Prólogo

Cuando mi antigua vida murió, no lo hizo en silencio. Explotó.

Pero, para ser justa, debo admitir que fui yo quien tiró de la anilla. En menos de una semana alquilé mi casa, vendí mi coche y dejé a mi promiscuo novio. Y aunque les había prometido a mis sobreprotectores padres que tendría cuidado, no fue hasta que llegué al aeropuerto cuando llamé a mi mejor amiga para hacerle saber que me trasladaba a su ciudad.

Fue entonces, en uno de esos perfectos momentos de lucidez, cuando me di cuenta de lo que había hecho.

Estaba lista para empezar de nuevo.

—¿Chloe? Soy yo —dije con voz temblorosa mientras echaba un vistazo a la terminal—. Estoy de camino a Nueva York. Espero que el puesto todavía sea mío.

Ella gritó, dejó caer el teléfono y le aseguró a alguien que estaba a su lado que se encontraba bien.

—Sara viene para acá —oí que explicaba, y se me encogió el corazón al imaginarme allí con ellos en el comienzo de esta nueva aventura—. ¡Ha cambiado de opinión, Bennett!

Oí un grito de celebración, una palmada y un comentario de Bennett que no entendí muy bien.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—Ha preguntado si Andy viene contigo.

—No. —Guardé silencio un momento para tragarme la bilis que ascendió por mi garganta. Había estado con Andy seis años, y sin importar lo mucho que me alegraba de haber roto con él, el vuelco dramático que había dado mi vida todavía me parecía irreal—. Lo he dejado.

Oí una pequeña inspiración brusca.

—¿Estás bien?

—Mejor que bien.

Y era cierto. Creo que no me di cuenta de lo bien que estaba hasta ese preciso momento.

—Me parece que es la mejor decisión que has tomado en tu vida —me dijo, y después se quedó callada mientras escuchaba lo que Bennett tenía que decirle—. Bennett dice que vas a tener que atravesar el país como un cometa.

Me mordí el labio para contener una sonrisa.

—No tanto, en realidad. Estoy en el aeropuerto.

Chloe emitió unos sonidos agudos ininteligibles y luego me prometió que me recogería en LaGuardia.

Sonreí, colgué el teléfono y le entregué mi billete al chico del mostrador mientras pensaba que un cometa era demasiado directo, demasiado impulsivo. En realidad, me parecía más a una vieja estrella a punto de quedarse sin energía; una estrella aplastada por su propia gravedad. Me había quedado sin energía para mi perfectísima vida, mi trabajo rutinario y mi relación sin amor. Exhausta con tan solo veintisiete años. Al igual que una estrella, mi vida en Chicago se había desmoronado bajo la presión de su propio peso, y por eso me marchaba. Las estrellas gigantescas dejan atrás agujeros negros. Las estrellas pequeñas solo dejan enanas blancas. Me llevaba conmigo toda mi luz.

Estaba lista para empezar de nuevo como un cometa a través del cielo: con la energía a tope, reanimada y ardiente.