Nadie pareció reparar en nuestra ausencia. Tal y como habían prometido, más guardianes hicieron acto de presencia y ahora contábamos casi con cincuenta, un auténtico ejército, y, al igual que en el caso de los strigoi, su tamaño no tenía precedente aparte de las viejas leyendas europeas de las grandes batallas entre nuestras razas. Contábamos con más guardianes en el campus, pero algunos tenían que permanecer allí para proteger la escuela. Muchos de mis compañeros de clase habían sido seleccionados para esta tarea, y unos diez (incluida yo) acompañaríamos al resto a la cueva.
Una hora antes de emprender la marcha, nos volvimos a reunir para repasar el plan. Había una gran cavidad próxima a la zona más alejada de la cueva, y lo más lógico era que los strigoi estuviesen allí para poder salir de forma directa tan pronto como cayese la noche. Íbamos a atacar por ambas salidas: quince guardianes entrarían por cada lado acompañados por tres moroi por grupo. Diez guardianes permanecerían en cada salida para contener a cualquier strigoi que huyese. A mí me asignaron la vigilancia de la salida más lejana. Dimitri y mi madre formaban parte de los grupos que se adentrarían en la cueva. Tenía unas ganas desesperadas de ir con ellos, pero sabía que ya era afortunada siquiera estando allí, y en una misión como ésta, todas las tareas eran importantes.
Nuestro pequeño ejército partió y se desplazó a un ritmo vivo para cubrir los ocho kilómetros de distancia. Calculamos que nos llevaría algo más de una hora, y aún quedaría el tiempo de luz suficiente para el combate y el viaje de regreso. No habría ningún strigoi apostado de guardia en el exterior, así que llegaríamos hasta las cuevas sin ser detectados. Una vez entrase nuestra gente, sin embargo, dábamos por hecho que la superior capacidad auditiva de los strigoi los alertaría del ataque de manera inmediata.
Apenas hubo conversaciones durante la marcha, a nadie le apetecía charlar, y casi todo lo que se habló fue de carácter logístico. Yo iba con los novicios y, cada dos por tres, desviaba la mirada en busca de los ojos de Dimitri. Me sentía como si existiese ahora un vínculo invisible entre nosotros, tan sólido e intenso que me sorprendía que no lo percibiese todo el mundo. Su expresión reflejaba la seriedad del combate, pero en sus ojos veía una sonrisa.
Nuestro grupo se dividió al alcanzar la entrada de la cueva más cercana. Mi madre y Dimitri iban a entrar por allí, y cuando volví a mirarlos por última vez, mis sentimientos tenían poco que ver ya con mi anterior interludio romántico. Todo lo que sentí fue preocupación, la preocupación de no volver a verlos. Tuve que recordarme a mí misma que eran duros, dos de los mejores guardianes que había. Si alguien salía de aquélla, serían ellos dos. Y era yo quien debía tener cuidado, así que mientras caminábamos el kilómetro que rodeaba la falda de la montaña, trasladé con mucho cuidado mis emociones a un pequeño compartimento en un rincón de mi mente. Tendrían que permanecer allí hasta que aquello terminase. Ahora me encontraba en situación de combate y no podía permitir que mis sentimientos me distrajesen.
Cuando prácticamente habíamos llegado a nuestra entrada, cacé un destello plateado con el rabillo del ojo. Estaba manteniendo a raya a las diversas siluetas fantasmales que moraban fuera de las defensas, pero a ésta sí quería verla. Miré hacia allá y vi a Mason, allí, de pie y sin decir nada, con su perpetua expresión de tristeza. Aún me parecía que estaba inusualmente pálido. Al pasar mi grupo junto a él, levantó una mano como despedida o como bendición, no supe distinguirlo.
Nuestro grupo se distribuyó en la entrada de la cueva. Alberta y Stan lideraban el que se iba a adentrar. Se apostaron en tensión junto al acceso, a la espera del momento exacto acordado con el otro grupo. La señora Carmack, mi profesora de magia, estaba entre los moroi que entrarían con ellos; parecía nerviosa, aunque con determinación.
Llegó el momento, y los adultos desaparecieron. El resto nos quedamos en formación semicircular en torno a la entrada. En el cielo se cernían unas nubes grises, y el sol había comenzado su descenso, pero aún disponíamos de tiempo.
—Esto va a ser fácil —murmuró Meredith, otra de las tres chicas del último curso. Hablaba con cierta inseguridad, para sí, muy probablemente, más que para dirigirse a mí—. Coser y cantar. Van a liquidar a los strigoi antes de que se den ni cuenta, y nosotros no tendremos que hacer nada.
Ojalá estuviese en lo cierto. Yo me encontraba a punto para entrar en combate, pero si no tenía que hacerlo, eso significaría que todo había ido conforme a lo planeado.
Nos mantuvimos a la espera. No había otra cosa que hacer. Cada minuto parecía una eternidad. Entonces lo oímos: el sonido del combate, gruñidos y gritos amortiguados. Algún alarido. Todos nos pusimos en tensión, con el cuerpo tan rígido que se nos quebraba. Emil era nuestro líder entonces, y quien más próximo permanecía al acceso de la cueva, estaca en mano; el sudor se iba formando en su frente mientras escrutaba la oscuridad, preparado ante la menor señal de un strigoi.
Unos minutos después, oímos el sonido de unos pasos que corrían hacia nosotros. Teníamos las estacas preparadas. Emil y otro guardián se aproximaron más a la entrada, listos para abalanzarse y matar al strigoi que huía.
Sin embargo, no fue un strigoi quien salió. Fue Abby Badica, llena de arañazos y suciedad, pero, por lo demás, viva. Su rostro surcado por las lágrimas era de una expresión frenética. Al principio, se puso a gritar cuando nos vio allí a todos, y a continuación advirtió quiénes éramos y se derrumbó en los brazos de la primera persona a la consiguió llegar: Meredith.
Meredith pareció sorprendida, pero le dio a Abby un abrazo tranquilizador.
—Está bien —dijo Meredith—. Todo va bien. Estás a la luz del sol.
Con mucho tacto, Meredith fue soltando a Abby y la acompañó hasta un árbol cercano. Allí se sentó Abby, contra la base del árbol, y hundió el rostro entre sus manos. Meredith recuperó su posición. Yo deseaba consolar a Abby, creo que todos queríamos hacerlo, pero eso tendría que esperar.
Un minuto más tarde salió otro moroi, el señor Ellsworth, mi profesor de quinto. También parecía extenuado, y en el cuello lucía las marcas de unas perforaciones. Los strigoi lo habían utilizado para nutrirse pero no lo habían matado aún. No obstante, a pesar de los horrores a los que se debía de haber enfrentado, Ellsworth mantenía la calma y los ojos despiertos y vigilantes. Reconoció la situación y de inmediato salió de nuestro semicírculo.
—¿Qué está pasando ahí dentro? —le preguntó Emil sin perder de vista la cueva. Algunos guardianes llevaban auriculares, aunque me imaginé que en plena batalla resultaría complicado informar al exterior.
—Es un caos —dijo Ellsworth—, aunque estamos logrando escapar por ambos lados. Resulta complicado distinguir quién pelea con quién, pero se ha distraído a los strigoi. Y alguien… —frunció el ceño—. He visto a alguien utilizar el fuego contra los strigoi.
No obtuvo respuesta de ninguno de nosotros, se trataba de algo demasiado complejo como para abordarlo en aquel preciso instante. Pareció darse cuenta de aquello y se retiró a sentarse junto a una Abby que aún sollozaba.
Muy pronto, dos moroi más y un dhampir a quien no conocía se unieron a Abby y al señor Ellsworth. Cada vez que alguien salía, yo rezaba porque fuese Eddie. Hasta ahora teníamos con nosotros a cinco de los rehenes, y debía asumir que otros habrían escapado por la salida más cercana a la escuela.
No obstante, pasaron varios minutos y no salió nadie más. Mi camisa estaba totalmente empapada en sudor, y me tenía que cambiar la estaca de mano cada dos por tres. La estaba sujetando con tanta fuerza que se me agarrotaban los dedos. De repente, vi cómo Emil se sobresaltaba; caí en la cuenta de que estaba recibiendo un mensaje por el auricular. Su semblante reflejó una intensa concentración, y, de inmediato, respondió algo en un murmullo. Levantó la vista hacia nosotros y señaló a tres novicios.
—Vosotros, lleváoslos de vuelta a la academia —hizo un gesto en dirección a los rehenes y se giró hacia tres de los guardianes adultos—. Entrad. Ha salido la mayoría de los prisioneros, pero los nuestros están atrapados. Las fuerzas están equilibradas.
Los guardianes se movilizaron sin dudarlo y, unos instantes después, se marcharon los novicios y las personas a su cargo.
Eso nos dejaba allí a cuatro de nosotros: dos adultos —Emil y Stephen—, y dos novicios, Shane y yo. La tensión a nuestro alrededor era de tal densidad que apenas si podíamos respirar. Seguía sin salir nadie más, sin llegar más información. Emil levantó la vista y pareció alarmado. Seguí la dirección de su mirada. El tiempo había pasado más rápido de lo que yo creía, el sol había descendido de manera significativa. Emil volvió a dar un respingo con la recepción de otro mensaje.
Nos miró a todos con un rostro atribulado.
—Necesitamos más gente dentro para cubrir la huida por el otro lado. No parece que hayamos perdido a muchos. Es sólo que tienen problemas con la retirada.
«Muchos», acababa de decir, no «nadie». Eso significaba que habíamos perdido al menos a una persona. Una sensación fría me recorrió el cuerpo.
—Stephen, entras tú —dijo Emil. Vaciló, y en su cara pude leer el dilema como si fuese un libro abierto. Él también quería entrar, pero como responsable al mando de este grupo, se suponía que había de quedarse al margen hasta el último momento posible. Estaba a punto de desobedecer esas órdenes, lo vi claro. Estaba valorando la posibilidad de entrar con Stephen y dejarnos allí fuera a Shane y a mí, sin embargo, y al mismo tiempo, no era capaz de dejar a dos novicios allí solos por si sucedía algo inesperado. Emil suspiró con fuerza y nos estudió a los dos—. Rose, ve con él.
No perdí un segundo. Seguí a Stephen, me deslicé en el interior de la cueva y de inmediato me volvieron las náuseas. En el exterior hacía frío, pero, conforme nos íbamos adentrando, cada vez hacía más. Y también estaba más oscuro. Nuestros ojos eran capaces de arreglárselas en situaciones con un nivel de oscuridad importante, pero muy pronto fue demasiado. Stephen encendió una pequeña lámpara que llevaba adherida a la cazadora.
—Ojalá pudiese decirte qué hacer, pero no sé con qué nos vamos a encontrar —me dijo—. Prepárate para cualquier cosa.
La oscuridad comenzó a disiparse delante de nosotros. El volumen de los sonidos era cada vez más elevado. Avivamos la marcha sin dejar de mirar a todas partes y, de pronto, nos hallamos en la gran cámara que se mostraba en el mapa. Había un fuego encendido en una esquina —un fuego hecho por los strigoi, nada que ver con la magia— que era el origen de la claridad. Observé lo que tenía a mi alrededor y enseguida supe lo sucedido.
Una parte de la pared se había derrumbado y convertido en un montón de piedras. No había quedado nadie atrapado debajo, pero casi había obstruido por completo el acceso a la otra parte de la cueva. No sabía decir si lo había causado la magia, o si lo había hecho la pelea. Quizá se trataba de una coincidencia. Cualquiera que fuese la razón, siete guardianes —incluidos Dimitri y Alberta— habían quedado atrapados por diez strigoi. En este lado no quedaban moroi que dominasen el fuego, pero los fogonazos de luz que nos llegaban procedentes del hueco me decían que en el otro lado continuaban peleando. Vi cadáveres por el suelo. Dos eran strigoi, aunque no pude distinguir a los otros.
El problema resultaba obvio: para pasar por aquel hueco, prácticamente había que reptar, y eso situaría en una posición vulnerable a quien lo intentase. Por lo tanto, había que liquidar a aquellos strigoi antes de que los guardianes pudiesen escapar. Stephen y yo ayudaríamos a equilibrar los números. Aparecimos por la espalda de los strigoi, pero tres de ellos nos detectaron de alguna forma y se volvieron contra nosotros: dos saltaron sobre Stephen y el tercero sobre mí.
Entré de inmediato en función de combate. Toda mi ira y mi frustración emergieron a borbotones. La cueva sólo permitía una lucha cuerpo a cuerpo, pero aun así fui capaz de esquivarlo. De hecho, el espacio reducido me proporcionaba ventaja porque al strigoi, con su mayor corpulencia, le costaba agacharse y esquivar golpes. La mayor parte del tiempo me mantuve fuera de su alcance, pero consiguió agarrarme lo suficiente para estamparme contra la pared. Casi ni lo noté. Continué moviéndome y pasé a la ofensiva. Eludí su siguiente ataque, conecté algunos golpes y, con mi menor tamaño, logré deslizarme debajo de él y clavarle la estaca antes de que me propinase otro golpe. Extraje la estaca en un solo movimiento acompasado y fui a ayudar a Stephen. Ya había liquidado a uno de sus oponentes, y, entre los dos, acabamos con el último.
Aquello nos dejaba con siete strigoi. No, seis. Los guardianes atrapados —que se encontraban en dificultades en su posición bloqueada— habían matado a otro. Stephen y yo agarramos al strigoi más cercano y lo sacamos del círculo. Era de una gran fortaleza —muy anciano, muy poderoso—, e incluso entre los dos resultaba complicado acabar con él. Por fin lo logramos y, con esas bajas entre los strigoi, a los demás guardianes les costó menos ir a por el resto, así que empezaron a liberar su posición. El aislamiento del grupo era ahora una ayuda.
Cuando el número de strigoi quedó reducido a dos, Alberta nos gritó que comenzásemos a escapar. Nuestra disposición en la cavidad había cambiado: ahora éramos nosotros quienes rodeaban a los dos últimos strigoi. Eso dejaba vía libre de escape para tres guardianes por el camino por el que yo había llegado. Stephen, mientras tanto, se arrastró por el hueco hacia el otro lado. Dimitri apuñaló con su estaca a uno de los dos strigoi. Quedaba uno. La cabeza de Stephen volvió a asomarse por el agujero y le gritó algo a Alberta que no pude entender, y ésta le respondió también a gritos sin mirarle siquiera. Ella, Dimitri y otros dos cerraban su cerco sobre el último strigoi.
—¡Rose! —me gritó Stephen con un gesto para que me acercase.
Seguir órdenes. Eso era lo que hacíamos. Dejé la refriega y me colé por el hueco con más facilidad que él gracias a mi menor tamaño. Otro guardián siguió mis pasos de inmediato. No había nadie en aquel lado de la cavidad. El combate, o bien había finalizado, o bien se había desplazado. No obstante, los cadáveres demostraban que las cosas habían sido bastante intensas por allí. Vi más strigoi y un rostro familiar: Yuri. Me apresuré a retirar la vista hacia Stephen, que ayudaba a otro guardián a pasar por el agujero. La siguiente fue Alberta.
—Están muertos —nos contó—. Tiene pinta de que unos pocos más estén impidiendo la retirada allí abajo. Acabemos con esto antes de que nos den las tantas.
Dimitri fue el último en salir por el agujero. Intercambiamos unas breves miradas de alivio y nos pusimos en marcha. Aquélla era la parte más larga del túnel, y la bajamos a toda prisa, ansiosos por sacar a nuestra gente de allí. Al principio no vimos nada, pero luego, unos fogonazos nos indicaron que se estaba librando una pelea más adelante: la señora Carmack y mi madre estaban combatiendo a tres strigoi. Mi grupo se aproximó, y los strigoi cayeron en cuestión de segundos.
—Se acabó este grupo —dijo mi madre con la respiración entrecortada. Di gracias al cielo al verla viva a ella también—, aunque me da la impresión de que tenemos aquí más de los que creíamos. Pienso que algunos se quedaron aquí cuando atacaron la academia. El resto de los nuestros, los supervivientes, ya han alcanzado el exterior.
—Hay más pasadizos en la cueva —dijo Alberta—. Podría haber strigoi ocultos en ellos.
Mi madre coincidió.
—Sí, podría haberlos. Algunos saben que están superados y esperarán a que salgamos para huir más tarde. Otros podrían venir detrás de nosotros.
—¿Qué hacemos? —preguntó Stephen—. ¿Acabamos con ellos o nos retiramos?
Nos volvimos hacia Alberta. Su decisión no se hizo esperar.
—Nos retiramos. Hemos acabado con tantos como hemos podido, y el sol se pone. Tenemos que regresar a salvo, tras las defensas.
Nos pusimos en marcha, tan próximos a la victoria, espoleados por la creciente falta de luz. Dimitri iba a mi lado mientras avanzábamos.
—¿Ha salido Eddie? —no había visto su cadáver, pero tampoco es que hubiese prestado demasiada atención.
—Sí —me dijo Dimitri entre los jirones de su respiración acelerada. Sabe Dios con cuántos strigoi se habría enfrentado hoy—. Casi tuvimos que obligarle a salir. Quería luchar —sonaba propio de Eddie.
—Recuerdo este recodo —dijo mi madre cuando doblamos una esquina—. No estamos lejos. Ya casi deberíamos ver luz —habíamos llegado hasta allí con las lámparas de las cazadoras.
Sentí las náuseas apenas unas décimas de segundo antes de que nos atacasen. Siete strigoi cayeron sobre nosotros en una intersección con forma de «T». Habían dejado escapar al grupo anterior y se habían apostado a esperarnos, tres en un lado y cuatro en el otro. Uno de los guardianes, Alan, ni siquiera los vio venir. Un strigoi lo atrapó y le partió el cuello con tal rapidez que se diría que no le supuso esfuerzo alguno, y probablemente así fue. Era un reflejo tan fiel de lo que le pasó a Mason que casi me quedé petrificada. En cambio, retrocedí unos pasos para tomar impulso, preparada para entrar en faena.
Sin embargo, nos encontrábamos en una zona muy estrecha del túnel y no podíamos llegar todos hasta los strigoi. Yo estaba bloqueada en la retaguardia. Tenía a la señora Carmack a mi lado, que dispuso de la suficiente visibilidad para incendiar a dos strigoi y facilitar así a los guardianes metidos en el cuerpo a cuerpo el acabar con ellos.
Alberta nos vio a mí y a otro par de guardianes y nos gritó:
—¡Comenzad la retirada!
Ninguno queríamos irnos, aunque tampoco teníamos mucho que hacer allí. Vi caer a otro guardián y me dio un vuelco el corazón. No le conocía, pero daba igual. Un instante después, mi madre ya se había lanzado a por el strigoi atacante y le había atravesado el corazón con su estaca.
Perdí de vista el combate al doblar otro recodo junto a los tres guardianes que me acompañaban. Un poco más adelante, túnel abajo, se adivinaban los débiles tonos violáceos de la luz natural. La salida. Los rostros de los demás guardianes nos observaban desde el exterior. Lo habíamos logrado, pero ¿dónde estaban los demás?
Corrimos hacia la salida y alcanzamos el aire libre. Mi grupo se hallaba reunido junto al acceso, con el ansia de saber qué había pasado. Se me vino el alma a los pies al ver que el sol casi se había puesto, y que no me abandonaban las náuseas. Eso significaba que aún había strigoi vivos.
Minutos después, el grupo de mi madre se acercaba corriendo por el túnel y a decir del número, uno más había caído. Qué cerca estaban ya. A mi alrededor, todo el mundo se puso en tensión. Qué cerca, tan, tan cerca.
Pero no lo suficiente. Tres strigoi acechaban a la espera en una cavidad. Nosotros los habíamos pasado, nos habían dejado ir. Qué rápido pasó todo; nadie pudo reaccionar a tiempo. Uno de los strigoi enganchó a Celeste, y su boca y colmillos se fueron directos a por su mejilla. Oí un grito ahogado y vi sangre por todas partes. Un strigoi se lanzó a por la señora Carmack, pero mi madre tiró de ella para apartarla y la empujó hacia nosotros.
El tercer strigoi atrapó a Dimitri. En todo el tiempo que había transcurrido desde que le conocí, jamás le había visto titubear. Siempre era más rápido, más fuerte que todos los demás. Esta vez no. Aquel strigoi lo había cogido por sorpresa, y esa mínima ventaja fue todo lo que necesitó.
Me quedé mirando fijamente. Era el strigoi rubio. Aquel que se había puesto a hablar conmigo en plena pelea.
Agarró a Dimitri y lo tiró al suelo. Forcejearon, de poder a poder, y entonces vi cómo aquellos colmillos se hundían en el cuello de Dimitri. Los ojos rojos se elevaron en un rápido movimiento y se encontraron con los míos.
Oí otro grito: esta vez, era el mío.
Mi madre comenzó a retroceder hacia los caídos, pero aparecieron cinco strigoi más, y aquello fue el caos. Ya no podía ver a Dimitri, no veía qué había sido de él. Por el gesto de mi madre se cruzaron varias ráfagas de indecisión mientras intentaba decidir si huía o luchaba, y entonces, con un gran pesar en el rostro, arrancó a correr hacia nosotros y la salida. Mientras tanto, yo intentaba volver corriendo adentro, pero alguien me lo impidió. Era Stan.
—¿Qué haces, Rose? Vienen más.
¿Es que no lo entendía? Dimitri estaba allí dentro. Tenía que sacarlo.
Mi madre y Alberta salieron al exterior. Iban tirando de la señora Carmack. Un grupo de strigoi corría detrás de ellas y se detuvo por los pelos, entre resbalones, al borde de la luz tenue. Yo continuaba peleándome con Stan. No le hacía falta ninguna ayuda, pero mi madre me agarró del brazo y me llevó aparte.
—¡Rose, tenemos que salir de aquí!
—¡Está dentro! —grité, al tiempo que intentaba liberarme con todas mis fuerzas. ¿Cómo podía haber matado a aquellos strigoi y no ser capaz de librarme de estos dos?—. ¡Dimitri está ahí dentro! ¡Tenemos que volver a por él! ¡No podemos abandonarle!
Se me iba la cabeza, histérica, y no paraba de gritarles a todos que teníamos que rescatar a Dimitri. Mi madre me sacudió con fuerza y se inclinó tanto sobre mí que apenas había un par de centímetros entre nosotras.
—¡Está muerto, Rose! No podemos volver a entrar ahí. El sol se habrá puesto en quince minutos, y nos están esperando. Oscurecerá antes de que hayamos regresado tras las defensas. Necesitamos cada segundo que podamos conseguir, y aun así, puede que no baste con eso.
Pude ver a los strigoi reunidos en la boca de la cueva, con el brillo que la expectación proporcionaba a sus ojos rojos. Atestaban el acceso a la cueva, diez de ellos, creí ver; quizá más. Mi madre tenía razón. Con su velocidad, hasta una ventaja de un cuarto de hora como la nuestra podría no ser suficiente. Y aun así, no era capaz de dar un paso. No podía quitarle ojo a la cueva, donde se había quedado Dimitri, donde se había quedado la mitad de mi alma. No podía estar muerto, y si lo estaba, sin duda, yo también lo estaría muy pronto.
Mi madre me abofeteó, y el dolor me sacó de mi ensoñación.
—¡Corre! —me gritó—. ¡Está muerto! ¡Y tú no te irás con él!
Vi el pánico en su rostro, pánico porque a mí —su hija— me matasen. Recordé cómo había dicho Dimitri que prefería morir él a verme a mí muerta, y si me quedaba allí como una estúpida y dejaba que me atraparan los strigoi, estaría fallándoles a ambos.
—¡Corre! —volvió a gritarme.
Con el rostro cubierto por un mar de lágrimas, eché a correr.