VEINTIUNO

Tenía unas ganas terribles de que terminase mi jornada. Había prometido a Lissa que quedaría con ella y los demás después de clase. Debería haber sido divertido, pero los minutos pasaban muy lentos. Me sentía demasiado inquieta. Al llegar el toque de queda, me separé de ellos y corrí hacia mi residencia. Le pregunté a la mujer de la recepción si podía telefonear a Dimitri —fuera del alcance de los alumnos— porque tenía una pregunta urgente para él. Acababa de levantar el auricular cuando Celeste pasó por nuestro lado.

—No está allí —me dijo. Lucía un gran moratón en un lado de la cara. Algún novicio la había derrotado, algún novicio que no era yo—. Creo que se dirigía a la capilla. Tendrás que esperar a mañana para verle, no te da tiempo de ir hasta allí y regresar antes del toque de queda.

Asentí mansamente y actué como si me dirigiese al ala de los alumnos. En cambio, nada más desaparecer ella de mi vista, me encaminé al exterior y corrí hasta la iglesia. Celeste tenía razón, iba a saltarme el toque de queda, pero con un poco de suerte Dimitri podría garantizarme un regreso que no me metiera en líos.

Las puertas de la iglesia estaban abiertas cuando llegué. Entré y vi todas las velas encendidas, y su luz hacía que toda la ornamentación dorada en la estancia emitiese destellos. El padre debía de estar aún trabajando pero, cuando yo entré en la capilla, no estaba allí.

Sin embargo, Dimitri sí.

Se encontraba sentado en el último banco. No estaba rezando, ni de rodillas, ni nada de eso. Estaba allí sentado sin más, con aspecto de sentirse relajado. Aunque no era miembro practicante de la iglesia, me contó que solía ir porque allí encontraba paz, aquel lugar le daba la oportunidad de reflexionar sobre su vida y los actos que había llevado a cabo.

Siempre había pensado que tenía buen aspecto, pero justo entonces, algo había en él que casi me hacía quedarme paralizada. Quizá fuese por el escenario, con toda esa madera encerada y el colorido de los iconos de los santos. Quizá fuera el modo en que la luz de las velas se reflejaba en su pelo oscuro. Quizá fuese porque parecía desprotegido, casi vulnerable. Solía estar siempre tan alerta, tan en vilo… pero incluso él necesitaba un momento de descanso ocasional. Era como si refulgiese ante mis ojos, de ese modo en que siempre lo hacía Lissa. Su normal estado de tensión regresó al oírme entrar.

—Rose, ¿va todo bien? —comenzó a levantarse, y le hice un gesto para que siguiese sentado mientras me deslizaba junto a él. El aire estaba aún impregnado de un ligero aroma a incienso.

—Claro… bueno, más o menos. Ninguna catástrofe, si es eso lo que te preocupa. Es que tengo una pregunta. O, más bien, una teoría.

Le conté la conversación con Alice y lo que yo había deducido de ella. Escuchó con paciencia y expresión pensativa.

—Conozco a Alice. No estoy seguro de que sea creíble —me dijo cuando finalicé. Era similar a lo que había dicho de Victor.

—Lo sé. Yo pensé lo mismo, pero hay mucho que sí tiene sentido.

—No tanto. Como tú misma has dicho, ¿por qué tus apariciones son tan irregulares aquí? Eso no encaja con la teoría de las defensas. Deberías sentirte igual que en el avión.

—¿Y si las defensas se han debilitado? —pregunté.

Lo negó con la cabeza.

—Eso es imposible. Hacen falta meses para que se desgasten las defensas. Se renuevan cada dos semanas.

—¿Con tanta frecuencia? —le pregunté, incapaz de ocultar mi decepción. Ya sabía que el mantenimiento se llevaba a cabo de manera frecuente, pero no tanto. La teoría de Alice casi me había proporcionado una explicación sólida, una que no incluía el que yo estuviese loca—. Quizá las estén atravesando con estacas —sugerí—, humanos y eso, como ya hemos visto antes.

—Los guardianes recorren los terrenos de la academia varias veces al día. Si hubiera una estaca en los límites del campus, nos habríamos dado cuenta.

Suspiré.

Dimitri me puso su mano sobre la mía, y di un respingo. No la retiró, sin embargo, y como había hecho tantas otras veces, me adivinó el pensamiento.

—Pensaste que, si estaba en lo cierto, eso lo explicaría todo.

Asentí.

—No quiero estar loca.

—Tú no estás loca.

—Pero tampoco crees que de verdad esté viendo fantasmas.

Apartó la mirada en dirección a las titilantes llamas de las velas del altar.

—No lo sé, aún intento mantener una mentalidad abierta. Y estar estresada no es lo mismo que estar loca.

—Ya lo sé —admití, todavía muy consciente de lo cálida que sentía su mano. No debería estar pensando en tales cosas en una iglesia.

—Pero… bueno… hay algo más…

Entonces le hablé de la posibilidad de que Anna «captase» la demencia de Vladimir. También le conté las observaciones de las auras que había hecho Adrian. Volvió a mirarme, esta vez con una expresión reflexiva.

—¿Le has contado esto a alguien más? ¿A Lissa? ¿A tu orientadora?

—No —le dije en voz baja e incapaz de mirarle a los ojos—. Tengo miedo de lo que vayan a pensar.

Me apretó la mano.

—Tienes que parar eso. No te da miedo lanzarte de cabeza al peligro, pero te aterroriza abrirte a alguien.

—Yo… no lo sé —le dije al elevar la vista hacia él—. Supongo que sí.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí?

Sonreí.

—Porque me dijiste que debía confiar en la gente. Confío en ti.

—¿No confías en Lissa?

Me tambaleó la sonrisa.

—Confío en ella, absolutamente, pero no quiero contarle cosas que harán que se preocupe. Imagino que es una forma de protegerla, igual que mantener los strigoi a raya.

—Es más fuerte de lo que crees —me dijo—, y haría lo indecible por ayudarte.

—¿Entonces qué? ¿Quieres que confíe en ella y no en ti?

—No. Quiero que confíes en los dos. Creo que sería bueno para ti. ¿Te preocupa lo que le pasó a Anna?

—No —volví a desviar la mirada—. Me asusta.

Creo que aquella confesión nos sorprendió a ambos. Desde luego que yo no me esperaba hacerla. Nos quedamos paralizados un instante, y Dimitri me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia su pecho. En mi interior se generó un sollozo al descansar mi mejilla sobre el cuero de su abrigo y escuchar el constante latido de su corazón.

—Yo no quiero estar así —le conté—. Quiero ser como todo el mundo. Quiero que mi mente esté… normal. Normal según mi criterio, quiero decir. No quiero perder el control, no quiero ser como Anna y suicidarme. Me encanta estar viva. Moriría por salvar a mis amigos, aunque espero que eso no suceda. Espero que todos vivamos unas vidas largas y felices. Como dijo Lissa: una gran familia feliz. Hay tantas cosas que quiero hacer, pero tengo tanto miedo… miedo de ser como ella… me da miedo no ser capaz de detenerlo.

Me abrazó con más fuerza.

—Eso no va a pasar —murmuró—. Eres apasionada e impulsiva, pero en el fondo eres una de las personas más fuertes que conozco. Aunque fueras igual que Anna, y creo que no lo eres, vosotras dos no compartiréis el mismo destino.

Qué curioso. Yo le había dicho a Lissa eso mismo al respecto de ella y Vladimir, y a ella siempre le había costado mucho creérselo; ahora lo entendía. Dar consejo resultaba mucho más sencillo que seguirlo.

—También hay algo que se te está escapando —prosiguió mientras me pasaba una mano por el pelo—. Si la magia de Lissa te pone en peligro, al menos entiendes por qué. Ella puede dejar de utilizar su magia, y eso será el fin de todo.

Me aparté ligeramente para poder mirarle. Me apresuré a pasarme la mano por los ojos por si acaso se me había escapado alguna lágrima.

—¿Puedo pedirle que haga eso? —le pregunté—. He notado cómo la hace sentir y no sé si sería capaz de quitárselo.

Me observó sorprendido.

—¿Aun a costa de tu propia vida?

—Vladimir hizo grandes cosas, y Lissa también podría. Además, ellos son lo primero, ¿no?

—No siempre.

Le miré fijamente. Ya desde pequeña me había aprendido a base de bien el «Ellos son lo primero». Era lo que todos los guardianes pensaban. Sólo los dhampir que huían de su deber no lo suscribían. Lo que acababa de decir era casi como una traición.

—A veces, Rose, tienes que saber cuándo ponerte tú por delante.

Lo negué con la cabeza.

—No con Lissa.

Para el caso, podía estar allí mismo con Deirdre o con Ambrose. ¿Por qué de repente todo el mundo ponía en tela de juicio algo que yo había considerado toda mi vida como una verdad absoluta?

—Es tu amiga. Lo comprenderá —para respaldar su afirmación, alargó la mano y dio un tironcito del chotki que asomaba por debajo de mi manga, y las yemas de sus dedos me acariciaron la muñeca.

—Es más que eso —dije. Señalé la cruz—. Si hay algo que lo demuestre, es esto. Estoy unida a ella, a la protección de los Dragomir, a toda costa.

—Ya lo sé, pero… —no remató la frase, y, la verdad, ¿qué habría podido decir? Aquella conversación ya empezaba a estar trillada, y sin solución.

—Tengo que volver —le dije de sopetón—. Ya se ha pasado el toque de queda.

La expresión de Dimitri adoptó una sonrisa irónica.

—Y me necesitas para que te lleve de vuelta o te meterás en un lío.

—Pues la verdad es que sí, esperaba que…

Oímos un ruido cerca de la puerta de la capilla, y apareció el padre Andrew, lo cual daba sin duda por finalizada nuestra sesión. Se estaba preparando para cerrar la iglesia. Dimitri le dio las gracias y nos encaminamos hacia la residencia de los dhampir. Ninguno de los dos habló durante el trayecto, aunque no fue un silencio incómodo, sino más bien agradable. Sonaba raro, pero desde su arrebato a la salida de la enfermería, yo tenía la sensación de que algo se había intensificado entre nosotros, por imposible que pareciese.

Dimitri me ayudó a pasar con la mujer de la recepción y, justo cuando me iba a marchar hacia mi ala, se presentó por allí un guardián llamado Yuri. Dimitri le llamó.

—Has estado trabajando con los de seguridad, ¿no es así? ¿Cuándo fue la última vez que renovaron las defensas?

Yuri se quedó pensativo.

—Hace un par de días. ¿Por?

Dimitri me miró con una expresión elocuente.

—Simple curiosidad.

Hice un gesto de asentimiento a Dimitri para mostrar que entendía su razonamiento, y me fui a dormir.

Después de aquello, la semana siguiente se desarrolló conforme a un patrón repetitivo. Seguía a Christian tres días a la semana, iba a mis sesiones de orientación y me entrenaba con Dimitri. En esa temporada podía ver la preocupación en su rostro, siempre me preguntaba por mi estado pero no me presionaba para que hablase sobre nada que yo no desease. Se trataba principalmente de un entrenamiento físico, y eso me gustaba, porque así tampoco tenía que darle muchas vueltas a la cabeza.

Lo mejor de todo fue que no vi a Mason en aquellos días.

Tampoco presencié ningún ataque, ni del tipo de los Mâna ni de los guardianes.

Estábamos metidos de lleno en las prácticas de campo, y todos los demás novicios de mi clase estaban teniendo combates con regularidad. Las pruebas eran cada vez más intrincadas y más difíciles, y todo el mundo debía mantenerse alerta. Al parecer, Eddie se veía obligado a defender a Lissa día sí, día no de algún guardián que hacía de strigoi, pero eso no sucedió nunca estando yo presente. De hecho, nadie sufrió ningún ataque estando yo presente. Pasado un tiempo empecé a captar la idea. Estaban levantando la mano conmigo. Les preocupaba que no pudiese manejarlo.

—Pues para el caso, ya podían haberme retirado de las prácticas de campo, digo yo —le gruñí a Christian una tarde—. No estoy haciendo nada.

—Sí, pero si aun así apruebas, ¿por qué preocuparse? Es decir, ¿es que quieres meterte en una pelea diaria? —y elevó la mirada al cielo—. Olvida lo que he dicho, por supuesto que quieres.

—Tú no lo entiendes —le dije—. Este trabajo no consiste en escoger la salida fácil. Quiero demostrar que puedo hacerlo, demostrárselo a ellos y a mí misma. El entrenamiento nunca sobra. Quiero decir que es la vida de Lissa lo que está en juego —y posiblemente, también, mi futuro con ella. Yo ya me había temido con anterioridad que decidiesen sustituirme, y eso era antes de que pensasen que se me había ido la pinza.

Ya era casi la hora del toque de queda, y le estaba dejando para irnos a dormir. Él me hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Rose, no sé si estás loca o no, pero sí que estoy empezando a pensar que podrías ser el mejor guardián, o futuro guardián, de por aquí.

—¿Me acabas de alabar en serio? —le pregunté.

Se dio la vuelta y se metió en su residencia.

—Buenas noches.

Mi vida seguía siendo un caos, pero no pude evitar una sonrisa mientras regresaba a mi habitación. Ahora que vivía en el temor perpetuo de ver a Mason, el paseo de vuelta me ponía un poco nerviosa. Sin embargo, había más gente que se apresuraba a regresar antes del toque de queda, y él solía aparecerse cuando yo estaba a solas, ya fuese porque prefería la privacidad o porque realmente era producto de mi imaginación.

Hablar de Lissa me recordó que apenas la había visto aquel día. Contenta y a gusto, dejé que mi mente se deslizara dentro de la suya mientras mi cuerpo seguía caminando.

Se encontraba en la biblioteca e intentaba finalizar unos apuntes a toda prisa. Eddie estaba de pie cerca de ella, observando los alrededores.

—Será mejor que te des prisa —bromeó él—. Está haciendo otra ronda.

—Ya casi he terminado —dijo Lissa, que garabateó unas pocas palabras más.

Cerró el libro de texto justo cuando la bibliotecaria se acercaba para decirles que debían marcharse ya. Con un suspiro de alivio, Lissa introdujo sus papeles en su bolsa y siguió a Eddie al exterior. Él le tomó la bolsa y se la cargó al hombro mientras salían.

—No tienes por qué hacer eso —le dijo ella—. Tú no eres mi sirviente.

—Te la devuelvo en cuanto te arregles eso —le hizo un gesto para señalarle que se había enredado el abrigo. Se lo había puesto de cualquier manera al intentar salir a tiempo de la biblioteca. Se rió por su propia falta de atención y se recolocó la manga.

—Gracias —dijo Lissa cuando Eddie le devolvió la bolsa.

—No es nada.

A Lissa le gustaba Eddie, pero no sentimentalmente hablando, quiero decir. Pensaba que era agradable. Tenía constantes detalles como aquél, le echaba una mano sin dejar de hacer un excelente trabajo en sus deberes. Las razones de Eddie tampoco eran románticas. Él era uno de esos extraños tipos que podían ser al mismo tiempo un caballero y tener muy mala leche. Lissa tenía planes para él.

—¿Has pensado alguna vez en pedirle salir a Rose?

—¿Qué? —preguntó él.

«¿Qué?», pensé yo.

—Vosotros dos tenéis mucho en común —dijo ella en un intento de que sonase como lo más normal del mundo.

En su interior, estaba emocionada, pensaba que era la mejor idea de todos los tiempos. Para mí, se trataba de uno de esos momentos en que el meterme en su mente era ser amigas demasiado íntimas. Hubiera preferido estar allí con ella para hacerle recobrar el sentido de una sacudida.

—Sólo es mi amiga —se rió él con una expresión de timidez muy mona—, y tampoco creo que seamos tan compatibles. Además… —decayó su ánimo—, nunca podría salir con la novia de Mason.

Lissa iba a empezar a contarle lo que yo siempre le decía a ella, que no era realmente la novia de Mason, pero fue inteligente y, en cambio, prefirió no desengañar a Eddie.

—Todo el mundo tiene que seguir adelante en algún momento.

—No ha pasado tanto tiempo, la verdad. Apenas un mes. Y tampoco es algo de lo que te recuperes deprisa —sus ojos tenían una mirada triste y perdida que nos dolió tanto a Lissa como a mí.

—Lo siento —le dijo ella—. No pretendía que sonase como algo menor. Lo que viste… sé que fue horrible.

—¿Sabes qué es lo más raro? Que en realidad no recuerdo mucho de lo que pasó. Eso es lo horrible. Estaba tan drogado que no tenía ni idea de qué estaba sucediendo. Lo odio… no te lo imaginas. Estar así, tan impotente… eso es lo peor del mundo.

Yo me sentía igual. Creo que es cosa de guardianes. Sin embargo, Eddie y yo no lo habíamos hablado nunca, ni siquiera habíamos comentado mucho lo de Spokane.

—No fue culpa tuya —le dijo Lissa—. Las endorfinas strigoi son muy fuertes. No podrías haberlas combatido.

—Debería haberlo intentado más —replicó Eddie mientras sujetaba la puerta abierta de la residencia—. Sólo con que hubiese estado un poco más consciente… no sé, quizá Mason seguiría vivo.

Me di cuenta de que ambos, Eddie y yo, deberíamos haber ido a terapia nada más regresar del parón invernal. Por fin comprendí por qué todo el mundo me decía que era irracional que me culpase a mí misma por la muerte de Mason. Eddie y yo nos estábamos responsabilizando de cosas que escapaban a nuestro control. Nos torturábamos con una culpa que no nos merecíamos.

—Eh, Lissa. Vente para acá.

El tema serio quedó en suspenso cuando Jesse y Ralf la saludaron desde la otra punta del vestíbulo de la residencia. Mis defensas se dispararon de inmediato, y también las de Lissa. A ella no le gustaban ni un pelo más que a mí.

—¿De qué va esto? —preguntó Eddie, cauteloso.

—No lo sé —murmuró Lissa mientras se dirigían hacia ellos—. Espero que sea rápido.

Jesse le dedicó su deslumbrante sonrisa, ésa que antaño me había parecido atractiva de veras. Ahora veía lo asquerosamente falsa que era.

—¿Cómo va la cosa? —preguntó él.

—Pues va cansada ya —respondió Lissa—. Necesito irme a la cama. ¿Qué pasa?

Jesse miró a Eddie.

—¿Te importaría dejarnos un poco de intimidad?

Eddie miró a Lissa. Ella asintió, y él retrocedió lo suficiente como para no oírlos, pero seguir vigilándola a ella. Cuando se retiró, Jesse dijo:

—Tenemos una invitación para ti.

—¿Para qué? ¿Una fiesta?

—Algo así. Es un grupo… —a Ralf no se le daba bien hablar, y Jesse volvió a tomar el mando.

—Más que un grupo. Es sólo para la élite —hizo un gesto a su alrededor—. Tú, Ralf y yo… no somos como tantos otros moroi. Ni siquiera somos como tantos otros miembros de la realeza. Hay preocupaciones y asuntos de los que tenemos que ocuparnos —me resultó curioso que incluyese a Ralf. Su realeza procedía de su madre, una Voda, así que él ni siquiera llevaba uno de los apellidos reales, aunque técnicamente tuviese sangre real.

—Suena algo… esnob —dijo ella—. No os ofendáis, y gracias por la oferta de todos modos —así era Lissa, siempre educada, incluso con cretinos como aquéllos.

—No lo entiendes. No nos sentamos a charlar. Estamos trabajando para conseguir cosas. Estamos… —vaciló y prosiguió en voz más baja—. Nos estamos trabajando medios de que se oiga nuestra voz, de que la gente acepte nuestra forma de ver las cosas, sea cual sea.

A Lissa se le escapó una carcajada inquieta.

—Eso suena a coerción.

—¿Y?

No podía verle la cara, pero sí sentía el duro esfuerzo que Lissa estaba haciendo para dejar las cosas tan claras como le fuera posible.

—¿Se os ha ido la cabeza? La coerción está prohibida. Está mal utilizarla.

—Sólo para cierta gente, y según parece, no para ti, dado lo bien que se te da.

Lissa se puso en tensión.

—¿Por qué crees tú eso?

—Porque alguien, un par de personas en realidad, me lo han dejado caer —¿un par de personas? Intenté recordar qué les habíamos dicho Christian y yo en la sala de nutrición. Jamás mencionamos su nombre, aunque ambos fanfarroneamos de haber visto a alguien utilizar la coerción. Al parecer, Jesse se había percatado de otras cosas al respecto de ella—. Además, es algo más o menos obvio. La gente te adora, has salido de un montón de problemas, y por fin descubrí por qué. Has estado abusando de los demás todo este tiempo. El otro día, en clase, te estaba observando cuando convenciste al señor Hill para que permitiese a Christian trabajar contigo en aquel proyecto. Él nunca habría dejado a nadie más hacer eso.

Yo me encontraba con ellos en clase aquel día. Era cierto que Lissa había utilizado la coerción con el profesor para conseguir ayuda para Christian. Estaba tan inmersa en sus súplicas que había obligado al señor Hill sin darse cuenta siquiera. En comparación con otras cosas que había visto hacer a Lissa, la verdad es que había supuesto una muestra bastante pobre de coerción. Nadie se había dado cuenta. Bueno, casi nadie.

—Mira —dijo Lissa, incómoda—, en serio que no tengo la menor idea de lo que me estás diciendo. Debo irme a dormir.

La expresión del rostro de Jesse se fue emocionando.

—No, si está bien. A nosotros nos mola. Lo que queremos es ayudarte, o, más bien, queremos que tú nos ayudes a nosotros. No me puedo creer que no me haya dado cuenta antes. Se te da realmente bien, y necesitamos que nos lo enseñes. Además, ninguno de los otros grupos Mâna cuenta con un Dragomir. Seríamos los primeros en tener representadas a todas las familias reales.

Lissa suspiró.

—Si pudiera utilizar la coerción, creedme, os obligaría a iros. Ya os lo he dicho, no me interesa.

—¡Pero es que te necesitamos! —exclamó Ralf. Jesse lo apuñaló con la mirada y a continuación volvió a sonreír a Lissa. Tuve la extraña sensación de que podía estar intentando forzarla con la coerción, pero no causó el menor efecto en ella, o en mí, ya que estaba viéndolo todo a través de sus ojos.

—No se trata sólo de que nos ayudes a nosotros. Hay grupos de Mâna en todos los institutos —dijo Jesse. Estaba inclinado, cerca de ella. De repente se desvaneció su aspecto amistoso—. Sus miembros están por todo el mundo. Forma parte de esto y tendrás los contactos necesarios para hacer lo que quieras con tu vida. Y si somos capaces de aprender todos a utilizar la coerción, podremos evitar que el gobierno de los moroi haga estupideces, podremos asegurarnos de que la reina y todos los demás toman las decisiones apropiadas. ¡Todo lo que tiene son cosas buenas para ti!

—Me va bien por mi cuenta, gracias —dijo ella mientras retrocedía—. Y no estoy muy segura de que vosotros sepáis qué es lo mejor para los moroi.

—¿Bien? ¿Con tu novio el strigoi y la fulana que va de guardián? —exclamó Ralf. Lo dijo tan alto que llamó la atención de Eddie, y Eddie no parecía muy contento.

—Silencio —le dijo Jesse enfadado. Se volvió a Lissa—. Ralf no debería haber dicho eso… pero es que tiene algo de razón. La reputación de tu familia recae por entero sobre ti y, tal y como vas, nadie te toma en serio. La reina ya te está intentando mantener a raya y apartarte de Ozzera. Te vas a pegar un batacazo.

Lissa estaba cada vez más y más enfadada.

—No tenéis ni idea de lo que estáis hablando. Y… —frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir con que me está intentando apartar de Christian?

—Quiere cas… —empezó a decir Ralf, pero Jesse le cortó de inmediato.

—Es exactamente eso de lo que hablo —dijo Jesse—. Sabemos todo tipo de cosas que pueden afectarte o ayudarte… a ti y a Christian.

Me pareció que Ralf había estado a punto de mencionar los planes de la reina de casar a Lissa con Adrian. Le di vueltas a cómo sabría él de aquello hasta que volví a acordarme de su parentesco con los Voda: Priscilla Voda, la consejera y mejor amiga de la reina; ella conocía todos los planes de la Corona y probablemente se lo contaría a Ralf. Su relación con ella debía de ser más estrecha de lo que yo había imaginado.

—Cuéntame —le exigió Lissa. La idea de utilizar la coerción con él llegó a pasársele por la cabeza, pero la descartó. No iba a caer tan bajo—. ¿Qué sabes sobre Christian?

—La información no es gratis —dijo Jesse—. Ven a una de nuestras reuniones y te lo contaremos todo.

—Lo que tú digas. No me interesan vuestros contactos elitistas, y tampoco sé nada sobre la coerción —a pesar de sus palabras, sentía una curiosidad demencial por lo que sabría Jesse.

Comenzó a darles la espalda, pero Jesse la agarró del brazo.

—¡Maldita sea, tienes que…!

—Lissa se va ahora mismo a dormir —dijo Eddie. Apareció como un rayo en cuanto Jesse la tocó—. Aparta esa mano, o lo hago yo por ti.

Jesse fulminó a Eddie con la mirada. Como en la mayoría de los emparejamientos moroi-dhampir, Jesse contaba con la estatura, y Eddie con el músculo. Por supuesto, Jesse también contaba con la corpulencia de Ralf, pero hubiera dado lo mismo. Todos sabían allí quién habría vencido si Eddie se hubiese ido a por ellos. Lo maravilloso del asunto era que Eddie seguramente ni siquiera se metería en un lío con afirmar que lo había hecho para rescatar a Lissa de una situación de acoso.

Jesse y Ralf retrocedieron lentamente.

—Te necesitamos —dijo Jesse—. Tú eres la única. Piénsalo.

Una vez se hubieron marchado, Eddie le preguntó a Lissa:

—¿Estás bien?

—Sí… gracias. Dios mío, qué raro ha sido esto.

Se dirigieron a las escaleras.

—¿De qué iba?

—Están obsesionados con esa sociedad real o lo que sea, y quieren que me una para contar así con representación de todas las familias reales. Se han vuelto unos fanáticos con eso.

Eddie sabía del tema del espíritu, pero ella no se sentía cómoda recordándole lo bien que se le daba la coerción.

Le abrió la puerta a Lissa.

—Bueno, podrán molestarte todo lo que quieran, pero no pueden hacer que te unas a algo que no deseas.

—Sí, supongo que sí —una parte de ella aún se preguntaba qué sabían sobre Christian o si se habría tratado de un farol—. Sólo espero que no se pongan muy pesados.

—No te preocupes —le dijo él con un tono de voz duro—. Yo me aseguraré de que no lo hagan.

Regresé a mi propio cuerpo y abrí la puerta de mi residencia. A mitad de camino por las escaleras, descubrí que estaba sonriendo. Sin duda, no quería que Ralf y Jesse molestasen a Lissa, pero si era cuestión de que Eddie les diese una paliza, ya te digo que no me importaría verlos recibir un pequeño correctivo por lo que ellos le habían hecho a otros.