Al día siguiente, retomé mis deberes de guardiana de Christian. Una vez más, mi propia vida se detenía en pro de la de otro.
—¿Cómo fue tu penitencia? —me preguntó mientras cruzábamos el campus desde su edificio.
Sofoqué un bostezo. No había podido dormir bien la noche previa tanto por mis sentimientos hacia Dimitri como por lo que me había contado el padre Andrew. No obstante, mantuve los ojos bien abiertos. Aquél era el sitio donde Stan nos había atacado ya dos veces, y además, los guardianes eran tan capullos y retorcidos como para ir a por mí en un día en que estaba tan agotada.
—Estuvo bien. El padre nos dejó irnos pronto.
—¿Nos?
—Dimitri vino y me ayudó. Creo que se sintió mal por que me tocase hacer todo ese trabajo.
—O eso, o que no encuentra otra cosa que hacer ahora que no tiene tus sesiones extra.
—Quizá, pero lo dudo. Al final creo que no fue un día tan malo —a menos que se considere «malo» aprender sobre fantasmas rencorosos.
—Yo pasé un día increíble —dijo Christian sin el menor atisbo de petulancia en su voz.
Reprimí la necesidad de elevar la vista al cielo.
—Sí, ya lo sé.
Lissa y él habían aprovechado su día sin guardianes para, a su vez, aprovecharse el uno del otro. Supongo que debería alegrarme de que se hubieran cortado hasta que Eddie y yo no estuviésemos con ellos, pero en muchos aspectos daba lo mismo. Cierto, cuando estaba despierta podía bloquear todos los detalles, pero seguía siendo consciente de lo que estaba pasando. Regresó a mí un poco de aquellos celos e ira de la última ocasión en que estuvieron juntos. El mismo problema una y otra vez. Lissa hacía todas esas cosas que yo no podía hacer.
Me moría por ir a desayunar. Percibía el olor de las tostadas de pan francés con sirope caliente de arce. Carbohidratos untados con más y más carbohidratos, mmm. Pero Christian quería sangre antes de probar sólido, y sus necesidades vencían a las mías. Ellos son lo primero. Al parecer se había saltado su dosis diaria de sangre del día anterior, probablemente para disfrutar al máximo de su jornada romántica.
La sala de nutrición no estaba abarrotada, pero aun así nos tocó esperar.
—Hey —le dije—, ¿conoces a Brett Ozzera? Sois parientes, ¿no? —tras mi encuentro con Jill, por fin había conseguido juntar algunas piezas. Brett Ozzera y Dane Zeklos me recordaron el aspecto de Brandon el día del primer ataque de Stan. El desastre de aquel ataque me hizo olvidarme por completo de Brandon, pero las coincidencias dispararon entonces mi curiosidad. A los tres les habían zurrado de lo lindo, y los tres lo habían negado.
Christian asintió.
—Sí, de esa manera en que todos estamos emparentados. No es que lo conozca demasiado bien, es como un primo tercero o cuarto, o algo parecido. Su rama de la familia no ha tenido mucho que ver con la mía desde… bueno, ya sabes.
—Me he enterado de algo muy raro sobre él —le dije, y a continuación le relaté todo lo que Jill me había contado sobre Brett y Dane.
—Es muy raro —reconoció Christian—, pero la gente se mete en peleas.
—Sí, aunque las conexiones que hay aquí son muy extrañas, y los miembros de la realeza no suelen ser de los que salen perdiendo en las peleas, pero estos tres sí.
—Bueno, puede que se trate de eso. Ya sabes cómo están las cosas, hay un montón de miembros de la realeza que están cabreados porque los comunes quieren cambiar la asignación de los guardianes y aprender a combatir. Ésa es la razón de ser del estúpido club de Jesse y Ralf: quieren asegurarse de que la realeza sigue en lo más alto. Es posible que los comunes se estén cabreando en la misma medida y que estén repeliendo los ataques.
—Entonces, ¿es que hay por ahí una patrulla de vigilantes que se lo está haciendo pagar a la realeza, o qué?
—Pues tampoco sería lo más raro que hemos visto por aquí —señaló él.
—Ya te digo, eso es cierto —mascullé.
Dijeron el nombre de Christian, y él echó un vistazo al frente.
—Mira qué bien —dijo con alegría—. Otra vez Alice.
—Tío, no entiendo tu fascinación por ella —observé cómo se aproximaba a la vieja proveedora—. A Lissa también le emociona verla. Pero si está de la olla.
—Lo sé —replicó él—, por eso es genial.
Alice nos saludó al tiempo que Christian se sentaba junto a ella. Yo me apoyé contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho. Me sentía con aires de superioridad, y le dije:
—Alice, el paisaje no ha cambiado. Es exactamente el mismo que la última vez.
Volvió hacia mí sus ojos aturdidos.
—Paciencia, Rose. Has de ser paciente. Y preparada, ¿estás preparada?
El cambio de tema me desconcertó un poco. Era como estar hablando con Jill, pero con menos sensatez.
—Mmm, preparada, ¿cómo? ¿Para el paisaje?
En lo que debía de ser un inigualable momento de ironía, Alice me miró como si yo fuera quien estaba loca.
—Armada. ¿Vas armada? Tú nos vas a proteger, ¿verdad?
Metí la mano en el interior de mi abrigo y extraje la estaca de entrenamiento que había recibido para las prácticas de campo.
—Estás protegida —le dije.
Pareció sentir un inmenso alivio, y no distinguir entre una estaca de verdad y una falsa.
—Bien —me contestó—. Ahora estaremos a salvo.
—Así es —dijo Christian—, con Rose armada, ya no tenemos de qué preocuparnos. El universo moroi puede descansar tranquilo.
Para Alice, su sarcasmo pasó desapercibido.
—Sí. Aunque ningún sitio es seguro para siempre.
Oculté de nuevo la estaca.
—Estamos a salvo. Tenemos la protección de los mejores guardianes del mundo, por no mencionar las defensas. Los strigoi no van a entrar aquí.
Lo que no añadí fue lo que había aprendido no mucho tiempo atrás: que los strigoi podían hacer que los humanos rompiesen las defensas, líneas de fuerza invisibles y compuestas de los cuatro elementos. Se creaban cuando cuatro moroi, cada uno fuerte en un elemento diferente, caminaban alrededor de un área y depositaban su magia en un círculo sobre el suelo, formando una barrera protectora. La magia de los moroi estaba imbuida de vida, y un fuerte campo de ésta mantenía fuera a los strigoi, privados de ella, por lo cual, las defensas se solían establecer alrededor de las viviendas de los moroi. En el perímetro de la escuela había una tonelada de ellas. Como las estacas estaban igualmente cargadas de los cuatro elementos, al atravesar una de las líneas del suelo con ellas, se perforaba la defensa entera y cancelaba el efecto protector. Esto no había sido nunca una gran preocupación, ya que los strigoi no podían tocar las estacas. Sin embargo, en algunos ataques recientes, seres humanos —que sí podían tocarlas— habían servido a los strigoi y roto algunas defensas. Creíamos que los strigoi que yo maté eran los cabecillas de aquel grupo, pero aún no lo sabíamos a ciencia cierta.
Alice me estudió detenidamente con su vista nublada, casi como si supiera lo que estaba pensando.
—Ningún lugar es seguro. Las defensas decaen. Los guardianes mueren.
Lancé una mirada a Christian, que se encogió de hombros como si me estuviese diciendo «¿Y qué esperabas de ella?».
—Chicas, si habéis terminado con vuestra animada charla, ¿puedo comer algo ya? —preguntó.
Alice estaba más que contenta de obedecer. Era su primer chute del día. Qué rápido se le olvidaron las defensas y cualquier otra cosa, y se abandonó sin más al éxtasis de su mordisco. Yo también me olvidé de las defensas. Tenía una mente obsesiva, de veras: aún deseaba saber si Mason había sido real o no. Aparte de la aterradora explicación del padre, debía admitir que las apariciones de Mason tampoco habían sido amenazadoras, sólo daban miedo. Si venía a por mí, estaba haciendo un trabajo lamentable. Por enésima vez, comencé a dar más crédito a la teoría del estrés y la fatiga.
—Ahora me toca a mí comer —dije cuando finalizó. Estaba convencida de que olía a beicon, y eso haría feliz a Christian: podría envolver sus tostadas de pan francés con él.
Apenas habíamos salido de la sala cuando Lissa llegó corriendo hasta nosotros. Eddie seguía sus pasos de cerca. La emoción le iluminaba el rostro, si bien los sentimientos a través del vínculo no eran exactamente de felicidad.
—¿Os habéis enterado? —nos preguntó casi sin aliento.
—¿Enterarnos de qué? —le pregunté.
—Tenéis que daros prisa, id a hacer el equipaje. Nos vamos al juicio de Victor. Ahora mismo.
Ni siquiera habíamos recibido aviso acerca de cuándo se celebraría el juicio de Victor, y no digamos ya de que alguien, al parecer, hubiese decidido que podíamos asistir. Christian y yo intercambiamos una breve mirada de sorpresa y nos apresuramos a llegar a su habitación para recoger nuestras cosas.
Hacer la maleta fue cuestión de un suspiro. Mi bolsa ya estaba preparada para salir, y a Christian sólo le llevó un minuto preparar la suya. En menos de media hora nos encontrábamos en el exterior, en la pista de aterrizaje de la academia. Nos aguardaban dos jets privados, uno de los cuales tenía los motores en marcha y estaba en espera para partir. Había un par de moroi ajetreados con los últimos preparativos tanto del avión como de la pista.
Nadie parecía saber qué estaba pasando. A Lissa, simplemente, le habían dicho que ella, Christian y yo íbamos a testificar y que Eddie podía venir para proseguir con sus prácticas de campo. No se había producido ninguna explicación en cuanto al porqué del cambio, y entre nosotros bullía una extraña mezcla de ganas y de aprensión. Todos deseábamos ver a Victor encerrado para los restos, pero justo ahora que nos íbamos a enfrentar con la realidad del juicio y que íbamos a verle… bueno, daba un poco de miedo.
Algunos guardianes permanecían junto a las escalerillas que ascendían al avión. Los reconocí, eran los que colaboraron en la captura de Victor, y probablemente vendrían en una doble labor: como testigos y como nuestra protección. Dimitri deambulaba por allí, y me acerqué corriendo a verle.
—Lo siento —suspiré con fuerza—. Cuánto lo siento.
Se volvió hacia mí con ese rostro suyo tan entrenado para expresar aquella perfecta imagen de la neutralidad que tan bien se le daba.
—¿Qué es lo que sientes?
—Todas esas cosas tan horribles que te dije ayer. Lo has conseguido. De verdad lo has conseguido. Has logrado que nos dejen ir.
A pesar de mis nervios por ir a ver a Victor, yo estaba eufórica. Dimitri no me había fallado. Siempre había sabido que yo le importaba de verdad, y esto lo demostraba. De no haber habido tanta gente allí, le habría abrazado.
La expresión en el rostro de Dimitri no varió.
—No he sido yo, Rose. No he tenido nada que ver con esto.
Alberta nos hizo una señal para indicarnos que podíamos subir a bordo, así que nos dimos la vuelta para unirnos al resto. Por un instante me quedé petrificada e intenté imaginar lo que había sucedido. Si él no había intervenido, ¿cómo era que íbamos? Los diplomáticos esfuerzos de Lissa habían terminado por tierra tiempo atrás. ¿A qué venía el cambio de idea?
Mis amigos ya se encontraban a bordo, así que me apresuré a alcanzarlos. En cuanto puse un pie en la cabina de pasajeros, una voz me llamó:
—¡Pequeña dhampir! Ya era hora de que aparecieses por aquí.
Miré y vi a Adrian, que me estaba saludando, con una copa en la mano. Genial. Nosotros habíamos tenido que rogar y suplicar para ir, y sin embargo, Adrian se las había arreglado de algún modo para colarse sin esfuerzo. Lissa y Christian estaban sentados juntos, por lo que me uní a Eddie con la esperanza de permanecer lejos de Adrian. Eddie me dejó el asiento de la ventanilla, pero Adrian se cambió al asiento de delante, y, por la cantidad de veces que se giró para hablar conmigo, la verdad es que ya podía haberse sentado en nuestra fila. Su charla y su indignante tonteo indicaban que llevaba dándole a los cócteles ya desde un buen rato antes de que el resto de nosotros subiese a bordo. Casi llegué a desear yo también unos cuantos una vez estuviésemos en el aire. Me entró un dolor de cabeza terrible casi nada más despegar, y consideré la posibilidad de un sueño entre vapores de vodka para aplacar el dolor.
—Vamos a ir a la Corte —dijo Adrian—. ¿Es que no sientes emoción?
Cerré los ojos y me froté las sienes.
—¿A cuál vamos, a la de la realeza o a la de justicia?
—A la de la realeza. ¿Has traído un vestido?
—Nadie me dijo que lo hiciese.
—Entonces… eso es un «no».
—Sí.
—¿Sí? Creí que querías decir que no.
Abrí un ojo y le miré fijamente.
—Quería decir que no, y bien que lo sabes.
—Te conseguiremos uno —dijo con altanería.
—¿Me vas a llevar de compras? Me la voy a jugar y voy a suponer que no te considerarán un acompañante de fiar.
—¿De compras? Lo dudo mucho. Hay sastres que viven allí. Te haremos algo a medida.
—No nos vamos a quedar tanto tiempo y, ¿de verdad necesito un vestido para lo que vamos a hacer allí?
—No. Es que me apetece verte con uno.
Suspiré y recliné la cabeza contra la ventanilla. El dolor me seguía golpeando el cráneo. Era como si el aire me presionase. Algo fugaz captó la atención de mi visión periférica, y me volví sorprendida, pero ahí fuera no había nada más que estrellas.
—Algo negro —prosiguió—. Satén, creo… quizá con un ribete de encaje. ¿Te gusta el encaje? Algunas mujeres dicen que pica.
—Adrian —era como un martillo, un martillo que golpeaba dentro y fuera de mi cabeza.
—También le podrías poner un ribete precioso de terciopelo. Eso no picaría.
—Adrian —me daba la sensación de que me dolían hasta las cuencas de los ojos.
—Y después un corte que ascienda por el lateral para mostrar esas magníficas piernas que tienes. Podría llegar casi hasta la cadera y ponerle ese lacito tan mono…
—¡Adrian! —algo reventó en mi interior—. ¿Por qué no cierras la puñetera boca durante cinco segundos? —grité tan alto que, probablemente, hasta el piloto me habría oído. Adrian tenía esa extraña expresión estupefacta en la cara.
Alberta, que se encontraba sentada al otro lado del pasillo, en la fila de Adrian, se levantó de golpe de su asiento.
—Rose —exclamó—. ¿Qué está pasando?
Apreté la mandíbula y me froté la frente.
—Tengo el peor dolor de cabeza de este puto mundo, y este tío no se calla —ni siquiera me di cuenta de haber soltado un taco delante de un instructor hasta que transcurrieron unos segundos. Vi algo más que procedía del lado opuesto de mi campo de visión: otra sombra que atravesaba veloz el avión y que me recordó a unas alas negras, como un murciélago o un cuervo. Me tapé los ojos. No había nada atravesando el avión—. Dios mío, pero ¿por qué no desaparece?
Esperé a que Alberta me echase la charla por mi salida de tono; en cambio, fue Christian quien habló:
—No ha comido nada hoy, y antes ya estaba hambrienta.
Me destapé los ojos. En el rostro de Alberta no había más que preocupación, y ahora, Dimitri se encontraba a su espalda. Más formas oscuras flotaban por mi campo visual, la mayoría indefinidas, pero habría jurado que vi algo similar a una calavera entremezclada con las sombras. Parpadeé rápidamente, y desapareció todo. Alberta se dirigió a una de las asistentes de vuelo.
—¿Podría traer algo de comer? ¿Y encontrar un analgésico?
—¿Dónde lo tienes? —me preguntó Dimitri—. El dolor.
Con toda aquella atención, mi salida de tono me pareció de repente excesiva.
—Es un dolor de cabeza… Estoy segura de que se me pasará —al ver su mirada adusta, me señalé el centro de la frente—. Es como si algo me presionara el cráneo, y siento que me duele ahí, como detrás de los ojos. Y tengo la sensación de que… no sé, como si tuviera algo en la vista. Creo que estoy viendo sombras o algo así. Entonces parpadeo, y ya no están.
—Ah —dijo Alberta—. Eso es un síntoma de migraña, los problemas en la vista. Se llaman «aura», y a veces se ven antes de que te dé el dolor de cabeza.
—¿Un aura? —pregunté perpleja. Levanté la vista hacia Adrian. Él me estaba mirando por encima de su asiento, con sus largos brazos colgando del respaldo.
—No de ese tipo —me dijo él con una leve sonrisa que le curvaba los labios—. Igual nombre, como Corte y corte. Las auras de la migraña son imágenes y luces que ves cuando se avecina el dolor de cabeza. No tienen nada que ver con las auras que yo veo alrededor de la gente, pero déjame que te diga que… el aura que veo… la que te rodea… Uf.
—¿Es negra?
—Más que eso. Es evidente incluso después de todas las copas que me he tomado. Nunca he visto nada igual.
No sabía qué provecho podía sacar exactamente de aquello, pero en ese instante apareció la azafata con un plátano, una barrita de cereales y un ibuprofeno. Era un triste sustituto de las tostadas de pan francés, pero a mi estómago vacío le sonó a gloria. Me lo comí todo y coloqué una almohada contra la ventanilla. Cerré los ojos, apoyé la cabeza y esperé poder librarme del dolor a base de dormir antes de que aterrizásemos. Los demás se apiadaron de mí y guardaron silencio.
Ya había empezado a dejarme ir cuando sentí un leve toque en el brazo.
—¿Rose?
Abrí los ojos y vi a Lissa, que se sentaba en el sitio de Eddie. Aquellas formas con alas de murciélago flotaban detrás de ella, y aún me dolía la cabeza. Entre los remolinos de sombras volví a ver lo que parecía un rostro, esta vez con una gran boca abierta y unos ojos inyectados en fuego. Di un respingo.
—¿Todavía te duele? —me preguntó Lissa mientras me observaba.
Parpadeé, y el rostro desapareció.
—Sí, yo… oye, no —me di cuenta de lo que iba a hacer—, no lo hagas. No lo malgastes conmigo.
—Es fácil —dijo—. Ya ni me inmuto.
—Sí, pero cuanto más la usas… más daño te hace a la larga, aunque ahora te resulte fácil.
—Ya me preocuparé por eso más adelante. Mira.
Tomó mi mano entre las suyas y cerró los ojos. A través del vínculo, sentí cómo la magia iba creciendo en ella a medida que extraía la fuerza sanadora del espíritu. La sensación que la magia le proporcionaba a ella era de calidez, de un color dorado. Ya me había sanado antes, y yo siempre la percibía en forma de cambios de temperatura: calor, luego frío, otra vez calor, etcétera; pero en esta ocasión, cuando liberó la magia y me la envió, no sentí nada excepto un leve cosquilleo. Le temblaron los párpados y los abrió.
—¿Qu… qué ha pasado? —preguntó.
—Nada —respondí—. El dolor de cabeza sigue ahí, con fuerza.
—Pero si… —la confusión y perplejidad de su rostro eran un espejo de lo que yo sentía en ella—. La magia ha pasado a través de mí. La he notado. Ha funcionado.
—No lo sé, Liss. Está bien, de verdad. Tampoco hace tanto tiempo que suspendiste la medicación, ya sabes.
—Ya, pero sané a Eddie sin el menor problema el otro día. Y a Adrian —añadió con sequedad. Allí estaba él otra vez, colgado de su asiento, observándonos al detalle.
—Eso eran rasguños —le dije—, y esto es una migraña de órdago. Puede ser que tengas que ir recuperando fuerzas.
Lissa se mordió el labio inferior.
—Tú no crees que la medicación haya dañado mi magia de forma permanente, ¿verdad que no?
—Qué va —dijo Adrian con la cabeza ladeada—. Te has encendido como una supernova cuando la invocaste. Tienes la magia en ti. Lo que creo es que a ella no le ha hecho efecto.
—¿Por qué no? —exigió saber Lissa.
—Quizá Rose tenga algo que no puedas sanar.
—¿Un dolor de cabeza? —pregunté yo, incrédula.
Se encogió de hombros.
—¿Es que tengo pinta de médico? No lo sé, sólo te cuento lo que he visto.
Suspiré y me puse una mano sobre la frente.
—Bueno, agradezco la ayuda, Liss, y agradezco tus molestos comentarios, Adrian, pero me parece que dormir un poco podría ser lo mejor por ahora. Quizá sea el estrés o algo similar —claro que sí, ¿por qué no? Últimamente, el estrés era la respuesta a todo: fantasmas, dolores de cabeza incurables, extraños rostros que flotan en el aire—. Es probable que eso no lo puedas curar.
—Quizá —dijo ella. Su voz sonó como si el que yo tuviese algo que no podía curar fuese una ofensa de carácter personal. En el interior de su mente, sin embargo, sus acusaciones se dirigían a ella misma, no hacia mí. Le preocupaba no ser lo bastante buena.
—Está bien —le dije para aliviarla—. Estás cogiendo ritmo y, una vez que estés plena de fuerzas, iré y me romperé una costilla o algo para que podamos ponerla a prueba.
Lissa se quejó.
—Lo terrible de todo esto es que no creo que lo digas en broma —tras un rápido apretón en mi mano, se puso en pie—. Que duermas bien.
Se marchó, y enseguida me di cuenta de que Eddie no iba a regresar. Se había sentado en otra parte para dejarme más espacio. Agradecida, ahuequé y recoloqué la almohada al tiempo que estiraba las piernas a lo largo de los asientos lo mejor que pude. Unas pocas nubes espectrales más recorrieron mi campo visual, y por fin cerré los ojos para dormir.
Me desperté más tarde, cuando el avión tomó tierra: el sonido de los motores al entrar la inversa me sacó de un sueño profundo. Para mi alivio, el dolor de cabeza se había esfumado. Igual que las extrañas formas que flotaban a mi alrededor.
—¿Mejor? —me preguntó Lissa cuando me puse en pie y bostecé.
Asentí.
—Mucho. Y mejor aún si puedo comer algo de verdad.
—Muy bien —se rió ella—, porque me da la ligera impresión de que no habrá problemas de escasez de comida por estos lares.
Estaba en lo cierto. Miré por la ventanilla en un intento por echar mi primer vistazo a los alrededores. Lo habíamos conseguido. Estábamos en la Corte Real moroi.