Tres días después de haberle proporcionado un orgasmo como aperitivo estaba igual de obsesionado con ella.
—Bueno, ¿a quién vas a traer esta noche? —preguntó Will con aire ausente, concentrado en el ejemplar doblado del Times que tenía en la mano.
El trayecto de vuelta desde el sastre a la oficina había transcurrido en silencio hasta ese momento, roto solo por el ruido del motor, algún bocinazo ocasional o un grito desde la calle. Continué repasando los documentos que había llevado (fotografías de una nueva exposición en Queens) mientras respondía:
—En realidad, voy a ir solo.
Levantó la vista para mirarme.
—¿No tienes una cita?
—No. —Lo miré justo a tiempo para ver cómo enarcaba las cejas en un gesto de sorpresa—. ¿Qué pasa?
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Max?
—Seis años, creo.
—Y en todo ese tiempo, ¿alguna vez has asistido a un acto social sin acompañante?
—Si te digo la verdad, no lo recuerdo.
—Quizá podamos revisar la Página Seis. Seguro que ellos lo saben —dijo con tono práctico.
—Qué gracioso.
—No es habitual, eso es todo. Es nuestro evento más importante del año, y no tienes una cita.
—Importa poco, ¿no crees?
Se echó a reír.
—¿Lo dices en serio? «Quién acompañará a Max Stella» es una de las primeras cosas que se pregunta la gente cuando hay una fiesta como esta.
—Me encanta que me pintes como un lobo mujeriego en comparación contigo, que eres tan íntegro y virtuoso.
—Eh, yo nunca he dicho nada de ser virtuoso —dijo por encima del periódico—. Lo único que sugiero es que la gente podría preguntarse si vas a encontrarte con alguien allí, eso es todo.
Volví a los documentos mientras lo pensaba. Lo cierto era que no tenía cita para la fiesta de recaudación de fondos. Y no tenía cita porque no me interesaba llevar a nadie.
Y eso era extraño. Quizá Will tuviera razón. Desde que había conocido a Sara, las demás mujeres me parecían sosas y predecibles.
Will también estaba en lo cierto cuando dijo que la Gala Anual de Caridad Stella & Sumner era nuestra fiesta veraniega más importante. Tenía lugar en el Museo de Arte Moderno, y todo el mundo que era alguien en Nueva York asistiría. Con el baile, la cena y la subasta a sobre cerrado que había a continuación, conseguíamos cada año cientos de miles de dólares destinados a una fundación para el cáncer infantil.
El cielo lúgubre de la tarde se había despejado, pero el aroma de la tormenta aún impregnaba el aire cuando mi coche se detuvo frente a la barrera que había delante del museo. Un criado me abrió la puerta y salí del vehículo antes de abrocharme la chaqueta del esmoquin. Oí gritar mi nombre en varios lugares, y los flashes de las cámaras estallaron como una diminuta tormenta en la zona de prensa.
—¡Max! ¿Dónde está tu acompañante?
—¡Max, una foto rápida! ¡Por aquí!
—¿Es cierto el rumor sobre la donación del Smithsonian?
Sonreí, posé para las fotos y saludé mientras caminaba hacia el interior. Me sentía como si fuera en piloto automático, y me alegré de haber prohibido el acceso al interior a la prensa esa noche. Sencillamente, no tenía ganas.
Los invitados eran conducidos a través del museo hasta el jardín, donde se celebraría la mayor parte de la fiesta y donde una multitud de personas bien vestidas conversaban mientras bebían cócteles o champán, hablaban de dinero, de cómo les iba y de quien fuera la comidilla ese día. Se habían levantado varias carpas blancas, todas iluminadas desde abajo por brillantes estanques de luces coloreadas. En un extremo del jardín había una orquesta, y un cubículo para el DJ en el otro, para la fiesta de después.
El ambiente estaba cargado y húmedo, y la noche se aferraba a mi piel de una forma casi desagradable. Me acerqué a una hilera de grandes mesas cubiertas de manteles blancos y copas de cristal. Cogí una flauta de champán y noté que alguien se aproximaba a mí.
—Todo perfecto, Max, como de costumbre. Esta vez te has superado a ti mismo.
Levanté la vista y descubrí que Bennett estaba a mi lado.
—Aquí fuera hace un calor de mil demonios, esa es la verdad —dije mientras señalaba con la cabeza las bebidas que Bennett sostenía en ambas manos—. Supongo que habrás venido con tu bella prometida.
—Y tu acompañante es…
—Esta noche vengo solo —respondí—. Por las obligaciones del anfitrión y todo eso.
Bennett se echó a reír y se llevó la copa a los labios. No comentó nada, pero no pude evitar fijarme en que miraba a alguien por encima de mi hombro.
Me di la vuelta justo a tiempo para ver cómo Chloe y Sara salían de los aseos. Sara estaba increíble con un vestido verde claro, compuesto por un corpiño de cuentas y una falda larga en la que las cuentas estaban mucho más espaciadas. Los zapatos de tacón plateados asomaban por debajo del vestido.
Tardé un momento en recuperar el habla.
—Ella ha venido con alguien, Max.
Me volví y miré a Bennett con la boca abierta antes de echar un vistazo a nuestro alrededor para localizar a su acompañante.
—¿En serio? ¿Con quién?
—Conmigo.
—Espera un momento… ¿Qué? De eso nada.
—Por Dios, te estoy tomando el pelo. Si te vieras la cara…
Se rascó la mandíbula y saludó con la mano a alguien que se encontraba al otro lado del lugar, y a mí me entraron ganas de darle un puñetazo.
—Max —dijo con voz grave y seria—. Sara es la mejor amiga de Chloe y un miembro importante de mi equipo. Confío en tu olfato para los negocios más que en el de nadie, pero tu historia con las mujeres no es muy limpia que digamos. No soy quien para señalar a nadie, desde luego, pero no cometas una estupidez.
—Tranquilo. Te aseguro que no planeo secuestrarla para echar un polvo en el ropero ni nada de eso.
—No sería la primera vez —replicó con una sonrisa antes de apurar la copa.
—Para ti tampoco, amigo mío —le dije.
Bennett pareció casi aliviado cuando lo dejé solo en la mesa, y durante un breve instante, casi me sentí culpable por haberle mentido. Lo cierto era que, aunque sí quería arrastrar a Sara hasta el ropero más cercano, también quería disponer de un momento para observarla.
Atravesé el jardín, estrechando unas cuantas manos y agradeciendo algunas donaciones, sin perder de vista a Sara. Me detuve a un lado de la escultura desnuda de Lachaise y la estudié desde lejos, hechizado por lo hermosa que estaba esa noche.
Aquel vestido largo y ceñido revelaba a la perfección cada curva y enfatizaba algunas de mis favoritas.
Recordé el aspecto salvaje que tenía en la pista de baile, con el vestido demasiado corto y los tacones demasiado altos, y lo comparé con el de la mujer sofisticada de esa noche. Ya sabía que lo que habíamos hecho no era propio de ella, pero creo que hasta esa noche no me di cuenta de hasta qué punto. Sara era delicada y comedida… No obstante, había algo más en ella, una especie de impulsividad reprimida bajo su primorosa fachada.
Seguí con la mirada la línea de su cuello y su clavícula, y me pregunté qué llevaba debajo del vestido. Me pregunté qué era lo que había hecho aflorar a la mujer que me había follado contra una pared en una discoteca lleno de gente.
Estaba casi seguro de que Bennett no había bromeado al decirme que me mantuviera alejado de Sara. O cuando aseguró que su prometida le arrancaría las pelotas (y a mí también) si lo descubría. Era evidente que Bennett sabía muy bien que mi interés por Sara era algo más que casual, pero era un buen amigo, y a pesar de sus protestas, jamás interferiría en aquello si era lo que Sara deseaba.
Chloe en cambio… era un asunto muy diferente. Parecía demasiado lista, con una mirada demasiado perspicaz. No sabía mucho sobre la futura señora Ryan, pero estaba seguro de que si Bennett había encontrado por fin su media naranja, yo no quería llevarme mal con ella.
A pesar de todo, estaba disfrutando bastante con el jueguecillo que había empezado entre Sara y yo.
Cuando la orquesta empezó a tocar una canción más lenta, unas cuantas personas se alejaron de sus círculos y salieron a la pista de baile. Bordeé el jardín, me situé detrás de Sara y le di unos golpecitos en el hombro desnudo.
Se volvió, y la sonrisa desapareció de su cara en cuanto me vio.
—Vaya, yo también me alegro de verte —le dije.
Sara dio buen sorbo de la copa de champán antes de hablarme.
—¿Cómo está esta noche, señor Stella?
¿Señor Stella? ¿En serio? Sonreí.
—Veo que me has investigado un poco. Debo de haberte impresionado.
Ella me devolvió una sonrisa educada.
—Una chica puede conseguir mucha información con una búsqueda rápida en Google.
—¿No te ha dicho nadie que internet está lleno de rumores y falsedades? —Me acerqué un paso y deslicé los nudillos por su brazo. Estaba terso y suave, y noté que se le ponía la piel de gallina—. Esta noche estás deslumbrante, por cierto.
Me miró a los ojos para evaluarme.
—Tú tampoco estás mal —murmuró mientras ponía un poco de distancia entre nosotros.
—¿Acabas de hacerme un cumplido? —pregunté con fingido asombro.
—Tal vez.
—Sería una pena que no bailáramos después de habernos vestido de gala, ¿no te parece? —Al ver que Sara echaba un vistazo al jardín, añadí—: Solo un baile, Pétalo.
Coloqué la mano en la parte baja de su espalda y la conduje hasta un rincón oscuro de la pista de baile.
—Disfruté mucho de nuestro almuerzo el otro día —dije al tiempo que la tomaba en mis brazos—. Deberíamos repetirlo, aunque quizá con un menú algo diferente.
Ella esbozó una sonrisa irónica y posó la mirada en algún lugar por detrás de mí.
Estreché su cuerpo ruborizado contra el mío, y me gané una ceja enarcada que empezaba a encantarme.
—Bueno, ¿qué te parece Nueva York?
—Diferente —respondió—. Más grande. Más ruidosa. —Inclinó la cabeza y me miró por fin—. Los hombres son un poco insistentes.
Me eché a reír.
—Lo dices como si fuera algo malo.
—Supongo que eso depende del hombre.
—¿Y este hombre?
Apartó la mirada y sonrió educadamente de nuevo. Me sorprendió que Sara se comportara como una mujer muy acostumbrada a estar en público.
—Mira, me halaga tu atención, Max, pero ¿por qué estás tan interesado en mí? ¿No podemos admitir que lo pasamos bien y dejarlo ahí?
—Me gustas —dije con un encogimiento de hombros—. Me gustan bastante tus rarezas.
Soltó una carcajada.
—¿Mis rarezas? Eso sí que no lo había oído nunca.
—Pues es una lástima. Dime, cuando fantaseas, ¿con qué lo haces? ¿Con sexo dulce en una cama?
Levantó la vista y me miró con una expresión desafiante.
—A veces, sí.
—Pero también con que te toquen en un restaurante donde cualquiera podría verte, ¿no? —Me incliné hacia delante para susurrarle al oído—. ¿O con follar en una discoteca?
Noté que tragaba saliva y jadeaba antes de recomponerse. Volvió a dejar una distancia socialmente aceptable entre nosotros.
—En ocasiones, por supuesto. ¿Quién no tiene ese tipo de fantasías?
—Muchísima gente. Y hay más gente todavía que nunca llega a hacerlas realidad.
—¿Por qué estás tan obsesionado con esto? Estoy segura de que podrías dedicarle esa sonrisa tuya a cualquier mujer y tirártela en cualquier sala de este museo.
—Porque, por desgracia, no deseo a ninguna otra mujer presente. Te has convertido en todo un misterio para mí. ¿Cómo es posible que escondas semejante paradoja tras esos enormes ojos castaños? ¿Quién era esa mujer que echó un polvo conmigo delante de toda aquella gente?
—Quizá solo quisiera averiguar qué se sentía al hacer una locura como esa.
—Y fue increíble, ¿no es cierto?
No hubo titubeos cuando me miró.
—Sí. Pero mira —dijo al tiempo que daba un paso atrás. Bajé los brazos a los costados—. No me interesa ser el juguete de nadie en estos momentos.
—Me parece que lo que te pido es que me dejes convertirme en el tuyo.
Negó con la cabeza, reprimió una sonrisa y me miró.
—Deja de ser encantador.
—Reúnete conmigo arriba.
—¿Qué? No.
—En el salón de baile vacío que hay al lado de los aseos. Está al subir las escaleras, a la derecha. —Me acerqué y le di un beso en la mejilla, como si le agradeciera el baile.
La dejé allí justo cuando la música se detuvo y anunciaron que la cena se serviría dentro, seguida de inmediato por la subasta. Me pregunté si lo haría. Si se arriesgaría a que alguien la echara de menos, si sentía el mismo zumbido de adrenalina que yo.
El ruido de las conversaciones se incrementó cuando dejé atrás la humedad de la noche y me adentré en la agradable y fresca temperatura del museo proporcionada por el aire acondicionado. Subí unas amplias escaleras y avancé por el pasillo hasta el salón de baile, vacío y a oscuras. Las voces se acallaron cuando empujé la puerta tras de mí, dejando solo una rendija abierta.
Esperé un instante y presté atención a los ruidos de la fiesta que continuaba en el jardín y en el museo, ya que quería asegurarme de que estaba solo en aquella oscura sala.
De vez en cuando, algún asistente al evento seguía el pasillo enmoquetado y se adentraba en el salón de baile para hacer una breve llamada telefónica o en busca de los aseos. Me daba la impresión de que cada ruido que hacía resonaba en el pasillo, de que mis zapatos repiqueteaban sobre el suelo de madera mientras inspeccionaba la sala. La estancia era más larga que ancha, y al otro lado de las ventanas que se alineaban en uno de los lados se veía una ciudad resplandeciente, donde el ruido del tráfico era un runruneo constante en las calles. A lo largo de la corta pared del fondo había una mesa rectangular, oculta en parte por un biombo ornamental. Por lo demás, el salón estaba completamente vacío. Me acerqué y me apoyé en la mesa, tras el biombo, para esperar sin ser visto.
Unos quince minutos después de haberla dejado (y casi cuando ya había renunciado a la espera), la rendija de la puerta se ensanchó y el rayo de luz atravesó el suelo de la sala. Observé la silueta de su cuerpo a través del biombo, recortada contra la luz del pasillo. Sabía que, en la oscuridad, era invisible para ella, y aproveché la oportunidad para observarla mientras examinaba la estancia. Podía imaginar el pulso en su garganta, desbocado de nervios y excitación. Salí de detrás del biombo y dejé que me viera como una figura recortada contra las luces de la ciudad.
Atravesó el salón y me miró a los ojos mientras reducía la distancia que nos separaba. Resultaba difícil leer su expresión en la oscuridad, así que esperé a que hablara, a que me mandara al infierno o a que me pidiera que la follara de nuevo. Pero no dijo nada. Se detuvo a escasos centímetros de mí y vaciló un mínimo instante antes de agarrarme de la chaqueta y acercarme a ella.
Sus labios eran cálidos e insistentes, y sabía a champán. La imaginé apurando una copa con la esperanza de reunir el valor suficiente para subir y hacer justo eso. Esa idea me hizo gemir, y cerré los ojos cuando ella abrió la boca, echó la cabeza hacia atrás y empezó a jugar con la lengua. Le cubrí un pecho con una mano y, con la otra, le sujeté la cadera con fuerza.
—Quítate esto —me dijo mientras palpaba la pajarita y tironeaba de los botones.
Retrocedí con ella y le bajé la cremallera del vestido antes de observar cómo resbalaba por su cuerpo para formar un montoncito a sus pies. Estaba completamente desnuda bajo la ropa.
—¿Has estado así todo el tiempo? —pregunté antes de meterme uno de sus pezones en la boca y alzar la vista para mirarla.
Asintió con la boca entreabierta y enterró los dedos en mi cabello, susurrando palabras como «más», «con los dientes» y «por favor». La tumbé en la mesa y tiré de sus rodillas para acercarle la cadera al borde.
Deslicé los dedos hacia abajo por sus costillas y sobre su abdomen. La miré a los ojos y enarqué una ceja mientras recorría con las manos los tacones de sus zapatos.
—Creo que estos no te los voy a quitar —dije mientras contemplaba su cuerpo desnudo. Era perfecta: piel cremosa, tetas espectaculares y pezones duros y rosados.
Me incliné sobre ella y paseé la lengua desde su cuello hasta los pechos mientras apretaba con el pulgar una pequeña marca de succión que, según parecía, le había dejado el sábado.
—Apuesto lo que sea a que miras esto todos los días —dije al tiempo que admiraba mi obra y la apretaba un poco más.
—Demasiada charla —dijo Sara, que me abrió la camisa—. Demasiada ropa.
Le rocé el pezón con los dientes, lo succioné y luego soplé la punta endurecida.
—Tócame —le pedí mientras llevaba su mano hasta mi polla.
Cuando me apretó, apoyé la cabeza sobre su hombro.
Le temblaban las manos mientras me desabrochaba los pantalones, pero los bajó a toda prisa y los dejó a la altura de la cadera. Luego se echó sobre la mesa y se estiró. Las sombras resaltaban el hueco de su clavícula, la curva de sus pechos.
—Max —susurró, mirándome con los ojos entrecerrados.
—¿Sí? —Estaba concentrado en su cuello, en sus pechos, en la mano que se cerraba sobre mi polla.
—¿Tienes una cámara?
¿Cómo lo hacía? ¿Cómo era posible que alguien tan contenido y refinado se dejara llevar de una manera tan absoluta? Busqué en el bolsillo de mi chaqueta, que aún colgaba abierta de mis hombros, y saqué el teléfono para enseñárselo.
—¿Esto te sirve?
—¿Te importaría hacernos fotos?
Parpadeé una vez, y luego otra, más fuerte. ¿Bromeaba?
—Joder. Claro que no.
—Nada de caras.
—Por supuesto.
Se hizo un instante de silencio mientras ambos considerábamos lo que podía hacer con el aparato que tenía en la mano. Sara quería fotos de lo que hacíamos. Me entusiasmó saber que a ella le ponían estas cosas tanto como a mí. Lo sabía por el pulso alocado que latía en su cuello, por la pasión febril de sus ojos.
—Nadie más las verá —dijo.
Sonreí.
—No me hace ninguna gracia la idea de compartirte. Por supuesto que no las verá nadie más.
Se echó hacia atrás y yo levanté el teléfono para fotografiarla. La primera foto fue del hombro. La segunda, de su mano sobre el pecho, con el pezón atrapado entre los dedos. Un suave gemido escapó de sus labios cuando deslicé la mano por su muslo hasta la entrepierna.
Se oyeron voces en el pasillo, y eso nos sacó de nuestro rincón oscuro, nos hizo recordar dónde estábamos y que debíamos volver abajo. Me puse un condón y estiré el brazo para meterle el pulgar en la boca.
Ella respondió sin palabras y me rodeó las caderas con las piernas en un intento por acercarme más. Observé cómo me hundía en su interior justo cuando la puerta del salón de baile empezó a abrirse.
Al igual que antes, la luz del pasillo se derramó en la estancia, se filtró a través del biombo y dibujó un trazo de luz en el torso de Sara. Ella contuvo el aliento, pero no me detuve; en lugar de eso, le alcé la barbilla y le hice un gesto para indicarle que guardara silencio antes de volver a hundirme en ella. El calor se extendió desde la erección hasta la columna cuando la sentí tensa a mi alrededor.
Sara cerró los ojos con fuerza y me agarré a su cadera para equilibrarme y acercarla más antes de empezar a embestirla. La luz de la ciudad me permitió tomar una foto oscura y sensual de mi mano sobre su piel. En ese instante, unos pasos atravesaron la estancia en dirección a la ventana, y Sara tensó las piernas alrededor de mis caderas para evitar que me apartara.
Tenía los pezones duros, los labios separados a causa de la excitación.
«No te preocupes», pensé con una sonrisa. «No pienso parar».
Me movía con suavidad, y le cubrí un pecho antes de pellizcarle el pezón.
—Están justo ahí al lado—susurré. Me agaché para besarle el cuello y disfrutar del ritmo salvaje de su pulso bajo mis labios—. Si quisieran, podrían vernos.
Al ver que ella contenía el aliento, volví a pellizcarle el pezón, pero esta vez más fuerte.
—No voy a retirarme. Lo único que deseo es empujar más, y más y más.
—Más fuerte —suplicó en un susurro.
—¿Quieres que te pellizque el pezón más fuerte o que te folle más fuerte?
—Las dos cosas.
Solté un juramento contra su cuello.
—Eres una viciosa, ¿lo sabías?
Sara abrió la boca en un jadeo silencioso mientras la embestía, y deseé poder hundirme aún más en ella. Noté que su abdomen se tensaba contra el mío, que rotaba las caderas con más insistencia. Joder, estaba caliente y húmeda, y como no llegara pronto al clímax, me correría antes que ella. Por suerte, me clavó las uñas en el hombro con un chillido y tensó el cuerpo mientras alcanzaba el orgasmo. Me sentí mareado, eufórico, como si algo dentro de mí estuviera a punto de explotar.
Volví a oír los pasos, que se detuvieron al otro lado del biombo justo en el momento en que sentí la llegada de un orgasmo increíble, lo bastante intenso para hacerme ver las estrellas. Todo se volvió oscuro mientras empujaba una última vez con la cabeza enterrada en su cuello, y me dejé llevar por las sensaciones mientras me corría dentro de ella.
Y luego no hubo más que silencio, un silencio en el que nosotros nos esforzamos por contener los jadeos y nadie se atrevía a moverse.
Fui vagamente consciente del sonido de una respiración al otro lado del biombo, de que había alguien inmóvil, a la espera. Escuchando. Volví la cabeza y vi que Sara tenía los ojos abiertos como platos y los dientes clavados en el labio inferior. El momento pasó y volvieron a oírse los pasos. La luz barrió nuestros cuerpos sudorosos mientras la puerta se cerraba.