Descendimos del avión y de inmediato sentimos el impacto de la humedad del clima encapotado y borrascoso. El aguanieve se nos metía hasta los huesos, algo mucho peor que los copitos blancos que caían en Montana. Ahora nos encontrábamos en la costa este o, más bien, cerca de ella. La Corte de la reina estaba en Pensilvania, próxima a la sierra de Pocomo, una cordillera de la que sólo tenía un vago conocimiento. Sabía que no nos hallábamos cerca de ninguna gran ciudad como Filadelfia o Pittsburgh, que eran las dos únicas que yo conocía en todo el estado.
La pista en que habíamos aterrizado se encontraba dentro de los terrenos de la Corte, así que ya estábamos protegidos tras algunas defensas. Era igual que la pequeña pista de la academia; de hecho, y en muchos sentidos, la Corte Real estaba diseñada de un modo exacto al de nuestra escuela. En realidad, ése era el uso que se le daba al complejo, de cara a los humanos. La Corte estaba formada por una colección de edificios, bellos y ornamentados, que se extendían a lo largo de unos terrenos muy cuidados y engalanados con árboles y flores. Al menos, éstas adornarían aquellas tierras cuando llegase la primavera. Al igual que en Montana, la vegetación era escasa y desnuda de hojas.
Un grupo de cinco guardianes salió a nuestro encuentro, todos vestidos con pantalones negros y abrigo a juego sobre una camisa blanca. No vestían de uniforme, exactamente, pero la costumbre solía dictar que, en las ocasiones formales, los guardianes debían ir bien vestidos. En comparación, con nuestros pantalones vaqueros y nuestras camisetas, nuestro grupo parecía el de los parientes pobres, aunque yo no pude evitar pensar que, en el caso de un combate con los strigoi, estaríamos mucho más cómodos.
Los guardianes conocían a Alberta y a Dimitri —en serio, aquellos dos conocían a todo el mundo— y, tras ciertas formalidades, la gente se relajó y se comportó de manera amistosa. Todos teníamos ganas de entrar y escapar del frío, y nuestra escolta nos condujo hasta los edificios. Sabía lo bastante sobre la Corte como para ser consciente de que el edificio más grande y más recargado era desde donde se dirigían todos los asuntos oficiales de los moroi. El exterior tenía un aire de palacio gótico, pero, por dentro, sospechaba que con toda probabilidad no sería muy distinto de cualquier conjunto de oficinas ministeriales modernas con que te pudieses topar entre los humanos.
No obstante, no nos llevaron allí. Nos condujeron hasta un edificio adyacente, con una fachada de una exquisitez comparable a la del anterior, pero con la mitad de su tamaño. Uno de los guardianes nos explicó que era allí donde pernoctaban todos los visitantes y dignatarios que entraban y salían de la Corte. Para mi sorpresa, a cada uno nos asignaron una habitación individual.
Eddie comenzó a protestar por ello, afirmando categóricamente que tenía que estar con Lissa. Dimitri sonrió y le dijo que no era necesario. En un lugar como aquél, los guardianes no tenían que estar tan pegados a sus moroi, es más, a menudo se separaban y se dedicaban a lo suyo. Las defensas de la Corte eran tan fuertes como las de la academia y, todo sea dicho, los visitantes moroi de la academia rara vez llevaban encima de sí a sus guardianes. Nos obligaban a hacerlo a nosotros y sólo por mor de las prácticas de campo. Eddie accedió pero a regañadientes, y, de nuevo, me quedé sorprendida ante su dedicación.
Alberta mantuvo una breve charla y se volvió hacia el resto de nosotros.
—Relajaos un poco y estad listos para la cena, en unas cuatro horas. Lissa, la reina quiere verte dentro de una hora.
Un fogonazo de sorpresa recorrió a Lissa, y ambas intercambiamos una mirada fugaz y perpleja. La última vez que Lissa había visto a la reina, Tatiana la había desairado y avergonzado delante de toda la escuela por haber huido conmigo. Las dos nos preguntábamos para qué querría verla ahora.
—Claro —dijo Lissa—. Rose y yo estaremos listas.
Alberta hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Rose no va. La reina ha pedido de forma específica que vayas tú sola.
Pues claro que lo había pedido. ¿Qué interés iba a tener la reina en la sombra de Vasilisa Dragomir? Una voz desagradable me susurraba al oído: prescindible, prescindible…
El sentimiento oscuro me sorprendió y lo aparté a un lado. Me marché a mi habitación, aliviada al comprobar que tenía una tele: la idea de vegetar durante las cuatro horas siguientes sonaba a gloria. El resto de la habitación estaba bastante bien, con un bonito aire modernista: elegantes mesas oscuras y sofás de cuero blanco. Casi me daba miedo sentarme en ellos. De un modo irónico, a pesar de lo bonito que era todo, el lugar no estaba tan engalanado como la estación de esquí donde habíamos pasado las vacaciones. Supuse que cuando venías a la Corte Real, lo hacías por negocios, no por placer.
Acababa de tirarme en el sofá de cuero y encender la televisión cuando percibí a Lissa en mi mente. Ven, tenemos que hablar, me decía. Me incorporé, sorprendida tanto por el contenido como por el mensaje en sí. Nuestro vínculo solía consistir en sensaciones, impresiones, las peticiones como aquélla eran raras.
Me levanté y salí al pasillo, camino de la habitación contigua. Lissa me abrió la puerta.
—¿Qué? ¿Es que no podías venir tú? —le pregunté.
—Perdona —dijo como si de verdad lo sintiese. Qué difícil resultaba ser una gruñona con gente tan agradable a mi alrededor—. Es que no me da tiempo. Estoy intentando decidir qué me pongo.
Su maleta ya se encontraba abierta de par en par sobre la cama, y algunas cosas colgaban ya en el armario. Al contrario que yo, ella había venido preparada para cualquier ocasión, formal e informal. Me tumbé en su sofá, que era de un terciopelo lujoso, no de cuero.
—Ponte la blusa estampada con los pantalones de sport negros —le recomendé—. No te pongas un vestido.
—¿Por qué no un vestido?
—Porque no quieres dar la impresión de que te estás postrando.
—Es la reina, Rose. Vestirse bien es una muestra de respeto, no postrarse.
—Si tú lo dices…
Pero Lissa acabó por ponerse lo que yo le había recomendado. Me estuvo contando cosas mientras terminaba de arreglarse y mientras yo veía con envidia cómo se maquillaba. No me había dado cuenta de lo mucho que yo misma echaba de menos los cosméticos. Cuando vivíamos juntas entre los humanos, había sido bastante diligente a diario a la hora de acicalarme. Ahora no parecía encontrar nunca el tiempo suficiente… o una razón para hacerlo. Siempre andaba metida en alguna trifulca que convertía el maquillaje en algo inútil y lo estropeaba. Lo más que era capaz de hacer era embadurnarme la cara con crema hidratante, algo que por las mañanas me parecía excesivo —como si me pusiese una careta—, pero llegado el momento de enfrentarme al frío y a otras inclemencias, siempre me sorprendía ver cómo mi piel había absorbido toda la crema.
Sólo sentía la más mínima punzada de lamento ante el hecho de gozar de rarísimas oportunidades de hacerlo durante el resto de mi vida. Lissa se iba a pasar la mayor parte de la suya arreglada y desempeñando funciones propias de la realeza. Nadie repararía en mí. Qué raro era, considerando que, hasta este último año, siempre había sido yo quien daba la nota.
—¿Por qué crees tú que querrá verme? —me preguntó Lissa.
—Quizá sea para explicarte por qué estamos aquí.
—Quizá.
La inquietud se apoderaba de Lissa a pesar de su calma exterior. No se había recuperado aún por completo de la brutal humillación a manos de la reina el otoño anterior. Mis tristes celos y mi depre de repente parecieron estúpidos en comparación con lo que ella había de pasar. Me propiné una bofetada mentalmente y me recordé a mí misma que yo no era sólo su guardián invisible. También era su mejor amiga, y no habíamos hablado mucho en los últimos días.
—No tienes nada que temer, Liss. No has hecho nada malo, de verdad, lo has estado haciendo todo bien. Tus calificaciones son perfectas, tu conducta es perfecta. ¿Te acuerdas de toda esa gente a la que dejaste impresionada durante el viaje de esquí? Esa zorra no tiene nada que echarte en cara.
—No deberías decir eso —saltó Lissa de manera automática. Se aplicó rímel en las pestañas, las observó, y añadió otra capa.
—Les pongo nombre en función de lo que veo. Si te causa algún mal, será tan sólo porque te teme.
Lissa se carcajeó.
—¿Por qué iba a temerme?
—Porque los demás se sienten atraídos por ti, y a la gente como ella no le gusta que le roben el protagonismo —estaba un poco sorprendida ante lo sabia que yo misma sonaba—. Además, tú eres la última Dragomir. Siempre vas a estar en el candelero. ¿Y quién es ella? Otra Ivashkov más. Hay miles de ellos, probablemente porque todos los tíos son como Adrian y tienen toda clase de hijos ilegítimos.
—Adrian no tiene ningún hijo.
—Que nosotras sepamos —dije con un tono de misterio.
Soltó una risa contenida y se alejó del espejo, complacida con su aspecto.
—¿Por qué siempre te pasas tanto con Adrian?
La miré con una expresión de sorpresa fingida.
—¿Vas a defender a Adrian ahora? ¿Qué ha sido de tus advertencias para que me mantuviese lejos de él? Pero si casi me arrancas la cabeza la primera vez que fui con él por ahí, y eso que ni siquiera fue por deseo propio.
Tomó una cadena fina de oro de su maleta e intentó abrochársela detrás del cuello.
—Vale, sí… por entonces no le conocía. No es tan malo. Y es verdad… quiero decir que no es precisamente un ejemplo de conducta, pero también pienso que algunas de esas historias sobre él y otras chicas son exageraciones.
—Pues yo no —dije al tiempo que me ponía en pie de un salto. No había logrado aún abrocharse la cadena, así que cogí el cierre y lo hice por ella.
—Gracias —me dijo, y recorrió el collar con las manos—. Creo que a Adrian le gustas de verdad, así, en plan vamos-a-ir-en-serio.
Lo negué con la cabeza y retrocedí unos pasos.
—De eso nada. Le gusto en plan vamos-a-quitarle-la-ropa-al-bombón-dhampir.
—Eso no me lo creo.
—Porque tú siempre crees lo mejor de todo el mundo.
Adoptó un aire escéptico mientras se cepillaba el pelo, suave, sobre los hombros.
—Tampoco tengo eso muy claro, pero sí pienso que no es tan malo como tú crees. Ya sé que no ha pasado mucho tiempo desde Mason, pero deberías pensar en salir con alguien…
—Recógete el pelo —le entregué un pasador de su maleta—. Mason y yo nunca llegamos a salir en realidad, eso sí lo sabes.
—Sí, pero bueno, más razón aún para empezar a pensar en salir con alguien. El instituto no se ha acabado todavía. ¿No crees que deberías estar haciendo algo para pasarlo bien?
Pasarlo bien. Qué irónico. Meses atrás había discutido con Dimitri porque no era justo que, como guardián en fase de entrenamiento, tuviese que vigilar de forma estrecha mi reputación y no hacer demasiadas locuras. Él había admitido que no era justo que no pudiese hacer las mismas cosas que las demás chicas de mi edad, pero ése era el precio que había de pagar por mi futuro. Me había enfadado, pero tras la intromisión de Victor, empecé a entender las razones de Dimitri, y lo hice hasta tal punto que él mismo llegó a sugerirme que no intentase limitarme tanto. Ahora, tras lo de Spokane, yo me sentía como una chica totalmente distinta de la que había hablado con Dimitri el último otoño sobre el tema de pasarlo bien. Me encontraba a un par de meses de la graduación. Los rollos de instituto… los bailes… los novios… ¿qué relevancia tenían en la gran trama de la vida real? Qué trivial parecía todo en la academia, excepto que estaba haciendo de mí un mejor guardián.
—De veras, no creo que necesite un novio para experimentar con plenitud la vida del instituto —afirmé.
—Yo tampoco creo que te haga falta —admitió ella, que se colocaba recta la coleta con unos tirones—, pero antes tonteabas y a veces salías por ahí. Es sólo que me parece que te vendría bien un poco de eso, no que tengas que ir en serio con Adrian.
—Bueno, pues no será él quien te ponga pegas al respecto. Yo pienso que lo último que él desea es algo serio, ése es el problema.
—Pues a tenor de lo que se dice en algunas de esas historias, él es bastante serio. El otro día me contaron que estáis prometidos. Alguien más dijo que lo han repudiado por haberle dicho a su padre que jamás va a amar a otra.
—Ahhhh —no había otra respuesta posible a tanto rumor estúpido—. Lo macabro del asunto es que las mismas historias recorren ya el campus de primaria —me quedé mirando al techo—. ¿Por qué no deja de pasarme esto a mí?
Lissa se acercó hasta el sofá y me miró desde arriba.
—Porque eres increíble, y todo el mundo te adora.
—Qué va. Es a ti a quien adora todo el mundo.
—Vale, entonces las dos somos increíbles y adorables, y uno de estos días —una chispa de picardía revoloteaba en sus ojos—, daremos con un tío cuyo amor correspondas.
—Puedes esperar sentada. Nada de eso importa. No ahora mismo. Eres tú la persona por quien me tengo que preocupar. Vamos a graduarnos, y tú irás a la universidad, y será genial. Nada de reglas, sólo nosotras a nuestro aire.
—Asusta un poco —reflexionó ella—. Pensar en quedarme sola. Pero tú estarás conmigo, y también Dimitri —suspiró—. No me imagino el no tenerte conmigo. Ni siquiera soy capaz de recordar una época sin ti.
Me incorporé y le di un leve puñetazo en el hombro.
—Hey, ten cuidado, que vas a hacer que Christian se ponga celoso. Oh, mierda. Supongo que él también estará con nosotras, ¿no? Con independencia de dónde acabemos, ¿verdad?
—Probablemente. Tú, yo, él, Dimitri y los guardianes que asignen a Christian. Una gran familia feliz.
Me burlé de ella, pero en mi interior crecía un cálido sentimiento difuso. Las cosas estaban patas arriba en nuestro mundo en aquel momento, pero contaba con toda esa gente increíble en mi vida. Mientras siguiésemos juntos, todo iría bien.
Echó un vistazo al reloj, y su temor regresó.
—Tengo que irme. Tú… ¿tú vendrías conmigo?
—Sabes que no puedo.
—Lo sé… No digo físicamente… sino, ¿harías el rollo ese? ¿Lo de ver en mi mente? Me hará sentir como si no estuviese sola.
Era la primera vez que Lissa me pedía que lo hiciese a propósito. Por lo general odiaba la idea de tenerme observando a través de sus ojos, señal de lo nerviosa que estaba.
—Claro —le dije—. Probablemente sea mejor que cualquier cosa que pongan en la tele.
Regresé a mi habitación y adopté una postura idéntica a la que tenía en el sofá de Lissa. Despejé mis pensamientos, me abrí a la mente de Lissa y fui más allá de la simple percepción de sus sentimientos. Era algo que el vínculo, bendecido por la sombra, me permitía hacer, y constituía la parte más intensa de nuestra conexión. No se limitaba a la percepción de sus pensamientos, era como estar realmente dentro de ella, ver a través de sus ojos y compartir sus experiencias. No hacía demasiado tiempo que había aprendido a controlarlo. Antes solía colarme allí sin querer, tantas veces como las que no podía apartar de mí sus sensaciones. Ahora ya era capaz de controlar mis experiencias extracorporales e incluso provocar el fenómeno a voluntad, justo como estaba a punto de hacer.
Lissa acababa de llegar al salón donde aguardaba la reina. Los moroi podían utilizar términos como «realeza», e incluso arrodillarse a veces, pero allí no había tronos ni nada por el estilo. Tatiana estaba sentada en un butaca corriente y vestía un traje de chaqueta y falda de color azul marino. Tenía más el aspecto de una ejecutiva empresarial que el de un monarca de ningún tipo. Tampoco estaba sola. Cerca de ella se sentaba una moroi alta y solemne cuyo pelo rubio vestía algunas canas. La reconocí: Priscilla Voda, amiga y consejera de la reina. La conocimos en el viaje de esquí; se quedó impresionada con Lissa. Interpreté su presencia como un signo positivo. Una serie de guardianes silenciosos y vestidos de blanco y negro se encontraba en pie a lo largo de la pared. Para mi sorpresa, Adrian también estaba allí, reclinado en el respaldo de un sillón estilo confidente y con aspecto por completo ajeno al hecho de verse ante el más alto mandatario de los moroi. El guardián que acompañaba a Lissa anunció su presencia.
—La princesa Vasilisa Dragomir.
Tatiana asintió a modo de saludo.
—Bienvenida, Vasilisa. Por favor, toma asiento.
Lissa se sentó cerca de Adrian, con una aprensión que crecía a pasos agigantados. Entró un moroi del servicio y ofreció té o café, pero Lissa lo rechazó. Tatiana, mientras tanto, daba pequeños sorbos de una taza de té y escrutaba a Lissa de pies a cabeza. Priscilla Voda rompió el incómodo silencio.
—¿Recordáis lo que os dije de ella? —le preguntó Priscilla en tono animado—. Estuvo impresionante en vuestra cena de estado en Idaho. Aplacó una rencilla tremenda sobre el tema de que los moroi combatan con los guardianes. Consiguió calmar incluso al padre de Adrian.
Una gélida sonrisa cruzó las ya de por sí frías facciones de Tatiana.
—Es impresionante. La mitad de las veces, me da la sensación de que Nathan tiene doce años.
—A mí también —dijo Adrian, que bebía de un vaso de vino.
Tatiana le ignoró y se volvió a concentrar en Lissa.
—Todo el mundo parece impresionado contigo. No oigo más que bondades sobre ti, a pesar de tus transgresiones del pasado… las cuales, me inclino a entender, no se produjeron sin total razón —la expresión de sorpresa en la mirada de Lissa llegó a provocar la risa de la reina, aunque su risa no emanase mucha calidez ni buen humor—. Sí, sí… Lo sé todo acerca de tus poderes y, por supuesto, sé lo que sucedió con Victor. Adrian también ha estado poniéndome al corriente acerca del espíritu. Qué extraño es. Dime… podrías… —dirigió la mirada a una mesita próxima. En ella había una maceta con tallos de color verde oscuro que salían de la tierra. Se trataba de algún tipo de bulbo que alguien estaba cultivando en interiores. Al igual que sus homólogas de intemperie, aquella planta aguardaba a la primavera.
Lissa vaciló. Le resultaba extraño utilizar sus poderes delante de otros, pero Tatiana aguardaba expectante. Apenas unos segundos después, Lissa se inclinó hacia delante y tocó los brotes. Las yemas surgieron de la tierra y crecieron casi unos treinta centímetros. Mientras crecía, se fueron formando unas vainas enormes, que terminaron por abrirse y mostrar unas fragantes flores blancas. Azucenas. Lissa retiró la mano.
El rostro de Tatiana se mostró maravillado, y la reina masculló algo en una lengua que no pude entender. No era originaria de los Estados Unidos, pero había decidido establecer su Corte aquí y, aunque hablaba sin acento, le pasaba igual que a Dimitri: en determinados momentos de sorpresa afloraba su lengua materna. En apenas unos instantes volvió a lucir su ceremoniosa máscara.
—Mmm, interesante —dijo. Menuda forma de quedarse corto.
—Podría resultar muy útil —añadió Priscilla—. Vasilisa y Adrian no pueden ser los dos únicos con esa capacidad. Cuánto tendríamos la posibilidad de aprender si encontrásemos a más. La sanación es un don de por sí, por no hablar del resto de cosas que pueden conjurar. Basta pensar en todo lo que podríamos hacer con esto.
Lissa se iba sintiendo más optimista. Hacía ya un tiempo que había dejado de buscar a otros como ella. Adrian era el único que había descubierto, y fue cuestión de verdadera suerte. Si la reina y el consejo moroi le dedicaba sus recursos, a saber qué no encontrarían. De todas formas, algo había en las palabras de Priscilla que preocupaba a Lissa.
—Le ruego que me disculpe, princesa Voda. No estoy segura de que debamos apresurarnos tanto a utilizar mis poderes curativos, o los de otros, por mucho que usted lo desee.
—¿Por qué no? —preguntó Tatiana—. Según tengo entendido, eres capaz de sanar prácticamente todo.
—Puedo… —dijo Lissa de forma pausada—, y lo deseo. Ojalá pudiese ayudar a todo el mundo, pero no puedo. No me malinterpretéis, Majestad, quiero decir que sin duda ayudaría a algunas personas, pero también sé que nos toparíamos con otras, como Victor, que querrían abusar de ello. Pasado un tiempo… lo que quiero decir es que, ¿cómo eliges? ¿Quién se salva? Una parte de la propia vida es eso… que alguna gente ha de morir. Mis poderes no son una prescripción médica de la que se pueda disponer a voluntad y, sinceramente, me temo que sólo se utilizarían con, mmm, cierto tipo de gente. Igual que los guardianes.
En la sala creció una ligera tensión. Lo que Lissa había insinuado rara vez se mencionaba en público.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Tatiana entrecerrando los ojos. Estaba claro que ya lo sabía.
Lissa temía pronunciar sus siguientes palabras, pero lo hizo de todas formas.
—Todo el mundo sabe que existe, digamos, un cierto método a la hora de distribuir los guardianes. Sólo la élite los consigue. Los ricos. Quien ostenta el poder.
Un escalofrío recorrió la sala. La boca de Tatiana adoptó una línea horizontal. No dijo palabra durante unos instantes, y a mí me daba la sensación de que todo el mundo estaba conteniendo el aliento. Yo, sin duda, lo hacía.
—Tú no crees que los miembros de nuestras familias reales merezcan una especial protección, ¿no es así? —preguntó por fin—. No crees que tú, la última de los Dragomir, lo merezcas, ¿me equivoco?
—Creo que mantener a nuestros líderes a salvo es importante, claro que sí, pero también pienso que a veces debemos detenernos y echar un vistazo a lo que estamos haciendo. Podría ser el momento de reconsiderar la forma en que siempre hemos hecho las cosas.
Lissa sonaba tan sabia y segura de sí misma que me sentí orgullosa de ella. Al ver a Priscilla Voda, notaba que ella sentía lo mismo, Lissa le había caído bien desde el principio. Pero también podía notar los nervios de Priscilla. Respondió a la reina, y supo que Lissa se había metido en un terreno pantanoso.
Tatiana dio un sorbo a su té, algo que a mí se me antojó una excusa para ordenar sus ideas.
—Entiendo —dijo— que te encuentras también a favor de que los moroi combatan junto a los guardianes y ataquen a los strigoi, ¿no es así?
Otro tema espinoso, tema en el que Lissa se metió de lleno.
—Creo que si hay moroi que desean hacerlo, no se les debería negar la oportunidad —la imagen de Jill me vino de inmediato a la cabeza.
—Las vidas de los moroi son muy valiosas —dijo la reina—. No deberían ser puestas en peligro.
—Las vidas de los dhampir también son valiosas —contestó Lissa—. Si luchan junto a los moroi, podría suponer la salvación de todo el mundo. Y repito, si los moroi están dispuestos, ¿por qué negárselo? Merecen saber cómo defenderse, y hay gente como Tasha Ozzera, que ha desarrollado formas de luchar con la magia.
La mención de la tía de Christian provocó un gesto fruncido en el ceño de la reina. Tasha había recibido el ataque de unos strigoi cuando era más joven y se había pasado el resto de su vida aprendiendo a repeler los envites.
—Tasha Ozzera… es problemática. Y está empezando a reunir a otros, también problemáticos.
—Intenta introducir ideas nuevas —entonces me percaté de que Lissa ya no sentía temor. Confiaba en lo que creía y deseaba expresarlo—. A lo largo de la historia, siempre se ha llamado «problemática» a la gente con ideas nuevas, a quienes piensan de un modo distinto e intentan cambiar las cosas. Pero, en serio, ¿queréis saber la verdad?
Una mirada sardónica pasó fugaz por el rostro de Tatiana, casi una sonrisa.
—Siempre.
—Necesitamos los cambios. Es decir, nuestras tradiciones son importantes, y no deberíamos abandonarlas, pero a veces creo que nos equivocamos.
—¿Equivocarnos?
—Conforme ha ido pasando el tiempo, hemos asumido otros cambios, hemos evolucionado: ordenadores, electricidad, la tecnología en general. Todos estamos de acuerdo en que nos facilitan la vida. ¿Por qué no hacemos lo mismo al respecto del modo en que actuamos? ¿Por qué seguimos aferrándonos al pasado cuando hay mejores formas de hacer las cosas?
Lissa estaba sin aliento, encendida y emocionada. Sentía arder sus mejillas y su corazón acelerado. Todos observábamos a Tatiana en busca de alguna pista en su rostro pétreo.
—Resulta muy interesante hablar contigo —dijo por fin. Hizo que «interesante» sonase como un insulto—, pero ahora me reclaman ciertas obligaciones —se puso en pie, y todo el mundo se apresuró a hacer lo mismo, incluso Adrian—. No me uniré a vosotros para la cena, pero tus acompañantes y tú dispondréis de todo cuanto necesitéis. Te veré mañana en el juicio. Con independencia del radicalismo e idealismo inocente de tu pensamiento, me complace que te encuentres aquí para completar su sentencia. Su encarcelamiento, al menos, constituye algo en lo que todos podemos estar de acuerdo.
Tatiana se marchó con dos guardianes que siguieron sus pasos de inmediato. Priscilla también lo hizo, y dejó a solas a Lissa y a Adrian.
—Bien hecho, prima. No hay mucha gente capaz de hacerle perder así el paso a la vieja.
—No parecía haberlo perdido mucho.
—Ya te digo. Créeme. La mayoría de la gente con la que trata a diario jamás se dirigiría así a ella, y no digamos ya alguien de tu edad —le tendió una mano a Lissa—. Vamos, que te voy a enseñar este sitio. Libera tu mente de tantas cosas.
—Ya he estado aquí antes —dijo ella—, de pequeña.
—Vale, pero ya sabes que las cosas que vemos de pequeños son distintas de las que vemos de mayores. ¿Sabías que hay un bar abierto toda la noche? Te conseguiremos una copa.
—No quiero una copa.
—La querrás antes de que termine el viaje.
Abandoné la mente de Lissa y regresé a mi cuarto. La reunión con la reina había finalizado, y ella no necesitaba ya mi apoyo invisible. Además, no me apetecía pasar el rato con Adrian ahora mismo. Para mi sorpresa, al incorporarme en el sofá descubrí que me sentía muy despierta, como si adentrarme en la mente de Lissa hubiese sido una especie de siesta.
Decidí lanzarme a explorar un poco por mi cuenta. Nunca había visto la Corte Real. Estaba pensada como una auténtica ciudad en miniatura, y me preguntaba qué otras cosas habría que ver allí, aparte del bar en el que con toda probabilidad viviría Adrian mientras estuviese de visita.
Me imaginé que habría de salir al exterior y me dirigí escaleras abajo. Hasta donde yo sabía, aquel edificio sólo albergaba habitaciones de invitados. Era algo así como el hotel de palacio. Cuando llegué a la entrada, sin embargo, vi a Christian y a Eddie allí, de pie, charlando con alguien a quien no alcanzaba a ver. Eddie, siempre alerta, me vio y sonrió.
—Eh, Rose, mira a quién nos hemos encontrado.
Al acercarme, Christian se hizo a un lado y dejó al descubierto al personaje misterioso. Me detuve, y ella me sonrió.
—Hola, Rose.
Un instante después sentí que una sonrisa se iba asomando de forma pausada a mi semblante.
—Hola, Mia.