazos al cielo, aullando como si le hubieran apuñalado. Cayó hacia delante, sobre las manos; se quedó así, sollozando, con el rostro oscurecido por su sucia mata de pelo.

Eragon lo miró, traspuesto ante la reacción de Sloan. «¿Afectará a todo el mundo así el hecho de descubrir su nombre? ¿Me ocurrirá también a mí?»

Hizo de tripas corazón ante aquella imagen de desolación y se puso a hacer lo que le había anunciado. Repitió el nombre real de Sloan y, palabra por palabra, le fue enseñando al carnicero juramentos en el idioma antiguo que le aseguraran que Sloan no fuera al encuentro de Katrina nunca más. Sloan se resistió con sollozos y gemidos, y apretando los dientes, pero por mucho que se opusiera, no tenía otra opción más que la de obedecer cada vez que Eragon invocaba su nombre real. Y cuando acabaron con los juramentos, Eragon lanzó los cinco conjuros que llevarían a Sloan hacia Ellesméra, que le protegerían de cualquier violencia no provocada y que hechizarían a los pájaros, las bestias y los peces de los ríos y lagos para que le proporcionaran alimento. Eragon formuló los hechizos para que extrajeran la energía de Sloan y no de sí mismo.

Para cuando completó su último hechizo, la medianoche era ya un vago recuerdo. Derrotado por el cansancio, se apoyó en el bastón de espino. Sloan yacía, hecho un ovillo ante él.

—Ya está —dijo Eragon.

La figura que tenía a sus pies emitió un lamento confuso. Sonaba como si Sloan estuviera intentando decir algo. Con el ceño fruncido, Eragon se arrodilló a su lado. Sloan tenía las mejillas rojas y ensangrentadas de los arañazos que se había infligido con los dedos. La nariz le goteaba y por la comisura de la cuenca del ojo izquierdo, que era el menos mutilado de los dos, le asomaba alguna lágrima. La piedad y el sentido de culpa se apoderaron de Eragon; no le daba ningún placer ver a Sloan en aquel estado. Era un hombre destrozado, desprovisto de todo lo que valoraba en la vida, incluidas sus falsas ilusiones, y Eragon era el causante de su derrota. Al darse cuenta se sintió sucio, como si hubiera hecho algo vergonzoso. «Era necesario —pensó—, pero nadie tendría que verse obligado a hacer lo que he hecho yo». Sloan emitió otro quejido y luego dijo:

—Sólo un trozo de cuerda. No quería… Ismira… No, no, por favor, no…

Los lamentos del carnicero cesaron, y en el silencio que se produjo Eragon posó la mano sobre el brazo de Sloan, que se quedó rígido ante el contacto.

—Eragon… —susurró—. Eragon… Estoy ciego, y tú me envías a caminar…, a caminar solo. No tengo nada ni a nadie. Me conozco y sé que no puedo soportarlo. Ayúdame: ¡mátame! ¡Libérame de esta agonía!

Impulsivamente, Eragon le colocó el bastón de espino en la mano derecha y le dijo:

—Toma mi bastón. Él te guiará en tu viaje.

—¡Mátame!

Un grito desgarrado surgió de la garganta de Sloan, que empezó a revolverse de un lado al otro, golpeando el suelo con los puños.

—¡Cruel, cruel es lo que eres! —gritó. Pero sus escasas fuerzas se agotaron, y se recogió en un ovillo aún más apretado, entre jadeos y gimoteos.

Agachándose a su lado, Eragon situó la boca junto al oído de Sloan y susurró:

—No soy tan despiadado, así que te doy un motivo de esperanza: si llegas a Ellesméra, encontrarás un hogar esperándote. Los elfos te cuidarán y te permitirán hacer lo que quieras el resto de tu vida, con una excepción: una vez entres en Du Weldenvarden, no podrás salir… Sloan, escúchame. Cuando estuve entre los elfos, aprendí que el nombre real de una persona muchas veces cambia a medida que envejece. ¿Entiendes lo que significa? No estás condenado a ser el mismo toda la eternidad. Un hombre puede forjarse una nueva identidad si lo desea.

Sloan no respondió.

Eragon dejó el bastón junto a Sloan y se fue al otro lado del campamento para tumbarse en el suelo. Con los ojos ya cerrados, murmuró un hechizo que lo despertara antes del amanecer y luego se sumió en el reconfortante abrazo de su reposo en vigilia.

El monte Gris estaba frío, oscuro e inhóspito. De pronto sonó un leve zumbido en el interior de la mente de Eragon.

—Letta —dijo, y el zumbido cesó.

Estiró los músculos con un bostezo, se puso en pie y estiró los brazos sobre la cabeza, sacudiéndolos para que la sangre le volviera a circular. Sentía la espalda tan magullada que esperaba que pasara mucho tiempo antes de verse obligado a empuñar un arma de nuevo. Bajó los brazos y buscó a Sloan con la mirada.

El carnicero se había ido.

Eragon sonrió cuando vio un rastro de pisadas, acompañadas de la huella redonda del bastón, que salían del campamento. El rastro era confuso y sinuoso, pero en definitiva la ruta que seguía conducía al norte, hacia el gran bosque de los elfos.

«Quiero que lo consiga —pensó Eragon, algo sorprendido—. Quiero que lo consiga, porque significará que todos tenemos una oportunidad de redimirnos de nuestros pecados. Y si Sloan puede corregir los defectos de su personalidad y reconocer el mal que ha infligido, su penitencia no le parecerá tan dura como cree». Y es que Eragon no le había dicho a Sloan que, si el carnicero demostraba que se arrepentía realmente de sus delitos, se reformaba y se convertía en una persona mejor, la reina Islanzadí ordenaría a sus hechiceros que le devolvieran la vista. En cualquier caso, era una recompensa que Sloan debía ganarse sin saber que existía, ya que de otro modo intentaría engañar a los elfos para que se la concedieran antes de merecerla.

Eragon se quedó mirando las huellas un buen rato. Luego levantó la mirada hacia el horizonte y dijo:

—Buena suerte.

Cansado, pero también satisfecho, dio la espalda a las pisadas de Sloan y echó a correr por el monte Gris. Sabía que al sudoeste se encontraban las antiguas formaciones de arenisca donde yacía Brom en su tumba de diamante. Le habría gustado desviarse e ir a presentarle sus respetos, pero no se atrevió, puesto que si Galbatorix había descubierto el lugar, habría enviado a sus agentes en busca de Eragon.

—Volveré —dijo—. Te lo prometo, Brom: algún día volveré.

Y aceleró el paso.