SEIS

Tan sólo habían presenciado lo sucedido en el patio otros tres testigos, pero aun así, de manera sorprendente, todo el mundo parecía saberlo cuando regresé al edificio común un poco más tarde. Las clases ya habían finalizado, y muchos estudiantes iban y venían por los pasillos, a estudiar o a volver a presentarse a alguna prueba. Intentaban ocultar sus miradas y susurros, pero no se les daba demasiado bien. Quienes cruzaban su mirada con la mía o bien me ofrecían una sonrisa tensa, o bien desviaban la vista a otro sitio de inmediato. Maravilloso.

Sin un vínculo psíquico con Christian, no tenía ni idea de dónde encontrarle. Podía sentir que Lissa estaba en la biblioteca y me imaginé que ése sería un buen lugar para empezar a buscar. Por el camino hacia allí, oí una voz masculina gritar a mi espalda:

—Te has pasado un poco esta vez, ¿no te parece?

Me di la vuelta y me encontré a Ryan y a Camille, que caminaban unos pasos detrás de mí. De haber sido yo un tío, mi respuesta habría sido «¿Quieres decir con tu madre?», pero como no era un tío y, además, guardaba ciertas formas, sólo le dije:

—No sé de qué estás hablando.

Ryan se apresuró a alcanzarme.

—Sabes perfectamente a qué me refiero. A Christian. Me han contado que cuando atacó Stan, te quedaste ahí en plan «toma, cárgatelo», y te largaste por las buenas.

—Oh, Dios —gruñí. Ya era lo bastante malo que todo el mundo hablase de ti, pero ¿por qué acababan las historias tan tergiversadas?—. No es eso lo que pasó.

—¿Ah, sí? —preguntó—. ¿Por qué tuviste entonces que ir a ver a Alberta?

—Mira —le dije sin guardar ya tan bien las formas—, fallé durante el ataque… Ya sabes, algo parecido a lo que hiciste tú cuando no prestaste atención en el vestíbulo, ¿no?

—Eh —exclamó al tiempo que se sonrojaba un poco—, que yo acabé participando en eso, hice mi papel.

—¿Es así como llaman ahora a que te maten?

—Al menos yo no me comporté como una llorona que se niega a pelear.

Me acababa de calmar tras la conversación con Dimitri, y el temperamento ya se me estaba empezando a rebelar. Era como un termómetro a punto de reventar.

—Ya sabes, en vez de dedicarte a criticar a los demás, quizá deberías prestar una mayor atención a tus propios deberes como guardián —señalé a Camille con un gesto de la barbilla, quien hasta el momento había permanecido en silencio, pero su rostro denotaba que se había estado tragando todo aquello.

Ryan se encogió de hombros.

—Soy capaz de hacer ambas cosas. Shane nos sigue desde allí atrás, y la zona que tenemos por delante está libre. No hay puertas. Fácil —dio unas palmaditas en el hombro de Camille—. Está a salvo.

—Es fácil asegurar este sitio. No te iría tan bien en el mundo real, con strigoi de verdad.

Se le borró la sonrisa, y la ira le brilló en los ojos.

—Cierto. Tal y como me han contado, tú tampoco lo hiciste demasiado bien ahí fuera, no al menos en lo que a Mason se refiere.

Una cosa era provocarme con lo que había sucedido con Stan y con Christian, pero ¿insinuar que yo era responsable de la muerte de Mason? Inaceptable. Yo fui quien mantuvo a Lissa a salvo durante dos años en el mundo de los humanos. Yo fui quien mató a dos strigoi en Spokane. Yo era el único novicio de la academia con marcas molnija, los pequeños tatuajes que se otorgaba a los guardianes como hito de la muerte de un strigoi. Me había enterado de los cuchicheos que se produjeron tras lo que le pasó a Mason, pero nadie me había dicho nunca nada a la cara. La idea de que Ryan o cualquier otro pensase que yo tenía la culpa de la muerte de Mason era demasiado. Ya me culpaba yo bastante a mí misma sin su ayuda.

El termómetro reventó.

En un movimiento único y fluido, conseguí sobrepasarle, agarré a Camille y la empujé contra la pared. No lo hice con tanta fuerza como para que se hubiese hecho daño, pero sí que estaba sorprendida. Tenía los ojos bien abiertos, aturdida, y la inmovilicé por medio de la presión que mi antebrazo ejercía sobre su garganta.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó Ryan, cuya mirada iba y venía entre nuestros rostros. Modifiqué ligeramente mi postura sin dejar de ejercer presión sobre Camille.

—Ampliar tus conocimientos —dije complacida—. Asegurar ciertos lugares no es tan sencillo como tú crees.

—¡Estás loca! No puedes hacer daño a un moroi. Si los guardianes se enteran…

—No lo hago —contesté. La miré a ella—. ¿Te estoy haciendo daño? ¿Sufres un dolor insoportable?

Vaciló, y entonces hizo con la cabeza lo más parecido a un gesto negativo que pudo.

—¿Estás incómoda?

Un leve asentimiento.

—¿Lo ves? —le dije a Ryan—. La incomodidad no es lo mismo que el dolor.

—Estás loca. Suéltala.

—No he terminado, Ry. Presta atención porque esto es de lo que se trata: el peligro puede venir de cualquier parte, no sólo de los strigoi o de guardianes disfrazados de strigoi. Tú sigue comportándote como un gilipollas arrogante que cree saberlo todo —aumenté un poco más la presión con el brazo sin que fuese aún suficiente para afectar a su respiración o causarle verdadero dolor—, y se te escaparán cosas. Y esas cosas pueden matar a tu moroi.

—Vale, vale, lo que tú quieras. Por favor, para ya —dijo con un temblor en la voz. Se acabó la pose de gallito—. La estás asustando.

—Yo también estaría asustada si mi vida se encontrase en tus manos.

El aroma de clavo me alertó de la presencia de Adrian. Advertí también que Shane y otros se habían acercado a mirar. Los demás novicios se mostraban inseguros, como si quisiesen separarme pero tuvieran miedo de herir a Camille. Era consciente de que debía soltarla, pero Ryan me acababa de poner de muy mal humor. Tenía que demostrarle algo. Tenía que devolvérsela. Y, la verdad, ni siquiera lo sentía por Camille ya que estaba segura de que se había despachado a gusto cotilleando también sobre mí.

—Esto es fascinante —dijo Adrian con un tono de voz tan perezoso como de costumbre—, pero creo que ya le has dejado claras las cosas.

—No sé yo —dije. Conseguí que el tono de mi voz sonase dulce y amenazador a la vez—. A mí no me parece que Ryan lo haya pillado aún.

—¡Por Dios santo, Rose! Lo he pillado —vociferó Ryan—. Suéltala ya.

Adrian me rodeó y se situó junto a Camille. Estábamos muy apretadas la una contra la otra, pero él se las arregló para colocarse de forma que su rostro quedaba en mi línea de visión, casi junto al de ella. Lucía esa torpe sonrisa de suficiencia habitual en él, pero había algo serio en sus oscuros ojos verdes.

—Sí, pequeña dhampir, suéltala. Ya has terminado con esto.

Quería decirle a Adrian que se apartase de mí, que sería yo quien dijese cuándo se había acabado aquello. De algún modo, no conseguí pronunciar palabra. Una parte de mí estaba enfurecida ante su intromisión, la otra parte de mí pensaba que sonaba… razonable.

—Suéltala —reiteró.

Tenía ya los ojos puestos en Adrian, no en Camille. De pronto, todo mi ser decidió que parecía razonable. Tenía que soltarla. Quité el brazo y me aparté. Camille tragó saliva y salió disparada a ocultarse detrás de Ryan, lo utilizó a modo de escudo. Entonces vi que estaba a punto de echarse a llorar. La expresión de Ryan denotaba simple aturdimiento.

Adrian se enderezó e hizo un gesto de rechazo a Ryan.

—Yo me largaría de aquí antes de que enfades de verdad a Rose.

Ryan, Camille y el resto se fueron retirando lentamente de nuestro alrededor. Adrian me rodeó con el brazo y se apresuró a sacarme de allí camino de la biblioteca. Tuve una sensación extraña, como si me estuviese despertando, y a cada paso las cosas se volvían más y más claras. Me quité su brazo de encima de un empujón y me separé de él.

—¡Acabas de utilizar la coerción conmigo! —exclamé—. Me has obligado a soltarla.

—Alguien tenía que hacerlo. Parecías a punto de estrangularla.

—No es así, no lo habría hecho —abrí la puerta de la biblioteca—. No tenías derecho a hacerme eso. Ningún derecho —la coerción, forzar a la gente a hacer lo que tú quisieras, era una capacidad que todos los vampiros poseían en un grado ínfimo. Utilizarla se consideraba inmoral, y la mayoría era incapaz de controlarla lo suficientemente bien como para causar verdadero daño. El espíritu, sin embargo, potenciaba dicha capacidad y hacía que Adrian y Lissa fueran muy peligrosos.

—Y tú no tenías derecho a abalanzarte sobre una pobre chica en el vestíbulo tan sólo para resarcir tu orgullo herido.

—Ryan no tenía derecho a decirme esas cosas.

—Ni siquiera sé qué son «esas cosas», pero a menos que haya calculado mal tu edad, me parece que ya eres mayorcita para agarrarte una pataleta por un cotilleo ocioso.

—¿Agarrarme una…?

Mis palabras no llegaron a alcanzar su objetivo ya que nos aproximamos a Lissa, que se encontraba en una mesa, trabajando. Su rostro y sus sensaciones me decían que se avecinaban problemas. Eddie estaba de pie a un metro de ella, apoyado contra la pared, vigilando la sala. Sus ojos se abrieron bien al verme, pero no dijo nada cuando llegué.

Me deslicé en la silla frente a la de Lissa.

—Eh.

Levantó la vista y suspiró, para volver a poner su atención en el libro de texto que tenía abierto ante sí.

—Me preguntaba cuándo aparecerías —dijo—. ¿Te han apartado?

Sus palabras transmitían calma y corrección, pero yo podía leer sus sentimientos subyacentes.

—No por esta vez —contesté—. Sólo me ha caído una de servicios comunitarios.

No dijo nada, pero el genio airado que yo percibía a través del vínculo persistía inalterado.

Entonces fui yo quien suspiró.

—Muy bien, háblame, Liss. Sé que estás enfadada.

Adrian me miró a mí, y después a ella, y a mí de nuevo.

—Me da la sensación de que me estoy perdiendo algo.

—Vaya, genial —le dije—. ¿Has ido a jorobarme mi pelea y ni siquiera sabías de qué iba?

—¿Pelea? —preguntó Lissa, a cuya ira se sumaba ahora la confusión.

—¿Qué pasó? —preguntó Adrian.

Hice un gesto de asentimiento a Lissa.

—Adelante, cuéntaselo.

—A Rose la pusieron antes a prueba y se negó a proteger a Christian —meneó la cabeza, exasperada, y clavó sus ojos en mí de un modo acusador—. No me puedo creer que sigas de verdad lo bastante enfadada como para hacerle algo así a Christian. Es tan infantil.

Lissa había llegado a la misma conclusión que los guardianes. Suspiré.

—¡No lo hice a propósito! Acabo de salir de toda una vista entera sobre esta mierda, y a ellos les he dicho lo mismo.

—¿Qué pasó, entonces? —me inquirió—. ¿Por qué lo hiciste?

Vacilé, sin saber con seguridad qué decir. Mi falta de deseos de hablar ni siquiera tenía nada que ver con el hecho de que Adrian y Eddie estuviesen escuchando, aunque, sin duda, no deseaba que lo hiciesen. El problema era más complejo.

Dimitri tenía razón: había gente en quien podía confiar, y en dos de esas personas confiaba de manera incondicional, en él y en Lissa. Ya había rehusado contarle a él la verdad. ¿Iba a hacer —sería capaz de hacer— lo mismo con ella? Aunque estuviese enfadada, yo sabía que Lissa siempre me apoyaría y estaría a mi lado, pero justo igual que con Dimitri, me sentía reacia ante la idea de contarle mi historia de fantasmas. Igual también que en el caso de Dimitri, me veía ahora en el mismo aprieto: ¿loca o incompetente?

Pude sentir sus pensamientos, puros y claros, a través del vínculo. No había ningún rastro u oscuridad, ninguna traza de enfado, y, aun así, algo se movía en el fondo. Una ligera inquietud. Los antidepresivos necesitaban su tiempo para hacer efecto en el organismo y para dejar de hacerlo, pero su magia ya se estaba despertando sólo un día después. Mi mente regresó a mis fantasmales encuentros y desenterró el recuerdo de ese Mason translúcido, triste. ¿Cómo iba a poder siquiera empezar a explicarle eso? ¿Cómo iba a ser capaz de sacar un tema de conversación tan extraño y fantasioso como ése cuando ella había realizado tantos esfuerzos por conseguir un poco de normalidad en su vida y ahora se enfrentaba al reto de mantener su magia bajo control?

No, comprendí. No podía contárselo. Aún no, en especial cuando de repente me acordé de que todavía tenía algo muy gordo de lo que debía hacerla partícipe.

—Me quedé paralizada —dije por fin—. Es una estupidez. Yo, chuleando tanto con que podía tumbar a cualquiera, y va Stan y… —me encogí de hombros—. No sé. No pude reaccionar, sin más. Yo… me avergüenzo. Y de entre todo el mundo, tenía que ser él.

Lissa me estudió con detenimiento, en busca de cualquier signo de falta de honestidad. Me dolía pensar que no confiase en mí, excepto… porque en realidad le estaba mintiendo. Tal y como le había dicho a Dimitri, sin embargo, podía ser una gran mentirosa cuando me lo proponía. Lissa no se percató.

—Ojalá pudiese leerte el pensamiento —caviló.

—Venga ya —le dije—. Si ya me conoces. ¿En serio crees que haría algo así? ¿Abandonar a Christian y hacerme parecer estúpida yo misma y a propósito tan sólo para devolvérsela a mis profesores?

—No —contestó por fin—. Probablemente lo harías de forma que no te pillasen.

—Dimitri dijo justo lo mismo —refunfuñé—. Qué bien que todo el mundo tenga tanta fe en mí.

—La tenemos —replicó ella—. Por eso todo esto es tan extraño.

—Hasta yo cometo errores —mi rostro recuperó su expresión de desparpajo y exceso de confianza—. Lo sé, lo sé, cuesta creerlo; incluso diría que me sorprende a mí también, pero supongo que es algo que tiene que pasar. Es probable que se trate de una especie de golpe de karma destinado a equilibrar el universo. Si no, resultaría injusto que una sola persona reuniese tanta excelencia.

Adrian, que para variar había guardado un bendito silencio, observaba nuestra conversación muy al estilo de los espectadores de un partido de tenis, mirando de un lado a otro. Había entrecerrado ligeramente los ojos, y sospeché que estaba estudiando nuestras auras.

Lissa elevó la mirada al techo, pero, por suerte, la ira que antes percibí se había suavizado. Me creía. Sus ojos se desplazaron entonces a alguien más allá de mí. Sentí las emociones alegres, doradas que indicaban la presencia de Christian.

—Mi leal guardaespaldas ha regresado —anunció al tiempo que tomaba una silla. Miró a Lissa—. ¿Has terminado ya?

—¿Con qué? —preguntó ella.

Christian ladeó la cabeza hacia mí.

—Con la bronca que le ibas a echar por lanzarme a las letales garras de Stan Alto.

Lissa se ruborizó. Si, ahora que yo me había defendido de manera creíble, ella ya se sentía un poco mal por haberse lanzado contra mí, el frívolo comentario de complicidad de Christian había logrado que se sintiese más tonta aún.

—Sólo estábamos charlando sobre eso, nada más.

Adrian bostezó y se repanchingó en la silla.

—La verdad, creo que ya lo he descubierto todo. Es un tejemaneje, ¿no es eso? Un tejemaneje para asustarme porque siempre voy diciendo que vas a ser mi guardiana. Se te ocurrió que si fingías ser un mal guardián, no te querría para el puesto. Bueno, pues no va a funcionar, así que no hace falta poner en riesgo la vida de nadie.

Estaba agradecida porque no hubiese mencionado el incidente del vestíbulo. Ryan había estado absolutamente fuera de lugar, pero conforme iba pasando el tiempo, me resultaba más y más difícil creer que hubiese saltado de esa manera. Era como si le hubiese pasado a otra persona, algo que yo hubiese presenciado cómo sucedía. Claro, que últimamente parecía estar saltando con todo. Enfadada por la asignación de Christian, enfadada por la acusación de los guardianes, enfadada por…

Hey, sí. Quizá era el momento de soltar la bomba.

—Pues, mmm… chicos, hay algo que deberíais saber.

Los cuatro pares de ojos, incluidos los de Eddie, se volvieron hacia mí.

—¿Qué pasa? —preguntó Lissa.

No había forma fácil de contarles aquello, así que me tiré a la piscina.

—Bueno, pues resulta que Victor Dashkov nunca fue declarado culpable de las cosas que nos hizo. Ha estado encerrado, sin más, pero parece que por fin van a celebrar un juicio de manera oficial. Dentro de una semana, o así.

La reacción de Lissa al oír su nombre fue similar a la mía. El impacto atravesó el vínculo y el temor llegó tras él de forma inmediata. Una cadena de imágenes recorrió su pensamiento a modo de fogonazos. La manera en que el juego perverso de Victor le había hecho plantearse su sensatez. La tortura a la que su secuaz la sometió. El estado sangriento en el que había encontrado a Christian después de que fuese atacado por los sabuesos de Victor. Apretó los puños sobre la mesa. Los nudillos se le pusieron blancos. Christian no podía sentir su reacción de la misma manera que yo, pero tampoco le hizo falta. Puso su mano sobre la de ella. Lissa apenas lo sintió.

—Pero… pero… —tomó una respiración profunda y tranquilizadora, y luchó por mantener la calma—. ¿Cómo es posible que no sea culpable aún? Todo el mundo sabe… todos vieron…

—Así es la ley. Se supone que han de proporcionarle una oportunidad de defenderse.

La confusión se había apoderado de ella, y, lentamente, fue reparando en el mismo detalle que yo había advertido la noche anterior con Dimitri.

—Entonces… espera… ¿me estás diciendo que existe la posibilidad de que no lo encuentren culpable?

La miré a sus bien abiertos y asustados ojos, pero no fui capaz de responder. Al parecer, mi rostro se ocupó de hacerlo.

Christian pegó un puñetazo sobre la mesa.

—Esto es una mierda —la gente que estaba en otras mesas se quedó mirando ante su arrebato.

—Es política —dijo Adrian—. Los que están en el poder nunca se someten a las mismas reglas.

—¡Pero es que casi mata a Rose y a Christian! —gritó Lissa—. ¡Y me secuestró a mí! ¿Cómo puede caber alguna duda?

Las emociones de Lissa inundaban el lugar. Temor. Pesar. Ira. Indignación. Confusión. Impotencia. Yo no quería que hurgase en aquellos sentimientos oscuros y, con todas mis fuerzas, albergué la esperanza de que recuperase la calma. Lo hizo de forma lenta, constante, pero fui yo entonces quien comenzó a enfadarse. Era como volver a empezar con lo de Ryan.

—Es una formalidad, estoy seguro —afirmó Adrian—. Cuando se presenten todas las pruebas, no creo que haya demasiado debate.

—Ésa es la cuestión —dije con amargura—, que no van a disponer de todas las pruebas. No se nos permite ir.

—¿Qué? —exclamó Christian—. ¿Quién va a testificar, entonces?

—Los demás guardianes que estaban allí. Al parecer no pueden confiar en que mantengamos todo esto entre nosotros. La reina no desea que el mundo sepa que uno de sus queridísimos aristócratas podría haber hecho algo malo.

Lissa no tenía aspecto de ofenderse por mi ataque a la realeza.

—Pero nosotros somos la razón por la que lo llevan a juicio.

Christian se levantó y miró a su alrededor como si Victor pudiese hallarse en la biblioteca.

—Me voy a encargar de esto ahora mismo.

—Seguro —dijo Adrian—. Apuesto a que entrar allí tirando la puerta de una patada les hará cambiar de opinión. Llévate a Rose contigo, que vais a causar una impresión realmente buena.

—¿Ah, sí? —preguntó Christian según apretaba el respaldo de su silla y clavaba los ojos en Adrian con una mirada furibunda—. ¿Se te ocurre algo mejor?

La tranquilidad de Lissa comenzó a oscilar de nuevo.

—Si Victor estuviese libre, ¿volvería otra vez a por nosotros?

—Si lo sueltan, no permanecerá en ese estado por mucho tiempo —contesté—. Ya me aseguraré yo de eso.

—Eh, cuidadito —dijo Adrian, quien parecía encontrarlo divertido—, que ni siquiera tú te librarías después de haber asesinado a alguien con sangre real.

Justo iba a decirle que antes practicaría con él, pero entonces la cortante voz de Eddie interrumpió mis pensamientos.

—Rose.

El instinto originado a base de años de entrenamiento tomó el mando de forma instantánea. Levanté la vista y enseguida vi lo que él había detectado. Emil acababa de entrar en la biblioteca, iba buscando novicios y tomando notas. Salté de mi silla y tomé una posición no muy alejada de la de Eddie que me ofrecía la visión de Christian y de la mayor parte de la biblioteca. Mierda. Tenía que controlarme o acabaría dándole la razón a Ryan. Entre mi altercado del vestíbulo y ahora el tema de Victor, estaba abandonando mis deberes de guardián. Es probable que ni siquiera necesitase a Mason para fallar esta vez.

Emil no me había visto sentada y de charla. Pasó por allí, nos miró, y tomó algunas notas antes de dirigirse a explorar el resto de la biblioteca. Aliviada por haber escapado por los pelos, intenté recuperar mi autocontrol. Era difícil. Aquel oscuro estado de ánimo se había apoderado de mí otra vez, y el oír a Lissa y a Christian despotricar sobre el juicio de Victor no me estaba ayudando a relajarme. Deseaba ir para allá e intervenir. Quería gritar, vociferar y compartir mi propia frustración, pero ése no era un lujo del que dispusiese como guardián. Mi primer deber era proteger a los moroi y no ceder a mis propios impulsos. Una y otra vez, me repetí el mantra de los guardianes: «Ellos son lo primero».

Aquellas palabras me estaban empezando a irritar de verdad.