VEINTINUEVE

Casi una semana después, aparecí ante la puerta de Adrian.

No habíamos tenido clase desde el ataque, pero aún estaba vigente nuestro horario en cuanto al toque de queda, y ya era casi la hora de irnos a dormir. Cuando me vio, el rostro de Adrian mostró un sorpresa total y absoluta. Era la primera vez que yo le iba a buscar, y no al revés.

—Pequeña dhampir —me dijo—. Pasa.

Lo hice, y casi me desmayo al pasar junto a él por el olor a alcohol. El alojamiento de invitados de la academia estaba bien, pero quedaba claro que Adrian no había hecho un gran esfuerzo por mantener su suite ordenada. Tuve la sensación de que no había dejado de beber desde el ataque. La televisión estaba encendida, y sobre una mesita junto al sofá descansaba una botella de vodka medio vacía. La cogí y leí la etiqueta. Estaba en ruso.

—¿Vengo en mal momento? —le pregunté mientras la dejaba de nuevo en su sitio.

—Nunca es mal momento para ti —me dijo con galantería. Tenía un aspecto demacrado. Seguía siendo tan guapo como siempre, pero lucía unos oscuros semicírculos bajo los ojos, como si no estuviese durmiendo bien. Me hizo una señal hacia una butaca y él se sentó en el sofá—. No se te ha visto el pelo.

Me recosté.

—No he querido que se me vea —admití.

Casi no había cruzado palabra con nadie desde el ataque, pasé mucho tiempo a solas o con Lissa. Cerca de ella obtenía consuelo, pero no hablamos demasiado. Ella comprendía que necesitaba procesar las cosas y se limitó a estar a mi lado, no me presionó en lo referente a cuestiones de las que no deseaba hablar aunque hubiese docenas de preguntas que quisiera hacerme.

La academia honró a sus muertos en un sepelio colectivo a pesar de que los familiares habían preparado también los correspondientes funerales individuales. Yo asistí al funeral conjunto. La capilla se llenó de gente, sólo hubo sitio para quedarse de pie. El padre Andrew leyó los nombres de los fallecidos, y nombró a Dimitri y a Molly entre ellos. Nadie hablaba de lo que les había sucedido en realidad a ambos, eran muchos los motivos para sentir un dolor tan grande. Nos superaba con creces. Nadie sabía siquiera cómo se recompondría la academia y continuaría adelante.

—Tienes peor aspecto que yo —le dije a Adrian—, y no creí que eso fuera posible.

Se llevó la botella a los labios y dio un gran trago.

—Qué va. Tú siempre tienes buen aspecto. En cuanto a mí… bueno, es difícil de explicar. Las auras se me vienen encima, hay demasiada pesadumbre a nuestro alrededor. No tienes ni para empezar a entenderlo. Irradia de todo el mundo en el plano espiritual. Es sobrecogedor. Hace que tu aura sea una verdadera alegría.

—¿Por eso bebes?

—Sí. Afortunadamente, bloquea por completo mi capacidad para ver las auras, así que hoy no te puedo pasar información —me ofreció la botella, y la rechacé con un gesto negativo. Se encogió de hombros y dio otro trago—. ¿Y qué puedo hacer por ti entonces, Rose? Me da la sensación de que no has venido hasta aquí para ver cómo estoy.

Estaba en lo cierto, y sólo me sentía un poco mal por el motivo que me había llevado hasta allí. Había estado pensando mucho toda la semana. Asimilar la muerte de Mason había sido duro, de hecho, ni siquiera había resuelto ese tema cuando se inició el asunto de los fantasmas. Ahora me encontraba otra vez de luto. Al fin y al cabo, se había perdido más que Dimitri. Habían muerto profesores, moroi y guardianes por igual. No había muerto ninguno de mis amigos más próximos, pero sí lo había hecho gente que conocía de clase. Eran alumnos de la academia igual que yo, y resultaba extraño pensar que no los volvería a ver. Eran una pérdida muy grande que había de asimilar, mucha gente de la que despedirse.

Sin embargo… Dimitri. Él era un caso diferente. Después de todo, ¿cómo se despide uno de alguien que no se ha ido exactamente? Ése era el problema.

—Necesito dinero —le dije a Adrian sin molestarme en inventar excusas.

Arqueó una ceja.

—Qué inesperado. Al menos viniendo de ti. Recibo esta clase de solicitudes muy a menudo, pero de otro tipo de gente. Te ruego que me cuentes, ¿qué es lo que voy a patrocinar?

Desvié la mirada y me centré en la televisión. Había un anuncio de alguna clase de desodorante.

—Me voy de la academia —le dije por fin.

—Nuevamente inesperado. Apenas te quedan unos meses para la graduación.

Le miré a los ojos.

—No importa. Tengo cosas que hacer ahora.

—Nunca me imaginé que tú fueras a ser uno de los guardianes que lo dejasen. ¿Vas a irte con las prostitutas de sangre?

—No —le dije—. Por supuesto que no.

—No te ofendas tanto. No es una deducción tan poco razonable. Si no vas a ser guardiana, ¿qué otra cosa vas a hacer?

—Te lo he dicho. Tengo que encargarme de algunos asuntos.

Arqueó una ceja.

—¿Asuntos que van a meterte en líos?

Me encogí de hombros, y él se rió.

—Una pregunta estúpida, ¿eh? Todo lo que haces te mete en líos —apoyó el codo en el brazo del sofá y descansó la barbilla en la mano—. ¿Por qué vienes a pedirme dinero a mí?

—Porque lo tienes.

Eso también le hizo reír.

—¿Y qué te hace pensar que te lo daría?

No dije nada. Me limité a mirarle con una expresión en la que forcé todo el encanto femenino que fui capaz de aunar. Su sonrisa se desvaneció, y sus ojos verdes se entrecerraron de frustración. Apartó la mirada de golpe.

—Maldita sea, Rose. No hagas eso. Ahora no. Estás jugando con lo que siento por ti, y eso no es justo —dio otro trago de vodka.

Tenía razón. Había acudido a él porque pensé que podría utilizar su encaprichamiento para conseguir lo que quería. Era una bajeza, pero no tenía elección. Me levanté y fui a sentarme a su lado. Le cogí la mano.

—Por favor, Adrian —le dije—. Por favor, ayúdame. Tú eres el único a quien puedo recurrir.

—No es justo —repitió, arrastrando un poco sus palabras—. Me estás poniendo esos ojitos tuyos provocativos, pero no es a mí a quien quieres. Nunca he sido yo. Siempre ha sido Belikov, y sólo Dios sabe lo que harás ahora que él se ha ido.

También tenía razón en cuanto a aquello.

—¿Vas a ayudarme? —le pregunté sin dejar de actuar con mi atractivo—. Tú eres el único con quien podía hablar… el único que de verdad me entiende…

—¿Vas a volver? —replicó él.

—En un tiempo.

Inclinó la cabeza hacia atrás y suspiró con fuerza. Su pelo, que yo siempre había considerado con un aspecto despeinado de moda, hoy parecía simplemente despeinado.

—Quizá sea para bien que te marches. Quizá lo superes más rápido si te vas lejos una temporada. Tampoco te vendrá mal alejarte del aura de Lissa, podría ralentizar el oscurecimiento de la tuya, detener esa ira en la que siempre pareces sumergida. Necesitas ser más feliz. Y dejar de ver fantasmas.

Mi seducción titubeó un instante.

—Lissa no es la razón de que vea fantasmas. Bueno, sí lo es, pero no como tú te crees. Veo los fantasmas porque estoy bendecida por la sombra. Estoy atada al mundo de los muertos, y cuanto más mato, más fuerte se vuelve la conexión. Ése es el motivo de que vea a los muertos y de que me sienta tan rara cuando los strigoi están cerca. Puedo percibirlos ahora. Ellos también están atados a ese mundo.

Frunció el ceño.

—¿Me estás diciendo que las auras no significan nada? ¿Que tú no estás absorbiendo los efectos del espíritu?

—No. Eso también está pasando. Y por eso ha sido tan confuso todo esto. Pensaba que se trataba de una cosa, pero eran dos. Veo fantasmas porque estoy bendecida por la sombra, y me lleno de… enfado y de ira… de maldad, incluso… porque absorbo el lado oscuro de Lissa. Por eso se oscurece mi aura. Por eso me enfado tanto últimamente. Ahora mismo se traduce en un carácter verdaderamente malo… —arrugué la frente y pensé en la noche en que Dimitri había evitado que me fuera a por Jesse—. Pero no sé en qué se va a convertir la próxima vez.

Adrian suspiró.

—¿Por qué contigo es todo siempre tan complicado?

—¿Me vas a ayudar? Por favor, Adrian —recorrí su mano con los dedos—. Por favor, ayúdame.

Bajo, muy bajo. Qué bajeza la mía. Pero daba igual, sólo importaba Dimitri.

Finalmente, Adrian volvió a mirarme. Por primera vez desde que le conocí parecía vulnerable.

—Cuando vuelvas, ¿me darás una oportunidad?

Oculté mi sorpresa.

—¿Qué quieres decir?

—Las cosas son tal y como te he dicho. Tú nunca me has querido, ni siquiera te lo has planteado. Las flores, el tonteo… te han resbalado. Qué colgada estabas de él, y nadie se ha enterado. Si te vas para encargarte de tus cosas, ¿me tomarás en serio? ¿Vas a darme una oportunidad cuando regreses?

Le miré fijamente. Sin duda que no me esperaba esto. Mi primer instinto fue responderle que no, que nunca podría volver a amar a nadie, que mi corazón se había hecho pedazos junto con esa parte de mi alma que poseía Dimitri. Sin embargo, había una gran expresión de anhelo en los ojos de Adrian, y ningún rastro de su naturaleza burlona. Lo estaba diciendo en serio, y me di cuenta de que tampoco era broma todo ese afecto hacia mí del que tanto se burlaba. Lissa estaba en lo cierto en cuanto a sus sentimientos.

—¿Lo harás? —reiteró.

«Sólo Dios sabe lo que harás ahora que él se ha ido».

—Por supuesto —no era una respuesta sincera. Era la respuesta necesaria.

Adrian desvió la mirada y bebió más vodka. No quedaba mucho.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana.

Dejó la botella, se levantó y se dirigió a su dormitorio. Regresó con un buen fajo de billetes. Me pregunté si lo guardaría debajo del colchón o algo parecido. Me lo entregó sin mediar palabra, cogió el teléfono e hizo algunas llamadas. Había amanecido ya, y también lo había hecho el mundo de los humanos, que gestionaba la mayor parte del dinero de los moroi.

Intenté ver la televisión mientras él hablaba, pero no fui capaz de concentrarme. No dejaba de sentir la necesidad de rascarme el cuello, bajo la nuca. Dado que no había forma de saber cuántos strigoi había matado yo y cuántos los demás, todos recibimos un tatuaje especial en lugar de las habituales marcas molnija. Olvidé cómo se llamaba, pero tenía el aspecto de una pequeña estrella. Significaba que el portador había entrado en combate y matado a muchos strigoi.

Cuando por fin terminó sus llamadas, Adrian me entregó un trozo de papel. Tenía el nombre y dirección de un banco en Missoula.

—Ve allí —me dijo—. Imagino que de todas formas tienes que pasar primero por Missoula si quieres llegar a algún sitio civilizado. Hay una cuenta abierta a tu nombre con… con mucho dinero. Habla con ellos, y terminarán todo el papeleo contigo.

Me puse en pie y guardé los billetes en mi cazadora.

—Gracias —le dije.

No lo dudé. Me puse de puntillas y le di un fuerte abrazo. El aroma del vodka era insoportable, pero tenía la sensación de que se lo debía. Me estaba aprovechando de sus sentimientos hacia mí para llevar adelante mis propios planes. Me rodeó con sus brazos y me sostuvo por unos segundos antes de soltarme. Rocé su mejilla con los labios al separarnos y creí que se le cortaba la respiración.

—No voy a olvidar esto —le susurré al oído.

—Supongo que no me vas a decir adónde vas, ¿no? —me preguntó.

—No —contesté—. Lo siento.

—Pues, entonces, mantén tu promesa y vuelve.

—La verdad es que no he usado el verbo «prometer» —señalé.

Sonrió y me besó en la frente.

—Tienes razón. Te voy a echar de menos, pequeña dhampir. Ten cuidado y, si alguna vez necesitas algo, házmelo saber. Te estaré esperando.

Una vez más le di las gracias y me marché sin molestarme en decirle que podría acabar esperándome una buena temporada. Había una posibilidad muy real de que no volviese.

Me levanté temprano al día siguiente, mucho antes de que el resto del campus se desperezase. Apenas había dormido. Me colgué la mochila del hombro y salí camino de la oficina principal del edificio de administración. La oficina no estaba abierta aún, así que me senté en el suelo del pasillo, junto a la puerta. Mientras esperaba, examiné mis manos y vi dos minúsculas tiras de color dorado en la uña de mi pulgar: los únicos restos de mi manicura. Unos veinte minutos después apareció la secretaria con las llaves y me dejó entrar.

—¿Qué puedo hacer por ti? —me preguntó una vez sentada en su mesa.

Le entregué un montón de papeles que llevaba en la mano.

—Me doy de baja.

Se le abrieron los ojos hasta alcanzar un tamaño que creía imposible.

—Pero… qué… no puedes…

Di unos toquecitos sobre los papeles.

—Sí puedo. Ya he rellenado todo.

Sin llegar a cerrar la boca, murmuró algo acerca de que esperase y se apresuró a salir de la sala. Unos minutos después regresó con la directora Kirova, al parecer enterada ya del asunto, que me observó con una mirada de desaprobación con su nariz picuda.

—Señorita Hathaway, ¿qué significa todo esto?

—Me marcho —le dije—. Me doy de baja. Lo dejo, o como se diga.

—No puede hacer tal cosa —me contestó.

—Pues parece obvio que sí puedo, ya que ustedes siguen teniendo a nuestra disposición los papeles de baja en la biblioteca. Lo he rellenado todo tal y como hay que hacerlo.

Su ira se convirtió en algo más triste y más inquieto.

—Soy consciente de lo mucho que ha sucedido últimamente, a todos nos está costando adaptarnos, pero ése no es motivo para tomar una decisión precipitada. Si acaso, la necesitamos más que nunca.

Estaba prácticamente suplicando. Resultaba difícil creer que desease expulsarme hace seis meses.

—Esto no es precipitado —dije—. Lo he meditado mucho.

—Permítame al menos ir a buscar a su madre para que podamos hablarlo.

—Se marchó a Europa hace tres días, aunque tampoco es que importe mucho —señalé una línea en lo alto del formulario, donde decía «Fecha de nacimiento»—. Hoy cumplo los dieciocho. Mi madre ya no puede hacer nada. Es mi elección. Bien, ¿va a sellar el impreso, o es que va a intentar retenerme por la fuerza? Estoy bastante segura de que puedo con usted en un cuerpo a cuerpo, Kirova.

No muy felices, me sellaron los papeles. La secretaria hizo una fotocopia del documento oficial que declaraba que había dejado de ser una alumna de St. Vladimir, la necesitaría para atravesar la puerta principal.

Había un largo paseo hasta la entrada de la academia, y el cielo de poniente se enrojecía conforme el sol se deslizaba tras el horizonte. El clima se había templado, incluso por la noche. La primavera por fin había llegado, un tiempo muy bueno para una caminata, ya que tenía un buen trecho hasta llegar a la autopista. Desde allí, haría autostop hasta Missoula. Sí, hacer dedo no era muy seguro, pero la estaca de plata en el bolsillo de mi abrigo me hacía sentir bastante bien protegida ante cualquier cosa a la que me pudiese enfrentar. Nadie me la había pedido después del ataque, y con un humano asqueroso funcionaría igual de bien que con los strigoi.

Ya podía distinguir las puertas cuando la sentí. Lissa. Me detuve y me volví hacia un grupo de árboles cubiertos de brotes. Allí estaba, absolutamente inmóvil, y se las había arreglado tan bien para ocultarme sus pensamientos que no me di cuenta de que estaba allí mismo, casi a mi lado. Su melena y sus ojos brillaban en la puesta de sol, su aspecto era demasiado hermoso y demasiado etéreo como para formar parte de aquel escenario sombrío.

—Hey —le dije.

—Hey —se rodeó con los brazos para protegerse el cuerpo, helado a pesar de su abrigo. Los moroi no tenían la misma resistencia que los dhampir a los cambios de temperatura. Lo que para mí era templado y primaveral, para ella era frío—. Lo sabía —me dijo—. Desde aquel mismo día en que dijeron que su cuerpo había desaparecido. Algo me dijo que harías esto. Sólo lo estaba esperando.

—¿Es que ahora me puedes leer la mente, o qué? —le pregunté con pesar.

—No, sólo te leo a ti. Por fin. No me puedo creer lo ciega que he estado. El comentario de Victor… él tenía razón —miró a la puesta de sol, y se volvió a centrar en mí. Me golpeó una oleada de ira, tanto en sus sentimientos como en su mirada—. ¿Por qué no me lo contaste? —me gritó—. ¿Por qué no me contaste que estabas enamorada de Dimitri?

Me quedé pasmada. No era capaz de recordar la última vez que Lissa había gritado a alguien. Quizá el último otoño, cuando pasó todo lo de Victor y su demencia. Los arrebatos a voces eran cosa mía, no suya. Incluso cuando torturaba a Jesse, su tono de voz había sido de una mortal tranquilidad.

—No se lo podía contar a nadie —dije.

—Soy tu mejor amiga, Rose. Lo hemos pasado todo juntas. ¿De verdad piensas que lo habría contado? Habría guardado el secreto.

Bajé la vista al suelo.

—Sé que lo habrías hecho. Es que… no sé, no podía hablar de ello, ni siquiera a ti. No soy capaz de explicarlo.

—¿Cómo…? —trataba de formular la pregunta que ya se había hecho mentalmente—. ¿Iba en serio? ¿Eras sólo tú o…?

—Éramos los dos —le conté—. Él sentía lo mismo que yo, pero éramos conscientes de que no podíamos estar juntos a causa de nuestras edades… y, bueno, también porque se suponía que ambos te protegeríamos a ti.

Lissa frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Dimitri siempre decía que, si nos liábamos, ambos nos preocuparíamos más de protegernos mutuamente que de protegerte a ti. No podíamos hacer eso.

Ante la idea de haber sido responsable de separarnos, un sentimiento de culpabilidad se apoderó de ella.

—No es culpa tuya —me apresuré a decirle.

—Seguro… Tenía que haber algún modo… No habría sido un problema…

Me encogí de hombros. Me negaba a mencionar o siquiera pensar en nuestro último beso entre los árboles, cuando Dimitri y yo creímos haber encontrado la solución a todos nuestros problemas.

—No lo sé —le dije—. Sólo intentamos mantenernos separados. Unas veces funcionó, y otras veces no.

Su mente era un torbellino de emociones. Lo sentía por mí, pero al mismo tiempo estaba cabreada.

—Tenías que habérmelo contado —repitió—. Siento que no confías en mí.

—Por supuesto que confío en ti.

—¿Por eso te largas a escondidas?

—Esto no tiene nada que ver con la confianza —admití—. Se trata de mí… Vale, no quería contártelo. No podía soportar contarte que me marchaba, o explicarte por qué.

—Ya lo sé —me dijo—. Lo deduje.

—¿Cómo? —Lissa era hoy toda una caja de sorpresas.

—Yo estaba allí, en otoño, cuando fuimos a Missoula en furgoneta. Cuando nos fuimos de compras, ¿te acuerdas? Dimitri y tú estabais hablando de los strigoi, de cómo el hecho de convertirse en uno te vuelve retorcido, perverso… cómo destruye la persona que eras y te hace actuar de un modo horrible. Y oí… —le costaba decirlo. Me costaba oírlo, y se me humedecieron los ojos. El recuerdo era demasiado duro, pensar en mí, sentada con él aquel día, en aquella época en que nos empezábamos a enamorar. Lissa tragó saliva y prosiguió—. Os oí decir a los dos que preferiríais morir antes que convertiros en tales monstruos.

Se hizo el silencio entre nosotras. Una ráfaga de viento se levantó y nos revolvió el pelo a las dos. Luz y oscuridad.

—Tengo que hacerlo, Liss. Tengo que hacerlo por él.

—No —respondió con firmeza—. No tienes que hacerlo. No le prometiste nada.

—De palabra no, pero es que tú… tú no lo entiendes.

—Entiendo que estás intentando asumirlo, y ésta es una forma tan buena como cualquier otra. Tienes que hallar un modo distinto de dejarlo marchar.

Lo negué con un gesto de la cabeza.

—Tengo que hacerlo.

—¿Aunque signifique abandonarme?

La forma en que lo dijo, ese modo de mirarme… Cielo santo. Una marea de recuerdos iba y venía por mi cabeza. Llevábamos juntas desde la infancia. Inseparables. Vinculadas. Y aun así… Dimitri y yo también habíamos conectado. Mierda. Nunca quise tener que escoger entre ambos.

—Tengo que hacerlo —dije una vez más—. Lo siento.

—Se supone que serás mi guardiana y que vendrás conmigo a la facultad —me replicó—. Estás bendecida por la sombra, se supone que debemos estar juntas, si me dejas…

El desagradable remolino de oscuridad estaba comenzando a asomar por mi pecho. La tensión se reflejó en mi voz cuando volví a hablar.

—Si te dejo, te conseguirán otro guardián, dos guardianes. Eres la última de los Dragomir. Te mantendrán a salvo.

—Pero tú no serás uno de ellos, Rose —me dijo.

Aquellos ojos verdes luminosos se clavaron en los míos, y la ira se enfrió en mi interior. Era tan hermosa, tan dulce… y qué razonable sonaba. Tenía razón. Se lo debía a ella. Tenía que…

—¡Para ya! —le grité y le di la espalda. Estaba utilizando su magia—. No vuelvas a usar jamás la coerción conmigo. Eres mi amiga, y los amigos no utilizan sus poderes así.

—Los amigos no se abandonan los unos a los otros —me soltó en respuesta—. No lo harías si fueras mi amiga.

Me volví de nuevo hacia ella, con la precaución de no mirarle a los ojos con demasiada atención por si acaso intentaba utilizar otra vez la coerción conmigo. La ira explotó en mi interior.

—No se trata de ti, ¿vale? Esta vez se trata de mí. No de ti. Toda mi vida, Lissa… toda mi vida ha sido igual. Ellos son lo primero. He vivido mi vida para ti. Me he entrenado para ser tu sombra, pero ¿sabes qué? Que yo quiero ser lo primero. Tengo que ocuparme de mí misma por una vez. Estoy cansada de mirar por todos los demás y de echar a un lado lo que yo quiero. Dimitri y yo lo hicimos, y mira lo que ha pasado. Se ha ido. Ya nunca volveré a abrazarle. Ahora le debo a él hacer esto. ¡Lo siento mucho si te duele, pero ésa es mi elección!

Lo solté todo a gritos, sin hacer una sola pausa ni siquiera para respirar, y esperé que mi voz no hubiese llegado hasta los guardianes de servicio en la verja. Lissa no me quitaba los ojos de encima, perpleja y dolida. Las lágrimas le corrían por las mejillas, y una parte de mí se marchitó al hacer tanto daño a la persona a quien había jurado proteger.

—Le quieres a él más que a mí —me dijo en una voz baja que sonaba casi infantil.

—Ahora mismo, él me necesita.

—Yo te necesito. Él se ha ido, Rose.

—No —le dije—, pero pronto lo habrá hecho.

Levanté la manga y me quité el chotki que me regaló por Navidades. Lo sostuve en alto ante ella. Vaciló y al final lo cogió.

—¿Para qué me das esto? —me preguntó.

—No puedo llevarlo. Es para el guardián de un Dragomir. Lo recuperaré cuando… —había estado a punto de decir «si» en lugar de «cuando». Creo que se dio cuenta—. Cuando regrese.

Sus manos se cerraron en torno a las cuentas.

—Por favor, Rose. Por favor, no me dejes.

—Lo siento —dije. No tenía otras palabras que ofrecerle—. Lo siento.

La dejé allí, entre lágrimas, y me encaminé hacia la puerta. Una porción de mi alma había muerto cuando cayó Dimitri. Ahora, al darle la espalda a ella, sentí morir otra porción más. Muy pronto ya no quedaría nada dentro de mí.

Los guardianes de la puerta se sorprendieron tanto como la secretaria y como Kirova, pero no había nada que ellos pudiesen hacer. «Cumpleaños feliz», pensé con amargura. Por fin dieciocho. No se parecía en absoluto a lo que yo me había esperado.

Abrieron las puertas y salí fuera, atravesé las defensas y abandoné los terrenos de la academia. Las líneas eran invisibles, pero cuán extrañamente vulnerable y expuesta me sentí, como si de un salto hubiese franqueado un gigantesco abismo. Y aun así, al mismo tiempo, me sentí libre y a los mandos de todo. Empecé a caminar por el camino estrecho. El sol casi se había puesto; pronto habría de confiarme a la luz de la luna.

Una vez lejos del alcance del oído de los guardianes me detuve y dije:

—Mason.

Tuve que esperar mucho tiempo. Cuando apareció, apenas podía verlo, era casi transparente por completo.

—Es la hora, ¿verdad? Te marchas… Por fin te vas a…

No tenía ni la menor idea de adónde se iba. Ya no sabía qué había más allá, si los reinos en los que el padre Andrew creía, o si el mundo totalmente distinto que yo había visitado. No obstante, Mason me entendió y asintió.

—Han pasado ya más de cuarenta días —musité—, así que imagino que se ha acabado tu tiempo. Me alegro… quiero decir que espero que halles la paz. Aunque, en cierto modo, confiaba en que tú pudieses conducirme hasta él.

Mason hizo un gesto negativo con la cabeza y no necesitó dar voz a una sola palabra para que yo comprendiese lo que deseaba decirme. «Ahora estás sola, Rose».

—Está bien. Te mereces tu descanso. Además, creo que sé por dónde empezar a buscar.

No había dejado de pensar en aquello durante toda la semana. Si Dimitri se encontraba donde yo creía, me quedaba una buena cantidad de trabajo por delante. La ayuda de Mason habría estado bien, pero no deseaba seguir perturbándolo. Parecía que ya tenía suficiente con ocuparse de lo suyo.

—Adiós —le dije—. Gracias por tu ayuda… Yo… te echaré de menos.

Su silueta se fue haciendo más y más tenue, y justo antes de desaparecer por completo, vi el esbozo de una sonrisa, aquella sonrisa abierta y pícara que tanto adoraba. Por primera vez desde su muerte, pensar en Mason no me destrozó. Estaba triste y de verdad le echaría de menos, pero sabía que había avanzado hacia algo bueno… algo realmente bueno. Y dejé de sentir culpa.

Me volví y observé el largo camino que se extendía ante mí. Suspiré. Aquel paseo me iba a llevar un rato.

—Así que, Rose, echa a andar —me dije en un susurro.

Y me puse en marcha. Partí a dar muerte al hombre que amaba.