SIETE

Los moroi recogieron sus cosas cuando llegó el primer aviso del toque de queda. Adrian se marchó sin más, pero Lissa y Christian se tomaron su tiempo para regresar a sus edificios dando un paseo. Iban cogidos de la mano, la cabeza del uno apoyada en el otro, y cuchicheaban acerca de algo sobre lo que yo podía haber «espiado» de haberme metido en la mente de Lissa. Seguían indignados por las noticias sobre Victor.

Les di un poco de privacidad y mantuve la distancia, vigilante, mientras Eddie se alejaba hacia un costado. Dado que había más moroi que dhampir en el campus, los moroi contaban con dos edificios residenciales contiguos. Lissa y Christian residían en edificios distintos, y se detuvieron al llegar al punto del patio exterior donde se separaban los senderos. Se dieron un beso de despedida, y yo hice todo lo que pude por interpretar ese papel de guardián que lo ve todo pero sin ver nada en realidad. Lissa se despidió de mí con una voz y se marchó a su edificio con Eddie. Yo seguí a Christian al suyo.

De haberme encontrado protegiendo a Adrian o a algún otro como él, es muy posible que hubiese tenido que aguantar bromas de cariz sexual sobre eso de dormir tan cerca el uno del otro durante las próximas seis semanas, pero Christian me trataba de esa manera informal y brusca con que uno trataría a su hermana. Despejó una zona del suelo para mí y, cuando regresó de lavarse los dientes, ya me había preparado yo una buena cama a base de mantas. Apagó las luces y se metió en la suya.

Tras unos instantes de silencio, le llamé:

—¿Christian?

—Ahora es cuando nos toca dormir, Rose.

Bostecé.

—Créeme, yo también quiero dormir, pero tengo una pregunta.

—¿Tiene que ver con Victor? Porque necesito dormir, y eso me va a volver a cabrear.

—No, se trata de otra cosa.

—Ok, dispara.

—¿Por qué tú no te has reído de mí por lo que pasó con Stan? Todo el mundo está intentando descubrir si fue un fallo mío o si lo hice adrede. Lissa me ha echado una charla. Adrian también lo ha hecho un poco, y los guardianes… bueno, olvidémonos de ellos. Pero tú no has dicho nada. Pensé que serías el primero en soltar comentarios ingeniosos.

Más silencio, y tuve la esperanza de que estuviese pensando en la respuesta y no se hubiese quedado dormido.

—No tenía ningún sentido echarte la charla —dijo por fin—. Sé que no lo hiciste a propósito.

—¿Por qué no? Es decir, no es que te lleve la contraria, porque no lo hice aposta, pero ¿por qué estás tan seguro?

—Por nuestra conversación en Ciencia culinaria. Y por cómo eres. Yo te vi en Spokane. Quien es capaz de hacer lo que tú hiciste para salvarnos… bueno, no harías algo tan infantil como esto.

—Vaya. Gracias. Yo… bueno, significa mucho para mí —Christian me creía cuando no lo hacía nadie más—. Eres algo así como la primera persona que de verdad cree que fue un fallo sin ningún motivo oculto.

—Bueno —dijo—, tampoco creo eso.

—¿Creer qué? ¿Que fue un fallo? ¿Por qué no?

—¿No me estabas escuchando? Te vi en Spokane. Alguien como tú ni falla ni se queda paralizado.

Comencé a argumentarle a él en la misma línea que había utilizado con los guardianes, que matar strigoi no me convertía en invencible, pero me interrumpió.

—Además, vi la cara que se te puso ahí fuera.

—Fuera… ¿en el patio?

—Claro —transcurrieron otros instantes en silencio—. No sé qué pasó, pero el aspecto que tenías… no era el de alguien que se la estaba intentando devolver a nadie. No era tampoco el de alguien que se queda en blanco ante el ataque de Stan. Era algo diferente y, ¿quieres que te diga la verdad? ¿Tu expresión? Daba miedo.

—Pero… tampoco es que me estés echando la charla por eso.

—No es cosa mía. Si fue algo tan gordo como para apoderarse de ti de esa manera, entonces debe de ser importante. En último caso, me siento a salvo contigo, Rose. Sé que me protegerías si hubiese strigoi de verdad ahí fuera —bostezó—. Muy bien, ahora que ya he desnudado mi alma, por favor, ¿podemos dormir? Quizá a ti no te haga falta para mantenerte joven y bella, pero otros no somos tan afortunados.

Le dejé dormir, y pronto cedí yo también al agotamiento. Había sido para mí un día muy largo, y acumulaba la falta de sueño por la noche anterior. Una vez dormida profundamente, comencé a soñar. En cuanto lo hice, percibí los reveladores signos de los sueños artificiales de Adrian.

—Oh, no —refunfuñé.

Me encontraba en un jardín, en pleno verano. El ambiente era denso y húmedo, y el sol me bañaba en áureas oleadas. Flores de todas las tonalidades me rodeaban, y el aire estaba cargado del aroma de las lilas y las rosas. Las abejas y las mariposas danzaban de flor en flor. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de tirantes de lino. Del cuello me colgaba mi nazar, un pequeño ojo azul hecho de cristal que supuestamente alejaba al diablo, y también llevaba en la muñeca una pulsera de cuentas con una cruz, un chotki. Se trataba de una reliquia familiar de los Dragomir que Lissa me había regalado. Rara vez llevaba joyas en mi quehacer diario, pero siempre aparecían en aquellos sueños.

—¿Dónde estás? —grité—. Sé que estás aquí.

Adrian salió de detrás de un manzano que estaba cargado de flores rosas y blancas. Vestía vaqueros, algo que nunca le había visto ponerse con anterioridad. Le quedaban bien, sin duda de marca con nombre de diseñador. Una camiseta de algodón de color verde oscuro —muy simple también— le cubría el torso, y la luz del sol formaba reflejos dorados y castaños en su pelo oscuro.

—Te dije que te mantuvieses alejado de mis sueños —le solté con los brazos en jarras.

Él me obsequió con su sonrisa perezosa.

—¿De qué otra manera se supone que vamos a hablar? Antes no parecías muy amistosa.

—Quizá tendrías más amigos si no utilizases la coerción con la gente.

—Debía protegerte de ti misma. Tu aura tenía el aspecto de una nube tormentosa.

—Vale, por una vez, por favor, ¿podemos no hablar de auras y de mi inminente condenación?

La expresión de sus ojos me decía que estaba realmente interesado en aquello, pero lo dejó estar.

—Muy bien, podemos hablar de otras cosas.

—¡Pero es que no quiero hablar de nada! Quiero dormir.

—Estás durmiendo —Adrian sonrió y se acercó a estudiar una enredadera en flor que ascendía por un poste. Tenía flores de color naranja y amarillo con forma de trompeta. Recorrió suavemente con los dedos el borde de una de las flores—. Éste era el jardín de mi abuela.

—Genial —dije al tiempo que me acomodaba contra el tronco de un manzano. Tenía pinta de que íbamos a estar allí un buen rato—. Ahora me toca oír la historia de tu familia.

—Oye, que era una mujer increíble.

—Estoy segura de que lo era. ¿Me puedo ir ya?

Sus ojos permanecían clavados en las flores de la enredadera.

—No deberías sacudir los árboles genealógicos de los moroi. No sabes nada sobre tu padre y, conforme a lo que sabes, podríamos ser parientes.

—¿Significaría eso que me ibas a dejar en paz?

Regresó hacia mí dando un paseo y prosiguió como si no hubiese habido interrupción.

—Bah, no te preocupes, creo que procedemos de árboles distintos. ¿No es turco tu padre?

—Sí, según mi… Eh, ¿me estás mirando el pecho?

Me estaba estudiando con mucha atención, pero sus ojos ya no se dirigían a mi cara. Crucé los brazos delante del pecho y le observé desafiante.

—Miro tu camiseta —me dijo—. El color está mal.

Estiró el brazo y rozó un tirante. Como si fuera tinta que se esparce por un papel, la tela de color hueso se tiñó del mismo color añil de las flores de la enredadera. Entrecerró los ojos como un artista experto que estudia su obra.

—¿Cómo has hecho eso? —exclamé.

—Es mi sueño. Mmm. No te va el azul mustio. Bueno, al menos en lo referente al color. Probemos esto —el añil se fue iluminando hasta alcanzar un color carmesí brillante—. Sí, eso es. Tu color es el rojo. Rojo como una rosa, como un caramelo, dulce, la dulce Rose.

—Dios mío —suspiré—. No sabía que podías ponerte en modo demente incluso en sueños —nunca se ponía tan tétrico y deprimido como le había pasado a Lissa el año anterior, pero el espíritu, sin duda, lo volvía bastante raro a veces.

Retrocedió unos pasos y abrió los brazos.

—Yo siempre enloquezco a tu alrededor, Rose. Ahora mismo, voy a componer un improvisado poema para ti —echó la cabeza hacia atrás y gritó al cielo:

Para Rose, el rojo vivo,

nunca el triste añil,

incisiva como la espina,

igual lucha en buena lid.

Adrian dejó caer los brazos y me observó con expectación.

—¿Cómo puede luchar una espina? —le pregunté.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—El arte no tiene por qué tener sentido, pequeña dhampir. Además, se supone que estoy loco, ¿no?

—No el más loco que yo haya visto.

—De acuerdo —dijo mientras se encaminaba a observar unas hortensias—. Me esforzaré en eso.

Arranqué a preguntarle de nuevo cuándo podía «regresar» a dormir, pero nuestra conversación me trajo algo más a la cabeza.

—Adrian… ¿cómo sabes tú si estás loco o no?

Se volvió desde las flores con una sonrisa en el rostro. Presentía que estaba a punto de hacer otra broma, pero entonces me miró con más atención. La sonrisa se desvaneció, y se puso inusualmente serio.

—¿Piensas que estás loca? —me preguntó.

—No lo sé —contesté con la mirada fija en el suelo. Iba descalza, y las briznas finas del césped me hacían cosquillas en los pies—. He estado… viendo cosas.

—La gente que está loca rara vez se cuestiona si lo está —apuntó con inteligencia.

Suspiré y volví a mirarle.

—Eso no me ayuda mucho.

Volvió caminando hacia mí y me posó una mano en el hombro.

—Yo no creo que estés loca, Rose. Sin embargo, pienso que has pasado por mucho.

Fruncí el ceño.

—¿Qué significa eso?

—Significa que no creo que estés loca.

—Gracias, eso aclara las cosas. Ya sabes, estos sueños están empezando a fastidiarme de verdad.

—A Lissa no le molestan —dijo.

—¿También te paseas de visita por los suyos? En serio, ¿es que no tienes límite?

—Qué va, los suyos son instructivos. Quiere aprender cómo hacerlo.

—Genial. Entonces yo soy la única afortunada que tiene que aguantar tu acoso sexual.

Pareció realmente herido.

—Ojalá no te comportases como si yo fuese el mismísimo diablo personificado.

—Lo siento. Es que no he tenido muchos motivos para creer que eres capaz de hacer algo útil.

—Cierto, al contrario que tu mentor asaltacunas. No veo que estés haciendo verdaderos progresos con él.

Retrocedí un paso y entrecerré los ojos.

—Deja a Dimitri al margen de esto.

—Lo haré cuando dejes de actuar como si él fuese perfecto. Corrígeme si me equivoco, pero él es uno de los que te han ocultado lo del juicio, ¿no es así?

Desvié la mirada.

—Eso no tiene importancia ahora mismo. Además, él tiene sus razones.

—Sí, que al parecer no incluyeron el ser sincero contigo o el pelear por llevarte allí, mientras que yo… —se encogió de hombros—, yo podría conseguirte acceso al juicio.

—¿Tú? —le pregunté con una risa cruel—. ¿Cómo vas a conseguir tú eso? ¿Es que te fumas un cigarrillo con el juez en sus descansos? ¿Vas a utilizar la coerción con la reina y la mitad de la realeza presente en el tribunal?

—No deberías ser tan rápida a la hora de atizarle a quien te puede ayudar. Solamente espera —me dio en la frente un ligero beso del que traté de escabullirme—. Por el momento, vete a descansar.

El jardín se desvaneció, y volví a caer en la habitual oscuridad del sueño.