A las tres de la madrugada me desperté con una idea tan absurda en la cabeza que tuve la seguridad de que no volvería a dormirme si no me tomaba un chupito de whisky.
Sin embargo, no me levanté y no me lo tomé, así que no volví a dormirme.
Estuve despierto la mitad de la noche mientras intentaba encontrar una posible solución a la paradójica necesidad de Sara de mantener nuestra relación en secreto y seguir explorando su lado salvaje conmigo. Debía admitir que no se había enfadado tanto como esperaba por las fotos del Post, pero habíamos tenido suerte de que no hubieran sacado su cara o algo demasiado explícito. Cualquier cosa más reveladora podría volverla insegura, si acaso no había ocurrido ya. Sabía que sentía algo por mí que iba más allá de la emoción de los orgasmos públicos o nuestro fetichismo exhibicionista, pero eso estaba muy lejos de ser algo duradero, y a kilómetros de distancia de lo que yo sentía por ella.
Me senté cuando se me ocurrió una posibilidad, y me pregunté si estaría lo bastante loco para probarla con ella. Al mismo tiempo, me pareció la solución perfecta. Estaba claro que todavía la emocionaba la idea de ser vista, de que alguien la viera llegar al orgasmo. Quería demostrarle que el sexo podía ser divertido, salvaje y vibrante incluso en una relación más profunda. No obstante, ella quería seguir siendo anónima, y yo no deseaba acabar con los pantalones bajados (literalmente) en el metro, en el cine o en un taxi. En esa ocasión Sara le había restado importancia a las fotos de inmediato, pero me preocupaba que no fuera tan clemente si sucedía de nuevo.
Eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que ya no era demasiado temprano para llamar. Lo conocía bastante bien, y sabía que Johnny French todavía no se habría acostado.
El teléfono sonó una vez antes de que su voz ronca respondiera con un simple:
—Dime, Max.
—Espero que no sea demasiado temprano, señor French.
Él dejó escapar una estruendosa carcajada.
—Todavía no me he acostado. ¿Qué puedo hacer por ti?
Solté el aire que contenía, aliviado al darme cuenta de que aquella podría ser realmente la mejor solución.
—Tengo un problema que, según parece, requiere tu ayuda.
Cuando Sara respondió al teléfono, noté la sonrisa en su voz.
—Estamos a miércoles, y ni siquiera son las ocho de la mañana. Creo que me gustan estas nuevas normas.
—Y yo creo que nos engañamos a nosotros mismos si creemos que nuestra relación sigue teniendo reglas —repliqué.
Pasó un buen rato antes de que respondiera.
—Supongo que tienes razón —murmuró al final.
—¿Todavía llevas bien lo del Post?
Otra pequeña pausa.
—Sí, de verdad.
—Ayer no dejé de pensar en ti en todo el día.
Se quedó callada una vez más y me pregunté si habría ido demasiado lejos. Pero luego dijo:
—A mí hace bastante tiempo que me pasa lo mismo.
Me eché a reír. Cierto.
—A mí también.
Se hizo el silencio y me preparé para la posibilidad de que se negara a lo que le iba a proponer.
—Sara, he pensado que deberíamos vigilar más con los lugares en los que nos ponemos íntimos. Hasta ahora hemos tenido cuidado, pero sobre todo mucha suerte. Ahora me preocupa más que esto no se convierta en un escándalo.
—Lo sé. A mí me pasa igual.
—Pero al mismo tiempo…
—Yo tampoco quiero renunciar a eso. —Se echó a reír.
—¿Confías en mí?
—Por supuesto. Dejé que me llevaras a un almacén…
—Lo que quiero saber es si confías en mí de verdad, Sara. Planeo llevarte a un lugar muy diferente.
Esa vez no hubo vacilaciones.
—Sí.
Supuse que un miércoles era un buen día para empezar. Sin duda Johnny tenía clientes todas las noches de la semana, pero me había advertido que los viernes y los sábados podrían resultarnos demasiado abrumadores, y que los miércoles solían ser los más tranquilos.
Le había enviado un mensaje a Sara para decirle que la recogería en su apartamento después de que se cambiara tras el trabajo y cenara algo. ¿Estaba siendo un capullo por no invitarla a cenar? Lo cierto era que temía que ella se echara atrás si tenía demasiado tiempo para pensárselo.
Joder.
Del edificio de Sara salió una morena que había agachado la cabeza para buscar algo en su pequeño bolso. Desde hacía un tiempo solo tenía ojos para Sara, pero ni siquiera yo fui capaz de apartar la mirada. La mujer llevaba una blusa oscura, falda y tacones altos. Su pelo, negro como la tinta, brillaba a la luz de las farolas y estaba cortado justo a la altura de la barbilla. Miró a la derecha y pude ver su largo y delicado cuello, su piel suave y sus pechos perfectos. Conocía ese cuello, y también esas curvas.
—¿Sara? —pregunté. Ella se dio la vuelta y la miré con la boca abierta.
La hostia.
Sonrió al verme apoyado en el coche. Le hice un gesto negativo a Scott cuando salió para abrirle la puerta y se la abrí yo mismo.
Ella colocó un dedo con la uña pintada de rojo bajo mi barbilla y me cerró la boca.
—Tengo la impresión de que apruebas mi aspecto —dijo con una sonrisa mientras se sentaba.
—Eso es poco decir —repliqué mientras me sentaba a su lado y estiraba el brazo para apartarle un mechón de pelo oscuro de la cara—. Estás jodidamente preciosa.
—Es genial, ¿a que sí? —preguntó mientras sacudía un poco la cabeza—. Supuse que si íbamos a tomarnos en serio esto de escabullirnos, podría convertirlo en algo divertido. —Se quitó los zapatos y metió los pies por debajo de las piernas—. Bueno, ¿piensas decirme qué pasa?
Tan pronto como me recobré, me incliné y besé sus labios rojos.
—Tenemos un buen paseíto en coche por delante. Pienso contártelo todo.
Me miró con expresión paciente y tuve que recordarme que no debía hacérselo en el coche. Que debía prepararla un poco. Las discotecas oscuras eran una cosa, y además aquella vez ella estaba borracha; esto era algo muy distinto.
—Uno de mis primeros clientes fue un hombre llamado Johnny French. Estoy casi seguro de que se trata de un alias; me da que es uno de esos tíos que tienen varios nombres, si sabes a lo que me refiero. Me pidió ayuda para abrir un club nocturno en un edificio casi en ruinas. Lo había hecho antes con bastante éxito, pero quería averiguar si funcionaría con la ayuda de una firma de capital de riesgo que tenía conexiones más legítimas en el mundo empresarial.
—¿Cómo se llamaba el club?
—Silver —le dije—. Todavía sigue abierto y funciona muy bien. De hecho, hemos conseguido una buena suma de dinero con esa colaboración. Johnny mantiene sus costumbres bastante en secreto, pero mientras nos encargábamos de sus asuntos, nos explicó que necesitaba el mayor éxito posible para sustentar otros negocios más pequeños.
Sara se removió un poco en el asiento. Al parecer había comprendido que estaba llegando al punto crítico de la noche.
—Johnny es dueño de varios locales. Tiene un cabaret en Brooklyn que funciona muy bien.
—¿Beat Snap?
Asentí, algo sorprendido.
—Has oído hablar de él.
—Todo el mundo ha oído hablar de él. Dita Von Teese estuvo allí el mes pasado. Nosotras fuimos con Julia.
—Vale. Pues Johnny tiene también otros locales menos conocidos. El lugar al que vamos esta noche es un club muy secreto y protegido llamado Red Moon.
Sara sacudió la cabeza. Estaba seguro de que no habría reconocido el nombre ni aunque hubiera nacido en Nueva York. Busqué en mi chaqueta y saqué un pequeño bolsito del bolsillo interior. Sara no apartó la vista de mis manos mientras retiraba el cordón y sacaba un máscara azul de plumas.
Me incliné hacia delante y se la coloqué sobre los ojos antes de atársela por detrás de la cabeza. Y cuando la miré, mi resolución de no tocarla estuvo a punto de venirse abajo. Se le veían los ojos, pero su rostro estaba cubierto desde las cejas a las mejillas, y sus grandes labios rojos se habían curvado en una diminuta sonrisa ante mi escrutinio. Circonitas diminutas bordeaban las aberturas de los ojos y estos parecían resplandecer.
—Bueno, ¿no te parezco misteriosa? —susurró.
Solté un gemido.
—Pareces una mujer salida de un sueño húmedo. —Su sonrisa se hizo más amplia, y agregué—: Red Moon es un club de sexo.
Pude ver cómo se estremecía a pesar de la escasez de luz. Al recordar una de nuestras primeras noches juntos, me apresuré a asegurarle:
—No hay grilletes ni barras…, al menos no son la atracción principal. El club satisface a voyeurs de mucho prestigio. Gente a la que le gusta ver a otra gente practicando sexo. Solo he estado allí una vez, durante el proceso de diligencias, y tuve que jurar confidencialidad absoluta. En la planta principal, Johnny tiene a algunos bailarines realmente espectaculares que intiman de maneras muy complicadas, hermosas y coreografiadas. En el resto del club hay salas en las que, a través de ventanas o espejos, puedes ver una cosa u otra.
Me aclaré la garganta y la miré a los ojos.
—Johnny se ha ofrecido a dejarnos jugar esta noche en una de esas salas, si quieres.
A primera vista parecía un edificio destartalado que daba cobijo a distintos negocios, entre los que se incluían un restaurante italiano, una peluquería y un supermercado asiático. La única vez que había estado allí, Johnny me llevó por una entrada trasera. Sin embargo, esa noche me había pedido que utilizara la que parecía la puerta principal, una anodina plancha de acero abollada que daba a un callejón, y que requería la llave que me había enviado a la oficina a través de un servicio de mensajería esa misma tarde.
—¿Cuánta gente tiene llave? —le había preguntado por teléfono.
—Cuatro personas —había respondido—. Tú eres el quinto. Así es como llevamos el control de los que entran. No permitimos el paso a cualquiera. Tenemos una lista para cada noche. Los invitados telefonean a Lisbeth y ella envía al equipo de seguridad a recogerlos. —Hizo una pausa—. Tú tienes suerte de ser uno de mis favoritos, Max, de lo contrario habrías tenido que esperar varios meses.
—Te lo agradezco, John. Y si lo de esta noche sale bien, estoy casi seguro de que querrás que te la traiga de nuevo todos los miércoles.
Saqué la llave y me enfrenté a la realidad de lo que estábamos haciendo. Cada vez me sentía más y más excitado. Le di la mano a Sara y la conduje por el callejón.
—Podemos marcharnos en cualquier momento —le recordé por décima vez en otros tantos minutos.
—Estoy nerviosa y excitada —me aseguró—, pero no tengo miedo. —Me tiró del brazo para que me volviera hacia ella, se estiró y posó los labios sobre los míos antes de mordisquearme y lamerme la boca—. Estoy tan excitada que casi me siento como si estuviera borracha.
Le di un último beso, me aparté para no empezar a tirármela en el callejón (algo que, según Johnny, me pondría en la lista negra para el resto de mis días) y metí la llave en la cerradura.
—Eso es otra cosa que quería mencionarte. La bebida. Hay un límite máximo de dos copas. Quieren que todo sea seguro, consentido y tranquilo.
—No sé si podré cumplir la parte de la tranquilidad. No sé cómo, pero siempre consigues volverme un poco loca.
Sonreí.
—Creo que se refiere a la relación entre los clientes. Estoy bastante seguro de que esta noche ocurrirán algunas cosas entre los intérpretes que no serán nada tranquilas.
Se oyó un chasquido suave, tiré de la puerta y entramos. Siguiendo las instrucciones de Johnny, atravesamos una segunda puerta que había a tan solo tres metros de la primera y luego bajamos un largo tramo de escaleras que conducía a un montacargas. Las puertas se abrieron de inmediato cuando pulsé el botón de bajada, y una vez que introduje el código que me había dado Johnny en el pequeño teclado, bajamos dos plantas más, hacia las entrañas de Nueva York.
Intenté explicarle a Sara lo que vería (mesas situadas en semicírculo, gente socializando como en cualquier bar), pero sabía que mis explicaciones no le harían justicia al local. Para ser sincero, me había quedado tan fascinado con aquel sitio cuando lo visité con Johnny que solo mi ética como socio en sus otros negocios me había impedido explorar aquel lugar más a fondo. Aunque siempre había deseado volver, nunca lo había hecho.
Sin embargo, puesto que Sara se había convertido en una parte innegable de mi vida, la posibilidad de que necesitara algo como aquello sumada a mi nuevo y ardiente deseo de concederle todo lo que deseara, había cambiado de opinión con respecto al hecho de mantenerme alejado de allí.
Las puertas del ascensor se separaron y llegamos a un pequeño vestíbulo. Una iluminación cálida llenaba la estancia, y había una bonita pelirroja tras un mostrador, trabajando con un ordenador negro brillante.
—Señor Stella —dijo al tiempo que se ponía en pie para saludarnos—. El señor French me dijo que vendrían esta noche. Me llamo Lisbeth. —Incliné la cabeza a modo de saludo y ella nos hizo un gesto con la mano para que la siguiéramos—. Por aquí, por favor.
Se dio la vuelta y nos guió por un corto pasillo sin cuestionar la máscara de Sara ni preguntarme su nombre. Insertó una larga llave en una pesada puerta de acero, la abrió y nos hizo un gesto con el brazo para que pasáramos.
—Recuérdelo, por favor, señor Stella. Permitimos un máximo de dos copas, no utilizamos nombres y tenemos un equipo de seguridad justo a la salida de las salas por si necesita asistencia. —Como si quisiera enfatizar sus palabras, un hombre enorme apareció tras ella.
Lisbeth se volvió hacia Sara para dirigirse a ella por fin.
—¿Está usted aquí por propia voluntad?
Sara asintió.
—Desde luego —dijo al ver que Lisbeth parecía desear una respuesta verbal.
Y luego Lisbeth nos guiñó un ojo.
—Espero que lo pasen bien. Johnny dijo que los miércoles por la noche la Sala Seis es suya durante tanto tiempo como lo deseen.
«¿Durante tanto tiempo como lo deseemos?»
Cuando me di la vuelta y conduje a Sara hacia el interior del club, tenía la cabeza hecha un lío. En mi última visita solo había visto un par de salas. Había pasado la mayor parte de la noche tomando whisky en la barra principal mientras contemplaba a dos mujeres que bailaban de manera erótica al ritmo de la música en la mesa de al lado y Johnny se paseaba por el local para saludar a sus clientes. Luego habíamos seguido el pasillo para ver un par de salas, pero me sentía incómodo viendo aquellas cosas con un cliente masculino. Le dije que estaba cansado y me fui, aunque más tarde me arrepentí de no haber visto lo que las salas tenían para ofrecer.
—¿Cuál es la Sala Seis? —preguntó Sara, que me había agarrado el brazo con las dos manos mientras entrábamos al bar.
—No tengo ni idea —admití—, pero conociendo a Johnny, supongo que nos habrá dado la que está al fondo del pasillo.
El bar era una sala grande y despejada, con una decoración sencilla pero elegante: luces suaves y cálidas; mesas para dos o para cuatro; y sofás, canapés y otomanas colocados con gusto por la estancia. Gruesas cortinas de terciopelo colgaban del techo, y las paredes estaban recubiertas con un rico papel negro que tenía un dibujo brillante apenas perceptible bajo la parpadeante luz de las velas.
Era temprano. Había unos cuantos clientes en las mesas que hablaban en voz baja mientras veían bailar a un hombre y una mujer en el centro de la sala. Mientras nos acercábamos a la barra, el hombre le quitó la camiseta a su compañera y la utilizó para rodearle el brazo y hacerla girar sobre el suelo. La mujer llevaba piedras brillantes en los aros de los pezones que emitían destellos bajo la luz suave.
Sara observó a la pareja, pero apartó la vista cuando se dio cuenta de que yo la miraba. Se metió un mechón de pelo oscuro tras la oreja, en lo que yo había llegado a tomar por un gesto de nerviosismo. Me dio la impresión de que se ruborizaba bajo la máscara.
—Aquí es normal mirar —le recordé en voz baja—. Cuando las cosas se pongan interesantes de verdad, verás que nadie aparta la mirada.
Pedí un vodka con tónica para ella y un whisky para mí antes de conducirla a una pequeña mesa que había en el rincón. La estudié con detenimiento mientras ella se fijaba en todo. Dio un sorbo de su copa y se tomó su tiempo para estudiar todo lo que la rodeaba. Me pregunté si se había dado cuenta de lo mucho que llamaba la atención entre la clientela.
Vi lo rápido que le latía el pulso en el cuello. Contemplé su piel pálida y deseé inclinarme para chuparla y dejarle una marca. Cambié de posición en el asiento para ajustarme los pantalones e imaginé cómo sería hacer que se corriera con mis dedos mientras toda la sala nos miraba.
«Joder, Max. Estás perdido».
—¿En qué piensas? —le pregunté.
Ella alzó la barbilla para señalar a los bailarines que se besaban, se alejaban y luego volvían a reunirse.
—¿Van a practicar el sexo aquí fuera?
—Es muy probable, de una manera o de otra.
—Entonces, ¿para qué están las salas?
—Es cuestión de variedad. Si no recuerdo mal, los escenarios de las salas suelen ser más salvajes. Y también son más pequeños, más íntimos.
Sara asintió con la cabeza y alzó su copa para darle un trago mientras me estudiaba.
—Nadie sabe quién soy, pero soy la única que lleva peluca y máscara.
—Siempre has sido tú la que ha querido permanecer en el anonimato —señalé con una sonrisa.
—¿Harías eso por mí? ¿Dejarías que la gente nos viera juntos?
—Sospecho que haría casi cualquier cosa por ti —admití. Y luego, incapaz de determinar si mis palabras la habían afectado en aquel rincón oscuro, añadí—: Creo que la idea me excita tanto como parece excitarte a ti.
Sara deslizó una mano por mi muslo bajo la mesa.
—Pero la gente aquí te conoce. Conocen tu cara.
—Hay gente en esta sala que es mucho más famosa. El tipo del rincón es un jugador de fútbol americano de un equipo del que Will no deja de hablar. Y ¿ves a aquella mujer? —Hice un gesto sutil para señalar la mesa que había cerca de la barra—. Sale en televisión.
Los ojos de Sara se abrieron cuando reconoció a la actriz, que había ganado al menos un Emmy.
—Pero ellos no están considerando la idea de practicar sexo en la Sala Seis —señaló.
—No, pero han venido aquí a mirar. Nadie me juzgará por estar aquí contigo. Y, lo más importante, todo el mundo sabe que no se puede joder a Johnny French con el asunto de la confidencialidad. Él está al tanto de muchas de las mierdas de la gente de aquí, o puede enterarse.
—Ah.
—Lo que pasa aquí, se queda aquí, S… —empecé a decir, pero ella me puso un dedo en los labios.
—Nada de nombres, desconocido —me recordó.
Sonreí y le besé la yema del dedo.
—Nada sale de este lugar, Pétalo. Te lo prometo.
—¿La primera regla del club de la lucha? —preguntó con una sonrisa.
—Exacto. —Me llevé la copa a los labios, di un buen sorbo y lo tragué—. Cuéntame en qué más piensas.
Se inclinó para besarme, pero me aparté.
—¿Puedo tocarte aquí fuera?
Negué con la cabeza.
—Por desgracia, esa es otra de las reglas. No puede haber contacto sexual entre nadie que no sean los intérpretes.
—¿Y en la Sala Seis?
—Sí. Allí sí.
—Mierda. —Cambió de posición en el asiento y observó a los bailarines durante un rato.
Ya se habían quitado la ropa, y el hombre sujetaba un arnés que habían bajado del techo para que su compañera pudiera ponérselo. Una vez dentro, sus piernas quedaron bien separadas, y una polea invisible la alzó para que sus caderas quedaran a la altura de la boca de su compañero. El tipo comenzó a darle vueltas al ritmo de la música, trazando amplios círculos mientras ella se agitaba con la cabeza hacia atrás.
—¿Qué hora es? —preguntó Sara después de unos minutos, sin apartar la mirada del lugar donde el hombre había detenido bruscamente los giros de la mujer y apretaba la boca entre sus piernas abiertas.
—Las diez menos cuarto.
Suspiró, pero no supe si estaba tan impaciente como yo. La tortura del club era saber que si quería tocarla, podría hacerlo solo donde otros pudieran vernos y utilizarnos para saciar sus necesidades del mismo modo que nosotros los usábamos para saciar las nuestras. Deseaba más que nada hacerle a Sara lo mismo que el hombre de la pista había empezado a hacerle a su compañera: saborearla, excitarla, follarla con los dedos.
Cuando el tipo empezó a dar vueltas a la mujer de nuevo, un camarero se acercó a nuestra mesa.
—Buenas noches, señor. —Sirvió agua con una jarra de cristal, que al principio acercó al borde del vaso y luego alzó por encima de su cabeza casi sin alterar el flujo del chorro—. El dueño ha mencionado que usted estaría aquí, pero su invitada es nueva. ¿Les gustaría que les contara un poco lo que les espera?
—Eso sería genial —respondí.
Se volvió hacia Sara.
—El club cambia la decoración de las salas cada dos semanas. Nuestro objetivo es mantener la frescura para nuestros clientes. Descubrirán varias escenas en marcha mientras pasan por las salas.
Eché un vistazo a Sara y me pregunté cómo estaba asimilando todo aquello la dulce chica del medio oeste que se ocultaba bajo la máscara.
El camarero continuó.
—Los espectáculos comienzan a las diez y duran hasta medianoche. Me han dicho que su sala es la Seis. Dado que es su primera noche, sepan que pueden contemplar las demás exhibiciones durante un rato antes de decidir si quieren participar. —Sonrió—. El dueño también me ha dicho que estaría encantado de añadir algo un poco más íntimo y sincero a la rotación regular. Nunca hemos tenido una pareja para exhibir que se mire como lo hacen ustedes.
Noté que mis ojos se abrían de par en par y que Sara se acercaba a mí. Sentí la calidez de su muslo contra el mío. Estaba a punto de explotar por la necesidad de sentirla.
El camarero hizo una ligera reverencia.
—Pero, por favor, no se sientan en absoluto presionados.
A las diez, las luces del pasillo adquirieron un cálido tono dorado. Los clientes de la sala principal empezaron a moverse, apuraron sus bebidas y se pusieron en pie muy despacio. Sin embargo, Sara me cogió la mano y me arrancó de la silla.
El pasillo tenía al menos seis metros de ancho, con asientos y mesas situadas cerca de las ventanas con vistas a las salas. En la Sala Uno, la primera a la izquierda, había un joven musculoso en el rincón, sin camiseta y con unos vaqueros. En el suelo, a cuatro patas, había otro hombre de pelo oscuro con una cola de caballo enganchada a un plug anal. El tipo que estaba de pie en el rincón levantó un látigo y lo sacudió con fuerza en el aire.
Sara se llevó una mano a la boca mientras tiraba de ella para avanzar por el pasillo.
—Juegos de ponis, cielo. No son para todo el mundo.
En la Sala Dos había una hermosa mujer, sola y desnuda en el sofá. Acababa de empezar a masturbarse mientras contemplaba la pornografía que se proyectaba en la enorme pared que había frente a ella.
En la Sala Tres había un hombre enorme de piel pálida con una máscara trágica de Melpomene, preparado para tomar a una mujer amordazada desde atrás. Noté que Sara se tensaba a mi lado.
—Esto parece… —Hizo un gesto vago para señalar la extraña y fascinante escena.
—¿Atrevido? —sugerí—. Tienes que entender que la gente paga un montón de dinero para venir aquí. No quieren ver cosas que pueden ver en la tele.
Coloqué la mano en la parte baja de su espalda y le recordé:
—Otra cosa que no se puede ver en la tele es la intimidad real.
Levantó la vista para mirarme a los ojos y luego se concentró en mis labios.
—¿Crees que nosotros compartimos una intimidad real?
—¿Y tú?
Asintió con la cabeza.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—¿Cuándo ha habido otra cosa que intimidad? Lo que pasa es que tú decidiste ignorarlo.
Apartó la mirada, pero se inclinó sobre mí cuando empezamos a avanzar de nuevo.
En la Sala Cuatro había tres mujeres que se besaban y reían mientras se desvestían unas a otras en una gigantesca cama blanca.
En la Sala Cinco había un hombre que ataba a una mujer con una cuerda mientras un tipo inmovilizado, amordazado y con cuernos los miraba desde el rincón.
—Nosotros vamos a ser de lo más aburridos —susurró Sara, que tenía los ojos abiertos como platos.
—¿Eso crees?
No respondió, porque llegamos a la Sala Seis, que todavía estaba vacía. Sin mirarme siquiera, se escabulló hacia el final del pasillo para llegar a la parte trasera de la estancia, por donde podríamos entrar.
El pomo de la puerta giró con facilidad y Sara se adentró en la sala.
Después de unos momentos, nuestros ojos se adaptaron a la oscuridad y pude divisar una barra en el rincón y un enorme sofá de cuero con una mesita de café al lado. Incluso a oscuras, la estancia se parecía mucho a un rincón de mi salón, y comprendí con sorpresa que era una réplica.
Encendí la luz sin pensar en preguntarle a Sara primero. Tenía razón. Paredes de color crema con un ribete en nogal oscuro, un amplio sofá negro y la misma alfombra gruesa que yo había comprado en Dubái. Había lámparas de Tiffany en dos pequeñas mesas auxiliares. La habitación era mucho más pequeña que mi salón, que solo se utilizaba en ocasiones especiales, pero la similitud era innegable. La gigantesca ventana a través de la que la gente podía observarnos estaba rodeada de cortinas iguales que las que había en mi apartamento, pero desde nuestra perspectiva, solo parecía una ventana que daba a la oscuridad.
Johnny solo había estado en mi casa una vez, pero en una sola tarde había transformado una sala de su club para mí, convencido sin duda de que a ambos nos resultaría familiar y algo más relajante. No tenía ni idea de que Sara nunca había estado en mi apartamento.
—¿Qué pasa? —preguntó ella al tiempo que se acercaba. Recordó que allí podía tocarme y me rodeó la cintura con los brazos.
—Ha creado una réplica de mi salón para nosotros.
—Eso es… —Miró a su alrededor con los ojos muy abiertos—. Una locura.
—Lo que es una locura es que esta sea la primera vez que ves mi casa. En el interior de un club de sexo.
Comprendimos lo absurdo que resultaba aquello al mismo tiempo, y Sara estalló en risas, con la cara apretada contra mi pecho.
—Esto es lo más raro que nadie ha hecho nunca. Jamás.
—Podemos irnos…
—No. Es el primer lugar en el que vamos a hacerlo donde se supone que se debe hacer —dijo, sonriente—. ¿Crees que voy a dejar pasar la oportunidad?
Joder. Esa mujer podría pedirme que me arrodillara y le besara los dedos de los pies, y yo lo haría.
Estuve a punto de decirle: «Te quiero». Las palabras estuvieron tan cerca de escapar de mi boca que tuve que darme la vuelta y acercarme a la barra para servirme una copa.
Pero ella me siguió.
—Y es probable que sea tarde para preguntarte esto, pero ¿qué estamos haciendo aquí?
—Creo que tratamos de encontrar una forma de disfrutar de este aspecto de nuestra relación sin arruinar nuestras carreras o ver nuestras caras en el blog de Perez Hilton.
Levanté la botella de escocés para hacerle una silenciosa oferta. Ella hizo un gesto negativo con la cabeza, con los ojos bien abiertos bajo la máscara mientras observaba cómo me servía una copa.
—Tres dedos —susurró, y pude notar la sonrisa en su voz.
—De momento solo uno.
Se acercó en cuanto di un trago, se estiró para besarme y me succionó la lengua.
Joder, qué bien sabía.
Las plumas de la máscara me rozaron la mejilla.
—Tres —insistió.
Mientras me besaba el cuello y extendía la mano por la parte delantera de mis pantalones para acariciarme, contemplé la ventana oscura por encima de su hombro. Quizá ya hubiera clientes sentados fuera y observándonos, curiosos por saber lo que ocurriría. O quizá estuviéramos solos al final del pasillo. Sin embargo, la idea de que no fuera así, la posibilidad de que otros vieran cómo me tocaba… Por primera vez comprendí por qué el hecho de estar a plena vista conmigo le había permitido a Sara ser quien quería ser. Podía jugar. Podía mostrarse salvaje y atrevida, y correr riesgos.
Y yo también. Allí podía ser el hombre que se había enamorado localmente por primera vez en su vida.
—¿De verdad quieres hacerlo aquí? —pregunté, y me encogí por dentro ante mi propia falta de tacto.
Pero ella asintió.
—Solo estoy nerviosa. Y eso resulta una tontería, teniendo en cuenta nuestra historia.
Se echó a reír y estiró el brazo para arañarme el abdomen con suavidad. Joder. Jamás había sentido una mezcla tan atormentadora de deseo de protección, adoración y necesidad ciega de poseer a alguien físicamente. Era muy hermosa, muy confiada… y toda mía.
Me incliné, le besé la mandíbula y le desabroché los botones superiores de la blusa.
—¿Qué te imaginas cuando crees que te observan?
Vaciló y jugueteó con el bajo de mi camisa.
—Me imagino a alguien viendo tu cara y cómo me miras.
—¿En serio? —Le chupé el cuello—. ¿Qué más?
—Me imagino a una mujer que quiere estar contigo, que quiere verte conmigo. Ver lo mucho que me deseas.
Canturreé contra su piel y le bajé la camisa por los hombros antes de colocar las manos a su espalda para desabrocharle el sujetador.
—Más.
Cuando besé su cuello, pude sentir cómo tragaba saliva.
—Imagino a una persona sin rostro —admitió en voz baja— que fue testigo de lo mal que me trataba Andy. Imagino a la mujer con la que lo pillaron viendo cómo me miras.
Ahí estaba.
—¿Y?
—Y a él. Lo imagino viendo lo feliz que soy ahora. —Negó con la cabeza, enterró los puños en mi camisa y tiró para acercarme, como si yo fuera a alejarme—. Sé que no durará siempre, pero odio estar furiosa todavía.
Se inclinó hacia atrás y me miró.
—Pero tú haces que me sienta fenomenal y deseada, y sí, una parte de mí todavía desea restregarle eso por la cara.
No pude contener la sonrisa. Me encantaba la idea de que ese cabrón me viera follándome a Sara como un loco. Porque el mayor error de su vida, su infidelidad, me había dado la mejor parte de la mía.
—A mí también. Me encantaría que viera la cara que pones cuando te corres. Apuesto a que él nunca consiguió verla.
Se echó a reír y me lamió la garganta.
—No.
Y, por primera vez en mi vida, deseé ser la única persona de alguien.
La llevé hasta el sofá y luego me arrodillé en el suelo entre sus piernas.
Sara enterró los dedos en mi pelo.
—¿Qué quieres que haga? —susurró mientras me miraba, siempre tan dispuesta a dármelo todo.
¿Qué quería? Me esforcé por encontrar la respuesta apropiada, algo desbordado por la enormidad de la pregunta.
«Te quiero encima de mí».
«Y debajo».
«Quiero tu risa en mis oídos».
«Quiero tu voz en mi pecho».
«Te quiero húmeda en mis dedos».
«Tu sabor en mi lengua».
«Creo que quiero saber si sientes lo mismo que yo».
—Solo quiero que disfrutes de esta noche. —Me incliné hacia delante y apreté la boca contra su entrepierna.
Olía de maravilla, sabía a gloria y era demasiado hermosa. Sara emitía gemidos apagados que parecían creados solo para mis oídos. Me acarició la cabeza con los dedos y me arañó con suavidad el cuero cabelludo antes de soltarme y subir más la pierna izquierda para abrirse más y darme un mejor acceso. No se movía con una sexualidad exagerada; se movía despacio, con calma, y quizá fuera la criatura más sensual de la historia.
Y mientras me concentraba en darle placer, me imaginaba el aspecto que ella tendría para los que estaban fuera, con mis dedos dentro, mi boca devorándola y la espalda arqueada sobre el sofá. Me había acostumbrado tanto a verla con la máscara que no resultaba rara ni desconcertante; su forma de mirarme a través de los agujeros hacía que me sintiera como si me hubieran entregado el mundo entero. La sedosa peluca negra le enmarcaba la cara y hacía que su piel pareciera más clara y sus labios, más rojos. Esos mismos labios se separaron cuando empezó a suplicar en voz baja, pidiéndome que me moviera más deprisa, que no dejara de chuparla, que la follara más fuerte con los dedos.
Cuando estaba cerca del orgasmo, deslizó la mano hacia arriba por su torso, su pecho y su cuello hasta llegar al rostro, donde se deshizo de la máscara y dejó al descubierto ese último trozo de piel que permanecía oculto.
Sus enormes ojos castaños estaban clavados en mi cara y sus labios seguían separados para dejar escapar silenciosos jadeos.
No apartó la mirada al correrse. Ni una sola vez desvió la vista hacia la ventana que había a mi espalda.
Había alguien al otro lado de ese cristal. Podía sentirlo. Sin embargo, no creo que hubiéramos estado más solos si nos encontráramos de verdad en mi apartamento. No existía nada más en el mundo que su manera de apretarse contra mi boca, que los gritos que dejó escapar al llegar al clímax.
Al final suspiró, me tiró del pelo y se echó a reír.
—Madre mía…
Quizá, después de todo, no le rompiera a Andy esa cara arrogante que tenía si alguna vez llegaba a conocerlo. Quizá le estrechara la mano por haber arruinado lo que tenía con Sara, por haber logrado que se mudara a Nueva York y dejara de ser la mujer que hacía siempre lo apropiado para empezar a ser la mujer que hacía lo que le apetecía.
Dejé un reguero ascendente de besos por su torso y permití que probara su sabor en mi boca, mi lengua, mi mandíbula. Estaba lánguida y caliente debajo de mí. Me rodeó muy despacio con los brazos y amortiguó su risa en mi cuello.
—Creo que es lo más divertido que he hecho en mi vida —susurró.
Y sospeché que sería capaz de hacer cualquier cosa para poder pasar el resto de mi vida haciendo feliz a aquella mujer.