Lissa había sido mi mejor amiga ya desde la escuela de primaria, y ése era el motivo de que me doliese tanto ocultarle tales secretos últimamente. Ella se mostraba siempre abierta conmigo y estaba dispuesta a compartir lo que se le pasaba por la cabeza, pero claro, quizá fuese porque tampoco tenía elección. Antes, yo era del mismo modo con ella, pero en un momento dado, comencé a guardarme mis secretos, incapaz de contarle lo de Dimitri o la verdadera razón de haberla pifiado con Stan. Odiaba que fuese así, me devoraba por dentro y me hacía sentir culpable cerca de ella.
Aquel día, sin embargo, no había forma de que pudiera librarme de explicarle lo que sucedió en el aeropuerto. Aunque fuese capaz de inventarme algo, el hecho de estar con Christian a media jornada sería una inmensa pista de que algo estaba pasando. Nada de excusas esta vez.
Así que, por muy doloroso que fuese, les ofrecí a ella y a Christian —y a Eddie y a Adrian, que andaban por allí— la versión resumida de lo sucedido.
—¿Crees que viste fantasmas? —exclamó Christian—. ¿En serio?
La expresión de su cara era una prueba de que ya estaba confeccionando una lista de comentarios maliciosos.
—Mira —les solté—, ya os he contado lo que está pasando, y no tengo ninguna gana de dar más explicaciones. Se está solucionando, así que limitaos a asumirlo.
—Rose… —empezó a decir Lissa, intranquila. Un huracán de emotividad me azotaba procedente de ella: miedo, preocupación, perplejidad. Su compasión me lo hacía pasar mucho peor.
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—No, Liss. Por favor. Podéis pensar de mí lo que queráis, o inventaros vuestras propias teorías, pero no vamos a hablar de ello. Ahora no. Dejadme en paz con esto.
Me imaginé que Lissa se pondría pesada por su habitual persistencia. Pensé que Adrian y Christian lo harían por su irritante forma de ser. Pero a pesar de la simpleza de mis palabras, advertí que las había pronunciado con una gran dureza tanto en el tono de voz como en las formas. Y fue la reacción mental de Lissa la que me alertó de ello, de manera que no me quedó más que mirarle la cara al resto para darme cuenta de que habría sonado como una bruja de categoría.
—Lo siento —murmuré—. Agradezco vuestra preocupación, pero es que no estoy de humor.
Lissa me miró. Más tarde, me dijo mentalmente. Hice un leve gesto de asentimiento y me pregunté cómo iba a ser capaz de evitar esa conversación.
Adrian y ella habían quedado para seguir practicando con la magia. No había dejado de gustarme estar con ella, pero sólo tenía la posibilidad de hacerlo porque Christian estaba también por allí. Para ser sincera, no era capaz de imaginarme por qué se quedaba. Imagino que aún estaba algo celoso, a pesar de todo lo sucedido. Claro está que, de conocer los secretos planes casamenteros de la reina, habría tenido una buena razón; aun así, quedaba patente que aquellas lecciones de magia estaban empezando a aburrirle. Nos encontrábamos todos en el aula de la señora Meissner, Christian juntó dos pupitres y se tumbó en ellos, a lo largo, con un brazo sobre los ojos.
—Despertadme cuando esto se ponga interesante —dijo.
Eddie y yo permanecíamos en pie en una posición central que nos permitía vigilar la puerta y las ventanas sin alejarnos de los moroi.
—¿De verdad viste a Mason? —me susurró Eddie. Se avergonzó de pronto—. Perdona… has dicho que no querías hablar de ello…
Empecé a responderle que sí, que eso era exactamente lo que había dicho… pero entonces vi la expresión de su rostro. No me estaba preguntando por simple y malsana curiosidad. Lo hacía por Mason, por su cercanía, y porque Eddie no había superado aún la muerte de su mejor amigo, no más que yo. Creo que la idea de que Mason se comunicase con alguien desde el más allá le tranquilizó, pero claro, él no había visto el fantasma de Mason.
—Creo que era él —le respondí en un susurro—. No lo sé, todo el mundo cree que me lo he imaginado.
—¿Qué aspecto tenía? ¿Estaba enfadado?
—Parecía… triste. Realmente triste.
—Si de verdad era él… es decir, no sé —Eddie bajó la vista al suelo en un olvido momentáneo de sus labores de vigilancia—. Siempre me he preguntado si estaría enfadado porque no lo salvamos.
—No había nada que pudiésemos hacer —le dije, en una reiteración exacta de lo que todo el mundo me decía a mí—. Aunque yo también me lo preguntaba, porque el padre Andrew mencionó que a veces los fantasmas regresan en busca de venganza, pero Mason no tenía esa pinta. Sólo daba la impresión de que quería decirme algo.
Eddie volvió a levantar de repente la vista al darse cuenta de que seguía de guardia. No dijo nada más a continuación, aunque yo sabía dónde tenía sus pensamientos.
Entretanto, Adrian y Lissa hacían progresos. O, más bien, Adrian los hacía. Ambos se habían dedicado a desplantar una serie de tallos raquíticos que habían muerto o estaban hibernando hasta la primavera, y los trasplantaron a unas macetas pequeñas, que ahora se encontraban alineadas sobre una mesa larga. Lissa tocó una, y sentí la euforia de la magia arder en su interior. Un instante después, el triste tallo se puso verde y le brotaron hojas.
Adrian tenía los ojos clavados en la planta, como si contuviese todos los secretos del universo, y exhaló con fuerza.
—Pues nada, allá vamos.
Posó los dedos con suavidad sobre otra planta. «Pues nada, allá vamos» pudo ser una afirmación bastante acertada, porque «nada» fue lo que pasó en realidad. Entonces, unos instantes después, la planta tembló un poco, empezó a mostrar un ligero color verde, y se detuvo.
—Lo has hecho —dijo Lissa impresionada. Pude sentir también que estaba un poco celosa: Adrian había aprendido uno de sus trucos, pero ella aún no había aprendido ninguno de los de él.
—Lo dudo mucho —afirmó con la vista clavada en la planta. Estaba completamente sobrio, desprovisto de todos sus vicios que hacían de él alguien más afable. No había nada en el espíritu que lograse evitar que se sintiera irritable. Con nuestros estados de ánimo, sí que teníamos algo en común esa noche—. Maldita sea.
—¿Estás de broma? —le preguntó ella—. Ha sido genial. Has hecho crecer la planta… con la mente. Es increíble.
—No tan bien como tú —dijo en el mismo tono que si tuviese diez años.
No pude evitar apostillarle:
—Entonces, deja de lloriquear e inténtalo de nuevo.
Me miró con una sonrisa en los labios.
—Eh, nada de consejos, Ghost Girl. A los guardianes se los debe ver pero no oír.
Le saqué el dedo como respuesta a su comentario de Ghost Girl, pero ni se dio cuenta, porque Lissa seguía hablándole.
—Tiene razón. Inténtalo de nuevo.
—Hazlo tú una vez más —dijo—. Quiero verte hacerlo… Es como si pudiera sentir cómo lo consigues.
Llevó a cabo el truco con otra planta, y volví a sentir cómo prendía la magia, y toda la alegría que ésta conllevaba… y entonces flaqueó. Un relámpago de temor e inestabilidad tiñó la magia. Me olió a los tiempos en que su estado mental se deterioró tanto. «No, no —supliqué yo en silencio—. Está pasando. Sabía que ocurriría si seguía utilizando la magia. Por favor, que no vuelva a suceder».
Y como si nada, la mancha negra en su magia desapareció. Su mente y sus sentimientos regresaron a la normalidad. Entonces vi que también había logrado que la planta creciese. Me lo perdí porque su lapsus me distrajo. Adrian también se lo perdió porque sus ojos estaban fijos en mí. Su rostro denotaba preocupación, y se mostraba muy, muy confundido.
—Muy bien —dijo Lissa con alegría. No había reparado en que Adrian no le había prestado atención—. Inténtalo otra vez.
Adrian volvió a concentrarse en su trabajo. Suspiró y se dirigió a una nueva planta, pero Lissa le hizo un gesto para que regresase.
—No, sigue trabajando con la misma planta con la que empezaste. Quizá sólo lo puedas hacer en pequeñas ráfagas.
Adrian asintió y se concentró en la misma planta de antes. Durante unos minutos no hizo más que mirar. El silencio reinaba en el aula. Nunca le había visto tan concentrado en nada, incluso se le estaba formando sudor en la frente. Finalmente, la planta volvió a temblar, se puso aún más verde y le salieron unas pequeñas yemas. Le miré y vi cómo apretaba los dientes y entrecerraba los ojos con fuerza, sin duda concentrado al máximo. Las yemas se abrieron y surgieron hojas y unas flores blancas.
Lissa soltó algo que sólo se podía catalogar como un grito de alegría.
—¡Lo has conseguido! —le dio un abrazo, y recibí una marea de felicidad procedente de ella. Se alegraba de forma sincera de que hubiese sido capaz hacerlo, y aunque aún sentía la decepción de su falta de progresos, el hecho de que Adrian hubiese podido replicar sus capacidades le insuflaba esperanza: significaba que sí podían realmente aprender el uno del otro—. Qué ganas tengo de llegar a hacer algo nuevo —dijo con un leve rastro de celos.
Adrian dio unos golpecitos sobre un cuaderno.
—Pues hay trucos de sobra en el mundo del espíritu. Tienes que ser capaz de aprender al menos uno de ellos.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—¿Recuerdas aquella investigación que hice sobre la gente que había dado muestras de una conducta extraña? —me preguntó Lissa—. Confeccionamos una lista con todas las cosas distintas que surgieron.
Claro que me acordaba. En su búsqueda de otros en posesión del espíritu, había descubierto testimonios acerca de algunos moroi que poseían capacidades que nadie había visto antes. Poca gente pensaba que los relatos fueran ciertos, pero Lissa estaba convencida de que se trataba de individuos que utilizaban el espíritu.
—Además de la sanación, las auras y los viajes en sueños, parece que poseemos también una supercoerción.
—Eso ya lo sabíais —le dije.
—No, esto es todavía más puro y fuerte. No consiste en decirle a la gente lo que tiene que hacer, sino en hacerles ver y sentir cosas que ni siquiera existen.
—¿Qué, como si viesen alucinaciones? —pregunté.
—Algo así —dijo Adrian—. Hay relatos de gente que utilizaba la coerción para hacer a otros vivir sus peores pesadillas, creer que eran atacados, o cualquier otra cosa.
Sentí un escalofrío.
—La verdad es que es aterrador.
—E increíble —dijo Adrian.
Lissa coincidió conmigo.
—No sé. La coerción normal es una cosa, pero esto parece que está mal.
Christian bostezó.
—Ahora que la victoria ha sido por fin alcanzada, ¿podemos dar por terminada la noche de magia?
Miré a mi espalda y vi a Christian sentado y atento. Tenía la mirada puesta en Lissa y Adrian, y no parecía muy feliz con el abrazo de la victoria. Lissa y Christian se habían distanciado, pero no porque ella y Adrian se hubiesen dado cuenta de la reacción de Christian, estaban demasiado absortos en su propia emoción como para reparar en su mirada.
—¿Puedes hacerlo otra vez? —preguntó Lissa con entusiasmo—. ¿Puedes hacerla crecer?
Adrian lo negó con la cabeza.
—Ahora mismo no, me ha supuesto un esfuerzo enorme. Creo que necesito un cigarrillo —hizo un gesto en dirección a Christian—. Ve a hacer algo con tu chico. Ha tenido una paciencia terrible con todo esto.
Lissa se acercó a Christian con el rostro iluminado de alegría. Estaba hermosa, radiante, y se notaba que a él le estaba costando mucho enfadarse demasiado con ella. Se ablandó la dura expresión de su cara, y vi esa extraña amabilidad que sólo ella era capaz de provocar en él.
—Volvamos a la residencia —le dijo ella mientras le cogía la mano.
Salimos fuera. Eddie hacía la guardia de proximidad con Lissa y Christian, y eso me dejaba a mí la guardia de perímetro. También me dejaba a mí con Adrian, que había decidido quedarse rezagado para charlar conmigo. Estaba fumando, así que tuve la inmensa fortuna de ser quien se tragase la nube tóxica que generaba. Sinceramente, no me imaginaba cómo era posible que nunca le pillasen haciéndolo. Arrugué la nariz con aquel olor.
—¿Sabes? ¿Por qué no te encargas tú de la guardia de doble perímetro y te largas allí lejos con esa mierda? —le propuse.
—Mmm, suficiente por hoy —tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó, y allí lo dejó. Odiaba que hiciese eso casi tanto como que fumase—. ¿Qué te parece, pequeña dhampir? —me preguntó—. He estado cojonudo con esa planta, ¿no crees? Por supuesto que habría sido aún más cojonudo si, yo qué sé, hubiese ayudado a que se le regenerase a alguien un miembro del cuerpo amputado, o si hubiera separado a unos gemelos siameses, pero ya llegará eso con la práctica.
—Si quieres un consejo, que estoy segura de que no, creo que vosotros dos deberíais dejar la magia. Christian sigue pensando que vas detrás de Lissa.
—¿Qué? —preguntó con un tono de sorpresa fingida—. ¿Es que no sabe que mi corazón es todo tuyo?
—No lo es. Y no, aún le preocupa el tema a pesar de todo lo que yo le he dicho ya.
—¿Sabes? Seguro que si empezamos a enrollarnos ahora mismo, él se sentiría mejor.
—Como me toques —le dije en tono amable—, te voy a dar una buena oportunidad de comprobar si eres capaz de sanarte tú mismo, y entonces veremos lo cojonudo que eres.
—Haré que me sane Lissa —dijo con petulancia—. Sería fácil para ella. Aunque… —la sonrisita sardónica se desvaneció—, le ha pasado algo raro al utilizar su magia.
—Sí —dije—, ya lo sé. ¿Pudiste sentirlo tú también?
—No. Pero lo he visto —frunció el ceño—. Rose… ¿recuerdas cuando me preguntaste sobre estar loca, y yo te dije que no lo estabas?
—Claro…
—Creo que quizá me equivocase. Pienso que estás loca.
Casi me detuve.
—¿Qué demonios significa eso?
—Bueno… verás, la cosa es que, cuando Lissa se puso con la segunda planta… su aura disminuyó un poco.
—Eso encajaría con lo que yo sentí —dije—. Fue como si ella… no sé, como si se volviese frágil mentalmente por un momento, como era antes. Pero desapareció.
Adrian asintió.
—Sí, el tema es ése… La oscuridad abandonó su aura y se fue a la tuya. Mira, ya me he dado cuenta antes de que ambas tenéis auras muy diferentes, pero esta vez lo he visto suceder. Fue como si la mancha de oscuridad saltase de su aura a la tuya.
Algo en aquello me hizo estremecer.
—¿Qué significa?
—Por eso creo que estás loca. Lissa ya no sufre ningún efecto secundario de la magia, ¿verdad? Y tú… bueno, tú has estado con los nervios un poco a flor de piel últimamente y, vaya, ves fantasmas —lo dijo de un modo muy natural, como si ver fantasmas fuese algo que sucediese de vez en cuando—. Lo que pienso es que, sea cual sea el componente dañino del espíritu, lo que te destroza el coco está pasando de ella hacia ti. A ella la hace cada vez más estable, y a ti… pues eso, lo que te he dicho, que tú ves fantasmas.
Fue como si me zurrasen en la cara. Una nueva teoría. Nada de traumas. Nada de fantasmas de verdad. Que yo «me quedaba» con la locura de Lissa. Recordé cómo se sintió ella en el peor momento, deprimida y autodestructiva. Me acordé de nuestra antigua profesora, la señora Karp, que también utilizaba el espíritu, a quien se le fue la cabeza tan completamente como para convertirse en strigoi.
—No —le dije con voz forzada—. Eso no me pasa a mí.
—¿Y vuestro vínculo? Ahí tenéis una conexión. Lo que piensa y siente pasa hacia ti… ¿por qué no también la locura?
Las formas de Adrian se mantenían en su habitual tono alegre y curioso, no se daba cuenta de lo mucho que aquello estaba empezando a rallarme.
—Porque no tiene ningún…
Y entonces se me ocurrió. La respuesta que habíamos estado buscando todo aquel tiempo.
San Vladimir se había pasado toda su vida luchando contra los efectos secundarios del espíritu. Tenía sueños y alucinaciones, experiencias que descartó por tratarse de «demonios», pero ni se había vuelto completamente loco, ni había intentado quitarse la vida. Lissa y yo teníamos la seguridad de que había sido gracias a que tenía a su guardiana bendecida por la sombra, Anna, y que compartir el vínculo con ella le había ayudado. Habíamos asumido que se trataba, simplemente, del hecho de contar con una amistad tan cercana a su lado, alguien que pudiese apoyarle y con quien poder hablar en los malos momentos, ya que en la época no había antidepresivos o ansiolíticos.
Pero ¿y si…? ¿Y si…?
No podía respirar. No podía seguir ni un solo instante sin conocer la respuesta. ¿Qué hora era? ¿Quedaba una hora o así para el toque de queda? Tenía que saberlo. Me detuve de manera brusca y casi patiné con el suelo tan resbaladizo.
—¡Christian!
El grupo de delante se detuvo y se volvió hacia Adrian y yo.
—¿Sí? —preguntó Christian.
—Tengo que dar un rodeo, es decir, tenemos que darlo ya que no puedo ir a ninguna parte sin ti. Tenemos que ir a la iglesia.
Arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.
—Qué, ¿es que te tienes que confesar de algo?
—No preguntes. Por favor. Sólo serán unos minutos.
La preocupación se reflejó en la expresión de Lissa.
—Podemos ir todos…
—No, iremos rápido —no quería que viniese. No deseaba que escuchase la respuesta que estaba segura que recibiría—. Vete a la residencia. Os alcanzaremos. ¿Christian?
Me observó con una cara que oscilaba entre las ganas de meterse conmigo y los deseos de ayudarme. No era un completo imbécil, al fin y al cabo. El segundo sentimiento salió victorioso.
—Muy bien, pero como intentes hacerme rezar contigo, me largo.
Nos separamos del resto camino de la iglesia. Andaba tan rápido que Christian casi tenía que ir corriendo para alcanzarme.
—Supongo que no querrás contarme de qué va esto, ¿verdad? —me preguntó.
—Ni de coña, pero valoro tu ayuda.
—Siempre es un placer echar una mano —me dijo.
Estaba segura de que había puesto los ojos en blanco, pero prefería concentrarme en el sendero ante mí.
Llegamos a la iglesia, y la puerta estaba cerrada, nada sorprendente. Llamé y me dediqué a mirar nerviosa de aquí para allá en busca de alguna luz encendida en las ventanas, pero no tenía pinta.
—¿Sabes que yo ya me he colado aquí antes? —dijo Christian—. Si quieres entrar…
—No, necesito más que eso. Tengo que ver al padre. Maldita sea, no está aquí.
—Es probable que ya esté acostado.
—Maldita sea —repetí, pero sólo me sentí ligeramente mal por estar jurando en la puerta de la iglesia. Si el padre estaba en la cama, es que se encontraba en algún edificio para el personal moroi, e inaccesible—. Tengo que…
Se abrió la puerta, y el padre Andrew asomó la cabeza. Parecía sorprendido, aunque no molesto.
—¿Rose? ¿Christian? ¿Ha pasado algo?
—Tengo que hacerle una pregunta —le conté—. Y será breve.
Su sorpresa aumentó, pero se apartó de la entrada para que accediésemos al interior. Nos quedamos en el vestíbulo, junto a la capilla principal.
—Estaba a punto de irme a casa —nos dijo el padre Andrew—. Ya estaba cerrando.
—Usted me contó que San Vladimir tuvo una vida larga y que murió de viejo. ¿Es cierto eso?
—Sí —dijo lentamente—. Hasta donde alcanza mi conocimiento, sí. Es lo que dicen todos los libros que he leído, incluso los últimos.
—¿Y Anna? —le exigí una respuesta. Sonaba como si me encontrase al borde de la histeria. Y en cierto modo, lo estaba.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Qué le pasó a ella? ¿Cómo murió?
Todo aquel tiempo. Todo aquel tiempo, y Lissa y yo preocupadas por el destino de Vlad, pero jamás reparamos en el de Anna.
—Ah, bien —suspiró el padre Andrew—. Su final no fue tan bueno, me temo. Pasó toda su vida protegiéndole a él, aunque hay ciertas posibilidades de que a una avanzada edad comenzase a volverse también un poco inestable, y entonces…
—¿Y entonces qué? —pregunté. Los ojos de Christian, totalmente perdido, viajaban de forma alternativa entre el padre y yo.
—Pues entonces, un par de meses después del fallecimiento de San Vladimir, Anna se suicidó.
Cerré los ojos con fuerza durante un momento. Los volví a abrir. Era justo lo que yo me temía.
—Lo siento —dijo el padre Andrew—, sé que habéis seguido muy de cerca su historia. Ni siquiera conocía este detalle sobre ella hasta que lo leí hace poco. Quitarse la propia vida es un pecado, por supuesto… pero bueno, considerando lo unidos que estaban, no resulta difícil imaginar cómo se pudo sentir ella cuando él se fue.
—Y también ha dicho que se estaba empezando a volver un poco loca.
Asintió y extendió las manos.
—Es difícil saber lo que pensaba aquella pobre mujer, es probable que entraran en juego muchos factores. ¿Por qué tanta urgencia con esto?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
—Es una larga historia. Gracias por su ayuda.
Christian y yo nos encontrábamos ya a medio camino cuando por fin me preguntó:
—¿De qué iba todo eso? Me acuerdo de cuando las dos andabais metidas investigándolo. Vladimir y Anna eran como Lissa y tú, ¿no?
—Sí —le dije con desánimo—. Mira, no quiero ser un obstáculo entre vosotros, pero, por favor, no le cuentes a Lissa nada de esto. No hasta que sepa algo más. Sólo dile que… No sé. Le contaré que me entró el pánico repentino porque pensé que tenía programados más servicios comunitarios.
—Nosotros dos mintiendo a Lissa, ¿eh?
—Lo odio, créeme, pero también es lo mejor para ella por el momento.
Porque si Lissa supiese que quizá ella podría acabar volviéndome loca… sí, se lo iba a tomar un poco mal. Querría dejar de utilizar su magia. Claro, que eso era lo que yo había querido siempre… y sin embargo, acababa de sentir aquella alegría en ella cuando la usaba. ¿Iba a ser capaz de quitarle eso? ¿Sería capaz de sacrificarme?
No había una respuesta fácil, y yo no podía empezar a extraer conclusiones precipitadas. No hasta que supiese algo más. Christian accedió a mantenerlo en secreto y, para el momento en que nos unimos al resto, ya era casi la hora del toque de queda. Sólo nos quedó una media hora juntos, y a continuación nos separamos para irnos a la cama, incluida yo, dado que el acuerdo de las prácticas de campo a media jornada decía que no podía estar de servicio por la noche. El riesgo de strigoi era bajo de todas formas, y mis instructores estaban más preocupados por dejarme dormir toda la noche.
De manera que, al llegar el toque de queda, regresé paseando sola al edificio de la residencia de los dhampir. Entonces, cuando ya casi había llegado, apareció de nuevo.
Mason.
Me detuve bruscamente y miré a mi alrededor; pensaba que ojalá hubiese alguien más allí para verlo y acabar de una vez por todas con la discusión sobre si estaba loca o no. Su silueta nacarada se encontraba allí, de pie, con las manos metidas en los bolsillos de su abrigo en una pose casi informal que de algún modo hizo que la experiencia me resultase aún más estrafalaria.
—Muy bien —dije, y fui sintiendo una sorprendente calma a pesar del dolor que me abordaba cada vez que le veía—. Cómo me alegro de ver que estás solo otra vez. Que sepas que no me gustaron nada los extras del avión.
Me miraba fijamente. Con una expresión vacía y los ojos tristes. Me hacía sentir peor. La culpa se me retorcía en el estómago y formaba nudos. Reventé.
—¿Qué eres? —le grité—. ¿Eres real? ¿Me estoy volviendo loca?
Para mi sorpresa, asintió.
—¿Que sí qué? —chillé—. ¿Que sí eres real?
Asintió.
—¿O que sí estoy loca?
Lo negó con la cabeza.
—Bueno —dije obligándome a bromear en aquel torbellino de emociones—. Es un alivio, pero venga, seamos sinceros, ¿qué otra cosa ibas a decir si eres una alucinación?
Mason se limitó a observarme. Volví a mirar a mi alrededor con la esperanza de que apareciese alguien.
—¿Por qué estás aquí? ¿Estás enfadado con nosotros y buscas venganza?
Lo negó con la cabeza, y algo se relajó en mi interior. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que me preocupaba aquello. La culpa y el duelo se habían intensificado en mi interior. Me parecía inevitable que me culpase, igual que había hecho Ryan.
—¿Es que… es que no puedes hallar la paz?
Mason asintió y pareció entristecerse más. Recordé sus últimos momentos y reprimí las lágrimas. A mí también me costaría un mundo hallar la paz, arrebatada de mi vida antes de que empezase.
—¿Y hay algo más aparte de eso? ¿Alguna otra razón por la que acudas a mí?
Asintió.
—¿Qué? —le pregunté. Demasiadas preguntas últimamente. Lo que necesitaba eran respuestas—. ¿Qué es? ¿Qué tengo que hacer?
Pero cualquier otra cosa distinta de una respuesta con un «sí» o un «no» estaba fuera de nuestro alcance, al parecer. Abrió la boca como si fuera a decir algo. Tenía el aspecto de estar haciendo un gran esfuerzo, como le había sucedido a Adrian con la planta. Aun así no produjo sonido alguno.
—Lo siento —susurré—. Lo siento, pero no te entiendo… y… siento también todo lo demás.
Mason me dirigió una última mirada sentida y se desvaneció.