DIECISÉIS

—Y tú también —se burló de mí.

—Sí, pero pensé que…

—¿Que era humano? ¿Por las marcas de los colmillos?

—Sí —admití. No tenía sentido mentir.

—Todos tenemos que sobrevivir —me dijo—. Y a los dhampir se nos da bien pensar en formas de lograrlo.

—Claro, pero la mayoría nos hacemos guardianes —apunté—. En especial los hombres —aún no me podía creer que fuese un dhampir, o que no me hubiese percatado al verlo.

Tiempo atrás, los dhampir nacían de la unión de los humanos con los moroi. Éramos medio vampiros, medio humanos. Con el paso del tiempo, los moroi se fueron apartando de los humanos, y éstos alcanzaron tal abundancia que ya no necesitaron a los moroi por su magia. Ahora, los moroi temían convertirse en experimentos de los humanos si alguna vez eran descubiertos, así que dejaron de crearse dhampir de ese modo. En una extraña vuelta genética de tuerca, la unión entre dos dhampir no era capaz de procrear otro dhampir.

El único modo en que mi raza continuaba reproduciéndose era a través de la mezcla entre moroi y dhampir. La lógica normal haría pensar a cualquiera que la unión entre un dhampir y un moroi obtuviese una descendencia que fuese moroi en tres cuartas partes. Pues no. Salimos con perfectos genes dhampir, mitad y mitad, con una mezcla de los mejores rasgos de ambas razas. La mayoría de los dhampir descendía de mujeres dhampir y hombres moroi. Durante siglos esas mujeres enviaron a sus hijos a ser educados a otros lugares, de tal forma que las madres podían volver a ser guardianes. Eso fue lo que hizo mi madre.

Un tiempo después, sin embargo, algunas dhampir decidieron educar a sus hijos ellas mismas. Renunciaron a ser guardianas y, en cambio, se agruparon en comunidades. Eso fue lo que hizo la madre de Dimitri. Estas mujeres vivían rodeadas de rumores desagradables porque los moroi solían visitarlas a menudo con la esperanza de disfrutar de sexo fácil, pero Dimitri me había contado que muchas de esas historias eran exageraciones y que la mayoría de las dhampir no eran tan fáciles. Los rumores provenían del hecho de que, casi siempre, esas mujeres eran madres solteras que no mantenían contacto ninguno con el padre de sus hijos, y porque algunas permitían a los moroi beber de su sangre durante el sexo. Algo así se veía como una práctica sucia, una perversión para nuestra cultura, y fue de ahí que surgió el apelativo para estas dhampir que no eran guardianes: prostitutas de sangre.

Pero nunca jamás se me ocurrió pensar en uno de ellos, en masculino.

Mi mente daba tumbos.

—La mayoría de los tíos que no quieren ser guardianes simplemente se largan —le dije. Era algo raro, pero sucedía; renunciaban a la escuela de guardianes y desaparecían para ocultarse entre los humanos. Era otra forma de deshonra.

—Yo no quería largarme —dijo Ambrose, que parecía muy animado con todo aquello—. Pero tampoco deseaba combatir contra los strigoi, así que me dediqué a esto.

Lissa, a mi lado, estaba perpleja. Las prostitutas de sangre vivían al margen de nuestro mundo. Tener delante a alguien así —un tío, nada menos— le resultaba increíble.

—¿Y es esto mejor que ser un guardián? —le pregunté incrédula.

—Bien, vamos a ver. Los guardianes se pasan todo el día vigilando en beneficio de otros, arriesgando sus vidas y llevando zapatos malos. ¿Y yo? Yo tengo unos zapatos increíbles, ahora mismo estoy dándole un masaje a una chica guapa y duermo en una cama alucinante.

Puse cara de asco.

—Mejor no hablemos de dónde duermes, ¿vale?

—Y proporcionar sangre no es tan malo como tú crees. No doy tanta como un proveedor, pero el subidón es una pasada.

—Tampoco hablemos de eso —le dije. De ninguna manera iba a admitir que sabía que las mordeduras de los moroi eran de verdad «una pasada».

—Vale. Di lo que quieras, pero la mía es una buena vida —me dedicó una sonrisa torcida.

—Pero la gente es, no sé, como… ¿No se pasan contigo? Te dirán cosas…

—Oh, sí —admitió él—, cosas horribles, y me dedican todo tipo de nombres desagradables, pero ¿sabes quién me hace más daño? Otros dhampir. Los moroi suelen dejarme tranquilo.

—Eso es porque no entienden lo que significa ser un guardián, lo importante que es —se me pasó por la cabeza, con cierta inquietud, que sonaba exactamente como mi madre—. Ése es el propósito de los dhampir.

Ambrose se puso en pie, estiró las piernas y me ofreció una visión de la totalidad de su torso musculoso.

—¿Estás segura? ¿Te gustaría descubrir cuál es tu verdadero propósito? Porque conozco a alguien que podría decírtelo.

—Ambrose, no lo hagas —le gruñó la manicura de Lissa—, esa mujer está loca.

—Es una vidente, Eve.

—No es una vidente, y no puedes llevar a la princesa Dragomir a verla.

—Si hasta la propia reina acude a ella en busca de consejo —le rebatió él.

—Eso es otro error —masculló Eve.

Lissa y yo intercambiamos una mirada. La palabra «vidente» se le había quedado grabada. Videntes y adivinos eran por lo general tratados con la misma incredulidad que los fantasmas, con la excepción de que Lissa y yo habíamos descubierto no hacía mucho que ciertas habilidades de predicción que creíamos que formaban parte de la fantasía en realidad eran parte del espíritu. La esperanza de haberse tropezado con otra persona que dominase el espíritu atravesó a Lissa como un rayo.

—Nos encantaría ver a una vidente. ¿Podemos ir? —Lissa echó un vistazo a un reloj cercano—. ¿Podemos ir ahora? Tenemos que coger un avión.

Estaba claro que Eve pensaba que era hacernos perder el tiempo, pero Ambrose no se podía aguantar las ganas de llevarnos. Nos pusimos los zapatos y nos condujo a través de la zona de masaje. Si las salas del balneario se hallaban en una especie de laberinto de pasillos tras el vestíbulo, muy pronto nos encontramos en otro laberinto que se extendía aún más al fondo.

—Aquí no hay directorio —dije mientras íbamos dejando atrás una serie de puertas cerradas—. ¿Para qué son estos cuartos?

—Para todo y para cualquier cosa por la que la gente esté dispuesta a pagar —dijo él.

—¿Como qué?

—Ay, Rose, qué inocente eres.

Por fin alcanzamos una puerta al final del pasillo. La atravesamos y llegamos a una sala pequeña que albergaba sólo un mostrador. Detrás de éste, una puerta cerrada. La moroi que había tras el mostrador levantó la vista y estaba claro que reconoció a Ambrose. Éste se acercó a ella, y ambos se enzarzaron en una discusión soterrada en la que él intentaba conseguir que nos dejase entrar.

Lissa se volvió hacia mí y me habló en voz baja.

—¿Tú qué crees?

Yo tenía los ojos clavados en Ambrose.

—Que todo ese músculo se va a echar a perder.

—Olvídate ya del prostituto de sangre. Me refiero a la vidente. ¿Crees que hemos encontrado a alguien más capaz de utilizar el espíritu? —me preguntó con ansia.

—Si un fiestero como Adrian lo es, entonces es probable que una mujer que te lee el futuro también lo sea.

Ambrose regresó hasta nosotras con una sonrisa.

—Suzanne se ha mostrado encantada de haceros un hueco en la lista de espera para hoy, antes de vuestro vuelo. Será cosa de aguardar un minuto, mientras Rhonda termina con el cliente que tiene ahora.

Suzanne no parecía muy feliz por hacernos un hueco, pero tampoco tuve tiempo de entrar a valorarlo, porque la puerta de detrás del mostrador se abrió y un moroi mayor salió con aire de extasiado. Entregó un dinero a Suzanne, nos saludó a todos con un gesto de asentimiento, y se marchó. Ambrose se puso en pie e hizo una amplia reverencia con el brazo hacia la puerta.

—Vuestro turno.

Lissa y yo entramos en la habitación. Ambrose pasó detrás y cerró la puerta a nuestra espalda. Era como meterse en el corazón de alguien: todo era rojo. Alfombra de felpa roja, un sofá de terciopelo rojo, paredes tapizadas de brocado de terciopelo y cojines de satén rojo por el suelo. Sentada en los cojines había una moroi de cuarenta y tantos años, con el pelo rizado y oscuro y los ojos igualmente oscuros. En su piel había un desvaído tono aceituna, pero su aspecto general era pálido, como en todos los moroi. Su vestimenta negra destacaba en marcado contraste con el rojo de la sala, y las joyas del mismo color de mis uñas brillaban en su cuello y manos. Yo esperaba que hablase en un tono de voz escalofriante y misterioso —con un acento exótico—, pero sus palabras sonaron a insulso acento americano.

—Por favor, sentaos —señaló unos cojines frente a ella. Ambrose se sentó en el sofá—. ¿A quién has traído? —le preguntó ella mientras Lissa y yo nos sentábamos.

—La princesa Vasilisa Dragomir y su futura guardiana, Rose. Necesitan su futuro, rápido.

—¿Por qué quieres siempre acelerar estas cosas? —preguntó Rhonda.

—No soy yo, tienen que coger un avión.

—Sería lo mismo si no fuera así. Siempre tienes prisa.

Me sacudí lo justo el aturdimiento por la habitación para prestar atención a la confianza de su charla y a lo similar de su pelo.

—¿Sois familia?

—Es mi tía —dijo Ambrose en tono cariñoso—. Me adora.

Rhonda elevó la mirada al techo.

Aquello era una sorpresa. Los dhampir rara vez mantenían el contacto con su familia moroi, pero claro, Ambrose no era precisamente normal.

Lissa también estaba intrigada con todo aquello, pero su interés difería del mío; ella estudiaba a Rhonda con detenimiento e intentaba encontrar cualquier indicación de que esta mujer utilizase también el espíritu.

—¿Es usted una gitana? —le pregunté.

Rhonda puso cara de repulsión y comenzó a barajar unas cartas.

—Soy romaní —dijo ella—. Mucha gente nos llama gitanos, aunque el término no sea precisamente exacto. Y, la verdad, primero soy moroi —barajó las cartas un poco más y se las ofreció a Lissa—. Corta, por favor.

Lissa aún la miraba fijamente, como si albergase cierta esperanza de ver un aura. Adrian era capaz de percibir a otros como ellos, pero Lissa no poseía esa habilidad aún. Cortó las cartas y se las devolvió. Rhonda volvió a unir la baraja y extrajo tres naipes para Lissa.

Me incliné hacia delante.

—Mola.

Eran cartas del tarot. No sabía mucho de aquello, sólo que se suponía que tenían poderes misteriosos y predecían el futuro. No creía en ese rollo mucho más de lo que jamás había creído en la religión, pero claro, hasta hacía muy poco tiempo tampoco había creído nunca en fantasmas.

Las tres cartas eran la luna, la emperatriz y el as de copas. Ambrose se inclinó por encima de mi hombro para echar un vistazo.

—Ooh —exclamó—. Muy interesante.

Rhonda levantó los ojos para mirarle.

—Silencio. No sabes de lo que estás hablando —regresó a las cartas y dio unos golpecitos con el dedo sobre el as de copas—. Estás a punto de enfrentarte a un nuevo comienzo, a un renacimiento de un gran poder y emoción. Tu vida cambiará; se tratará de un cambio que te lleve en una dirección que, si bien será difícil, en última instancia iluminará el mundo.

Uau —dije yo.

Rhonda señaló entonces a la emperatriz.

—El poder y el liderazgo se extienden ante ti, y los manejarás con gracia e inteligencia. Las semillas ya se han plantado, pero hay, sin embargo, una sombra de incertidumbre, un enigmático conjunto de influencias que te rodea como la niebla —su atención estaba fija en la luna al pronunciar estas palabras—, aunque mi impresión general es que esos factores desconocidos no te disuadirán a la hora de alcanzar tu destino.

Los ojos de Lissa estaban abiertos como platos.

—¿Y puede decir todo eso sólo con las cartas?

Rhonda se encogió de hombros.

—Está en las cartas, sí, pero también poseo un don que me permite ver fuerzas más allá de lo que puede percibir la gente común.

Barajó de nuevo los naipes y me los ofreció a mí para que cortase. Lo hice, y extrajo tres cartas más: el nueve de espadas, el sol y el as de espadas. La del sol estaba boca abajo.

A ver, yo no sabía nada de aquella historia, pero tuve la inmediata sensación de que estaba a punto de llevarme la parte más fea en comparación con Lissa. La carta de la emperatriz mostraba una mujer vestida de noche, con un traje largo, y con estrellas en la cabeza. La de la luna, llena, tenía dos perros bajo ésta, y en el as de copas había un cáliz con piedras preciosas engarzadas y lleno de flores.

En cambio, mi nueve de espadas mostraba a una mujer que sollozaba frente a un muro de espadas, y el as no era más que una simplona mano con una espada de hierro. Al menos, la del sol tenía pinta de ser más animosa, con lo que parecía un ángel a lomos de un caballo blanco con un brillante sol sobre ambos.

—¿No debería estar al revés? —pregunté.

—No —dijo sin levantar la vista de los naipes. Tras unos instantes de denso silencio, dijo—: Tú destruirás aquello que en la no-muerte existe.

Aguardé unos treinta segundos para permitirle continuar, pero no lo hizo.

—Un momento, ¿eso es todo?

Asintió.

—Eso me dicen las cartas.

Las señalé.

—Me parece que tienen que decir un poquito más que eso. ¡Le ha contado a Lissa toda una enciclopedia! Y yo ya sé que me voy a matar no-muertos. Es mi trabajo —ya estaba mal que el futuro que me había leído fuese tan breve, pero es que tampoco era nada original.

Rhonda se encogió de hombros, como si eso constituyese algún tipo de explicación.

Arranqué a decirle que ni se le ocurriese pensar en cobrarme por esa mierda de futuro que me había leído cuando alguien llamó con suavidad a la puerta. Se abrió y, para mi sorpresa, apareció la cabeza de Dimitri. Sus ojos se posaron en Lissa y en mí.

—Ah, me dijeron que estabais aquí.

Entró y reparó en Rhonda. Para mi mayor sorpresa aún, le ofreció un gesto de asentimiento en señal de respeto y dijo con mucha educación:

—Siento mucho interrumpir, pero he de llevarme a estas dos señoritas a su avión.

Rhonda lo estudió; no en plan echarle-el-ojo, sino más bien como si él constituyese un misterio que deseaba descifrar.

—No hay nada por lo que disculparse, aunque quizá sí tenga tiempo para que le lea el futuro, ¿no?

Con unas opiniones tan similares como las nuestras sobre la religión, me esperé que Dimitri le dijese que no tenía tiempo para sus chanchullos de futuróloga, pero su semblante se mantuvo serio y por fin asintió, se sentó a mi lado y me permitió percibir el dulce olor del cuero y el aftershave.

—Gracias.

Sus palabras seguían dentro de la más perfecta educación.

—Seré breve.

Rhonda se encontraba ya barajando las cartas. En un tiempo récord las tenía listas para cortar y había extraído tres de ellas enfrente de Dimitri. El caballo de bastos, la rueda de la fortuna y el cinco de copas. Éstas no me dijeron nada. El caballo de bastos era eso, sin más, un hombre a lomos de un caballo y con un palo de madera. La rueda de la fortuna era un círculo con símbolos extraños que flotaba entre las nubes. El cinco de copas mostraba cinco copas caídas que derramaban algún tipo de líquido mientras que un hombre les daba la espalda.

Los ojos de Rhonda fueron saltando veloces de carta en carta, inexpresivos.

—Perderás lo que más aprecias, así que valóralo mientras puedas —señaló la rueda de la fortuna y añadió—: La rueda está girando, siempre girando.

La lectura no había sido tan buena como la de Lissa, pero él había obtenido mucho más que yo. Lissa me dio un codazo a modo de aviso para que guardase silencio, algo que me sorprendió al principio. Sin haberme dado cuenta siquiera, tenía ya la boca abierta para protestar. La cerré y fruncí el ceño.

La expresión en el rostro de Dimitri era oscura y pensativa mientras miraba las cartas. No tenía idea de que supiese algo de aquellas historias, pero se había quedado mirándolas como si de verdad contuviesen todos los secretos del universo. Finalmente, volvió a asentir hacia Rhonda como muestra de respeto.

—Gracias.

Ella le devolvió el gesto, y nosotros tres nos levantamos para ir a coger el avión. Ambrose nos dijo que él se encargaba de pagar y que ya lo arreglaría con Suzanne más tarde.

—Ha merecido la pena —me dijo—. Merece la pena verte pensar dos veces acerca de tu destino.

Me burlé de él.

—No te ofendas, pero esas cartas no me han hecho pensar mucho en nada.

Como todo lo demás, aquello sólo le hizo reír.

Estábamos a punto de dejar la pequeña sala de espera de Suzanne cuando Lissa atravesó disparada la puerta de Rhonda y volvió a verla. Yo fui detrás de ella.

Mmm, disculpe —le dijo Lissa.

Rhonda levantó la vista de las cartas que barajaba con expresión preocupada.

—¿Sí?

—Esto le puede sonar raro, pero… mmm, ¿podría decirme en qué elemento se especializó?

Podía sentir cómo Lissa contenía el aliento. Qué ganas tenía de que Rhonda le respondiese que no se había especializado en ninguno, que solía ser un signo de poseer el espíritu. Aún había mucho que aprender, y Lissa adoraba la idea de hallar a otros que le pudiesen enseñar, y en especial adoraba la idea de que alguien le enseñase a predecir el futuro.

—Aire —dijo Rhonda. Una ligera corriente que nos sacudió el pelo lo demostró—. ¿Por qué?

Lissa soltó el aire que retenía, y yo recibí una ola de decepción a través del vínculo.

—Por nada. Gracias.