El lunes amaneció con otra tormenta veraniega y el cielo estaba tan verdoso que daba la impresión de que el océano había llenado el aire. Corrí bajo el paraguas hacia la estación del metro y cogí por los pelos el tren de las 7.32.
Por una vez había un sitio libre, así que me senté, plegué el paraguas y cerré los ojos para pensar en todo lo que tenía que hacer ese día. Algunos informes de cotizaciones, un montón de reuniones antes de comer, y luego una asamblea con mi plantilla.
Cuando levanté la vista y eché un vistazo al periódico de la mujer que estaba a mi lado, todos esos planes se vinieron abajo.
Mirándome desde el centro de la Página Seis había una foto de Max junto al titular: «Las muchas amantes de Mad Max».
—¿¡Qué!? —grité sin querer al tiempo que me inclinaba hacia el periódico sin preocuparme por ocupar el espacio personal de la chica que lo leía—. ¿Te importa que le eche un vistazo? —me obligué a preguntar, y ella me pasó el periódico como si pensara que estaba chiflada.
Leí el artículo a toda prisa.
Max Stella adora el arte y las mujeres hermosas, así que a ninguno de nosotros nos ha extrañado descubrir que su pasión secreta (ya no tan secreta) es combinar ambos pasatiempos: fotografiarse con su romance de turno. Hace tan solo una semana fue visto con una rubia despampanante en un bar, pero nos han llegado nuevas fotografías de Max devorando a una morena igualmente deliciosa. Si bien la mayoría de las instantáneas son, digámoslo así, demasiado subidas de tono para ponerlas aquí, hay una foto del rostro que identifica sin duda al capitalista de riesgo «en plena faena» con la joven promesa española María de la Cruz hace tan solo unos días, como señala la fecha impresa en la foto.
Vamos, Max. ¿Te importaría enviarnos un vídeo sexual para rematar la faena?
Cuando terminé de leer el artículo por décima vez, el tren se detuvo y me levanté a toda velocidad. Salí a trancas y barrancas del vagón y caminé mareada hasta la calle.
Después de recorrer las últimas doce manzanas hasta nuestro edificio, no me sorprendió ni lo más mínimo encontrarme a Chloe de pie en mi despacho, esperándome.
Levanté el periódico con manos temblorosas.
—Necesito que me expliques lo que estoy viendo aquí. ¿Es solo un rumor? ¿Quién es esta mujer?
Mi amiga se acercó y me entregó su teléfono. Tenía el navegador abierto en la página de Celebritini, que al parecer había sido la que había lanzado la noticia. En la parte superior de la página había una foto que yo había visto semanas atrás, cuando estuve en la azotea con Max. Era una foto de mi cadera, con su mano extendida sobre mi piel.
Al lado de la foto de mi cuerpo desnudo había otra del rostro de una mujer. Tenía el pelo oscuro, pero era imposible saber su color de ojos porque tenía la cabeza echada hacia atrás y los párpados cerrados. En la parte inferior de la foto se atisbaba el cabello del hombre que tenía la cara contra su cuello.
Era obvio que la mujer estaba en pleno orgasmo.
—Esta foto estaba en su teléfono. —Ojeé el artículo que contaba con cuántas mujeres se había hecho fotos Max—. Al parecer había un montón de fotografías de otras mujeres.
Chloe cogió las tijeras que había en mi escritorio.
—Volveré luego; según parece, tengo un apéndice que cortar.
—Está fuera de la ciudad.
Mi amiga se detuvo y respiró hondo.
—Bueno, al menos eso me salvará de prisión.
—¿Qué ha dicho Bennett?
Chloe se sentó en el sofá.
—Dice que deberíamos intentar ser cautas. Que no conocemos toda la historia. Que hay un montón de mierda en la prensa. Me recordó que yo creía que él se acostaba con todas las de la oficina antes de que empezáramos a salir.
Señalé la foto de la «joven actriz española».
—Aquí dice que esta es la foto más reciente y que hay muchas otras. Y la otra, en la que salgo yo, fue tomada a principios de verano. Así que lleva con ella desde entonces.
Ella no dijo nada. Miré fijamente la pared mientras consideraba la posibilidad de atravesarla con el puño, y estuve a punto de echarme a reír al imaginármelo. Max podría atravesar una pared con el puño. Yo ni siquiera dejaría una marca, y lo más probable era que acabara con la mano rota.
—Estoy harta de sentirme como una idiota.
—Pues no lo hagas. Dale una buena patada en el culo.
—Esta es justo la razón por la que no quería liarme con nadie. Porque creo lo mejor de las personas, y me quedo destrozada cuando me equivoco.
Chloe siguió callada, mirándome desde el otro lado de la habitación. Max ni siquiera tenía teléfono o portátil. No podía llamarlo para averiguar algo.
Y no sabía si quería hacerlo. Cogí el teléfono y lo desconecté.
—¿Qué tenemos en la agenda para hoy? —Apreté la barra espaciadora del teclado para reanimar la pantalla y eché un vistazo a mis citas. Miré a mi amiga.
Chloe estiró el brazo y apagó el monitor.
—Nada apremiante. ¡George! Cancélalo todo y coge tus cosas. Vamos a emborracharnos.
A mediodía estaba como una cuba, emocionada por el hecho de que el bar asqueroso que encontramos en Queens tuviera una máquina de discos, e incluso más emocionada por el hecho de que el propietario adorara los grupos heavy de los ochenta tanto como yo. Era la música que mi madre adoraba en secreto, y poner Twisted Sister una y otra vez me hacía sentir como en casa.
—Era increíble en la cama —murmuré contra el vaso—. Bueno —me corregí al tiempo que alzaba una mano con torpeza—, lo fue la única noche que lo hicimos en una cama. En mi cama. Y en esa cama fue increíble. Creo que esa noche lo hicimos como siete mil veces.
—¿Solo lo habéis hecho en la cama una vez? —preguntó George, que estaba de pie junto a la mesa y se apoyaba en un taco de billar.
Chloe suspiró ruidosamente y pasó por alto la pregunta antes de meterse otros cuantos cacahuetes, de aspecto bastante sospechoso, en la boca.
—Detesto que sientas que tienes que renunciar a eso. No hay nada que fortalezca tanto una relación como el sexo increíble. Ah, y la sinceridad. Sí, eso también es importante. —Se rascó la mejilla antes de añadir—: Igual que divertirse juntos. Sí, el sexo, la sinceridad y la diversión son el secreto del éxito.
—Teníamos sexo y diversión.
Chloe parecía a punto de dormirse.
—El gran jefe también es la hostia en la cama —murmuró.
—Mi vida sin sexo también es fantástica —gimió George—. Gracias por preguntar. ¿De verdad las mujeres no hacen otra cosa que hablar de sexo?
—Sí —dijo Chloe.
—No —respondí yo al mismo tiempo, pero luego cambié de opinión y dije—: Puede.
—Supongo que no —señaló Chloe en ese mismo instante.
Nos echamos a reír, pero mi risa se desvaneció de inmediato cuando una figura alta entró en el bar. Me enderecé con el corazón desbocado. Tenía hombros amplios, el mismo pelo castaño claro…
Pero no era Max.
Sentí que mi pecho era demasiado pequeño para todo lo que había dentro.
—Ay —gemí mientras me frotaba la zona del pecho bajo el que palpitaba mi corazón—. La última vez que me sentí tan triste solo estaba cabreada, pero esto duele.
Chloe me pasó un brazo por encima del hombro.
—Los hombres son un asco.
Su teléfono sonó y ella respondió cuando apenas había sonado un timbre.
—Estoy en un bar. —Se quedó callada un momento, escuchando, y luego dijo—: Sí, nos estamos emborrachando… Ella está triste, y yo quiero castrarlo… Lo sé. Lo haré… Te prometo que no vomitaré en la alfombra nueva, tranquilo. Te veo luego. —Colgó y le hizo la peineta al teléfono—. Menudo jefe más capullo.
Y luego se dejó caer contra mí.
—Te mereces a un tío como Bennett.
George se agachó y nos observó mientras sacudía la cabeza.
—Estáis hechas un desastre. Mañana por la noche animaremos a Sara al estilo gay.
El jueves por la noche, George nos llevó a un bar gay lleno hasta la bandera y con la música muy alta. Era justo el tipo de sitio al que quería ir con él en épocas más felices, pero ese día solo me recordaba lo mal que me sentía. Y lo cierto era que no me apetecía salir de fiesta. No quería estar rodeada de hombres. Quería encontrar una forma de hacer que el tiempo pasara rápido y llegar al futuro en el que Max ya no me importara.
Lo que más me asustaba era que no había tardado casi nada en dejar de «amar» a Andy; había conocido a Max menos de una semana después de dejarlo. Sospechaba que me costaría mucho más superarlo esta vez.
Al final volví a encender el teléfono el jueves por la mañana y descubrí diecisiete llamadas perdidas de Max, pero no me había dejado ni un solo mensaje de voz. Me había enviado unos veinte mensajes de texto el lunes y el jueves, y esos sí los leí:
Llámame.
Sara, he visto el Post. Llámame.
Y más variantes de lo mismo: llama, envíame un mensaje, dime cómo lo estás llevando. Y, justo cuando iba a llamarlo, leí el último, que encerró mi corazón en una jaula protectora.
Sara, sé que pinta muy mal, pero no es lo que piensas.
Vaya, perfecto. ¿Cuántas veces había oído lo mismo en mi antigua vida? A decir verdad, cuando uno se ve obligado a decir algo así es que casi con seguridad se trata de lo que todo el mundo piensa. Había tardado una eternidad en aprender esa lección y no pensaba olvidarla fácilmente.
Volví a desconectar el teléfono, esta vez decidida a olvidarme de él.
Sabía que Max había regresado el viernes, pero todavía no me había llamado. Tampoco se pasó por el trabajo, y cuando volví a encender el teléfono unos días después de revisar los mensajes de texto, me di cuenta de que también había dejado de llamarme.
¿Qué era peor? ¿El cliché de que no era lo que pensaba o su silencio?
¿Había sido justa con él? Odiaba ese espacio intermedio en el que la furia chocaba con la incertidumbre. Había vivido en ese espacio durante mucho tiempo con Andy, con la sensación de que ocurría algo que yo no sabía, pero nunca segura del todo. Me había visto atrapada en una horrible batalla entre la culpabilidad y la seguridad de que me estaba engañando.
Esta vez mi angustia era mucho peor. Porque esta vez había creído de verdad que Max era un hombre al que merecía la pena conocer. Me di cuenta de que no sabía si alguna vez había pensado lo mismo de Andy. Quizá solo había querido convertirlo en un hombre digno de conocer.
¿Qué había pasado con la otra mujer? ¿Solo era alguien con la que se había liado una vez antes de que empezáramos en serio? ¿De verdad podía echárselo en cara aunque hubiéramos acordado ser monógamos? Pero ¿cuándo había hecho esas fotos? ¿De verdad solo habían pasado unos pocos días desde que pasó la noche en mi casa?
—Sara-Oso. Casi puedo oír cómo se mueven los engranajes de tu cerebro ahí dentro —dijo George desde su escritorio—. Es un ruido chirriante y cada vez más histérico. Cálmate. He dejado una petaca en el cajón de tu escritorio. Es rosa y brillante, pero no te enamores de ella, porque es mía.
Abrí el cajón.
—¿Qué tiene?
—Whisky escocés.
Gemí y cerré el cajón con fuerza.
—Ni hablar. Es el favorito de Max Stella.
—Lo sé.
Fulminé la pared con la mirada con la esperanza de que George pudiera sentir el fuego de mis ojos en su nuca.
—Eres un imbécil.
—No lo has llamado, ¿verdad?
—No. ¿Debería? —Me apreté la mano contra la cara—. No me respondas. Ahora tiene un romance español. Por supuesto que no debería llamarlo.
Me levanté y cerré la puerta, pero no había hecho más que volver a sentarme cuando se oyeron tres golpes suaves al otro lado.
—Pasa si quieres, George —gruñí, derrotada—. Pero no pienso beberme ese escocés.
Fue Bennett quien entró y llenó el espacio con su presencia como solo Bennett Ryan podía hacerlo. Me enderecé en la silla y bajé la mirada hasta el escritorio para examinar automáticamente el nivel de desorden.
—Hola, Bennett. Bromeaba sobre lo del whisky. No bebo en el trabajo.
Sonrió.
—No te culparía si lo hicieras.
—Vale… —dije mientras me preguntaba qué hacía allí. Rara vez teníamos motivos para charlar cara a cara en el trabajo.
Me miró unos instantes antes de hablar.
—En Chicago, cuando toqué fondo, tú viniste a mi despacho y me gritaste.
—Ah.
«Ay, mierda».
—Me diste perspectiva, me hiciste ver que mis sentimientos por Chloe no sorprendían a nadie. Dejaste claro que todo el mundo sabía que era duro con ella porque la tenía en gran estima.
Sonreí al darme cuenta de que no iba a machacarme.
—Lo recuerdo. Los dos estabais hechos polvo.
—He venido a devolverte el favor. Conozco a Max desde hace mucho tiempo. —Se sentó en la silla que había frente a mi escritorio—. Siempre ha sido un poco mujeriego, pero creo que jamás se había enamorado… hasta que apareciste tú —añadió alzando las cejas.
Sabía que, sin importar desde cuándo nos conociéramos, Bennett siempre me intimidaría, en especial cuando movía así las cejas.
—Y no me ha contado lo que pasa, a pesar de que he roto mis normas y se lo he preguntado, pero me ha dicho que no sabe nada de ti. Y por lo que le he oído a Will, no le va bien. Si de verdad sientes algo fuerte por él, le debes la oportunidad de explicarse.
Solté un gemido.
—Eso pienso algunas veces, pero luego me acuerdo de que es un capullo.
—Mira, Sara. Andrew te trató de una manera intolerable. Todos nos dábamos cuenta y me arrepiento de no haber hablado contigo. Pero tienes la oportunidad de decidir cómo vas a madurar a partir de ese hecho. Si vas a pensar que todos los hombres son como él, no te mereces a Max. Max no es ese tipo.
Me miró durante un buen rato, y no supe qué responder. No obstante, se me encogía el corazón al pensar que no me merecía a Max, y eso me decía que Bennett tenía razón.
Necesitaba encontrar un vestido para la fiesta de recaudación de fondos.
Chloe y Bennett me recogieron en una limusina, y al subir, me tomé un momento para apreciar el aspecto de Bennett con esmoquin. Para ser sincera, estaba tan guapo que resultaba un poco injusto. A su lado, Chloe estaba resplandeciente con un vestido atado al cuello de brillante color perla. Puso los ojos en blanco al oír lo que Bennett le susurró al oído.
—Eres un cerdo —replicó.
Él se echó a reír por lo bajo y le besó el cuello.
—Y por eso me quieres.
Me encantaba verlos felices, y no era tan cínica como para pensar que no existía una persona así para mí. Al mirar mi vestido, me di cuenta de que había pasado más de una hora preparándome para aquello. Deseaba de verdad que esa persona para mí fuese Max.
Me volví para mirar por la ventanilla. Intenté no recordar la última vez que había estado en ese edificio ni lo segura que me había sentido con él en la ducha. Sin embargo, para mi horror y mi alivio, el guarda de seguridad me recordó cuando entramos y me sonrió.
—Buenas noches, señorita Dillon. —Nos acompañó hasta el ascensor y apretó el botón del ático antes de salir para dejarnos solos—. Disfruten de la noche.
Le di las gracias mientras se cerraban las puertas y me sentí a punto de desmayarme.
—Me preocupa seriamente la posibilidad de que me dé un infarto —murmuré—. ¿Me recordáis por qué estoy aquí?
—Respira —me susurró Chloe.
Bennett se inclinó hacia delante para mirarme a los ojos.
—Estás aquí para demostrarle lo hermosa que eres y que no te ha destrozado. Si eso es lo único que ocurre esta noche, habrá estado bien.
Estaba tan eufórica después de escuchar las palabras de Bennett que olvidé por completo que debía prepararme para ver el salón de Max. Cuando las puertas del ascensor se abrieron y vi aquel lugar, sentí una especie de planchazo en el pecho que me hizo retroceder unos cuantos pasos.
La sección que habían replicado en el club de Johnny era una porción minúscula de la estancia, una pequeña zona situada en un rincón apartado que, obviamente, estaba destinada a reuniones más pequeñas. Pero para mí destacaba como un faro en plena noche. A pesar de la amplitud de la sala y de la enorme extensión de suelo de mármol que me separaba de ese recuerdo, apenas pude apartar la mirada.
Había un par de hombres allí, mirando por la ventana y bebiendo una copa. Y aunque resultara extraño, me pareció una especie de invasión, como si estuvieran en el lado equivocado del cristal.
Sin perder un instante, Chloe enlazó su brazo con el mío y me hizo avanzar mientras un caballero alto y mayor nos conducía desde el vestíbulo a la zona principal.
—¿Estás bien? —preguntó mi amiga.
—No sé si esto ha sido una buena idea.
La oí inspirar con fuerza.
—Bueno, puede que tengas razón —dijo un segundo después.
Levanté la vista y seguí su mirada hasta el lugar por el que acababa de entrar Max, justo detrás de Will.
Llevaba un esmoquin similar al que había llevado en la gala unas semanas atrás. Sin embargo, esa noche llevaba un chaleco blanco bajo la chaqueta y sus ojos estaban vacíos. Sonreía al saludar a la gente, pero la sonrisa no llegaba hasta sus ojos.
Habría alrededor de un centenar de personas contemplando sus obras de arte, sirviéndose una copa de vino en la cocina o charlando en mitad de la estancia. Sin embargo, yo me quedé paralizada al lado de la pared.
¿Por qué me había vestido de rojo? Me sentía como una aspirante a sirena en medio de tanto color crema y negro. ¿Qué esperaba conseguir? ¿Quería que me viera?
Tanto si quería como si no, él no me vio. Al menos, no lo pareció. Max se paseó por la sala, charló con sus invitados y les agradeció su presencia. Intenté fingir que no controlaba cada uno de sus movimientos, pero fue en vano.
Lo echaba de menos.
No sabía qué sentía él, qué era auténtico y qué no lo era. No sabía qué habíamos compartido en realidad.
—Sara.
Me di la vuelta al oír la voz grave y singular de Will.
—Hola, Will. —Odiaba verlo tan serio. Pocas veces había visto a Max o a Will sin una sonrisa en la cara. Aquella situación parecía anormal.
—¿Sabe él que estás aquí? —murmuró después de estudiarme durante un instante.
Miré al otro lado de la habitación, donde Max hablaba con una mujer mayor.
—No lo sé.
—¿Debería decírselo?
Negué con la cabeza y él suspiró.
—Se ha convertido en un cabrón inservible. Me alegro mucho de que hayas venido.
—Pues yo todavía no lo tengo muy claro —admití con una pequeña risotada.
—Lo siento mucho, de verdad —replicó él en voz baja.
Lo miré a los ojos.
—No debes disculparte por las indiscreciones de Max.
Frunció el ceño e hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—¿No te lo ha dicho?
Mi corazón dio un vuelco y comenzó a latir como loco.
—¿Decirme qué?
Sin embargo, Will dio un paso atrás. Al parecer, se lo había pensado mejor y no iba añadir nada más.
—Vaya, veo que todavía no has hablado con él.
Negué con la cabeza y él echó un vistazo por encima de mi hombro hacia donde estaba Max.
—No te marches sin hacerlo, ¿vale?
Asentí y volví a mirar a Max, que ahora se encontraba con una preciosa morena. La mujer le había puesto la mano en el brazo y reía por algo que él había dicho. Reía demasiado, a mi parecer.
Cuando me di la vuelta, Will se había ido.
De repente necesitaba aire, así que me volví y caminé hacia el pasillo más cercano. Allí no había carritos con bandejas de comida ni charlas de invitados. Tan solo un amplio pasillo lleno de puertas cerradas. Entre cada una de ellas había hermosas fotografías de árboles y nieve, labios, manos y columnas.
¿Adónde iba? ¿Podría descubrir más cosas sobre Max allí? ¿Me tropezaría con una habitación llena de cosas femeninas? ¿La razón por la que nunca le había molestado que nunca fuéramos a su apartamento era que eso le permitía disponer de un espacio privado donde encontrarse con otras?
¿Por qué estaba yo allí?
Oí pasos y me escondí a toda prisa en una habitación al fondo del pasillo.
Dentro, lejos de la multitud, había tanto silencio que podía oír el pulso que atronaba mis oídos.
Y luego miré a mi alrededor.
Me encontraba en un dormitorio gigantesco, con una cama enorme en el centro. Sobre la mesilla, en la que se encontraba la única lámpara encendida de la estancia, había una foto mía enmarcada.
En ella aparecía mirando a la cámara, con los dedos en el botón de la blusa y los labios entreabiertos. Parecía sorprendida y aliviada a un tiempo.
Recordé ese momento exacto. Acababa de decirme que me amaba.
Me di la vuelta rápidamente y contemplé la pared que había a mi espalda. Más fotos: mi espalda mientras estiraba los brazos hacia atrás para quitarme el sujetador. Mi cara mientras bajaba la vista para bajar la cremallera de la falda. Mi cara mirándolo bajo el sol de la mañana.
Corrí hacia el fondo de la estancia con el deseo de escapar, ya que no podía soportar la sensación de haberlo fastidiado todo. La sensación de que había muchas cosas que no entendía. Sin embargo, al otro lado de la puerta había un descomunal vestidor y, si era posible, era aún peor.
La estancia destilaba intimidad. Allí habría al menos treinta fotos nuestras, todas en blanco y negro y de diferentes tamaños, habilidosamente escalonadas y superpuestas sobre la sencilla pintura crema de la pared.
Algunas eran decentes y muy hermosas. Una foto que yo había hecho de sus labios apretados contra la parte superior de mi pie. En otra aparecía su pulgar sobre una pequeña zona expuesta de mi abdomen mientras me levantaba la blusa.
Otras eran eróticas, aunque contenidas. Sugerían un momento en el que estábamos perdidos el uno en el otro, pero no mostraban cómo. Mis dientes mordiendo el lóbulo de su oreja; solo la boca y la mandíbula eran visibles sobre su piel, pero estaba claro que yo jadeaba, muy cerca del clímax. Mis uñas clavadas en sus hombros y mis muslos alzados hacia los lados.
Había unas cuantas bastante obscenas. Mi mano alrededor de su erección. Una foto borrosa en la que aparecía penetrándome por detrás en el almacén.
Sin embargo, la que me dejó paralizada fue la que había tomado desde un lado la noche que pasamos en mi apartamento. Ni siquiera me había dado cuenta de que Max le había puesto el temporizador a la cámara, pero estaba hecha en un ángulo extraño, con la cámara situada en mi mesilla. En la fotografía, Max estaba encima de mí, con las caderas flexionadas mientras me penetraba. Una de mis piernas le rodeaba el muslo. Se sostenía sobre mí apoyado en los antebrazos, y se inclinaba para besarme. Nuestros ojos estaban cerca, y nuestros rostros no mostraban ningún tipo de tensión.
Éramos nosotros, haciendo el amor, atrapados en una imagen perfecta.
Y, al lado, había una foto de sus labios sobre mi pecho, de sus ojos mirándome con absoluta adoración.
—Ay, Dios —susurré.
—Se supone que nadie puede entrar aquí.
Di un respingo y me llevé la mano al pecho al oír su voz.
—¿Ni siquiera yo? —pregunté cerrando los ojos.
—Especialmente tú.
Me di la vuelta para mirarlo, pero fue un error. Debería haber respirado hondo, haberme preparado de algún modo para tenerlo tan cerca: acicalado, compuesto, increíblemente apuesto.
Pero también estaba roto. Había sombras oscuras bajo sus ojos, que no sonreían. Sus labios estaban tensos y pálidos.
—Lo estaba pasando mal ahí fuera —admití—. La sala, el sofá…
Me miró con dureza.
—A mí me pasó lo mismo cuando volví a casa desde San Fran cisco, ¿sabes? Me entraron ganas de comprar muebles nuevos.
Después de ese comentario, nos ahogamos en el silencio hasta que él apartó la mirada por fin. Yo no sabía por dónde empezar. Tuve que recordarme que guardaba en su teléfono fotos de otras mujeres, y más recientes que las mías. Pero allí, en esa habitación, parecía más herido que yo.
—No entiendo lo que está ocurriendo —admití.
—No necesito que me restrieguen mi humillación por la cara —dijo al tiempo que señalaba las fotos de la pared—. Créeme, Sara, ya me siento bastante patético sin que tú vengas aquí sin permiso. —Echó un vistazo a una foto en la que aparecían mis labios sobre su cadera—. Hice un trato conmigo mismo. Las dejaría aquí durante dos semanas y luego las quitaría.
—Max…
—Me dijiste que me amabas. —La calma exterior se resquebrajó un poco; nunca lo había visto tan furioso.
No sabía qué decir. Él había hablado en pasado, pero nada me parecía tan presente como los sentimientos que albergaba por él, sobre todo en aquella habitación, rodeada por las evidencias de aquello en lo que nos habíamos convertido esa noche.
—Tenías fotos de otras muje…
—Pero si me amaras como yo te amo —me interrumpió—, me habrías dado la oportunidad de explicarte lo que viste en el Post.
—Cuando es necesaria una explicación, por lo general suele ser demasiado tarde.
—Eso ya lo has dejado muy claro. Pero ¿por qué diste por sentado que había hecho algo malo? ¿Alguna vez te he mentido o te he ocultado algo? Confié en ti. Tú has asumido que nunca me han hecho daño y que no me cuesta confiar en la gente. Estás demasiado ocupada protegiendo tu corazón para darte cuenta de que quizá no sea el capullo que la gente cree que soy.
Cualquier posible respuesta se desvaneció cuando dijo eso. Tenía razón. Cuando me contó lo de Cecily y su vida romántica posterior, había dado por hecho que era fácil para él, que no tenía experiencia con el lado más amargo del amor.
—Podrías haber dejado que te lo explicara —dijo.
—Aquí estoy. Explícamelo ahora.
Frunció aún más el ceño, pero asintió y apartó la mirada.
—Quienquiera que robara la bandolera, vendió las fotos. Las buenas personas de Celebritini descubrieron ciento noventa y ocho fotos tuyas en mi bolsa. En la tarjeta SD, en el teléfono y en una memoria USB. Si hubieran conseguido descifrar la contraseña del portátil, habrían encontrado otras doscientas. Aun así, decidieron publicar una foto de tu cadera y la fotografía de una mujer a la que nunca había visto antes.
Noté que mi frente se llenaba de arrugas de confusión. Mi corazón martilleaba contra las costillas.
—¿Quieres decir que la pusieron allí? ¿Que no era tuya?
—Estaba en mi teléfono —dijo, y volvió a mirarme—. Pero no sé quién es. Era una foto que Will me había enviado en un mensaje esa misma mañana, justo antes de que me robaran la bolsa. Era una mujer con la que salió unas cuantas veces hace un par de años.
Negué con la cabeza. No entendía nada.
—¿Por qué te la envió?
—Le hablé sobre las fotos que te había hecho, le dije que todo esto era nuevo para mí. Y, como es habitual entre nosotros, Will se jactó de que él sí lo había hecho antes. Sacar fotos a sus amantes, fotos jugosas. No era más que un juego, algo así como «cuando tú vas, yo vuelvo». Se burlaba de mí. Sabía que yo era sincero y que te amaba. —Dio un paso atrás para apoyar la espalda en la pared—. Pero llevábamos bromeando sobre el tema desde el día antes del viaje. Me preguntó si tenía el teléfono lleno de porno de Sara. Me envió esa foto porque es un idiota y quería reírse. El momento fue de lo más inoportuno, sin duda.
—El artículo decía que tenías fotos de un montón de mujeres.
—Es mentira.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no me dejaste un mensaje de voz o me enviaste uno de texto contándome la verdad?
—Bueno, en primer lugar porque creí que siendo adultos hablaríamos cara a cara. Todo lo que hemos hecho hasta ahora requiere mucha confianza, Sara. Creí que me merecía el beneficio de la duda. Pero también —se pasó la mano por el pelo y juró por lo bajo—, porque eso habría sido admitir que le conté a Will que me habías dejado fotografiarte. Habría sido admitir que había traicionado nuestro secreto. Habría tenido que revelar que él me había enviado una foto privada de una mujer que confiaba en él. He puesto a mis abogados a trabajar en la contención del posible escándalo, pero la verdad es que eso nos ha hecho quedar como imbéciles.
—No tanto como el hecho de que la foto de esa mujer apareciera en el periódico.
—¿No entiendes que esa es precisamente la historia que deseaban? ¿La historia de mis muchas mujeres? Encontraron cientos de fotos nuestras, pero solo publican una. Resulta que solo hay una imagen de otra mujer y, bum, es su primer cotilleo. Te dije que no estaba con nadie más; ¿por qué no te bastó con eso?
—Porque estoy acostumbrada a que los hombres digan una cosa y hagan otra.
—Pero tú esperabas que yo fuera mejor que eso —dijo mientras buscaba mis ojos—. De lo contrario, ¿por qué admitir que me amabas? ¿Por qué darme una noche como esa?
—Supongo que cuando salieron las fotos… no creí que esa noche hubiera significado tanto para ti.
—Menuda gilipollez. Tú también estabas allí. Acabas de ver las fotos. Sabes muy bien lo mucho que significó para mí.
Estiré el brazo hacia él, pero lo pensé mejor. Parecía muy cabreado, y la frustración que sentía conmigo misma, con él y con toda la situación explotó sin más. Todavía recordaba la puñalada en el pecho que sentí al ver la foto de la otra mujer.
—¿Y qué se suponía que debía pensar? Me pareció razonable que hubieras jugado conmigo. Todo lo ocurrido entre nosotros pareció siempre muy fácil para ti.
—Y era fácil. Enamorarme locamente de ti fue muy fácil. ¿No debía ser así? El mero hecho de que no me hayan roto el corazón en los últimos años no significa que sea imposible. Joder, Sara. Llevo hecho polvo las dos últimas semanas. Machacado.
Me apreté el estómago con una mano. Me daba la sensación de que necesitaba sujetarme físicamente.
—Yo también.
Suspiró, bajó la vista hasta sus zapatos y no dijo nada más. En mi pecho, el corazón se retorcía con fuerza.
—Quiero estar contigo —dije.
Max asintió, pero no levantó la cabeza y siguió callado.
Me acerqué y me estiré para darle un beso en la mejilla, pero solo conseguí llegar hasta su mandíbula, porque él no se agachó.
—Max, te echo de menos —le dije—. Sé que saqué conclusiones apresuradas. Yo solo… creí que… —Me callé. Me dolía que siguiera inmóvil.
Salí del vestidor sin mirar atrás, atravesé el dormitorio y regresé a la fiesta.
—Quiero irme a casa —le dije a Chloe cuando conseguí apartarla discretamente (o casi) de la conversación que mantenía con Bennett y con Will.
Los dos hombres nos miraron de esa manera obvia típica de los hombres que no tienen por qué molestarse en ocultar lo que hacen. Estábamos en la sección apartada del salón que era casi idéntica a la sala del club y los recuerdos me provocaban dolorosos aguijonazos en el pecho. Quería quitarme ese vestido, lavarme la cara y acurrucarme en una bañera llena de masa para galletas.
—¿Nos concedes veinte minutos? —preguntó mirándome a los ojos—. ¿O necesitas salir ya mismo?
Solté un gemido y eché una ojeada a la estancia. Max aún no había salido de su dormitorio y no quería estar allí cuando lo hiciera. Sobre todo, no quería estar donde estaba en ese momento, ni recordar lo adorable que había sido en el club de Johnny y cada instante posterior. Estaba avergonzada, y confusa… y, sobre todo, locamente enamorada de él. El recuerdo del hermoso montaje que había hecho con nuestras fotografías era un eco vívido en mi mente.
—Acabo de tener la conversación más incómoda del mundo con Max. Me siento estúpida y él se muestra de lo más obstinado, pero con toda la razón, porque soy una idiota y solo quiero marcharme. Pillaré un taxi.
Will me puso la mano en el brazo.
—No te vayas todavía.
No pude evitar fulminarlo con la mirada.
—Eres un cerdo, Will. No puedo creer que hicieras eso. Yo mataría a Max si te enviara una foto mía.
Asintió, contrito.
—Lo sé.
Miré por encima de su hombro, hacia el pasillo que conducía a la habitación de Max. Había salido sin que lo viera y estaba allí de pie, con la espalda apoyada en la pared, tomándose un whisky. Me miraba fijamente. Tenía la misma expresión intensa que la noche que nos conocimos, mientras observaba cómo bailaba para él.
—Lo siento —le dije en silencio, articulando las palabras con los labios. Se me llenaron los ojos de lágrimas—. Lo he fastidiado todo.
Will me decía algo, pero no tenía ni idea de qué. Estaba demasiado concentrada en la forma en que Max se lamía los labios. Y, un segundo después, apareció en sus ojos la acostumbrada sonrisa.
—Estás preciosa —me dijo en silencio.
Will me hizo una pregunta. ¿Qué acababa de decir?
—Sí… —dije al tiempo que asentía.
Pero él se echó a reír y sacudió la cabeza.
—No era una pregunta de sí o no, mi adorable Sara.
—Yo… —Intenté concentrarme, pero detrás de él, Max había dejado la bebida en una mesa y había empezado a acercarse. Tiré del vestido, me enderecé y traté de componer una expresión impasible—. ¿Te importaría repetirme la pregunta?
—Max viene hacia aquí, ¿verdad? —preguntó Will, que me miraba con abierta diversión.
Asentí de nuevo.
—Ajá.
No me había dado cuenta de lo cerca que estaba de la pared hasta que la noté contra la espalda y sentí la boca cálida de Max sobre la mía, susurrando mi nombre una y otra vez. Quería decir algo, quería tomarle el pelo por besarme así en medio de su fiesta, pero estaba tan abrumada por la intensidad de mi propio alivio que me limité a cerrar los ojos, a abrir la boca y a dejar que su lengua se deslizara sobre la mía.
Arrastró los dientes por mi mandíbula y me chupó el cuello. Por encima de su hombro, vi que toda la gente de la habitación había dejado de hablar y nos miraba con los ojos como platos. Unos cuantos chismorreaban, discutiendo lo que veían.
—Max —murmuré al tiempo que le tiraba del pelo para volver a acercar su cabeza a la mía. No podía dejar de sonreír. Me daba la impresión de que se me iba a partir el cráneo en dos. Él miró mis labios con los ojos entrecerrados, como si estuviera ebrio de mí—. Tenemos un montón de público.
—¿No es eso lo que te gusta? —Se inclinó hacia delante y me besó una vez más.
—Prefiero un poco más de anonimato.
—Una lástima. Creí que habíamos acordado que esta sería nuestra fiesta de presentación en sociedad.
Me aparté y lo miré a los ojos, que se habían vuelto más serios.
—Lo siento muchísimo.
—Creo que es obvio que yo también quiero estar contigo. Solo… necesitaba un momento para recuperarme —dijo en voz baja.
Asentí con la cabeza.
—Muy comprensible.
Max sonrió y me dio un beso en la nariz.
—Al menos ya nos hemos quitado eso de encima. Pero creo que me he ganado el derecho a un juicio justo. Se acabaron las desconfianzas, Sara.
—Te lo prometo.
Una vez que se recobró, enlazó su brazo con el mío y se volvió hacia sus desconcertados invitados antes de empezar a hablar.
—Pido disculpas a todos los presentes por la interrupción. Hacía un par de semanas que no veía a mi novia.
La gente asintió y nos sonrió como si fuéramos lo más encantador que habían visto en su vida. Ese tipo de atención me resultaba familiar, ya que la había recibido durante años. Sin embargo, esa vez era real. Lo que tenía con Max no estaba basado en las encuestas de opinión ni en la percepción pública. Por primera vez en mi vida, lo que ocurría a puerta cerrada era diez veces mejor que lo que los demás veían desde fuera.
Y Max era mío.
Max todavía se estaba despidiendo del último de sus invitados cuando me colé en su dormitorio para volver a mirar las fotos. Mostraban tan bien lo que sentíamos que casi me sentí desnuda.
Lo oí entrar detrás de mí y cerrar con cuidado la puerta.
—¿Cómo lo soportas?
—¿Soportar el qué? —Se situó detrás de mí y se inclinó para besarme la nuca.
—Ver estas fotos cada día. —Señalé la pared—. Si hubieran estado en mi pared mientras estábamos separados, me habría sentido tan mal que me habría acurrucado en posición fetal y habría subsistido solo a base de cereales Cap’n Crunch y de autocompasión.
Él se echó a reír y me volvió hacia él para que lo mirara.
—Todavía no estaba preparado para olvidarte. Me sentía fatal, pero me habría sentido aún peor si hubiera admitido que lo nuestro se había acabado.
Y eso era lo que me daba siempre, un recordatorio de que el vaso no estaba medio lleno, sino a rebosar.
—Muchas veces acabarás agotado —dije—, de tener que ser siempre optimista por los dos.
—Aaahhh, pero al final conseguiré alejarte del lado oscuro. —Extendió el brazo por detrás de mí, me bajó la cremallera del vestido y lo deslizó por mis hombros. La prenda formó un montoncito a mis pies y salí de él sintiendo el placer de sus ojos sobre mi piel.
Cuando lo miré, estaba tan serio que se me encogió el estómago.
—¿Qué pasa?
—Podrías romperme el corazón. Lo sabes, ¿verdad?
Asentí y tragué saliva para deshacer el enorme nudo de mi garganta.
—Lo sé.
—Cuando digo «te amo» no quiero decir que amo lo que estar contigo significa para mi carrera, ni que amo lo dispuesta que estás siempre a un revolcón. Quiero decir que te amo a ti. Amo hacerte reír, ver cómo reaccionas ante las cosas y llegar a conocer pequeños detalles sobre ti. Amo quién soy cuando estoy contigo, y confío en que no me harás daño.
Quizá fuera porque era muy alto, muy grande, con una sonrisa constante y casi imposible de ofender, pero Max parecía formidable, como si nada pudiera romperlo. Sin embargo, solo era humano.
—Lo entiendo —susurré. Me resultaba muy extraño estar al otro lado del enredo y ser la persona a quien le daban otra oportunidad.
Me besó y luego se apartó para quitarse la chaqueta, que colgó en un perchero que había en el rincón. Vi la cámara en un estante situado en el rincón opuesto de la estancia y me acerqué para cogerla. La miré fijamente, apreté el botón de encendido, la levanté y ajusté el objetivo.
Apunté hacia el lugar donde estaba Max, que me miraba mientras se desataba la pajarita.
—Yo también te amo —dije al tiempo que aumentaba el zoom para sacar su cara de cerca. Apreté el disparador en una rápida sucesión mientras él me miraba con expresión hambrienta—. Desvístete.
Retiró la pajarita del cuello de la camisa y la arrojó al suelo. Sus ojos se oscurecieron cuando empezó a desabotonarse la camisa.
Clic.
—Una advertencia —murmuré tras la cámara mientras se abría la camisa—. Es muy posible que esta noche necesite lamer cada centímetro de tu pecho.
Una sonrisa curvó sus labios.
Clic.
—Me parece bien. Puede que insista en que pases la lengua un poco más abajo también.
Hice una foto de sus manos sobre el cinturón, de sus pantalones en el suelo y de sus pies mientras se situaban justo enfrente de los míos.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó antes de extender el brazo para quitarme la cámara.
—Estoy haciendo fotos de «mi» dormitorio.
Max se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Métete en la cama, Pétalo. Al parecer necesitas que te recuerden cómo funciona esto.
Me subí a la cama y noté la frescura de las sábanas mientras el colchón se hundía bajo mi peso. Max bajó la mano, me colocó la pierna y luego me estudió con detenimiento.
Clic.
—Mírame —murmuró.
La luz del horizonte de Manhattan iluminaba una franja de mis costillas. Max recorrió con los dedos la cara interna de mi muslo mientras yo lo miraba a la cara, parcialmente oculta por la cámara.
Clic.
Solté el aire que contenía, cerré los ojos y sonreí.
Nueva vida. Nuevo amor. Nueva Sara.