NUEVE

Con tanto moroi con raíces en la Europa oriental, el cristianismo ortodoxo era la religión dominante en el campus. También estaban representadas otras religiones, y yo diría que, en total, sólo la mitad del alumnado asistía a algún tipo de servicio de manera regular. Lissa era uno de esos alumnos. Iba a la iglesia cada domingo porque creía. Christian también asistía. Porque iba ella y porque le hacía parecer bueno y con menos probabilidades de convertirse en un strigoi: como los strigoi no podían pisar suelo sagrado, la asistencia regular a misa le proporcionaba un pequeño aire de respetabilidad.

Yo aparecía por la iglesia cuando no estaba durmiendo, por la cuestión social. Lissa y el resto de mis amigos solían quedar y hacer algo después de misa, así que la iglesia se convertía en un buen punto de encuentro. Si a Dios le molestaba que utilizase su casa como un medio para expandir mi vida social, nunca me lo había hecho saber. O eso, o bien estaba esperando el momento oportuno para castigarme.

Cuando finalizó la liturgia ese domingo, sin embargo, tuve que quedarme por la capilla porque era allí donde tendría que llevar a cabo mis servicios comunitarios. Una vez se hubo vaciado el lugar, me sorprendí al ver que otra persona se había quedado allí conmigo: Dimitri.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Pensé que podrías necesitar ayuda. He oído que el cura quiere que hagas una buena limpieza.

—Sí, pero no es a ti a quien han castigado, y además es tu día libre. Nosotros, bueno, me refiero a los demás, se han pasado toda la semana a pelea limpia, pero vosotros sois los que habéis participado en todas —de hecho, había reparado en que Dimitri también tenía un par de golpes, pero nada en comparación con lo de Stan. Había sido una semana muy larga para todos, y sólo era la primera de un total de seis.

—¿Y qué otra cosa podría estar haciendo hoy?

—Sería capaz de pensar en un centenar de cosas —apunté con sequedad—. Es probable que en algún sitio pongan una película de John Wayne que no hayas visto.

Lo negó con la cabeza.

—No es así. Las he visto todas. Mira… el padre nos está esperando.

Me volví. Efectivamente, el padre Andrew aguardaba de pie en la parte de delante, y nos observaba con expectación. Ya se había quitado las ricas túnicas que vestía durante la ceremonia y ahora llevaba una pantalón muy simple y una camisa abotonada. Daba el aire de estar listo para trabajar él también, y me pregunté qué demonios habría sido de aquello de que el domingo era el día de descanso.

Mientras Dimitri y yo nos acercábamos para recibir nuestras órdenes, yo pensaba en qué habría impulsado en el fondo a Dimitri a presentarse allí en realidad. Desde luego que no quería trabajar en su día libre. No estaba acostumbrada a jugar a las adivinanzas con él, sus intenciones solían estar más que claras, y ahora tenía que imaginar que habría una explicación simple. Sólo que aún no era evidente.

—Quiero daros las gracias a ambos por ofreceros voluntarios para ayudarme —nos dijo el padre Andrew con una sonrisa. Intenté no mofarme de su referencia al voluntariado. El padre era un moroi de cuarenta y muchos años, con pelo escaso y canoso. Aun sin tener demasiada fe religiosa, me caía bien y sentía respeto por él—. Hoy no vamos a hacer nada excesivamente complejo —prosiguió—, de hecho, es un poco aburrido. Tendremos que hacer la habitual limpieza, por supuesto, y después me gustaría ordenar las cajas de material viejo que se amontonan en el ático.

—Estamos encantados de hacer todo aquello que necesite —le contestó Dimitri con solemnidad. Yo reprimí un suspiro e intenté no pensar en todas las otras cosas que podría estar haciendo.

Nos pusimos a ello.

Me tocó la tarea de la fregona, y Dimitri se encargó del polvo y de encerar los bancos de madera. Parecía pensativo y concentrado mientras limpiaba, como si de verdad se enorgulleciese del trabajo que se traía entre manos. Yo seguía intentando descubrir por qué se había presentado siquiera. Que nadie me malinterprete, estaba feliz de tenerle allí; su presencia me hacía sentir mejor y, por supuesto, me seguía encantando mirarle.

Pensé que quizá estuviese allí para sacarme alguna información sobre lo que sucedió aquel día con Stan, Christian y Brandon. O quizá quisiese echarme la charla por lo del otro día, otra vez con Stan, cuando me acusó de querer meterme en el combate por motivos egoístas. Éstas me parecían explicaciones probables, pero él no soltó palabra, ni siquiera cuando el padre salió de la capilla camino de su despacho: Dimitri siguió trabajando en silencio. Me imaginaba que, si tuviese algo que decirme, sería entonces cuando lo haría.

Cuando finalizamos la limpieza, el padre Andrew nos hizo cargar con una caja detrás de otra y bajarlas del ático hasta un almacén a la espalda de la capilla. Lissa y Christian utilizaban con frecuencia aquel ático como escondite secreto, y yo me preguntaba si el hecho de dejarlo más limpio sería un pro o una contra de cara a sus interludios románticos. Quizá lo abandonasen a partir de ahora y yo pudiese empezar a dormir.

Una vez hubimos bajado todo, los tres nos acomodamos en el suelo y comenzamos a ordenar aquello. El padre Andrew nos indicó lo que había que tirar, y me resultó un alivio no tener que estar de pie por una vez en toda la semana; me dio conversación mientras estábamos ocupados, me preguntó por las clases y otras cosas. No fue tan malo.

Mientras trabajábamos, se me ocurrió una idea. No se me había dado nada mal el convencerme a mí misma de que Mason había sido una alucinación visual provocada por la falta de sueño, pero obtener algo de sosiego de manos de una autoridad en cuanto a que los fantasmas no son reales, eso supondría un paso de gigante para sentirme mejor.

—Oiga, padre —le dije al padre Andrew—, ¿usted cree en los fantasmas? Quiero decir que si hay alguna mención a ellos en… —hice un gesto señalando a nuestro alrededor—, todo esto.

Estaba claro que la pregunta le había sorprendido, pero no pareció ofenderle que hubiera llamado «esto» a su vocación y el trabajo de toda una vida, ni el simple hecho de mi obvia ignorancia sobre aquello a pesar de diecisiete años de misas. Por su rostro asomó una expresión divertida, e hizo una pausa en la tarea.

—Bueno… depende de cómo definas «fantasma», digo yo.

Di unos golpecitos con el dedo sobre un libro de teología.

—La clave de esto es que, cuando mueres, o vas al cielo o al infierno, y eso convierte a los fantasmas en simples cuentos, ¿no? No salen en la Biblia ni nada por el estilo.

—Repito —dijo él—, depende de tu definición. Nuestra fe siempre ha mantenido que, tras la muerte, el espíritu se separa del cuerpo y sí que puede permanecer en este mundo.

—¿Qué? —el bol polvoriento que sostenía se me cayó de las manos. Por fortuna, era de madera y no se rompió. Me apresuré a recuperarlo. Ésa no era precisamente la respuesta que yo esperaba—. ¿Cuánto tiempo? ¿Para siempre?

—No, no. Por supuesto que no, eso contradice la resurrección y la salvación, que son la piedra angular de nuestro credo, pero sí se piensa que el alma puede permanecer en la tierra de tres a cuarenta días después de la muerte. Por último recibe un juicio «temporal» que la envía al cielo o el infierno desde este mundo, si bien nadie experimentará de forma verdadera ninguno de los dos hasta el día del Juicio Final, cuando cuerpo y alma se reencuentren para vivir como uno por toda la eternidad.

Todo lo de la salvación me entró por un oído y me salió por el otro, fue lo de «de tres a cuarenta días» lo que captó mi atención. Me olvidé por completo de seguir ordenando cosas.

—Vale, sí, pero ¿es verdad o no? ¿De verdad hay espíritus vagando por la tierra durante cuarenta días después de la muerte?

—Ay, Rose. Quien tiene que preguntar si la fe es verdad o no está abriendo un debate para el cual quizá no esté preparado —me dio la sensación de que el padre estaba en lo cierto. Suspiré y volví a centrarme en la caja frente a mí—. Pero —añadió con amabilidad—, si te sirve de ayuda, algunas de estas ideas equivalen a las creencias populares procedentes del este de Europa sobre los fantasmas, que ya existían antes de que se extendiese el cristianismo. Estas tradiciones han conservado la idea de que los espíritus se quedan por un breve periodo de tiempo tras la muerte, en particular si la persona en cuestión murió joven o de manera violenta.

Me quedé petrificada. Cualquier progreso que hubiese hecho para convencerme de que Mason era producto de mi estrés se desvaneció en el acto. Joven o de manera violenta.

—¿Por qué? —le pregunté en un tono de voz bastante bajo—. ¿Por qué se quedan? ¿Es por… es por venganza?

—Estoy seguro de que hay gente que así lo cree, igual que hay otros que creen que es porque al alma le cuesta hallar la paz después de algo tan perturbador.

—¿Y usted qué cree? —le pregunté.

Sonrió.

—Yo creo que el alma se separa del cuerpo, tal y como nuestros padres nos enseñaron, pero dudo que ese tiempo del alma en la tierra sea algo que los mortales podamos percibir. No es como en las películas, con esos fantasmas que vagan por casas encantadas o que regresan para visitar a sus conocidos. Yo veo esos espíritus más como una energía que existe a nuestro alrededor, más allá de nuestra percepción, mientras esperan para avanzar y hallar la paz. En última instancia, lo que importa es lo que sucede más allá de esta tierra cuando alcanzamos la vida eterna que nuestro salvador ganó para nosotros con su gran sacrificio. Eso es lo importante.

Me preguntaba si el padre Andrew diría aquello tan rápido de haber visto lo mismo que yo. Joven o de manera violenta. Ambos afectaban a Mason, y había muerto menos de cuarenta días atrás. Veía de nuevo aquel rostro triste, tan triste, y me preguntaba por su significado. ¿Venganza? ¿O quizá era de verdad incapaz de hallar el descanso eterno?

¿Y cómo cuadraba la teología del padre Andrew sobre el cielo y el infierno con alguien como yo, que había muerto y regresado a la vida? Victor Dashkov dijo que yo había ido al mundo de los muertos y había regresado cuando Lissa me sanó. ¿Qué mundo de los muertos? ¿El cielo o el infierno? ¿O se trata de otra forma de referirse a ese estado intermedio sobre la tierra del que hablaba el padre Andrew?

La idea de un Mason en busca de venganza era tan alarmante que no dije nada más después de aquello. El padre Andrew notó el cambio en mí, aunque obviamente, no sabía qué lo había provocado. Intentó sonsacarme.

—Acabo de recibir unos libros nuevos de un amigo de otra parroquia: unas historias muy interesantes sobre San Vladimir —ladeó la cabeza—. ¿Te sigue interesando? ¿Y Anna?

En teoría sí, me interesaba. Hasta que conocimos a Adrian, sólo sabíamos de otras dos personas capaces de utilizar el espíritu: una era nuestra profesora, la señora Karp, que se había vuelto completamente loca a causa del espíritu y se había convertido en strigoi sólo para detener su locura; el otro era San Vladimir, homónimo de la escuela. Vivió hace siglos, y trajo a Anna, su guardiana, de regreso de entre los muertos, justo igual que Lissa había hecho conmigo. Había provocado que Anna estuviese bendecida por la sombra y creado un vínculo entre ambos.

En circunstancias normales, Lissa y yo intentábamos echarle el guante a todo lo que tenía que ver con Anna y Vlad para poder aprender más sobre nosotras mismas, pero, por muy increíble que me resultase admitirlo, justo ahora tenía problemas mucho mayores que el sempiterno y desconcertante vínculo psíquico entre Lissa y yo. Había caído derrotado a manos de un fantasma con muchas posibilidades de estar cabreado por mi papel en su prematura muerte.

—Sí —dije en plan evasivo y sin mirarle a los ojos—. Me interesa… pero no creo que pueda ponerme con eso en un tiempo. Estoy algo liada con todo esto… ya sabe, las prácticas de campo.

Volví a guardar silencio. Se dio por enterado y me dejó trabajar sin mayores interrupciones. Dimitri no dijo una palabra en todo el rato. Cuando por fin terminamos de ordenar, el padre Andrew nos contó que tenía una última tarea antes de acabar. Nos señaló algunas de las cajas que habíamos organizado y vuelto a empaquetar.

—Necesito que las llevéis al campus de primaria —dijo—. Dejadlas allí, en la residencia de los moroi. La señora Davis ha estado dando clases dominicales a los niños de la guardería y podría utilizarlas.

Entre Dimitri y yo nos llevaría al menos dos viajes, y el campus de primaria estaba a una buena distancia. Aun así, aquello me acercaba un pasito más a la libertad.

—¿Por qué te interesan tanto los fantasmas? —me preguntó Dimitri en nuestro primer viaje.

—Sólo le estaba dando conversación —respondí.

—Ahora mismo no te puedo ver la cara, pero me da que estás mintiendo otra vez.

—Jesús, todo el mundo piensa lo peor de mí últimamente. Stan me acusó de ir en busca de fama.

—Ya me he enterado —dijo Dimitri mientras doblábamos una esquina. Los edificios del campus de primaria se elevaban ante nosotros—. Puede que eso haya sido un poco injusto por su parte.

—Un poco, ¿eh? —me encantó oírle admitirlo, aunque no cambió mi enfado con Stan. Aquel sentimiento oscuro, iracundo, que me había estado persiguiendo volvió al primer plano—. Vale, gracias, pero estoy empezando a perder la fe en estas prácticas de campo y, a veces, en toda la academia.

—No lo dices en serio.

—No lo sé, la escuela parece tan envuelta en normas y directrices que nada tienen que ver con la vida real… Mira, camarada, yo vi lo que había allí y me fui directa a la boca del lobo. En ciertos aspectos… no sé si esto de verdad nos prepara.

Esperaba que lo discutiese pero, para mi sorpresa, dijo:

—A veces estoy de acuerdo.

Casi me tropiezo y me caigo al entrar en una de las residencias moroi del campus de primaria. El vestíbulo se parecía mucho a los de secundaria.

—¿En serio? —pregunté.

—En serio —dijo con una leve sonrisa en la cara—. Es decir, no estoy de acuerdo con que se deba soltar a los novicios en el mundo exterior a los diez años de edad ni nada parecido, pero a veces sí he pensado que las prácticas de campo deberían desarrollarse en el verdadero «campo». Es probable que yo aprendiese más en mi primer año de guardián que en toda mi etapa de entrenamiento. Bueno… quizá no toda, pero se trata de una situación diferente, por completo.

Intercambiamos una mirada de agrado ante nuestra coincidencia, y en mí comenzó a flamear una calidez que sofocó mi anterior enfado. Dimitri comprendía mi frustración con el sistema, pero es que ahora me comprendía a . Él miró a su alrededor: no había nadie en el mostrador de recepción, sólo algunos alumnos de poco más de diez años que charlaban o trabajaban en el vestíbulo.

—Ah —dije conforme redistribuía el peso de la caja que llevaba—, es que estamos en la residencia de los medianos. Los más pequeños están en la puerta de al lado.

—Sí, pero la señora Davis vive en este edificio. Déjame intentar localizarla y ver dónde quiere todo esto —depositó su caja en el suelo con cuidado—. Vuelvo enseguida.

Observé cómo se marchaba y también yo dejé mi caja en el suelo. Me apoyé en una pared, miré a mi alrededor y casi pego un salto al ver a una cría moroi a medio metro de mí. Estaba tan absolutamente quieta que ni siquiera había reparado en ella. Tenía aspecto preadolescente —trece o catorce años—, pero era alta, mucho más alta que yo, y la delgadez de su complexión moroi le hacía parecerlo aún más. Su pelo era como una nube de rizos castaños, y tenía pecas —una rareza entre la extremada palidez de los moroi— por toda la cara. Los ojos se le abrieron de par en par cuando vio que la estaba mirando.

—Ay, mi madre. Pero si eres Rose Hathaway, ¿verdad?

Mmm, sí —respondí sorprendida—. ¿Me conoces?

—Todo el mundo te conoce. Vamos, que todo el mundo ha oído hablar de ti. Eres la que huyó, y después volviste y mataste a los strigoi aquellos. Pero cómo mola eso. ¿Te pusieron las marcas molnija? —sus palabras salieron despedidas sin pausa, apenas se detuvo a respirar.

—Sí, claro. Tengo dos —pensar en los minúsculos tatuajes que lucía detrás del cuello me provocaba un picor en la piel.

Sus pálidos ojos verdes se agrandaron aún más, si es que aquello era posible.

—Ay, Dios. Uau.

Me solía poner de muy mal humor cuando alguien hacía una montaña de las marcas molnija. Al fin y al cabo, las circunstancias no habían molado nada, pero aquella chica era muy joven y había algo encantador en ella.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Jillian, Jill, o sea, sólo Jill, no las dos, me llamo Jillian pero todo el mundo me llama Jill.

—Vale —le dije al tiempo que contenía una sonrisa—. Me lo he imaginado.

—Me han dicho que los moroi utilizaron la magia para pelear en vuestro viaje. ¿Es verdad eso? Me encantaría hacerlo. Ojalá me enseñase alguien. Yo utilizo el aire. ¿Tú crees que puedo combatir a los strigoi con eso? Todos me dicen que estoy loca.

Durante siglos se había considerado algo similar a un pecado el que los moroi utilizasen la magia para luchar. Todo el mundo pensaba que había de usarse de manera pacífica. Recientemente, sin embargo, algunos habían empezado a cuestionarse tal extremo, en especial después de que Christian demostrase lo útil que había sido en la huida de Spokane.

—No lo sé —le dije—. Deberías hablar con Christian Ozzera.

Me miró boquiabierta.

—¿Hablaría conmigo?

—Si le mencionas lo de combatir al poder establecido, sí, hablará contigo.

—Vale, genial. Oye, ¿era ése el guardián Belikov? —me preguntó en un abrupto cambio de tercio.

—Sí.

Juré que estaba a punto de desmayarse allí mismo.

—¿En serio? Es todavía más mono de lo que había oído. Es tu profesor, ¿verdad? Quiero decir como un profesor particular o algo así, ¿no?

—Sí —comencé a preguntarme dónde estaba. Hablar con Jill resultaba agotador.

Uau. ¿Sabes? Ni siquiera os comportáis como profesor y alumna. Más bien parecéis amigos. ¿Salís por ahí cuando no estáis entrenando?

Mmm, bueno, algo así. A veces —recordé mis pensamientos anteriores, eso de que yo era una de las pocas personas con quien Dimitri se relacionaba fuera de sus deberes como guardián.

—¡Lo sabía! No me lo puedo ni imaginar, yo estaría alucinando todo el día con él. Yo no sería capaz de hacer nada, pero mírate tú qué bien lo llevas, así como «Sí, tía, estoy con este cañón supermacizo, ¿y qué? Da igual».

No pude controlarme y me reí.

—Me parece que me estás otorgando más méritos de los que tengo.

—Ni de coña. Y no me creo ninguno de esos cuentos, ya sabes.

Mmm, ¿cuentos?

—Sí, que le zurraste a Christian Ozzera.

—Gracias —le dije. Ahora, los rumores de mi humillación habían calado ya hasta el campus de los menores. Si me daba un paseo por la residencia de primaria, lo mismo aparecía alguna cría de seis años que confesase haber oído que maté a Christian Ozzera.

La expresión de Jill se tornó incierta por unos instantes.

—Pero lo de la otra historia, no lo sé.

—¿Qué otra historia?

—Lo de que Adrian Ivashkov y tú estáis…

—No —la interrumpí sin querer oír el resto—. Sea lo que sea lo que has oído, no es cierto.

—Pero si es que era muy romántico, de verdad.

—Entonces sí que es definitivamente falso.

Bajó la mirada, y la volvió a levantar apenas unos segundos después.

—Oye, ¿puedes enseñarme a darle un puñetazo a alguien?

—Esper… ¿qué? ¿Y por qué ibas a querer tú aprender eso?

—Pues bueno, imagino que si algún día voy a combatir con mi magia, debería también aprender a pelear al modo tradicional.

—Es muy probable que yo no sea la persona adecuada a quien pedírselo —le conté—. No sé, quizá se lo puedas preguntar a tu profesor de Educación física.

—¡Ya lo he hecho! —su rostro parecía consternado—. Y me dijo que no.

No pude evitar reírme.

—Lo decía en broma.

—Vamos, podría servirme de ayuda algún día para luchar con los strigoi.

La risa se me cortó de golpe.

—No, de verdad que no lo hará.

Se mordió el labio, desesperada aún por convencerme.

—Muy bien, pero al menos sí me podría ayudar contra el psicópata ese.

—¿Qué? ¿Qué psicópata?

—Aquí la gente está recibiendo palizas. La semana pasada fue Dane Zeklos, y justo el otro día fue Brett.

—Dane… —recorrí mi conocimiento acerca de la genealogía moroi. Había tropecientos mil Zeklos en el campus—. ¿No es ése el hermano pequeño de Jesse?

Jill asintió.

—Sip. Uno de nuestros profesores se agarró también un buen cabreo, pero Dane no soltó prenda, ni Brett tampoco.

—¿Brett qué más?

—Ozzera.

No me lo esperaba, y reaccioné.

—¿Ozzera?

Me dio la sensación de que le emocionaba mucho contarme cosas que yo desconocía.

—Es el novio de mi amiga Aimee. Apareció ayer lleno de golpes, y también tenía unas cosas raras con aspecto de verdugones. ¿Quemaduras, quizá? Pero no estaba tan mal como Dane. Y cuando la señora Callahan le preguntó, Brett la convenció de que no era nada y ella lo dejó estar, lo cual fue un poco raro. Brett estaba también de muy buen humor, y eso sí que fue extraño, porque uno se imagina que si te zurran, lo lógico es estar de bajón.

En algún lugar de la profundidad de mi mente, sus palabras dispararon mi memoria. Había cierta conexión que yo podía establecer, pero no terminaba de captarla. Entre Victor, los fantasmas y las prácticas de campo, era un verdadero milagro que aún fuese capaz de hilar dos palabras seguidas.

—¿Me vas a enseñar entonces para que no me den a mí una paliza, o qué? —dijo Jill con la evidente esperanza de haberme convencido. Cerró el puño—. Lo hago así, ¿verdad? El pulgar sobre los dedos y cojo fuerza, ¿no?

—Uf, bueno, es un poco más complicado que eso. Tienes que adoptar una determinada postura, o te harás tú más daño que el otro. Tienes que hacer un montón de cosas con los codos y las caderas.

—Enséñamelas, por favor —me suplicó—. Estoy convencida de que eres buenísima.

Sí que era buenísima, pero corromper menores era una falta que aún no constaba en mi expediente, y prefería que continuase así. Afortunadamente, Dimitri regresó justo en ese momento con la señora Davis.

Hey —le dije—, aquí tengo a alguien que quiere conocerte. Dimitri, ésta es Jill. Jill, Dimitri.

Pareció sorprendido, pero sonrió y le estrechó la mano. Ella se puso roja como una bombilla y, por una vez, se quedó sin habla. En cuanto Dimitri le soltó la mano, Jill tartamudeó una despedida y salió corriendo. Nosotros terminamos entonces con la señora Davis y nos dirigimos de regreso a la capilla para dar el segundo viaje.

—Jill sabía quién era yo —le conté a Dimitri mientras caminábamos—. Tenía algo así como un rollo de fan en plan héroes y eso.

—¿Te sorprende —me preguntó— que los estudiantes más jóvenes te admiren?

—Pues no lo sé. Es que nunca se me había ocurrido. No creo que sea tan buen modelo de conducta.

—No estoy de acuerdo. Eres extrovertida, entregada y destacas en todo lo que haces. Te has ganado más respeto del que piensas.

Le miré de reojo.

—Pero no lo bastante como para asistir al juicio de Victor, al parecer.

—Otra vez no.

—¡Sí, otra vez, sí! ¿Por qué no eres capaz de entender la importancia de esto? Victor supone una gran amenaza.

—Sé que lo es.

—Y si se libra, volverá a poner en marcha su locura de planes.

—Es realmente improbable que se libre, lo sabes. La mayoría de esos rumores sobre que la reina lo va a soltar no son más que eso: rumores. Tú deberías saber mejor que nadie que no hay que hacer caso de todo lo que se oye.

Me quedé mirando al frente con frialdad, me negaba a reconocerle su punto de razón.

—Aun así deberías dejarnos ir. O —respiré profundamente—, al menos, deberías permitir que fuese Lissa.

Decir aquellas palabras me resultó más difícil de lo que debería, pero era algo en lo que había estado pensando. No creía que yo fuese en busca de gloria de ningún tipo, como había dicho Stan, pero una parte de mí siempre quería estar en el centro de todas las disputas. Quería salir corriendo, hacer lo correcto y ayudar a los demás. Del mismo modo, deseaba estar en el juicio de Victor, quería mirarle a los ojos y asegurarme de que recibía su castigo.

Pero conforme iba pasando el tiempo, parecía menos probable que eso llegase a suceder. Al final no nos iban a dejar ir. Aunque quizá, puede que dejaran asistir a una de las dos, y de ir alguien, tenía que ser Lissa. Ella fue el objetivo del plan de Victor, y por mucho que el dejarla ir sola azuzase la inquietante idea de que quizá no necesitase mi protección como guardián, aun así prefería arriesgarme y verle a él entre rejas.

Dimitri, que comprendía mi necesidad de salir corriendo y actuar, parecía sorprendido ante mi inusual conducta.

—Tienes razón… ella debería estar presente, pero repito, no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Sigues pensando que puedo controlar esto, pero no es así.

—¿Acaso has hecho todo lo que podías? —regresé a las palabras de Adrian durante el sueño al respecto de que Dimitri podía haber hecho más—. Tienes muchas influencias. Tiene que haber algo, cualquier cosa.

—No tanta influencia como tú te crees. Gozo de una posición destacada aquí, en la academia, pero para el resto del mundo de los guardianes, soy bastante joven. Y sí, en realidad sí que hablé en tu favor.

—Quizá debiste hablar un poco más alto.

Pude notar cómo se cerraba. Debatía la mayor parte de las cosas razonablemente, pero no me alentaba cuando me comportaba como una niñata, así que intenté ser más razonable.

—Victor sabe lo nuestro —le dije—. Podría decir algo.

—Con este juicio, Victor tiene cosas más importantes por las que preocuparse que tú y que yo.

—Sí, pero ya le conoces. No actúa exactamente como lo haría una persona normal. Si le parece haber perdido toda esperanza de librarse, podría decidirse a hundirnos a nosotros sólo por el placer de vengarse.

Jamás me vi capaz de confesar ante Lissa mi relación con Dimitri y, sin embargo, nuestro peor enemigo sabía de ella. Y eso era más extraño que el hecho de que lo supiese Adrian. Victor lo había descubierto observándonos y reuniendo datos. Imagino que cuando eres un maquinador perverso, esas cosas se te dan de lujo. De todas formas, él no lo hizo nunca público, lo utilizó contra nosotros con aquel hechizo de lujuria que preparó a base de magia con el elemento tierra. Un hechizo como ése no habría funcionado si no hubiese ya una atracción en el aire, el hechizo se limitó a acelerar las cosas. Dimitri y yo nos liamos a base de bien y apenas nos quedamos a un suspiro del sexo. La verdad es que fue un modo bastante inteligente de distraernos sin usar la violencia por parte de Victor. De haber intentado alguien atacarnos, podíamos haber presentado buena batalla, pero ¿lo de darnos rienda suelta al uno con el otro? Eso sí que nos costó mucho combatirlo.

Dimitri guardó silencio durante unos instantes. Yo sabía que él era consciente de que tenía mi parte de razón.

—Entonces nos tocará manejar el asunto lo mejor que podamos —dijo por fin—. Pero si Victor va a contarlo, lo hará testifiques tú o no.

No quise añadir nada más hasta que llegamos a la iglesia y, cuando lo hicimos, el padre Andrew nos dijo que después de repasar todo aquello, había decidido que sólo necesitaba llevar otra caja a la señora Davis.

—Yo lo haré —le dije resuelta a Dimitri una vez que el padre se hubo alejado—. No hace falta que vengas.

—Rose, no hagas de esto una montaña.

—¡Es que lo es! —susurré—. Y parece que tú no te enteras.

—Me entero. ¿De verdad piensas que me apetece ver a Victor en libertad? ¿Crees que quiero que todos nosotros estemos de nuevo en peligro? —era la primera vez en mucho tiempo que veía su autocontrol a punto de saltar por los aires—. Pero ya te lo he dicho: he hecho todo cuanto he podido. No soy como tú, yo no me dedico a montar escenas cuando las cosas no salen como a mí me da la gana.

—Yo no lo hago.

—Lo estás haciendo ahora mismo.

Tenía toda la razón. Una parte de mí sabía que me había pasado de la raya… pero, del mismo modo que con otras cosas últimamente, no podía callarme.

—¿Y por qué te has molestado siquiera en ayudarme hoy? —le interrogué—. ¿Por qué estás aquí?

—¿Tan raro te parece? —me preguntó. Casi tenía aspecto de estar dolido.

—Sí, es decir, ¿por qué estás intentando espiarme? ¿Quieres descubrir por qué la cagué? ¿Asegurarte de que no me meto en más líos?

Me estudió y se apartó el pelo de los ojos.

—¿Por qué tiene que haber un motivo más allá?

Tenía ganas de soltarle un millón de cosas diferentes, como por ejemplo, que si no había ningún motivo más allá, eso quería decir que deseaba pasar el tiempo conmigo, y eso no tenía sentido, porque ambos sabíamos que sólo podíamos mantener una relación profesor-alumna. Él debía saberlo mejor que nadie. Él fue quien me lo dijo a mí.

—Porque todo el mundo tiene motivos.

—Sí, pero no siempre son los motivos que tú piensas —empujó la puerta y la abrió—. Luego te veo.

Le vi marcharse y me quedé con mis sentimientos hechos una maraña de confusión e ira. De no haber sido tan extraña la situación, casi habría dicho que era como si hubiésemos tenido una cita.