7

Quizá fuera así como Andy conseguía hacer tantas cosas en un solo día. No había nada que aclarara mejor las ideas que un orgasmo intenso con un glorioso desconocido que no esperaba que después te encargaras de recoger su ropa de la lavandería. El lunes por la mañana me sentía llena de energía y completamente concentrada en la reunión departamental de las nueve en punto.

Los demás ejecutivos y sus ayudantes habían llegado por fin a la oficina, y puesto que habían surgido algunas cosas en las que Bennett había estado trabajando, estábamos inundados con la perspectiva de veinte nuevos clientes de marketing. Tenía muchísimo trabajo. Lo bueno era que eso me dejaba muy poco tiempo para fantasear con muñecas vudú para Andy o con técnicas de castración.

Sin embargo, en medio del frenesí (caminar de una reunión a otra, los viajes al cuarto de baño, un respiro después de una llamada telefónica), recordé mi noche con Max, su cuerpo duro y desnudo detrás de mí, la deliciosa sensación de cansancio que se extendió por mis piernas y sus manos enterradas en mi pelo.

No cierres los ojos, joder. No cierres los ojos. Estoy a punto de correrme.

A pesar de lo divertido que había sido, el sábado por la mañana me sentí fuera de lugar durante un par de horas. No me arrepentía de nada exactamente, pero me avergonzaba un poco de lo que había hecho. Me pareció que le había dado a Max una muy mala impresión de mí al presentarme en un barrio cualquiera dispuesta a permitirle hacer lo que quisiera conmigo delante de un millón de espejos, en un lugar donde seguramente nadie oiría mis gritos si necesitaba ayuda.

La cosa era que, incluso bajo esa ligera capa de mortificación, sabía que nunca me había sentido más viva. Por extraño que pareciera, él hacía que me sintiera segura, como si pudiera pedirle cualquier cosa. Como si hubiera visto algo en mí que nadie más veía. No se sorprendió ni me juzgó cuando le expuse mis condiciones en su oficina. No parpadeó cuando le dije que no practicaríamos el sexo en ninguna cama.

Me senté frente al escritorio de mi despacho y cerré los ojos para recordar la última vez que me había acostado con Andy, más de cuatro meses atrás. Habíamos dejado de molestarnos en discutir por su agenda o por la mía, y la falta de intimidad de nuestra relación se había convertido en una sombra oscura que lo envolvía todo.

En un esfuerzo por animar las cosas, una noche me presenté en su oficina vestida con una gabardina y unos zapatos de tacón. Por lo avergonzado que se sintió al verme, cualquiera habría dicho que llevaba un disfraz de pato amarillo. «No puedo acostarme contigo aquí», siseó mientras echaba un vistazo por encima de mi hombro.

Quizá dijera aquello porque solo podía acostarse con otras mujeres en su despacho. Me sentí humillada.

Sin decir nada, me di la vuelta y me marché.

Más tarde, esa misma noche, volvió a casa y se esforzó un poco: me despertó, me besó e intentó tomarse su tiempo y hacerlo bien.

No sirvió de nada.

Parpadeé para abrir los ojos y, en ese preciso y aleatorio instante, comprendí por fin la realidad. Max hacía que me sintiera muy bien, y Andy solo me había hecho sentir miserable. Había llegado el momento de madurar y dejar de disculparme por hacer lo que quería.

Aunque deseaba muchísimo a Max, el hecho de saber que al final tendría noticias suyas me permitió dejar de darle vueltas al cómo o al cuándo durante la mayor parte de la semana. Sin embargo, cuando terminó el almuerzo del viernes y todavía no se había puesto en contacto conmigo, se me ocurrió pensar que si Max quería poner fin al asunto solo debía dejar de enviarme mensajes de texto. No habíamos puesto reglas sobre cómo seguir ni sobre cómo dejarlo educadamente. En realidad, tal y como yo lo había establecido, la forma más digna de dejarlo sería sencillamente desaparecer. Había algo reconfortante en un arreglo tan tenue que podía evaporarse sin más.

Aun así, quería verlo de nuevo.

Guardé el teléfono en el cajón del escritorio, decidida a no llevarlo conmigo a la reunión de esa tarde. Sin embargo, después de diez minutos de charla sobre una campaña de marketing de lencería empecé a acordarme de cómo Max había deslizado mis diminutas bragas de encaje por mis piernas y busqué una excusa para levantarme y regresar a mi oficina a por el móvil.

Ningún mensaje. Mierda.

Cuando volví a la sala de conferencias, vi que Bennett estaba pasando las diapositivas a toda velocidad. Por mí no había problema, porque ya las había visto antes, pero sabía que los aprendices que acababan de llegar tenían ganas de vomitar su almuerzo.

—Más despacio, Bennett —le dije con tono tranquilo.

Él me miró de inmediato, con una furia apenas controlada.

—¿Qué?

Tragué saliva. Colegas o no, todavía me daba un miedo de muerte.

—Creo que estás pasando los esquemas de división de marketing demasiado rápido —expliqué—. Los acabaste ayer mismo, cuando estos chicos estaban todavía en el avión. Permíteles que los asimilen.

Asintió con rigidez y volvió a mirar la pantalla. Casi pude oír cómo contaba hasta diez en su cabeza mientras les permitía leer la diapositiva, y miré a Chloe, que estaba al otro lado de la mesa. Mi amiga lo miraba y mordía el bolígrafo para contener la risa. Dudaba mucho que Bennett les tuviera mucha simpatía a los empleados de RMG que acababan de trasladar toda su vida y quienes debían memorizar diecisiete tablas de cifras de mercado en veinticuatro horas.

—¿Mejor? —preguntó al tiempo que pasaba a la siguiente diapositiva sin esperar una respuesta.

«Súbete al tren o espera el siguiente». Eso era lo que le había oído decirle a Bennett a un nuevo socio de marketing llamado Cole.

Mi teléfono vibró en la mesa y, tras pedir disculpas entre dientes por la interrupción, lo cogí. Di gracias al universo por Bennett Ryan y su interminable, impaciente y entretenido perfeccionismo. Durante dos minutos enteros, había olvidado preguntarme si Max todavía estaba interesado en quedar conmigo.

La Biblioteca Pública de Nueva York tiene algunos libros fascinantes. Edificio Schwartzman. 18.30. Lleva falda, los tacones más altos que tengas y pasa de bragas.

Miré el teléfono con una sonrisa y pensé que Max era un cabrón con suerte, porque solo me hacía falta quitarme las braguitas antes de reunirme con él. Cuando levanté la vista, Chloe aún tenía el bolígrafo en la boca, pero esta vez me miraba a mí con las cejas enarcadas.

Volví a concentrarme en Bennett e ignoré su mirada, pero no logré contener la sonrisa entusiasmada.

Estaba claro que había demasiados edificios emblemáticos en Nueva York, todos muy conocidos o llenos de historia. Sin embargo, pocos me resultaban tan familiares como la biblioteca pública, con sus estatuas de leones y sus gigantescas escaleras.

Había visto a Max cuatro veces desde la primera noche en la discoteca, y aunque aquella era una cita planeada, me quedé sin aliento cuando vi a mi apuesto desconocido. Se mantenía alejado de la gente que lo rodeaba y me tomé unos momentos para comérmelo con los ojos, mientras él me buscaba entre la multitud.

Traje negro, camisa gris oscuro, sin corbata. Le había crecido el pelo en las últimas dos semanas, y aunque lo llevaba más largo por arriba, me gustaba así, despeinado. Me imaginaba tirando de él mientras la cabeza de Max jugaba entre mis piernas.

Su enorme sombra se proyectaba en los escalones mientras la gente se apartaba a su alrededor. «Quiero verte desnudo a la luz del día. Quiero ver fotos nuestras a pleno sol», pensé.

En ese momento, Max me pilló mirándolo embobada. Esbozó una sonrisa perspicaz antes de hacerme un gesto con el dedo índice para indicarme que me acercara.

—Me estabas mirando —bromeó cuando llegué a su lado.

Me eché a reír y aparté la mirada.

—Claro que no.

—Para ser alguien que disfruta tanto cuando la miran en los momentos más íntimos, te muestras muy tímida cuando te pillan haciendo de voyeur.

Sentí un aguijonazo bajo las costillas y noté que mi sonrisa se marchitaba. Hablé casi sin pensarlo.

—Solo me alegro de verte.

Eso lo pilló desprevenido, pero se recuperó con una sonrisa radiante.

—¿Preparada para jugar?

Asentí con la cabeza. A pesar de la oleada de calor que había comenzado a extenderse por mi piel, me sentía extrañamente nerviosa. La semana anterior habíamos tenido una audiencia de cientos de espejos, pero por lo demás habíamos estado solos. Allí en la biblioteca había muchísima gente, incluso a las seis y media del viernes.

—Esto parece interesante —murmuré antes de volverme hacia la entrada cuando él colocó dos dedos en la parte baja de mi espalda.

—Confía en mí —dijo, y luego se inclinó un poco para susurrarme—: esto es justo lo que te gusta.

Una vez dentro, se situó delante de mí y avanzó como si no fuéramos más que un par de desconocidos que atravesaban la entrada de la biblioteca e iban en la misma dirección. Mientras lo seguía, vi que varias personas lo miraban; un par de ellas lo señalaron y se hicieron gestos entre sí. Solo en el centro de Manhattan reconocerían de inmediato a un capitalista de riesgo mujeriego.

Lo seguí, y debo admitir que estaba más atenta a lo bien que se le ajustaba la chaqueta sobre sus amplios hombros que al lugar donde nos dirigíamos.

—¿Cuánto sabes sobre la Biblioteca Pública de Nueva York, Sara? —preguntó después de aminorar el paso—. ¿Sobre esta rama en particular?

Busqué en mi memoria detalles que pudiera haber visto en alguna película o en la tele.

—¿Además de lo que sale en la escena inicial de Los Cazafantasmas? No mucho —admití.

Max se echó a reír.

—Esta biblioteca se diferencia de casi todas las demás en el hecho de que depende mucho de la generosidad privada. Los benefactores, entre los que me incluyo —añadió con un guiño—, se interesan en ciertas colecciones y hacen generosas donaciones (muy generosas, en ocasiones), y a veces se les conceden pequeños favores a cambio. Discretamente, por supuesto.

—Por supuesto —repetí.

Se detuvo y se volvió para sonreírme.

—Esta es la sala que reconoce la mayor parte de la gente, la Sala Principal de Lectura Rose.

Miré a mi alrededor. Era una estancia cálida y acogedora, llena de susurros y del sonido amortiguado de los pasos y las páginas. Clavé la vista en el techo, pintado como si fuera el cielo, en las ventanas arqueadas y en las resplandecientes lámparas de lo alto, y por un instante me pregunté si Max pensaba hacérmelo sobre una de las enormes mesas de madera que se alineaban en aquella gigantesca y concurrida sala.

Debí de parecer indecisa, porque Max rió por lo bajo a mi lado.

—Tranquilízate —dijo mientras me cogía del codo—. Ni siquiera yo soy tan atrevido.

Me pidió que lo esperara mientras atravesaba la estancia para hablar con un caballero mayor que, según parecía, sabía muy bien quién era Max. Sentí que me ruborizaba al ver que el hombre me miraba por encima del hombro de Max, así que aparté la vista de inmediato y la alcé hasta el techo pintado. Solo unos momentos después, bajé con Max un estrecho tramo de escaleras hacia una pequeña habitación llena de libros.

Max sabía exactamente dónde iba, y no pude evitar preguntarme si visitaba mucho ese lugar o si había explorado el lugar aquella misma semana. Lo cierto era que me gustaban las dos posibilidades: el Max que conocía la biblioteca tan bien como los que trabajaban allí, y el Max que había pensado en aquello tanto como yo.

Se detuvo en un rincón apartado, un lugar angosto y abarrotado de libros. Daba la impresión de que los montones de ejemplares se cernían sobre nosotros desde ambos lados, y tanta estrechez me produjo la extraña sensación de que las paredes nos encerraban poco a poco. Oí una tos y me di cuenta de que había al menos una persona allí con nosotros.

La anticipación empezó a tamborilear en la parte baja de mi vientre.

Max cogió un libro de una estantería sin mirarlo en realidad.

—¿Lees textos eróticos, Sara?

Al ver que se reía de mi reacción, supe que mis ojos debían de estar a punto de salirse de las cuencas. No era una mojigata, y no estaba cerrada a la idea del erotismo; sencillamente, nunca me había dado por leerlo.

—No mucho.

—¿No mucho? ¿O nunca?

—He leído algunas novelas románticas…

Empezó a negar con la cabeza.

—No estoy hablando de portadas dulces en las que aparecen torsos masculinos desnudos. Me refiero a libros que cuentan qué siente la mujer cuando un hombre la penetra. Lo mucho que le gusta que él introduzca la lengua en su interior. Cómo describe su sabor cuando ella le pide que lo haga. Me refiero a libros que describen el acto de «follar».

Mi corazón empezó a martillear por debajo del esternón al oírlo hablar con tanta naturalidad de cosas que me hacían desear cerrar los ojos y retorcerme.

—En ese caso, no. No he leído nada de eso.

—Bueno, entonces —dijo mientras me entregaba el libro—, me alegro de poder presenciar esta significativa ocasión.

Eché un vistazo a la portada. Anaïs Nin. Delta de Venus. Conocía el nombre y, como todo el mundo, también su reputación.

—Genial, vamos a echarle un vistazo. —Le di la vuelta en busca de algún número o código de barras. Pero el ejemplar era de cuero, con gruesas páginas bañadas en oro. Resultaba evidente que se trataba de una edición rara—. ¿Vamos a llevárnoslo?

—Oh, no, no, no, no. En realidad, no se pueden sacar libros de esta biblioteca —dijo—. Y, además, ¿dónde estaría la diversión entonces? La acústica aquí es magnífica, con la madera, los techos y demás…

—¿Qué? ¿Aquí? —Se me encogió el corazón. Aunque me encantaba la idea de leer algo picante con Max cerca, esa noche me apetecía mucho más poder volverme completamente salvaje.

Él asintió.

—Y vas a leer para mí.

—¿Quieres que te lea una novela erótica aquí?

—Sí. Y es muy probable que sienta la necesidad de follarte aquí también. La semana pasada quería que gritaras, pero esta… —Me apartó un mechón de pelo de la cara y compuso una mueca—, no podrás hacerlo.

Tragué saliva con fuerza, sin saber muy bien si aquello era lo que quería o algo que me aterraba. La mano que había extendido sobre mi nuca resultaba relajante. Tenía la palma caliente y sus dedos eran tan largos que casi me llegaban a la tráquea.

—Solo me has dado los viernes, y sin camas —dijo—. Dadas las circunstancias, quiero hacer algo contigo que con absoluta seguridad no hayas experimentado antes.

—¿Y tú? —Reconsideré por qué conocía tan bien esta sala.

Él negó con la cabeza.

—La mayoría de la gente no tiene acceso a esta zona. Y puedo asegurarte que jamás me he tirado a una chica en la biblioteca. Puede que pienses que soy un experto, pero la mayoría de mis aventuras han sido en una limusina, mientras llevaba a alguien a algún sitio. Ahora que lo pienso, soy bastante tradicional.

Había libertad en aquella soltería deliberada, así que no me hacía falta fingir que aquello significaba algo más de lo que parecía. Pero aunque se trataba solo de una cuestión de sexo, aunque era el primer hombre con quien había estado al que en realidad no necesitaba conocer en absoluto, llevaba deseando sus caricias toda la semana.

Estiré el brazo y tiré de su cabeza para acercarlo.

—Me parece bien. No necesito que seas un chico bueno.

Max se echó a reír mientras me besaba.

—Seré bastante bueno contigo, te lo prometo. Hasta ahora has rechazado la parte trasera de mi limusina o un polvo rápido en mi apartamento. Me estás haciendo romper todas mis costumbres.

Resultábamos invisibles gracias a los libros que nos rodeaban, pero si alguien se acercaba a nuestro rinconcito oscuro, nos vería. Empecé a sentir dentro de mí ese anhelo dulce e intenso que me arqueaba la espalda y me desbocaba el corazón.

Max dio un paso adelante y se inclinó para empezar a besarme la comisura de los labios. Ronroneó ante el contacto y sonrió.

—Estoy siguiendo tus reglas, pero eso significa que estoy empalmado constantemente. Borré el vídeo, pero debo admitir que me arrepiento. ¿Dejarás que te haga más fotos esta noche?

No hizo falta más que eso para derretirme y convertirme en un charquito cálido y meloso.

—Sí.

Me sonrió de una forma que me hizo temer haberle entregado un pedacito de mi alma al diablo. Pero luego me besó la mandíbula y susurró:

—Sabes que nunca se las enseñaré a nadie. Detesto la idea de que otro hombre te vea así. Cuando me dejes, el próximo cabrón tendrá que averiguar solito cómo complacerte.

—¿Cuando te deje?

Se encogió de hombros y me miró con expresión sincera.

—Cuando acabes con esto. Como quieras llamarlo.

—Había empezado a dudar de si este viernes me enviarías o no un mensaje. Me preguntaba si así acabaría la historia.

—Creo que eso sería una gilipollez —dijo, frunciendo el ceño—. Si alguno de los dos quiere poner fin al asunto, mejor que tenga la cortesía de decirlo, ¿no?

Asentí, extrañamente aliviada. Sospechaba que aunque había hecho un trato conmigo misma para que aquella fuera una relación basada en el sexo, la echaría de menos cuando acabara. Echaría de menos a Max. No solo era un amante maravilloso, también era muy divertido.

Sin embargo, era un mujeriego y se tomaba la relación tan en serio como yo… O sea, ni lo más mínimo.

—Ahora que hemos aclarado eso… —Me hizo volverme para colocarme de cara a la estantería.

Me rodeó con el brazo, abrió el libro, buscó un pasaje específico y luego me colocó la mano para que lo mantuviera abierto. Estaba frente a la estantería y tenía a Max apretado contra la espalda, así que me sentía completamente escondida, como si estuviera enterrada en ese hombre enorme. O quizá refugiada.

—Lee —susurró, y sentí su aliento cálido en la oreja—. Empieza por aquí.

Me señaló con el índice el párrafo del capítulo. Yo no sabía qué ocurría, quién lo estaba narrando, pero me di cuenta de que no importaba.

Me humedecí los labios y empecé a leer.

—«Cuando se encontraron Louise y él, Antonio quedó poderosamente fascinado por la blancura de aquella piel, la turgencia de los senos, el gentil talle…»

Max metió las manos bajo mi vestido y las deslizó por las caderas y el abdomen hasta cubrirme por fin los pechos.

—Joder, qué suave eres.

Una de sus manos bajó por el costado hasta mi entrepierna para comprobar lo mojada que estaba.

Me resultaba muy difícil concentrarme en el texto que tenía delante, pero seguí leyendo. Max apartó las manos, pero eso solo me aclaró la cabeza un momento, porque noté que se movía detrás de mí y oí el chasquido de su cinturón al desabrocharse. Apenas podía procesar las palabras que leía, ya que solo estaba pendiente de lo que ocurría detrás de mí.

¿Podría seguir con aquello? No estábamos en la pista de baile de una discoteca, con luces fuertes y cuerpos que se retorcían; tampoco en un restaurante vacío donde él podía meter la mano bajo la mesa. Estábamos en la más famosa de las bibliotecas públicas, llena de libros raros, suelos de mármol… e historia literaria. No habíamos hablado en alto desde que entramos en el edificio, así que ¿cómo íbamos a practicar sexo? Una cosa era imaginarlo y otra bien distinta estar allí a punto de hacerlo.

Estaba nerviosa.

Mierda, estaba aterrorizada. Pero también excitada. Todas mis neuronas estaban activas, la sangre corría a toda velocidad por mis venas.

Empezaron a fallarme las palabras mientras leía.

—Concéntrate, Sara.

Parpadeé para centrarme en el libro y me esforcé para prestar toda mi atención a las palabras de la página.

—«Antonio se reía por cualquier cosa. Daba la sensación de que prescindía del mundo entero y que solo existía el goce sensual; que no habría un mañana ni más encuentros con nadie; que solo contaba aquella habitación, aquella tarde, aquel lecho».

Justo cuando estaba a punto de continuar, y sin previo aviso, Max me penetró. Estaba tan mojada que no le habían hecho falta muchas caricias para excitarme. Solo había tenido que darme un libro y toquetearme un poco antes de empezar a desvestirse. Solté un gemido y deseé que encontrara una manera de hundirse hasta el fondo dentro de mí. Estaba convencida que me partiría en dos, y de que eso me proporcionaría el mayor placer de mi vida.

—Silencio —me recordó mientras entraba y salía de mí muy despacio.

Estaba muy duro, muy grande. Recordé el agudo escozor que había sentido cuando me tomó desde atrás la semana anterior, frente a los espejos. Recordé lo mucho que había temido y ansiado sus embestidas brutales. Max había visto la expresión de mi rostro al llegar al orgasmo reflejada en cien espejos diferentes, y eso lo había vuelto loco. Más que cualquier otra cosa, verlo así me había proporcionado el mejor clímax de la noche.

Estábamos al final de un pasillo oscuro, pero oía los ruidos apagados de alguien que se encontraba a unas cuantas estanterías de distancia. Me mordí el labio cuando Max pasó el brazo por delante de mi cadera para acceder a la entrepierna y acariciarme el clítoris.

—Sigue leyendo.

Abrí los ojos como platos. ¿Hablaba en serio? Si le daba permiso a mi garganta para emitir algún sonido, no sería responsable de lo que surgiera.

—No puedo —dije con voz ahogada.

—Claro que puedes —aseguró, como si solo me hubiera pedido que respirara hondo. Deslizó los dedos por mi clítoris una vez más para provocarme—. ¿O quieres que paremos?

Lo fulminé con la mirada por encima del hombro y decidí ignorar su risilla entre dientes. No tenía ni idea de dónde lo había dejado o de lo que sucedía en la historia más allá de que Antonio le había desgarrado el vestido a Louise y la había dejado solo con un enorme cinturón. Apenas podía respirar, pero empecé a leer de nuevo con una cadencia tensa y balbuceante que pareció volver loco a Max. Clavó los dedos en mis caderas y se hinchó dentro de mí.

—Por favor… —supliqué.

—Por Dios —jadeó—. Sigue leyendo.

De algún modo conseguí hilar las palabras, y el pasaje se volvió tórrido y salvaje. Muy descriptivo. La humedad del sexo de ella era «miel». El hombre chupaba y saboreaba cada rincón del cuerpo de la mujer, no dejaba de explorarla y provocarla. En cierto momento empecé a sentirme tan excitada con su deseo como con el mío y, para mi horror, sentí que mi propia humedad se derramaba por mis muslos, deslizándose entre nosotros con la fuerza de los movimientos de Max.

Él se estremeció detrás de mí y muy pronto perdió tanto la paciencia como el ritmo. Me aferraba la cadera con una mano y supuse que en la otra tenía el teléfono y que estaba haciendo fotos.

—Joder, Sara. Tócate.

Mantuve el libro abierto con el antebrazo y bajé la mano para acariciarme. Estaba tan hinchada, el orgasmo era tan inminente, que empecé a correrme cuando solo habían pasado unos segundos. La última de mis palabras quedó a medias.

—«… pensó que… iba a… volverse loca… con u…»

Cuando mis músculos dejaron de temblar, Max se hundió con fuerza unas cuantas veces más y luego se quedó inmóvil, con la boca apretada contra mi cuello para sofocar un gemido.

La estancia estaba en completo silencio, y me di cuenta de que en realidad no sabía si nos habíamos puesto muy ruidosos. Había leído en susurros, de eso estaba segura. Pero ¿había gritado al correrme? Me había entregado por completo a las sensaciones y no tenía ni idea.

Max salió de mí con un suave gruñido.

—Vuelvo ahora mismo —me susurró.

Me incorporé y empecé a arreglarme la ropa mientras desaparecía a mi espalda. Volvió y me dio un beso en la nuca.

—Mmm. Adorable.

Me di la vuelta para mirarlo.

—Y según tus reglas —dijo, mirándome mientras se abrochaba la chaqueta del traje—, supongo que es aquí donde nos separamos.

Aunque ya lo había hecho, me estiré el vestido una vez más. Ese era nuestro acuerdo, el que yo le había exigido, pero me sentía… extraña. Max siguió mirándome con un brillo especial en los ojos, como si dijera: «Acabo de proporcionarte un orgasmo bestial y pareces un poco mareada… Pero oye, ¡son tus puñeteras reglas!».

Sentí la tentación de estar de acuerdo.

—Vale. Perfecto. Me alegro de que estemos en la misma línea —dije, en cambio.

Él se echó a reír y volvió a colocar el libro en la estantería.

—Y podemos dar gracias de que esa línea no esté en la Página Seis, ¿verdad? Un polvo genial y sin escándalos. Te aseguro que estamos muy de acuerdo.

—¿Nunca te hartas de eso? —pregunté—. ¿De que la gente te vigile?

Recordaba lo mucho que me molestaba que todo el mundo diera su opinión sobre mi peinado o sobre lo que llevaba puesto cuando estaba con Andy, las especulaciones sobre si había ganado o perdido peso o con quién iba. Me pregunté si a él le pasaba lo mismo.

—En realidad, no soy una verdadera celebridad. Aquí a la gente solo le interesa saber qué tengo entre manos. Creo que la mayoría de los que leen esa basura solo quiere pensar que lo paso bien.

Eso parecía muy optimista.

—¿En serio? A mí me parece que lo que quieren es pillarte con los pantalones bajados.

—Un momento, ¿no es eso lo que quieres tú? —Se echó a reír cuando me vio poner los ojos en blanco y luego añadió—: La imagen de mujeriego es muy conveniente para ellos. No me tiro a una chica diferente cada noche.

—Bueno, al menos no últimamente —dije mientras me estiraba para besarlo.

Algo atravesó su mirada, un diminuto brillo de confusión que se despejó enseguida.

—Muy cierto. —Se agachó y me besó con dulzura, sujetándome la cara con la mano—. ¿Nos vamos?

Asentí, algo desconcertada. Max me hizo un gesto para que lo siguiera mientras subía las escaleras hacia la planta principal de la biblioteca. Nada había cambiado: el ruido de los susurros y las páginas todavía llenaba el ambiente, y nadie miró en nuestra dirección. Lo que habíamos hecho resultaba emocionante, y también el hecho de que nadie lo supiera.

Estábamos cerca de la salida cuando Max me cogió del brazo y me llevó hasta un rincón oscuro.

—Solo uno más —dijo justo antes de rozar mis labios con los suyos.

Fue un beso dulce y suave, y su boca se pegó a la mía como si no quisiera ser él quien se apartara.

Tragué saliva cuando volví a mirarlo a los ojos.

—Hasta la semana que viene, Pétalo.

Y se fue. Cuando lo vi atravesar la salida y dirigirse hacia el sol del ocaso, me pregunté cuánto me arrepentiría de aquello cuando terminara.