OCHO

Durante los días que siguieron, fui detrás de Christian de aquí para allá sin incidentes, y conforme lo hacía, me iba encontrando más y más impaciente.

Para empezar, estaba descubriendo que gran parte de ser guardián consistía en esperar. Siempre lo había sabido, aunque la realidad era más dura de lo que me había imaginado. Los guardianes constituían un elemento absolutamente esencial cuando los strigoi se decidían a atacar, pero ¿qué hay de esos ataques? Por lo general eran raros. Podía pasar tiempo —podían pasar años— sin que un guardián tuviese que participar en ningún tipo de conflicto. Aunque mis instructores sin duda no nos iban a hacer esperar tanto durante el ejercicio, no obstante querían enseñarnos a tener paciencia y lo importante que era no relajarnos sólo porque no se hubieran producido situaciones de peligro en una temporada.

También nos estaban sometiendo a las condiciones más estrictas en que se podía encontrar un guardián: siempre de pie y siempre con formalidad. De vez en cuando, los guardianes que vivían con familias moroi se comportaban de manera informal en sus casas y hacían cosas comunes como leer o ver la televisión, sin dejar de ser del todo conscientes de cualquier amenaza. Sin embargo, no siempre podíamos esperarnos eso, así que teníamos que practicar a base de sufrirlo mientras permaneciésemos en la academia.

A mi paciencia no le iba demasiado bien toda aquella espera, pero la frustración en mí consistía en algo más que simple inquietud. Estaba desesperada por demostrar mi valía, por compensar mi falta de reacción cuando Stan atacó. No había tenido más apariciones de Mason, y decidí que lo que había visto en realidad lo había provocado mi propia fatiga y mi estrés. Eso me hacía feliz, ya que era una razón mucho mejor que estar loca o ser una inepta.

Pero había ciertas cosas que no me hacían feliz. Un día, cuando Christian y yo nos encontramos con Lissa después de las clases, pude sentir la preocupación, el temor y la ira que ella irradiaba. Aunque sólo a través del vínculo percibí los indicios. A decir por su apariencia externa, parecía estar bien. Eddie y Christian, que hablaban el uno con el otro sobre algo, no notaron nada.

Me acerqué y la rodeé con el brazo.

—Está bien. Todo va a ir bien —yo sabía qué le preocupaba: Victor.

Días atrás habíamos decidido que Christian —a pesar de estar tan dispuesto a «encargarse de las cosas»— probablemente no fuese la mejor elección de cara a conseguir que fuésemos al juicio de Victor, así que Lissa hizo gala de su diplomacia y habló de forma muy cortés con Alberta acerca de la posibilidad de que testificásemos. Alberta le había contestado, con la misma cortesía, que de aquello ni hablar.

—Pensé que si le explicábamos las cosas, por qué era tan importante, nos dejaría ir —me dijo en un murmullo—. Rose, no puedo dormir… No dejo de pensar en ello. ¿Y si lo sueltan? ¿Y si de verdad lo dejan libre?

Le temblaba la voz, y había en ella una antigua vulnerabilidad que no había visto en mucho tiempo. Ese tipo de cosas solían prender en mí todas las alarmas, pero esta vez, dispararon una extraña cadena acelerada de recuerdos, de tiempos pasados en que Lissa dependía tanto de mí. Me sentía feliz al ver lo fuerte que se había vuelto, y deseaba asegurarme de que seguía así. Hice presión con el brazo, algo difícil cuando aún íbamos caminando.

—No se va a librar —dije con ferocidad—. Estaremos ante el tribunal. Ya me aseguraré yo de eso. Sabes que nunca dejaría que te sucediese nada.

Apoyó la cabeza en mi hombro con una suave sonrisa.

—Eso es lo que me encanta de ti. No tienes ni idea de cómo vas a conseguir llevarnos ante el tribunal, pero ahí sigues tú presionando, pase lo que pase, para hacer que me sienta mejor.

—¿Y funciona?

—Sí.

La preocupación aún seguía presente en ella, pero su buen humor apagaba un poco sus efectos. Además, y a pesar de que me tomase el pelo a causa de mi atrevida promesa, mis palabras sí que la habían tranquilizado.

Desafortunadamente, pronto descubrimos que Lissa tenía otros motivos para sentir frustración. Estaba aguardando a que los efectos de la medicación desapareciesen de su organismo y le permitiesen el acceso total a su magia. Se encontraba ahí —ambas podíamos sentirla—, pero le estaba costando mucho alcanzarla. Habían pasado tres días y nada había cambiado para ella. Lo sentía por Lissa, pero mi mayor preocupación era su estado mental, que hasta entonces se había mantenido despejado.

—No sé qué es lo que está pasando —se quejó. Ya casi habíamos llegado al edificio común. Lissa y Christian tenían idea de ver una película, y yo, hasta cierto punto, me preguntaba cuán difícil me resultaría ver la película y estar alerta—. Tengo la sensación de que debería ser capaz de hacer algo, pero aún no puedo. Estoy bloqueada.

—Eso podría no ser malo —señalé al tiempo que me separaba de Lissa para estudiar el sendero ante nosotras.

Clavó en mí una mirada compungida.

—No paras de preocuparte por todo. Pensaba que ése era mi trabajo.

—Oye, que cuidar de ti es mi trabajo.

—A decir verdad, es el mío —dijo Eddie en una rara muestra de humor.

—Ninguno de vosotros debería preocuparse —respondió ella—. No por esto.

Christian deslizó el brazo alrededor de su cintura.

—Eres tú más impaciente que esta Rose. Lo único que tienes que hacer es…

Fue un déjà vu.

De un salto, Stan salió de un bosquecillo y fue a por Lissa, rodeó su torso con el brazo y tiró de ella hacia sí. Mi cuerpo reaccionó al instante, sin rastro de vacilación al moverse para «salvarla». El único problema fue que Eddie también había respondido de manera instantánea y se encontraba más cerca, lo cual hizo que llegase antes que yo. Me desplacé en círculos, en busca de la oportunidad de participar en la acción, pero el modo en que ambos se enfrentaban me impedía hacerlo de forma efectiva.

Eddie atacó a Stan por un costado, rápido y feroz, y apartó de Lissa el brazo de Stan con una fuerza suficiente como para arrancárselo de cuajo. La complexión delgada de Eddie ocultaba a menudo lo musculoso que era en realidad. Stan se agarró con la mano a la mejilla de Eddie y le clavó las uñas, pero había bastado para que Lissa pudiese escabullirse y salir corriendo hasta reunirse con Christian, a mi espalda. Sin ella en medio, me desplacé a un lado con la esperanza de ayudar a Eddie, aunque no hizo falta. Sin pensárselo dos veces, agarró a Stan y lo lanzó al suelo. Unas décimas de segundo después, la estaca de entrenamiento de Eddie se posaba justo sobre el corazón del instructor.

Stan se rió, realmente complacido.

—Muy buen trabajo, Castile.

Eddie retiró la estaca y ayudó a su instructor a levantarse. Una vez finalizada la acción, pude observar los arañazos y golpes que lucía Stan en su rostro. Para nosotros, los novicios, los ataques podían ser unos pocos y esporádicos, pero nuestros guardianes se metían en combate tras combate a diario durante aquellas prácticas. Todos ellos estaban recibiendo muchas agresiones, pero manejaban la situación con elegancia y buen humor.

—Gracias, señor —dijo Eddie. Parecía contento, pero sin presunción.

—De ser un verdadero strigoi, habría sido más veloz y más fuerte, por supuesto, pero juraría que esa velocidad suya habría estado a la par con la de uno de ellos —Stan observó a Lissa—. ¿Se encuentra bien?

—Perfectamente —dijo ella con un rostro radiante. Podía sentir que estaba disfrutando de la emoción. Tenía la adrenalina por las nubes.

La sonriente expresión de Stan desapareció cuando centró su atención en mí.

—Y usted, ¿qué estaba haciendo?

Me quedé mirándole, horrorizada ante el tono de su voz. Era lo mismo que había dicho la última vez.

—¿Qué quiere decir? —exclamé—. ¡Pero si esta vez no me he quedado paralizada! Estaba lista para respaldarle, buscaba una oportunidad para participar.

—Sí —reconoció Stan—. Ése es exactamente el problema. Estaba tan deseosa por soltar un puñetazo que se olvidó de que tenía dos moroi a su espalda. En lo que a usted concierne, bien podían no haber existido. Se encuentra usted en el exterior, en un espacio abierto, y les estaba dando la espalda.

Me acerqué a él a grandes zancadas, y le miré fijamente, sin preocuparme por guardar las formas.

—Esto no es justo. Si estuviésemos en el mundo real y nos atacase un strigoi, no puede usted decirme que otro guardián no participaría y haría todo lo que estuviese en su mano para liquidar al strigoi lo antes posible.

—Es probable que tenga razón —dijo Stan—. Pero usted no estaba pensando en eliminar la amenaza con eficacia. No estaba pensando en sus moroi expuestos. Pensaba en lo pronto que iba a poder hacer algo emocionante y así redimirse.

—¿Q-qué? ¿No le parece que se está pasando un poco con todo eso? Me está calificando en función de lo que cree que son mis motivaciones. ¿Cómo puede estar tan seguro de lo que pienso? —ni siquiera yo misma lo sabía la mitad de las veces.

—Instinto —respondió con misterio.

Sacó una pequeña libreta y tomó en ella algunas notas. Entrecerré los ojos mientras pensaba que ojalá pudiese ver a través de la libreta y distinguir lo que estaba escribiendo sobre mí. Cuando finalizó, volvió a deslizar la libreta en su abrigo y nos hizo un gesto colectivo de asentimiento.

—Ya nos veremos.

Observamos cómo se marchaba a través del terreno nevado, camino del gimnasio donde nos entrenábamos los dhampir. La boca se me había quedado abierta, y al principio no era capaz de pronunciar palabra. Pero ¿cuándo iba a parar esta gente? Me estaba quemando una y otra vez a base de cuestiones técnicas y estúpidas que nada tenían que ver con mi rendimiento en el mundo real.

—No ha sido justo. ¿Cómo me puede juzgar en función de lo que cree que estoy pensando?

Eddie se encogió de hombros mientras proseguíamos nuestro camino hacia los edificios residenciales.

—Puede pensar lo que le plazca. Es nuestro instructor.

—¡Sí, pero me va a poner otra calificación negativa! Las prácticas de campo no tienen sentido si no sirven para demostrar cómo nos iría de verdad contra los strigoi. No me lo puedo creer. Soy buena, realmente buena. ¿Cómo demonios puedo estar suspendiendo esto?

Nadie tenía respuesta para eso, pero Lissa hizo una observación incómoda:

—Bueno… fuese justo o injusto, en una cosa tenía razón. Tú estuviste genial, Eddie.

Levanté la vista hacia Eddie y me sentí mal porque mi rato desagradable estaba haciendo que nos olvidáramos de su éxito. Estaba cabreada —cabreada de veras—, pero era yo quien se las tenía que arreglar con el desacierto de Stan. Eddie había actuado con brillantez, y todo el mundo le felicitó tanto en el camino de regreso que pude ver el sonrojo asomarse a sus mejillas. O quizá fuese cosa del frío. De un modo u otro, me alegraba por él.

Nos acomodamos en el salón, complacidos al encontrarnos con que nadie más lo había ocupado, y con lo cálido y acogedor que era. Cada edificio residencial disponía de unos pocos salones como aquél, todos provistos de películas, juegos de mesa e infinidad de sillas y cómodos sofás. A los estudiantes sólo se nos permitía utilizarlos a determinadas horas. Durante los fines de semana se encontraban abiertos casi todo el tiempo, pero los días lectivos el acceso era muy limitado, presumiblemente, para alentarnos a hacer los deberes.

Eddie y yo evaluamos la estancia y trazamos un plan; a continuación, ocupamos nuestras posiciones. Apoyada contra la pared, observaba con una envidia considerable el sofá en el que estaban tirados Lissa y Christian.

En un principio había pensado que la película me distraería de permanecer alerta, pero la verdad, era mi torbellino de sentimientos lo que me daba vueltas en la cabeza. No podía creer que Stan hubiese dicho lo que dijo. Pero si había admitido, incluso, que en el fragor de la batalla, cualquier guardián intentaría participar en la pelea. Ese argumento suyo acerca de mis ulteriores motivaciones relacionadas con la búsqueda de la gloria era absurdo. Ahora me preguntaba si no estaría corriendo un serio peligro de suspender las prácticas de campo. Seguro que, mientras las aprobase, no me apartarían de Lissa tras la graduación, ¿no? Alberta y Dimitri habían hablado de todo esto como si sólo fuese un experimento para darnos a Lissa y a mí una mayor preparación, pero de repente, una parte ansiosa y paranoica de mí comenzó a hacerse preguntas. Eddie estaba llevando a cabo un trabajo fantástico a la hora de protegerla. Quizá deseaban ver hasta dónde era ella capaz de trabajar bien con otros guardianes. Quizá les preocupase que yo sólo pudiese protegerla bien a ella y no a otros moroi, al fin y al cabo había dejado morir a Mason, ¿no es cierto? Quizá el verdadero examen ahora consistía en ver si me tenían que sustituir. Después de todo, ¿quién era yo en realidad? Una novicia prescindible. Ella era la princesa Dragomir. Siempre contaría con protección, y no tenía por qué ser la mía. El vínculo resultaba inútil si yo, en última instancia, demostraba ser una incompetente.

La llegada de Adrian pausó mi frenética paranoia. Se coló en la sala oscura y me guiñó el ojo al sentarse en una butaca cercana a mí, entre aspavientos. Ya me había imaginado que sólo era cuestión de tiempo que apareciese, pensaba que nosotros éramos su única distracción en el campus. O quizá no, a juzgar por el fuerte olor a alcohol que le rodeaba.

—¿Estás sobrio? —le pregunté al finalizar la película.

—Lo suficiente. ¿Qué ha sido de vosotros, chicos?

Adrian no había visitado mis sueños desde aquel del jardín. También había abandonado algo de su indignante coqueteo. La mayoría de sus apariciones con nosotros fueron para trabajar con Lissa o para aliviar su aburrimiento.

Le resumimos nuestro encuentro con Stan, halagamos la valentía de Eddie y ni mencionamos mi rapapolvo.

—Buen trabajo —dijo Adrian—. Parece que tú también te has llevado tu herida de guerra —y señaló el rostro de Eddie, donde tres marcas rojas brillaban ante nuestros ojos. Me acordé de cómo Stan le clavó las uñas a Eddie durante la pelea para liberar a Lissa.

Eddie se rozó la mejilla.

—Apenas lo noto.

Lissa se incorporó y lo estudió.

—Te han hecho eso al protegerme.

—Me lo he hecho intentando aprobar mis prácticas de campo —bromeó Eddie—. No te preocupes por esto.

Y entonces fue cuando sucedió. La vi apoderarse de ella, esa compasión e innegable impulso de ayudar a los demás que tan a menudo la inundaba. No podía soportar ver el dolor, no soportaba quedarse sentada si podía hacer algo. Noté cómo la poderosa sensación crecía en ella, esa espiral gloriosa que me produjo un cosquilleo en los dedos de los pies. Estaba sintiendo cómo le afectaba. Era un fuego y una dicha enorme. Embriagadora. Estiró el brazo y tocó el rostro de Eddie.

Y las heridas desaparecieron.

Dejó caer la mano, y la euforia del espíritu nos abandonó a las dos.

—Hija de puta —susurró Adrian—. No estabas de broma con eso —observó la mejilla de Eddie—. No queda ni el maldito rastro de ellas.

Lissa, que se había puesto antes en pie, se volvió a hundir en el sillón. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—Lo he hecho. Aún puedo hacerlo.

—Pues claro que puedes —dijo Adrian con desdén—. Ahora tienes que enseñarme cómo se hace.

Lissa abrió los ojos.

—No es tan fácil.

—Ah, ya veo —dijo Adrian con un tono de voz exagerado—. Tú me das la brasa hasta volverme loco preguntándome cómo se ven las auras y cómo se va uno de paseo en sueños, y ahora resulta que no me vas a contar tus secretos profesionales.

—No es un «no quiero» —adujo ella—, es un «no puedo».

—Muy bien, prima, inténtalo.

En ese momento, de forma repentina, se arañó su propia mano con las uñas y se hizo sangre.

—¡Por Dios! —grité yo—. ¿Estás loco? —¿lo decía en broma? Pues claro que estaba loco.

Lissa alargó el brazo, le sostuvo la mano y, exactamente igual que antes, sanó la herida en su piel. El júbilo se apoderó de ella, pero mi estado de ánimo se vino abajo de manera repentina y sin una verdadera causa.

Los dos se enzarzaron en una conversación que no fui capaz de seguir, utilizaban términos habituales de magia junto con otros que, estaba bastante segura, se inventaban sobre la marcha. A juzgar por la expresión de Christian, él tampoco se estaba enterando, y pronto quedó claro que Lissa y Adrian se habían olvidado del resto de nosotros en su celo sobre el misterio del espíritu.

Christian se puso finalmente en pie, con aire aburrido.

—Vamos, Rose; para oír estas cosas, me habría vuelto a clase. Tengo hambre.

Lissa levantó la vista.

—Todavía falta otra hora y media para la cena.

—Proveedores —contestó él—. No he ido a ver hoy al mío.

Le plantó un beso a Lissa en la mejilla y se marchó. Y yo con él. Había empezado a nevar otra vez, y dirigí una mirada acusadora a los copos de nieve que danzaban en caída libre a nuestro alrededor. Me emocioné cuando nevó por primera vez, al comienzo del mes de diciembre, pero a estas alturas, todo este maldito rollo blanco me estaba cansando ya. No obstante, igual que había sucedido unas noches atrás, el salir con un tiempo tan desapacible templó un poco mi mal humor, como si el frío me lo quitase de una bofetada. Me sentía más calmada con cada paso que dábamos camino de los proveedores.

«Proveedor» era el nombre que dábamos a los humanos que se prestaban de forma voluntaria a proporcionar sangre a los moroi de un modo regular. Al contrario que los strigoi, que mataban a las víctimas de las que bebían, los moroi sólo tomaban pequeñas cantidades diarias y no tenían que matar al donante. Estos humanos vivían por y para los subidones que les producían los mordiscos de los vampiros, y parecían perfectamente felices con el hecho de pasar su vida así, apartados del resto de la sociedad humana normal. Para los moroi resultaba raro, aunque era necesario. La escuela solía mantener uno o dos proveedores en la residencia de los moroi durante las horas de sueño, pero durante el día, los estudiantes tenían que dirigirse al edificio común para recibir su chute diario.

Mientras iba caminando, observaba y distinguía las formas de los árboles blancos, las vallas blancas y las rocas blancas, y algo más, también de color blanco, captó mi atención. Bueno, no es que fuese exactamente blanco, tenía algo de color: pálido, desvaído.

Me detuve de forma abrupta y sentí cómo se me abrían los ojos de par en par. Mason estaba allí de pie, al otro lado del patio, prácticamente fundido con un árbol y un poste. «No», pensé. Ya me había convencido de que aquello se había terminado, pero ahí estaba él, mirándome con esa expresión afligida y fantasmal. Señalaba lejos, en dirección al fondo del campus. Miré hacia allá pero sin la menor idea de qué buscar y me volví de nuevo a él. Lo único que podía hacer era mirarle, el miedo se retorcía en mi interior.

Una mano gélida me tocó junto al cuello, y me giré de golpe. Era Christian.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Una vez más dirigí la vista hacia el lugar donde se encontraba Mason. Había desaparecido. Cerré con fuerza los ojos durante unos segundos y suspiré. A continuación, miré a Christian, me puse en marcha y dije:

—Nada.

Christian solía tener siempre alguna retahíla ingeniosa de comentarios cuando estábamos juntos, pero guardó silencio durante el resto de nuestro camino. A mí me consumían mis propios pensamientos y preocupaciones al respecto de Mason, así que tampoco me quedaba mucho que decir. Aquella aparición apenas había durado unos segundos. Teniendo en cuenta lo difícil que resultaba ver ahí fuera, parecía más que probable que la imagen de Mason hubiese sido un efecto visual, ¿no? Intenté convencerme de ello durante el resto del paseo. Cuando entramos en el edificio común y nos sacudimos el frío, me percaté por fin de que algo no cuadraba en Christian.

—¿Qué te pasa? —le pregunté en un intento por dejar de pensar en Mason—. ¿Estás bien?

—Genial —me contestó.

—La forma en que lo acabas de decir es buena prueba de que no estás «genial».

No me hizo el menor caso mientras nos dirigimos a la sala de nutrición, que estaba más concurrida de lo que yo me había imaginado, y todos los cubículos estaban ocupados por moroi. Brandon Lazar era uno de ellos. Mientras se alimentaba, pude captar el desvaído color verde en su mejilla, rastro de un moratón previo, y recordé que jamás llegué a averiguar quién le había zurrado. Christian se presentó al moroi de la puerta y permaneció de pie en la sala de espera, hasta que le llamasen. Yo me estrujaba el cerebro, intentaba imaginar qué podría haber causado su mal humor.

—¿Qué ha pasado? ¿No te ha gustado la película? —no hubo respuesta—. ¿Asqueado por la automutilación de Adrian? —hacérselas pasar canutas a Christian era un placer vergonzoso, y me podía pasar haciéndolo toda la noche. No hubo respuesta—. ¿Estás…? Ah.

Entonces me lo imaginé. Me sorprendió no haber pensado en ello antes.

—¿Te molesta que Lissa quiera hablar de magia con Adrian? —se encogió de hombros, un gesto que me dijo todo lo que necesitaba saber—. Venga ya, que la magia no le gusta más que tú. Es sólo ese rollo suyo, tú ya lo sabes. Se pasó unos cuantos años creyendo que no podía hacer verdadera magia y después va y descubre que sí puede. Claro, con la excepción de que se trataba de ese tipo de magia tan extravagante y por completo impredecible. Sólo está intentando entenderlo, nada más.

—Lo sé —dijo entre dientes al tiempo que recorría la sala con la mirada pero sin fijarse realmente en nadie—. Ése no es el problema.

—Entonces, ¿por qué…? —dejé que mis palabras se fueran apagando en el instante en que sentí otra revelación—. Tienes celos de Adrian.

Christian clavó en mí sus ojos del color azul del hielo, y supe que había dado en el blanco.

—No estoy celoso, es sólo que me siento…

—Inseguro ante el hecho de que tu novia pase mucho tiempo con un tío que está forrado y razonablemente bueno, y que le podría gustar. O, como solemos llamarlo, celoso.

Se apartó de mi lado, claramente molesto.

—Es posible que se haya acabado nuestra luna de miel, Rose. Mierda. Y esta gente, ¿por qué tarda tanto?

—Mira —le dije mientras cambiaba de posición. Me dolían los pies después de pasar firme tanto tiempo—, ¿es que no prestaste atención a mi discurso romántico del otro día acerca de que Lissa te lleva en el corazón y todo eso? Está loca por ti, tú eres el único a quien quiere, y créeme, eso lo puedo afirmar con una certeza del cien por cien. Si hubiera alguien más, yo lo sabría.

El rastro de una sonrisa se asomó por sus labios.

—Tú eres su mejor amiga, podrías estar cubriéndole la espalda.

Me mofé.

—No si ella estuviese con Adrian. Te lo aseguro, no le interesa lo más mínimo, gracias a Dios, al menos sentimentalmente.

—Aun así, él puede ser muy persuasivo, y sabe utilizar su coerción…

—Pero no la usa con ella. Ni siquiera sé si puede, creo que se anulan el uno al otro. Además, ¿es que no te has fijado? Yo soy el desafortunado objeto de las atenciones de Adrian.

—¿En serio? —preguntó Christian, claramente sorprendido. Hay que ver lo ajenos que eran los tíos a este tipo de cosas—. Sé que tontea…

—Y aparece en mis sueños sin que le haya invitado. Una vez visto que no puedo escapar, para él supone la oportunidad perfecta de torturarme con su supuesto encanto e intentar ponerse romántico.

Su expresión se tornó suspicaz.

—También aparece por los sueños de Lissa.

Toma. No debía haber mencionado los sueños. ¿Cómo era eso que había dicho Adrian?

—Los suyos son instructivos. No creo que tengas por qué preocuparte.

—La gente no se quedaría mirando si apareciese con Adrian en una fiesta.

—Ah —dije yo—, entonces es eso de lo que se trata en realidad. ¿Crees que vas a echar a perder su imagen?

—Es que a mí no se me dan tan bien… todos esos rollos sociales —admitió en una extraña muestra de vulnerabilidad—. Y me parece que Adrian tiene una reputación mejor que la mía.

—¿Estás de coña?

—Venga, Rose. Beber y fumar no tienen ni de lejos la misma categoría que el hecho de que la gente crea que te vas a convertir en un strigoi. Me di cuenta del modo en que actuaba todo el mundo cuando ella me llevaba a las cenas y eso en la estación de esquí. Soy un lastre, y ella es la única representante de su familia, va a pasarse el resto de su vida metida en política, intentando estar a bien con la gente. Adrian podría hacer mucho más que yo por ella a ese respecto.

Me resistí al ataque de ganas de sacudirle literalmente para que recobrase el sentido.

—Veo el pasado que te precede, pero hay un pequeño fallo en tu hermética lógica: no hay nada entre Adrian y ella.

Desvió la mirada y no dijo nada más. Tuve la sospecha de que sus sentimientos iban más allá del simple hecho de que ella estuviese con otro. Tal y como él mismo había llegado a admitir, tenía una maraña de inseguridades al respecto de Lissa. Estar con ella había logrado verdaderas maravillas en lo referente a su actitud y su sociabilidad pero, al fin y a la postre, le seguía costando superar su procedencia: una familia «marcada». Todavía le preocupaba no ser lo bastante bueno para ella.

—Rose tiene razón —dijo una inoportuna voz a nuestras espaldas. Preparé la mejor de mis miradas y me volví para enfrentarme a Jesse. Como es natural, Ralf no andaba muy lejos, al acecho. El novicio asignado a Jesse, Dean, vigilaba en la entrada. Al parecer tenían una relación más formal al estilo guardaespaldas-protegido. Jesse y Ralf no estaban haciendo cola cuando nosotros llegamos, sino que se habían dejado caer por allí y habían oído lo suficiente como para componer parte de nuestra conversación—. Tú sigues siendo de la realeza. Tienes todo el derecho de estar con ella.

—¡Pero bueno, hay que ver cómo hemos cambiado! —le dije—. ¿No erais vosotros, chicos, quienes me decían el otro día que Christian podía convertirse en un strigoi en cualquier momento? Si yo fuera uno de vosotros, vigilaría bien mi cuello: parece peligroso.

Jesse se encogió de hombros.

—Eh, tú dijiste que estaba limpio, y si alguien sabe aquí de strigoi, ésa eres tú. Además, estamos empezando a pensar que esa naturaleza beligerante de los Ozzera es buena en realidad.

Lo estudié con suspicacia, tenía asumido que había algún tipo de trampa. Parecía sincero, como si estuviese realmente convencido de que Christian era seguro.

—Gracias —dijo Christian con una leve sonrisa despectiva que le curvaba los labios—. Ahora que tanto yo como mi familia hemos obtenido vuestra aprobación, por fin podré continuar con mi vida. Era lo único que me lo estaba impidiendo.

—Lo digo en serio —dijo Jesse—. Los Ozzera han estado algo tapados últimamente, pero eran una de las familias más fuertes, y podrían volver a serlo; tú en especial. No temes hacer cosas que se supone que no debes hacer. Eso nos gusta. Si superases esa mierda antisocial tuya, tendrías la posibilidad de entablar las amistades apropiadas y llegar lejos. Y eso podría hacer que dejases de preocuparte tanto por Lissa.

Christian y yo intercambiamos una mirada.

—¿Adónde quieres llegar? —preguntó él.

Jesse sonrió y lanzó una mirada encubierta a nuestro alrededor.

—Algunos de nosotros hemos estado reuniéndonos. Hemos formado un grupo: una especie de unión de quienes procedemos de las mejores familias, ya sabes. Entre los ataques de los strigoi hace un mes y que la gente no tiene ni idea de qué hacer, las cosas andan un poco descontroladas. También charlamos sobre el tema de hacernos combatir y de nuevas formas de repartirnos los guardianes —lo dijo con desprecio, y yo me mostré irritada al oír cómo hablaba de nosotros como si fuésemos objetos—. Hay demasiada gente que no pertenece a la realeza y está intentando hacerse cargo de la situación.

—¿Y por qué iba a ser eso un problema, si sus ideas son buenas? —le pregunté.

—Sus ideas no son buenas. No saben cuál es su sitio. Algunos hemos empezado a pensar en formas de protegernos de eso y de cuidar los unos de los otros. Creo que te gustaría lo que hemos aprendido a hacer. Al fin y al cabo, somos nosotros quienes han de seguir tomando las decisiones, no los dhampir ni otros moroi. Nosotros somos la élite, los mejores. Únete a nosotros y algo habrá que podamos hacer para ayudarte con Lissa.

No pude evitarlo. Me partí de risa. Christian se limitó a parecer asqueado.

—Retiro lo que he dicho antes —afirmó—. Esto es lo que había estado esperando toda mi vida, una invitación para unirme a vuestro club de Boy Scouts.

Ralf, corpulento y pesado, dio un paso al frente.

—Oye, tú, no nos jodas, que esto va en serio.

Christian suspiró.

—Entonces no me jodáis vosotros a . Si de verdad creéis que quiero ir por ahí con vosotros y facilitar aún más las cosas a unos moroi que ya son unos niños de papá y unos egoístas, entonces es que sois todavía más estúpidos de lo que había imaginado, que ya es decir.

La ira y la vergüenza se apoderaron de los rostros de Jesse y Ralf, pero el misericordioso destino hizo que dijeran el nombre de Christian en ese preciso instante. Su aspecto al cruzar la habitación era considerablemente más alegre. No hay nada como una confrontación con dos tontos del culo para hacerte sentir más feliz con tu propia vida amorosa.

La proveedora asignada a Christian esa noche era una mujer llamada Alice, la más mayor de todo el campus. La mayoría de los moroi preferían donantes jóvenes, pero a Christian, con lo retorcido que era, le gustaba esa mujer por ser algo senil. No es que fuese tan mayor —sesenta y pico—, pero la elevada cantidad de endorfinas de vampiro a lo largo de su vida había acabado por afectarle.

—Rose —me dijo conforme volvía sus aturdidos ojos azules hacia mí—, tú no sueles ir con Christian. ¿Te has peleado con Vasilisa?

—Nada de eso —dije—. Estoy cambiando un poco de paisaje.

—Paisaje —murmuró mientras miraba a una ventana próxima. Los moroi tintaban las ventanas para impedir el paso de la luz, y dudé seriamente que un humano pudiese ver algo—. El paisaje está cambiando siempre. ¿Os habéis dado cuenta de eso?

—Nuestro paisaje no —dijo Christian, sentado junto a ella—. Esa nieve no va a desaparecer, al menos por unos meses.

Ella suspiró y le dedicó una mirada de exasperación.

—No me refería al paisaje.

Christian me sonrió divertido, se inclinó sobre ella y le hundió los dientes en el cuello. La expresión de Alice se fue perdiendo, y toda la charla sobre el paisaje o cualquier cosa a la que ella se refiriese fue quedando atrás conforme él bebía de ella. Yo vivía tan rodeada de vampiros que la mitad de las veces ni siquiera me acordaba de sus colmillos. A la mayoría de los moroi se le daba realmente bien ocultarlos. Sólo recordaba el poder que tenía un vampiro en momentos como éstos.

Por lo general, cuando veía nutrirse a un vampiro, me recordaba la época en que Lissa y yo nos largamos de la academia, y yo dejé que ella se alimentase de mí. Nunca llegué a los niveles de adicción salvaje de los proveedores, pero sí que había disfrutado del breve subidón. Antes lo deseaba de un modo que jamás podría reconocer ante nadie: en nuestro mundo, sólo los humanos donaban sangre. Los dhampir que lo hacían eran cutres y sufrían humillaciones.

Ahora, cuando veía a un vampiro beber, ya no pensaba en lo bien que sentaba el subidón. En cambio, regresaba a golpe de flashback a aquella habitación en Spokane, donde Isaiah, nuestro secuestrador strigoi, se había nutrido de Eddie. Los sentimientos que provocaba en mí eran de todo menos buenos. Eddie había sufrido de un modo horrible, y yo no había sido capaz de hacer nada excepto quedarme ahí sentada y mirar. Con una mueca, me aparté de Christian y Alice.

Cuando salimos de la sala de nutrición, Christian parecía más radiante y animado.

—Ya está aquí el fin de semana, Rose. Nada de clases… y tú tienes tu día libre.

—No —le contesté. Mierda, ya casi se me había olvidado. ¿Por qué tendría que habérmelo recordado? Ya casi me estaba empezando a sentir mejor después del incidente con Stan. Suspiré—. Yo tengo servicios comunitarios.