Las yemas de sus dedos se deslizaron por mi espalda sin apenas ejercer presión y, aun así, provocaron una onda expansiva que me recorrió todo el cuerpo. Despacio, muy lentamente, sus manos se desplazaron por mi piel, descendieron por mis costados hasta descansar, por fin, sobre las curvas de mis caderas. Justo debajo de mi oreja sentí la presión de sus labios contra mi cuello, seguida de otro beso debajo del primero, y después otro, y después otro…
Sus labios se dirigieron desde el cuello hasta la mejilla, y por fin encontraron mi boca. Nos besamos, nos entrelazamos y apretamos el uno contra el otro. La sangre hervía en mi interior, y en ese momento me sentí más viva que nunca. Le amaba; amaba tanto a Christian que…
¿Christian?
No, por favor.
Una parte sensata de mí se dio cuenta de inmediato de lo que estaba pasando. Y menudo cabreo se pilló. El resto, sin embargo, continuaba viviendo aquel encuentro, experimentándolo como si fuese a mí a quien besaban y acariciaban. Esa parte de mí no podía desvincularse. Me había fundido tanto con Lissa que, a todos los efectos, aquello me estaba pasando a mí.
«No —me dije con firmeza—, no es real, no para ti. Sal de ahí».
Pero ¿cómo iba a ser capaz de escuchar a la lógica cuando me estaban poniendo al rojo todas y cada una de mis terminaciones nerviosas?
«No eres ella. Ésa no es tu mente. Sal de ahí».
Sus labios. Ahora mismo no había nada en el mundo excepto sus labios.
«No es él. Sal de ahí».
Los besos eran iguales, exactos a como los recordaba con él…
«No, no es Dimitri. ¡Sal de ahí!».
Sentí el nombre de Dimitri como un jarro de agua fría en la cara. Salí de allí.
Me incorporé, sentada en la cama, con una asfixia repentina. Intenté liberarme de las sábanas a patadas, pero más bien acabé enredándome las piernas aún más. El corazón me latía con fuerza en el pecho, y traté de respirar profundamente para estabilizarme y regresar a mi propia realidad.
Las cosas, sin duda, habían cambiado. Hace mucho tiempo, eran las pesadillas de Lissa lo que me despertaba de mi sueño. Ahora lo hacía su vida sexual. Decir que ambas situaciones eran un poco diferentes sería quedarse corto. La verdad es que le había cogido el tranquillo a bloquear sus interludios románticos, al menos cuando estaba despierta. Esta vez, Lissa y Christian habían logrado —sin intención alguna— burlar mis defensas. Durante el sueño tenía la guardia baja, y esto permitía que las emociones intensas atravesasen el vínculo psíquico que me conectaba con mi mejor amiga. No hubiera sido un problema de haber estado ambos en la cama como la gente normal, y con «estar en la cama» quiero decir «durmiendo».
—Dios —mascullé, sentada, al pasar las piernas sobre el lado de la cama. Mi voz se amortiguó en un bostezo. En serio, ¿es que Lissa y Christian no podían dejar las manos quietecitas el uno con el otro hasta la hora de levantarse?
Peor aún que el haberme despertado, no obstante, era el modo en que todavía me sentía. Cómo no, si todo ese lote no me lo había dado yo en realidad. No había sido mi piel la acariciada, ni mis labios los besados, y aun así, mi cuerpo parecía sentir su pérdida. Hacía mucho, mucho tiempo que no me encontraba en ese tipo de situación. Todo el cuerpo me dolía y me ardía. Era algo estúpido, pero de forma repentina, desesperada, deseé el contacto con alguien, aunque sólo me abrazasen. Aunque desde luego que Christian no. El recuerdo de aquellos labios sobre los míos me volvía a la mente, su sensación, y cómo mi yo durmiente estaba tan seguro de que era Dimitri quien me besaba.
Las piernas me temblaron al ponerme en pie, y me sentí agitada y… bueno, triste. Triste y vacía. Ante la necesidad de huir de ese estado tan raro, me puse una bata y unas zapatillas y salí de mi habitación, pasillo abajo, rumbo al cuarto de baño. Me eché agua fría en la cara y me quedé mirando fijamente al espejo. El reflejo que me devolvía la mirada tenía el pelo enmarañado y los ojos inyectados en sangre. Mi aspecto era de falta de sueño, pero no quería volver a la cama, quería evitar el riesgo de quedarme dormida demasiado pronto. Necesitaba algo que me despertase y que me sacudiese de encima lo que había visto.
Salí del baño, giré en dirección a la escalinata, y mis pies bajaron ligeros los escalones. El primer piso de mi edificio estaba tranquilo y en silencio, era casi mediodía, plena noche para los vampiros, que viven conforme a un horario nocturno. Escondida tras el marco de una puerta, escudriñé el vestíbulo. Se encontraba vacío con la excepción del moroi que bostezaba sentado tras el mostrador de recepción. Hojeaba con desgana una revista, sujeto a la consciencia tan sólo por el más fino de los hilos. Llegó al final de la revista y bostezó de nuevo. Se volvió en su silla giratoria, lanzó la revista sobre una mesa a su espalda y alargó el brazo en busca de lo que debía de ser algo más para leer.
Mientras me daba la espalda, crucé como un rayo camino del conjunto de puertas dobles que daban al exterior. Recé por que las puertas no chirriasen y abrí una rendija con todo el cuidado del mundo, lo justo para poder deslizarme. Una vez fuera, cerré la puerta poco a poco, con la mayor suavidad posible. Nada de ruido. Como mucho, aquel tío sentiría una corriente de aire. Salí a plena luz del día y me sentí como un ninja.
Un viento frío me azotó el rostro, y eso era justo lo que necesitaba. Las deshojadas ramas de los árboles se mecían en aquel viento y arañaban los muros de piedra del edificio como si fueran uñas. El sol se asomaba a mirarme por entre las nubes de color plomizo y, de paso, me recordaba que debía estar en la cama y durmiendo. Entrecerré los ojos por la luz, me ceñí la bata con más fuerza y caminé por el lateral del edificio hacia una zona entre éste y el gimnasio que no quedaba tan expuesta a los elementos. La nieve medio derretida en el paseo empapó la tela de mis zapatillas, pero me dio igual.
Sí, era un día de invierno típicamente triste en Montana, pero de eso se trataba. El aire frío me vino de miedo para despertarme y expulsar los restos de la escena romántica virtual y, además, me mantuvo firme dentro de mi propia cabeza. Concentrarme en el frío de mi cuerpo era mejor que recordar la sensación de que Christian me pusiera las manos encima. Allí de pie, con la mirada perdida en un grupo de árboles y sin verlos en realidad, me sorprendí al sentir un brote de ira hacia Lissa y Christian. Debe de estar bien, pensé con amargura, el hacer lo que te dé la santa gana. Con frecuencia, Lissa había comentado que ojalá pudiese ella percibir mi mente y mis sensaciones del modo en que yo podía sentir las suyas, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de lo afortunada que era ella. No tenía ni idea de cómo era que los pensamientos de otra persona importunasen los tuyos propios, que las sensaciones de otro causaran el caos en las tuyas. No sabía cómo era vivir con la perfecta vida amorosa de otra persona cuando la tuya era inexistente. No comprendía lo que era sentirse llena de un amor tan fuerte que hacía que te doliese el pecho, un amor que sólo pudieses sentir y no expresar. Mantener el amor enterrado se parecía mucho a contener la ira, y bien que lo había aprendido yo. Te devoraba por dentro, sin más, hasta que sentías deseos de gritar o darle una patada a algo.
No, Lissa no entendía nada de eso. No tenía que hacerlo. Podía seguir dedicándose a sus propios asuntos románticos sin consideración alguna por lo que me estaba haciendo a mí.
Entonces advertí que se me estaba volviendo a acelerar la respiración, de rabia esta vez. El empalago que me había hecho sentir el rollo nocturno de Lissa y Christian había desaparecido y lo habían sustituido la ira y los celos, unos sentimientos surgidos de lo que yo no podía tener y ella obtenía con tanta facilidad. Puse todo de mi parte para intentar digerir aquellas emociones; no deseaba albergar aquellos sentimientos hacia mi mejor amiga.
—¿Eres sonámbula? —preguntó una voz a mi espalda.
Me giré de golpe, sorprendida. Allí estaba Dimitri, observándome, con aspecto divertido y a la vez curioso. No era de extrañar que, mientras yo despotricaba por culpa de los problemas de mi injusta vida sentimental, fuese la fuente de dichos problemas quien me saliese al paso. No le había oído aproximarse, en absoluto. Adiós a mis dotes de ninja. Y, siendo sincera, no es que me hubiese muerto de haber cogido un cepillo antes de salir del cuarto, ¿no? Me pasé una mano a toda prisa por mi larga cabellera, a sabiendas de que ya era un poco tarde. Con toda probabilidad parecería que algún animal se me hubiese muerto en lo alto de la cabeza.
—Estaba comprobando la seguridad de la residencia —dije—. Es un asco.
La sombra de una sonrisa recorrió sus labios. El frío ya se estaba empezando a apoderar de mí, y no pude evitar pensar en lo cálido que parecía aquel largo abrigo de cuero suyo. No me hubiera importado envolverme en él.
Como si me estuviese leyendo el pensamiento, me dijo:
—Tienes que estar congelándote. ¿Quieres mi abrigo?
Hice un gesto negativo con la cabeza y decidí no mencionar que no sentía los pies.
—Estoy bien. ¿Qué haces tú aquí fuera? ¿Comprobando la seguridad, también?
—Soy la seguridad. Ésta es mi guardia.
Mientras todo el mundo dormía, los guardianes patrullaban en turnos por el exterior. Los strigoi, esos vampiros no-muertos que acechaban a los vampiros vivos, los moroi como Lissa, no salían a la luz del sol, pero los estudiantes que se saltaban las normas —como, digamos, los que se escapaban a hurtadillas de las residencias— resultaban un problema de noche y de día.
—Bien, buen trabajo —dije—. Me alegra haber podido colaborar en poner a prueba tus sobresalientes capacidades. Ahora debería irme.
—Rose… —la mano de Dimitri me asió el brazo y, a pesar de todo el frío, el viento y la nieve a medio derretir, un relámpago de calor me atravesó de parte a parte. Me liberó con un sobresalto, como si él también se hubiese quemado—. ¿Qué haces de verdad aquí fuera?
Había puesto la voz de «deja de hacer el tonto», así que le ofrecí una respuesta tan sincera como pude.
—He tenido una pesadilla. Necesitaba un poco de aire.
—Y entonces te limitaste a salir por la puerta. Romper las normas jamás se te pasó por la cabeza, ni tampoco el ponerte un abrigo.
—Sí —dije yo—, eso lo resume de un modo bastante aproximado.
—Rose, Rose —esta vez era su voz exasperada—. No cambiarás nunca. Siempre te lanzas sin pensar.
—Eso no es cierto —protesté—. He cambiado mucho.
La diversión de su rostro se desvaneció de golpe, y su expresión se tornó gradualmente preocupada. Me estudió durante unos instantes. A veces me sentía como si aquellos ojos pudiesen verme el alma.
—Tienes razón. Has cambiado.
No parecía que el hecho de admitirlo le hiciese muy feliz. Es probable que estuviese pensando en lo que había sucedido casi tres semanas atrás, cuando unos amigos y yo hicimos que nos capturasen los strigoi. Fue sólo cuestión de verdadera fortuna que consiguiésemos escapar, y no todos logramos salir de allí. Mataron a Mason, un buen amigo que además estaba loco por mí, y una parte de mí jamás me perdonará por ello, aun a pesar de haber liquidado a sus asesinos.
Aquello me había hecho adoptar una actitud más sombría ante la vida. Bueno, la actitud más sombría la había adoptado todo el mundo aquí, en la Academia St. Vladimir, pero yo de un modo especial. Algunos habían empezado a notar la diferencia en mí. No obstante, yo no quería ver a Dimitri preocupado, así que dejé a un lado su observación con una broma.
—Bueno, no te preocupes. Se acerca mi cumpleaños. En cuanto tenga dieciocho seré un adulto, ¿verdad? Estoy segura de que me levantaré por la mañana y seré del todo madura y eso.
Tal y como había esperado, su gesto torcido se suavizó en una leve sonrisa.
—Sí, no me cabe duda. ¿Cuánto queda? ¿Un mes?
—Treinta y un días —anuncié con remilgo.
—No es que lleves la cuenta, claro —me encogí de hombros, y él se rió—. Supongo que también habrás hecho una lista de cumpleaños. ¿Diez páginas? ¿A espacio simple? ¿Organizada por orden de prioridad? —la sonrisa se mantenía en su rostro. Se trataba de una de esas sonrisas relajadas, de diversión genuina, que tan raras eran en él.
Comencé a hacer otra broma pero un fogonazo con la imagen de Lissa y Christian me cruzó de nuevo la mente. Retornó aquella sensación de tristeza y de vacío en el estómago. Cualquier cosa que hubiese querido —ropa nueva, un iPod, lo que fuese— de repente parecía trivial. ¿Qué sentido tenían objetos materiales como aquéllos en comparación con la única cosa que deseaba por encima de todo? Dios, había cambiado de verdad.
—No —dije en voz baja—. No hay lista.
Ladeó la cabeza para mirarme mejor, y el viento le lanzó parte de su largo cabello sobre la cara. Tenía el pelo castaño, como yo, pero ni mucho menos tan oscuro. El mío a veces parecía negro. Se apartó los mechones rebeldes tan sólo para verlos de inmediato impulsados de vuelta sobre su rostro.
—No me puedo creer que no quieras nada. Va a ser un cumpleaños aburrido.
«Libertad», pensé yo. Ése era el único regalo que anhelaba: libertad para tomar mis propias decisiones, libertad para amar a quien yo quisiese.
—No tiene importancia —dije en cambio.
—¿Qué es lo que…? —se detuvo. Lo comprendió. Siempre lo hacía. Era parte del porqué conectábamos como lo hacíamos, a pesar de la brecha de siete años en nuestras edades. El otoño anterior nos habíamos enamorado el uno del otro, cuando él era mi instructor de combate. Conforme las cosas subían de temperatura entre nosotros, nos íbamos dando cuenta de que teníamos más cosas por las que preocuparnos aparte de la edad. Ambos protegeríamos a Lissa cuando ella se graduase, y no podíamos permitir que nuestros mutuos sentimientos nos distrajesen cuando nuestra prioridad era ella.
Por supuesto que resultaba más fácil decir aquello que llevarlo a cabo porque yo no creía que nuestros sentimientos fuesen a desaparecer nunca de verdad. Ambos atravesábamos momentos de debilidad, momentos que conducían a besos robados o a decir cosas que en realidad no debíamos haber dicho. Después de escapar de los strigoi, Dimitri me dijo que me quería y prácticamente había admitido que, por ese motivo, nunca podría estar con nadie más. Sin embargo, también se había hecho patente que tampoco podíamos estar juntos aún, y los dos habíamos regresado a los antiguos roles de evitarnos el uno al otro y de fingir que nuestra relación era estrictamente profesional.
En un intento no tan obvio por cambiar de tema, me dijo:
—Puedes negarlo todas las veces que quieras, pero sé que te estás congelando. Vamos dentro. Yo te paso por la puerta de atrás.
No pude evitar sentirme un poco sorprendida. Resultaba extraño que fuese Dimitri quien evitase los temas de conversación incómodos. De hecho, era famoso por meterme en conversaciones sobre temas que yo no quería afrontar. Pero ¿hablar de nuestra malhadada y disfuncional relación? Ése parecía ser un lugar al que no deseaba ir hoy. Sí, definitivamente, las cosas estaban cambiando.
—Yo creo que quien se está congelando eres tú —bromeé mientras caminábamos dando la vuelta al lateral de la residencia donde vivían los guardianes novicios—. ¿No deberías ser un tipo duro y eso, ya que eres de Siberia?
—No creo que Siberia sea exactamente como tú te imaginas.
—Me la imagino como un páramo ártico —dije con total sinceridad.
—Entonces no es en absoluto lo que tú te imaginas.
—¿La echas de menos? —le pregunté al tiempo que volvía la vista atrás, hacia él, que seguía mis pasos. Era algo que nunca antes había tenido en consideración. En mi cabeza, todo el mundo querría vivir en los Estados Unidos; o, al menos, nadie querría vivir en Siberia.
—Cada segundo —dijo con un tono de nostalgia en la voz—. A veces deseo…
—¡Belikov!
El viento trajo una voz que surgía de detrás de nosotros. Dimitri masculló algo y, a continuación, me alejó un poco más a la vuelta de la esquina que acababa de doblar.
—Mantente oculta.
Me acurruqué tras una hilera de acebos que flanqueaba el edificio. No tenían bayas, pero el grueso macizo de hojas puntiagudas y afiladas me arañó allá donde mi piel quedaba expuesta. Considerando la gélida temperatura y el factible descubrimiento de mi paseo de madrugada, unos pocos arañazos eran ahora el menor de mis problemas.
—No estás de guardia —oí a Dimitri decir unos instantes después.
—No, pero necesitaba hablar contigo —reconocí la voz. Pertenecía a Alberta, capitana de los guardianes de la academia—. Sólo será un minuto. Tenemos que cambiar algunas guardias mientras te encuentres con el tribunal.
—Me lo imaginaba —dijo él. En su voz había un tono curioso, casi incómodo—. Va a suponer un esfuerzo para todos los demás: qué mal momento.
—Sí, bueno, la reina sigue su propio calendario —Alberta sonaba frustrada, e intenté adivinar qué estaba pasando—. Celeste se hará cargo de tus guardias y se dividirá tus horas de entrenamiento con Emil.
¿Horas de entrenamiento? Dimitri no iba a dirigir ningún entrenamiento la próxima semana porque… ah. De eso se trataba, caí en la cuenta. Las prácticas de campo. Al día siguiente daban comienzo seis semanas de entrenamiento práctico para nosotros, los novicios. No teníamos clases, y nos hacían proteger a los moroi día y noche mientras que los adultos nos ponían a prueba. Las «horas de entrenamiento» se referirían a cuando Dimitri estuviese fuera, participando en dichas prácticas. Pero ¿qué era ese tribunal que había mencionado Alberta? ¿Se referirían a algo como los tribunales de los exámenes finales a los que debíamos someternos al terminar cada año escolar?
—Dicen que no les importa el trabajo extra —prosiguió Alberta—, pero yo me preguntaba si podrías compensar un poco la situación y hacer algunos de sus turnos antes de marcharte.
—Desde luego —dijo él con palabras breves y secas.
—Gracias, creo que eso ayudará —suspiró ella—. Ojalá supiese cuánto va a durar el juicio. No quiero estar fuera tanto tiempo. Ya pensábamos que lo de Dashkov estaba hecho, pero ahora me cuentan que a la reina no le hace mucha gracia encarcelar a un miembro importante de la realeza.
Me quedé de piedra, y el escalofrío que me atravesó no tuvo nada que ver con aquel día de invierno. ¿Dashkov?
—Estoy seguro de que harán lo correcto —dijo Dimitri. En ese instante me di cuenta de por qué no hablaba demasiado: no era un tema del que yo debiera saber.
—Eso espero. Y también espero que no dure más allá de unos días, como afirman ellos. Oye, hace un tiempo horrible aquí fuera. ¿Te importaría venir un segundo a la oficina para echarle un vistazo al calendario?
—Claro —dijo él—. Deja que compruebe algo antes.
—Muy bien, te veo ahora.
Se hizo el silencio y no me quedó más remedio que interpretar que Alberta se estaba alejando. Efectivamente, Dimitri dobló la esquina y se detuvo frente a los acebos. Salí de mi escondite como un resorte. La expresión de su rostro me decía que ya sabía lo que se avecinaba.
—Rose…
—¿Dashkov? —exclamé al tiempo que intentaba mantener la voz baja para que no la oyese Alberta—. ¿De Victor Dashkov?
No se tomó la molestia de negarlo.
—Sí, Victor Dashkov.
—Y de lo que hablabais era de… ¿Quieres decir que…? —estaba tan sorprendida, tan estupefacta, que apenas era capaz de hilar mis pensamientos. Era increíble—. ¡Creía que estaba encerrado! ¿Me estás diciendo que aún no ha comparecido ante un tribunal?
Sí, aquello era sin duda increíble. Victor Dashkov. El tipo que había acosado a Lissa y torturado su cuerpo y su mente con el objeto de controlar sus poderes. Todo moroi podía hacer uso de la magia en la forma de uno de sus cuatro elementos: tierra, aire, agua o fuego. Lissa, sin embargo, utilizaba un quinto y casi desconocido elemento denominado «espíritu». Podía sanar cualquier cosa, incluso a los muertos, y ésa era la razón por la cual yo me encontraba ahora vinculada psíquicamente con ella, «bendecida por la sombra», lo llamaban algunos. Me trajo de vuelta de aquel accidente de coche en el que habían muerto sus padres y su hermano, y nos vinculó de un modo que me permitía sentir sus pensamientos y experiencias.
Victor supo que Lissa podía sanar mucho antes incluso que ninguna de nosotras y quiso encerrarla y utilizarla como su fuente de la eterna juventud personal. Tampoco había vacilado a la hora de asesinar a cualquiera que se interpusiese en su camino, o bien, en el caso de Dimitri y el mío, de utilizar modos más creativos de detener a sus oponentes. Me había creado un montón de enemigos en diecisiete años, pero estaba bastante segura de que no odiaba tanto a nadie como a Victor Dashkov, al menos, de entre los vivos.
Dimitri tenía una expresión en la cara que yo conocía bien. Era la que se le ponía cuando pensaba que yo estaba a punto de pegarle un puñetazo a alguien.
—Ha estado encerrado, pero no, ningún juicio hasta ahora. A veces, los procedimientos legales llevan mucho tiempo.
—Pero ahora va a haber un juicio, ¿no? Y tú vas a ir, ¿verdad? —hablaba entre dientes, en un intento por mantener la calma. Sospeché que aún tenía la expresión de «le voy a pegar un puñetazo a alguien» en la cara.
—La semana que viene. Nos necesitan a mí y a otros guardianes para que testifiquemos sobre lo que os pasó a Lissa y a ti aquella noche —su expresión cambió ante la mención de lo que había ocurrido cuatro meses atrás y, otra vez, reconocí su mirada. La temible, la protectora, la que adoptaba cuando se encontraban en peligro quienes le importaban.
—Llámame loca si quieres por hacerte esta pregunta, pero, mmm, ¿vamos a ir Lissa y yo contigo? —ya me había imaginado la respuesta, y no me gustaba.
—No.
—¿No?
—No.
Puse los brazos en jarras.
—Mira, ¿no te parece razonable que si vas a hablar sobre lo que nos pasó a nosotras, entonces deberías tenernos allí?
Dimitri, ahora de lleno en su rol de instructor estricto, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—La reina y algunos otros guardianes pensaron que sería mejor que no fueseis. Ya hay bastantes pruebas entre el resto de nosotros y, además, criminal o no, él es, o era, uno de los miembros de la realeza más poderosos del mundo. Los que saben de este juicio desean mantenerlo sin publicidad.
—Entonces, qué, ¿pensaste que si nos llevabas se lo íbamos a contar a todo el mundo? —exclamé—. Vamos, camarada, ¿en serio crees que haríamos eso? Lo único que queremos es ver a Victor encerrado. Para siempre, o puede que por más tiempo. Y si hay posibilidad alguna de que salga libre, tendrías que dejarnos ir.
Tras su captura, Victor fue conducido a prisión, y ahí es donde yo pensé que se acababa la historia. Imaginé que le dejarían pudrirse allí dentro. Nunca se me ocurrió —aunque debería— que antes habría de pasar por un juicio. En aquel momento, sus delitos parecían muy obvios, pero, si bien el gobierno moroi era secreto y operaba al margen del humano, en muchos sentidos funcionaba de un modo muy similar: el debido proceso judicial y todo eso.
—Ésa es una decisión que no tomo yo —dijo Dimitri.
—Pero tú tienes tu influencia. Podrías hablar en nuestro favor, más aún si… —parte de mi ira disminuyó apenas un poco y se vio reemplazada por un temor repentino y alarmante. Casi no pude pronunciar las siguientes palabras—. Más aún si de verdad hay alguna posibilidad de que pueda escapar. ¿La hay? ¿Hay realmente alguna posibilidad de que la reina le deje ir?
—No lo sé. Hay veces en que nadie puede saber lo que la reina u otros de los miembros de alto rango de la realeza van a hacer —de repente pareció cansado. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo un juego de llaves—. Mira, sé que estás contrariada, pero no podemos hablar de esto ahora. Me tengo que ir a ver a Alberta, y tú tienes que ir dentro. Con la llave cuadrada podrás entrar por la puerta más lejana. Ya sabes cuál.
Lo sabía.
—Claro. Gracias.
Estaba enfurruñada, y odiaba sentirme así —en especial, teniendo en cuenta que él me estaba librando de verme en un lío—, pero no lo podía evitar. Victor Dashkov era un criminal, alguien malvado, incluso. Estaba sediento de poder, era codicioso y le daba igual a quién pisar con tal de salirse con la suya. Si anduviese suelto otra vez… bueno, nadie sabía qué podría pasarle a Lissa o a cualquier otro moroi. Me enfurecía pensar que podía hacer algo para ayudar a ponerlo a buen recaudo pero nadie me lo iba a permitir.
Ya había avanzado unos pasos cuando Dimitri me llamó, a mi espalda.
—¿Rose? —giré la cabeza hacia atrás—. Lo siento —me dijo. Hizo una pausa, y su expresión de lamento se tornó cautelosa—, y será mejor que mañana devuelvas las llaves.
Me volví y continué la marcha. Era injusto, probablemente, pero una parte infantil de mí creía que Dimitri podía hacer algo; estaba segura de que podía haber hecho algo si de verdad quería llevarnos a Lissa y a mí ante el tribunal.
Cuando ya casi había llegado a la puerta lateral, capté un movimiento con mi visión periférica. El ánimo se me vino a los pies. Genial. Dimitri me había dado las llaves para colarme de vuelta en el interior y, ahora, alguien más me había cazado. Qué típico de mi suerte. En parte me esperaba un profesor que exigiese saber lo que estaba haciendo, así que me giré y preparé una excusa.
Pero no era un profesor.
—No —dije en voz baja. Tenía que estar viendo visiones—. No.
Por una décima de segundo, me pregunté si en algún momento había llegado realmente a despertarme. Quizá seguía en la cama, en realidad, dormida y soñando.
Porque sin duda, sin duda ésa era la única explicación de lo que ahora mismo estaba viendo delante de mí, allí, sobre el césped de la academia, merodeando en la sombra de un roble retorcido, ancestral.
Era Mason.