____ 04 ____

El carnicero estaba sentado, desplomado contra la pared izquierda, con ambos brazos encadenados a una anilla de hierro sobre la cabeza.

Sus harapos apenas le cubrían el cuerpo, pálido y descarnado; los huesos se le marcaban bajo la piel apergaminada, que también dejaba a la vista unas prominentes venas azules. En las muñecas se le habían formado llagas con el contacto de las argollas. Las úlceras supuraban una mezcla de sangre y un líquido claro. Lo que le quedaba de pelo se le había vuelto gris o blanco y se caía en mechones lacios y grasientos sobre el rostro picado de viruelas.

Sloan reaccionó ante el estruendo del martillo de Roran y levantó la barbilla hacia la luz. Con una voz temblorosa, preguntó:

—¿Quién es? ¿Quién está ahí?

El cabello se le separó y le resbaló hacia atrás, con lo que dejó al descubierto las cuencas de los ojos. Allá donde debían de estar los párpados, sólo le quedaban unos jirones de piel destrozada colgando sobre unas cavidades que se adentraban en el cráneo. Los tejidos de alrededor estaban llenos de heridas y costras.

Eragon se quedó impresionado al darse cuenta de que los Ra’zac le habían arrancado los ojos.

No podía decidir qué hacer. El carnicero había contado a los Ra’zac que Eragon había encontrado el huevo de Saphira. Es más, Sloan había matado a Byrd, el guardia, y había entregado Carvahall al Imperio. Si lo llevaba ante sus vecinos, sin duda lo juzgarían culpable y lo condenarían a morir en la horca.

Le parecía indudable que el carnicero debía pagar por sus delitos. Aquél no era el motivo de sus dudas, sino más bien el hecho de que Roran amara a Katrina y que ésta, pese a todo lo hecho por Sloan, debía de albergar cierto cariño por su padre. Observar a un árbitro denunciando públicamente las ofensas de Sloan y verlo colgado en la horca no debía de ser nada fácil para ella ni, por extensión, para Roran. Aquello podría incluso crear un enfrentamiento entre ambos que quizá bastara para poner fin a su compromiso. De cualquier modo, Eragon estaba convencido de que llevarse a Sloan consigo sembraría la discordia entre él, Roran, Katrina y sus vecinos, y que podría provocar diferencias que les distrajeran de su lucha contra el Imperio.

«La solución más fácil —pensó Eragon— sería matarlo y decir que me lo he encontrado muerto en la celda…» Los labios le temblaron; la lengua le pesaba con aquellas palabras de muerte.

—¿Qué queréis? —preguntó Sloan, agitando la cabeza de lado a lado en un intento por oír mejor—. ¡Ya os he dicho todo lo que sé!

Eragon se maldijo por dudar. Sobre la culpabilidad de Sloan no cabía duda; era un asesino y un traidor. Cualquier tribunal habría ordenado su ejecución.

Pero a pesar de lo irrefutable de sus argumentos, el que tenía hecho un ovillo ante sí era Sloan, un hombre al que Eragon conocía desde siempre. Quizás el carnicero fuera una persona despreciable, pero el montón de recuerdos y experiencias que Eragon compartía con él le creaban una sensación de intimidad que le remordía la conciencia. Matar a Sloan sería como levantar la mano contra Horst, Loring o cualquiera de los ancianos de Carvahall.

Una vez más Eragon se dispuso a pronunciar la palabra definitiva.

Una imagen se le apareció en la mente: Torkenbrand, el esclavizador con el que él y Murtagh se habían encontrado durante su travesía hacia la ciudad de los vardenos, de rodillas sobre el polvo, y Murtagh que se le acercaba con paso firme y lo decapitaba. Eragon recordó cómo se había opuesto a la iniciativa de Murtagh y lo que le había afectado días después.

«¿He cambiado tanto —se preguntó— que ahora soy capaz de hacer yo lo mismo? Tal como ha dicho Roran, he matado, sí, pero sólo en el calor de la batalla… Nunca así».

Miró por encima del hombro al tiempo que Roran reventaba la última bisagra de la puerta de la celda de Katrina. El chico dejó el martillo en el suelo y se preparó para cargar contra la puerta y derribarla, pero aparentemente se lo pensó mejor e intentó arrancarla del marco. La puerta se levantó apenas un centímetro, luego se bloqueó y se tambaleó sin soltarse.

—¡Échame una mano! —gritó—. ¡No quiero que se caiga encima de ella!

Eragon miró de nuevo hacia el carnicero, hecho un despojo. No tenía tiempo para más divagaciones. Tenía que elegir. Una cosa o la otra, tenía que elegir…

—¡Eragon!

«No sé qué es lo correcto», reconoció Eragon. Su propia inseguridad le convenció de que estaría mal matar a Sloan o llevarlo ante los vardenos. No se le ocurría qué otra cosa podía hacer, salvo encontrar un tercer camino, uno que fuera menos obvio y menos violento.

Levantando la mano, como si fuera a bendecirlo, Eragon murmuró:

—Slytha.

Las cadenas de Sloan tintinearon al desplomarse, cayendo en un profundo sueño. En cuanto se hubo asegurado de que el hechizo había funcionado, cerró la puerta de nuevo y volvió a protegerla con su magia.

¿Que te propones, Eragon? —le preguntó Saphira.

Espera a que estemos juntos de nuevo. Entonces te lo explicaré.

¿Explicarme qué? No tienes un plan.

Dame un minuto y lo tendré.

—¿Qué había ahí dentro? —preguntó Roran, cuando Eragon ocupó su lugar frente a él.

—Sloan —respondió su amigo, agarrando bien su lado de la puerta—. Está muerto.

Roran puso unos ojos como platos.

—¿Cómo?

—Parece que le han roto el cuello.

Por un instante, temió que Roran no le creyera. Su primo soltó un gruñido.

—Supongo que es mejor así. ¿Listo? Uno, dos, tres…

Entre los dos sacaron la enorme puerta de su marco y la tiraron en mitad del corredor. El pasaje de piedra devolvió el eco del ruido creado al desplomarse una y otra vez. Roran no perdió un momento y se adentró en la celda, que estaba iluminada por una única vela de cera. Eragon le siguió, un paso por detrás.

Katrina estaba encogida en el extremo de un catre de hierro:

—¡Dejadme en paz, bestias desdentadas! Yo… —empezó, pero se quedó paralizada cuando vio entrar a Roran. Tenía el rostro blanco por la falta de sol y estaba cubierta de suciedad, pero en aquel momento aquella mirada maravillada y llena de amor y ternura iluminó sus rasgos. Eragon pensó que pocas veces había visto a alguien tan bello.

Sin quitarle los ojos de encima a Roran, Katrina se puso en pie y, con una mano temblorosa, le tocó la mejilla.

—Has venido.

—He venido.

Con una risa entrecortada por el llanto, Roran la cogió entre sus brazos, apretándola contra su pecho. Se quedaron perdidos en el abrazo durante un largo rato.

Roran se echó atrás y la besó tres veces en los labios. Katrina arrugó la nariz.

—¡Te has dejado barba! —exclamó.

Con todas las cosas que podía haber dicho, aquello fue tan inesperado que Eragon chasqueó la lengua. Ella se dio cuenta de su presencia en aquel momento. Lo miró y se fijó en su cara, que estudió con evidente asombro.

—¿Eragon? ¿Eres tú?

—Sí.

—Ahora es Jinete de Dragón —dijo Roran.

—¿Jinete? Quieres decir… —Katrina se quedó sin palabras; aparentemente aquella revelación la dejó sobrecogida. Miró a Roran, como si buscara protección, estrechó el abrazo y lo interpuso entre ella y Eragon—. ¿Cómo…, cómo nos has encontrado? ¿Quién mas te acompaña?

—Todo eso más tarde. Tenemos que salir de Helgrind antes de que todo el Imperio acuda tras nosotros.

—¡Espera! ¿Y mi padre? ¿Lo habéis encontrado?

Roran miró a Eragon y luego devolvió la mirada a Katrina.

—Hemos llegado tarde —le dijo, suavemente.

Un escalofrío recorrió a Katrina. Cerró los ojos y una lágrima solitaria le surcó la mejilla.

—Así sea.

Mientras hablaban, Eragon intentaba pensar frenéticamente qué hacer con Sloan, aunque ocultaba sus deliberaciones a Saphira; sabía que ella no estaría de acuerdo con la dirección que estaban tomando sus pensamientos. Empezó a pensar en cierta solución. Era un concepto descabellado, lleno de peligros e incertidumbres, pero era la única salida viable, dadas las circunstancias.

Abandonó sus reflexiones y se puso en acción. Tenía mucho que hacer y poco tiempo.

—¡Jierda! —gritó, señalando las argollas de los tobillos de Katrina, que se abrieron con una explosión de chispas azules y fragmentos que salieron volando.

Katrina se puso en pie de un salto, sorprendida.

—Magia… —murmuró.

—Es un simple hechizo.

Ella se encogió, evitando el contacto con él cuando se le acercó.

—Katrina, tengo que asegurarme de que Galbatorix o alguno de sus magos no te ha hechizado con alguna trampa ni te ha obligado a realizar juramentos en el idioma antiguo.

—El idioma…

—¡Eragon! —la interrumpió Roran—. Hazlo cuando acampemos. No podemos quedarnos aquí.

—No —dijo Eragon, cortando el aire con el brazo—. Lo hacemos ahora.

Con el ceño fruncido, Roran se apartó, dejando que Eragon pusiera las manos sobre los hombros de Katrina.

—Tú sólo mírame a los ojos —le dijo. Ella asintió y obedeció.

Aquélla fue la primera vez que Eragon tenía motivo para usar los hechizos que Oromis le había enseñado para detectar el trabajo de otros hechiceros, y le costaba recordar cada palabra de los tratados de Ellesméra. Las lagunas en su memoria eran tan grandes que en tres momentos diferentes tuvo que confiar en algún sinónimo para completar un hechizo.

Durante un buen rato, Eragon se quedó mirando fijamente los brillantes ojos de Katrina y pronunció frases en el idioma antiguo, examinando ocasionalmente —y con su permiso— alguno de sus recuerdos en busca de pruebas de cualquier intromisión. Fue lo más delicado posible, a diferencia de los Gemelos, que habían escrutado en su mente mediante un procedimiento similar el mismo día de su llegada a Farthen Dûr.

Roran montó guardia, caminando adelante y atrás frente a la puerta. A cada segundo que pasaba aumentaba su agitación; hacía girar el martillo y se daba golpecitos con la punta del arma en el muslo, como si siguiera el ritmo de una música.

—Ya está —dijo por fin Eragon, que soltó a Katrina.

—¿Qué has encontrado? —susurró ella, cubriéndose con los brazos y frunciendo el ceño con expresión preocupada a la espera de su veredicto. Roran se quedó inmóvil y el silencio llenó la celda.

—Nada más que tus propios pensamientos. Estás libre de cualquier hechizo.

—Claro que lo está —gruñó Roran, y volvió a rodearla con sus brazos. Los tres salieron juntos de la celda.

—Brisingr, iet tauthr —dijo Eragon, haciendo un gesto hacia el punto de luz que aún flotaba junto al techo del pasillo. En respuesta, la esfera se trasladó a un punto justo sobre su cabeza y allí se quedó, oscilando como un trozo de madera sobre las olas.

Eragon se puso a la cabeza y retrocedieron por el laberinto de túneles hacia la caverna por la que habían entrado. Mientras corrían por la lisa roca, mantuvo la guardia por si aparecía el Ra’zac restante, al tiempo que levantaba barreras de protección para Katrina. Tras él, oía que Roran y ella intercambiaban una serie de frases cortas y palabras sueltas: «Te quiero… Horst y los otros están bien… Siempre… Por ti… Sí… Sí… Sí… Sí». La confianza y el cariño que compartían eran tan evidentes que le provocaban una dolorosa nostalgia en su interior. Cuando estaban a unos diez metros de la caverna y empezaban a vislumbrar la luz frente a ellos, Eragon apagó la esfera de luz. Un par de metros más allá, Katrina redujo el paso, y luego se apretó contra la pared del túnel, cubriéndose el rostro.

—No puedo, hay demasiada luz; me duelen los ojos.

Roran enseguida se le puso delante, cubriéndola con su sombra.

—¿Cuándo fue la última vez que viste el sol?

—No lo sé… —respondió, con voz asustada—. ¡No lo sé! No he vuelto a salir desde que me metieron aquí. Roran, ¿me estoy quedando ciega? —sollozó, y se echó a llorar.

Sus lágrimas sorprendieron a Eragon. La recordaba como una persona muy fuerte. Pero había pasado muchas semanas encerrada en la oscuridad, temiendo por su vida. «En su lugar yo tampoco estaría entero», pensó.

—No, no te pasa nada. Sólo tienes que acostumbrarte de nuevo al sol —la consoló Roran, que le pasó la mano por el cabello—. Venga, no dejes que esto te agite. Todo va a ir bien… Ahora estás segura. Segura, Katrina. ¿Me oyes?

—Te oigo.

Aunque odiaba tener que romper una de las túnicas que le habían dado los elfos, Eragon arrancó una tira de tela de la parte baja de su prenda. Se la pasó a Katrina y le dijo:

—Átatela alrededor de los ojos. Deberías poder ver lo suficiente a través para evitar caerte o chocarte con algo.

Ella le dio las gracias y se tapó los ojos. Volvieron a ponerse en marcha y salieron a la caverna principal, iluminada por el sol y salpicada de sangre por todas partes. Apestaba más incluso que antes, debido a los nocivos vapores que emitía el cuerpo del Lethrblaka. Saphira apareció de las profundidades del túnel ojival que tenían enfrente. Al verla, Katrina soltó un gemido y se aferró a Roran, clavándole los dedos en los brazos.

—Katrina, permíteme que te presente a Saphira —dijo Eragon—. Yo soy su Jinete. Si le hablas, te entenderá.

—Es un honor, señora dragona —consiguió decir Katrina, que flexionó las rodillas en una débil imitación de una reverencia.

Saphira a su vez inclinó la cabeza. Luego se giró hacia Eragon.

He buscado el nido de los Lethrblaka, pero lo único que he encontrado son huesos, huesos y más huesos, entre ellos algunos que olían a carne fresca. Los Ra’zac debieron de comerse a los esclavos anoche.

Ojalá los hubiéramos podido rescatar.

Sí, pero no podemos proteger a todo el mundo en esta guerra.

Haciendo un gesto hacia Saphira, Eragon dijo:

—Venga, subid. Yo vendré dentro de un momento.

Katrina dudó; luego echó una mirada a Roran, que asintió.

—No pasa nada —le susurró—. Saphira fue quien nos trajo aquí.

La pareja rodeó el cadáver del Lethrblaka y se acercó a Saphira, que se estiró sobre el vientre para que pudieran montar. Juntando las manos en forma de estribo, Roran izó a Katrina lo suficiente para que pudiera trepar a la parte superior de la pata izquierda de Saphira. Desde allí trepó por las tiras de cuero de la silla, como si fuera una escalera de cuerda, hasta conseguir sentarse sobre los hombros de Saphira. Como una cabra montés saltando de un risco a otro, Roran trepó tras ella.

Eragon atravesó la caverna después de ellos y examinó a Saphira, evaluando la gravedad de sus diversos arañazos, heridas, rasguños, golpes y picotazos. Para hacerlo, se basó más en lo que sentía ella que en lo que veía él mismo.

Por Dios —dijo Saphira—, guárdate tus cuidados para cuando estemos fuera de peligro. No voy a desangrarme.

Eso no es cierto del todo, y lo sabes. Tienes una hemorragia interna. A menos que la detenga ahora, puede que sufras complicaciones que no puedo curar, y entonces no podremos volver nunca con los vardenos. No discutas; no puedes hacerme cambiar de opinión, y no tardaré ni un minuto.

En realidad, Eragon tardó varios minutos en curar a Saphira. Sus lesiones eran tan graves que, para llevar a cabo sus hechizos, tuvo que agotar la energía del cinturón de Beloth el Sabio, y, además, recurrir a las grandes reservas de fuerza de Saphira. Cada vez que pasaba de una gran herida a otra menor, ella protestaba, y le decía que era un inconsciente y que por favor lo dejara, pero él hacía caso omiso a sus quejas, lo que la contrariaba cada vez más.

Por fin, Eragon quedó exhausto de tanta magia y tanto combate. Indicando con el dedo los puntos en los que le habían clavado el pico los Lethrblaka, dijo:

Deberías ir a que Arya u otro elfo supervisara la cura que te he practicado en esos puntos. He hecho lo que he podido, pero puede que se me haya pasado algo.

Te agradezco que te preocupes por mi bienestar —replicó ella—, pero éste es el lugar menos indicado para demostraciones de afecto. ¡Vámonos de una vez por todas!

Sí. Hora de irse.

Eragon dio un paso atrás y se fue alejando de Saphira en dirección al túnel que se abría tras él.

—¡Venga! —le apremió Roran—. ¡Date prisa!

¡Eragon! —exclamó Saphira.

—No, me quedo aquí —dijo él, sacudiendo la cabeza.

—Pero… —protestó Roran, a quien interrumpió un feroz gruñido de Saphira, que golpeó la cola contra la pared de la cueva y que rascó el suelo con los espolones, con lo que creó un chirrido agónico al rozar el hueso con la roca.

—¡Escuchad! —gritó Eragon—. Uno de los Ra’zac sigue suelto. Y pensad qué más puede esconderse en Helgrind: manuscritos, pociones, información sobre las actividades del Imperio… ¡Cosas que pueden sernos útiles! A lo mejor incluso hay huevos de Ra’zac almacenados en este lugar. Si es así, tengo que destruirlos antes de que Galbatorix los reclame.

A Saphira, Eragon también le dijo:

No puedo matar a Sloan. No puedo dejar que Roran y Katrina lo vean, y no puedo dejar que muera de hambre en su celda o que los hombres de Galbatorix vuelvan a capturarlo. Lo siento, pero tengo que ocuparme de Sloan a mi manera.

—¿Cómo escaparás del Imperio? —le preguntó Roran.

—Correré. Ahora soy tan rápido como un elfo, ya sabes.

Saphira agitó la punta de la cola. Fue el único aviso que recibió Eragon antes de que la dragona saltara en su dirección, extendiendo una de sus brillantes patas. Él echó a correr, metiéndose en el túnel una fracción de segundo antes de que la pata de Saphira pasara por el espacio en el que se encontraba. Saphira frenó al llegar a la boca del túnel y gruñó de rabia por no poder seguirle por el pequeño pasadizo. Su volumen prácticamente bloqueaba la entrada de luz. La piedra que rodeaba a Eragon se agitó cuando Saphira rascó la entrada con uñas y dientes, arrancando gruesos pedazos de roca. Su fiero hocico y la visión de las acometidas de su morro, poblado de dientes más largos que el antebrazo de Eragon, le provocaron una sacudida de miedo que le recorrió el espinazo. Entonces entendió cómo debía de sentirse un conejo oculto en su guarida mientras un lobo excava en la boca de la madriguera.

—¡Gánga! —gritó.

¡No! —Saphira apoyó la cabeza en el suelo y emitió un lamento desconsolado, mirándole con sus ojos grandes y llenos de pena.

—¡Gánga! Te quiero, Saphira, pero tienes que irte.

Ella retrocedió unos metros y resopló, maullando como un gato.

Pequeño…

Eragon odiaba darle un disgusto, y odiaba separarse de ella; era como si se arrancara una parte de sí mismo. La tristeza de Saphira le llegó a través de su vínculo mental y, combinada con su propia angustia, lo dejó casi paralizado. De algún modo encontró la entereza para decir:

—¡Gánga! Y no vuelvas a buscarme ni envíes a nadie. Estaré bien. ¡Gánga! ¡Gánga!

Saphira soltó un aullido de frustración y, a pesar suyo, caminó hasta la boca de la cueva. Desde su puesto, montado en la silla, Roran dijo:

—¡Venga, Eragon! No seas bobo. Eres demasiado importante como para arriesgar…

Una combinación de ruido y movimiento eclipsó el resto de su frase en el momento en que Saphira se lanzó desde la cueva. En el cielo azul que se abría ante ellos, sus escamas brillaban como un manto de brillantes diamantes azules. Eragon pensó que era majestuosa: orgullosa, noble y más bella que ninguna otra criatura viva. Ningún ciervo ni ningún león podían competir con la majestuosidad de un dragón volando.

Una semana: eso es lo que esperaré. Luego volveré a por ti, Eragon, aunque tenga que enfrentarme a Espina, a Shruikan y a mil magos más.

Eragon se quedó de pie, mirando hasta que la perdió de vista y la conexión mental desapareció. Entonces, con un gran peso en el corazón, se encogió de hombros y dio la espalda al sol, a la luz y a los seres vivos, y se introdujo una vez más por entre las tinieblas de aquellos túneles.