12

Acompañé a Sara hasta el taxi y seguí las luces traseras del coche con la mirada hasta que desaparecieron en la oscuridad.

Joder.

No había contestado a la llamada durante la cena. Había puesto el móvil en silencio para dejar que vibrara sobre la mesa, pero no antes de que yo viera quién era, y desde luego no antes de ocultar su reacción.

«Andy Móvil».

Nunca había visto a nadie cerrarse así antes. Era como si alguien hubiera apretado un interruptor y la luz hubiera desaparecido de su cara lentamente. Sara empezó a picotear la comida y dejó de hablar; se encerró en sí misma y respondió con monosílabos durante el resto de la cena. Intenté animarla, le conté unos cuantos chistes y coqueteé con ella descaradamente, pero… nada. Pasados unos diez minutos, ella nos libró a ambos de la miseria, fingió un dolor de cabeza e insistió en marcharse a casa en taxi. Sola.

Joder.

Seguía mirando la calle vacía cuando mi coche paró junto a la acera y se situó despacio detrás de mí. Le hice un gesto al chófer con la mano, abrí la puerta yo mismo y me senté.

—¿Adónde, señor Stella?

—Vamos directamente a casa, Scott —dije mientras me desplomaba en el asiento.

Cuando arrancamos, el ajetreo de la ciudad me pareció un borrón, y mi humor se ensombrecía con cada edificio que dejábamos atrás.

Las cosas habían empezado muy bien. Sara por fin había empezado a abrirse, a dejarme entrar en esa mente suya que era como una caja fuerte. Todavía estaba maravillado por el hecho de que hubiera admitido que su familia poseía una de las más lujosas cadenas de grandes almacenes del país cuando apareció la llamada de «Andy Móvil».

Puto «Andy Móvil».

La furia estalló en mi pecho y, durante un breve instante, me pregunté si hablaban muy a menudo. Seis años eran mucho tiempo, y eso significaba que ambos compartían una historia que sería difícil de barrer bajo la alfombra. No sé por qué había asumido que el tipo estaba totalmente fuera de su vida. Era lógico que ella no quisiera otra relación, pero ese distanciamiento deliberado siempre parecía algo más que eso.

Quizá él quisiera recuperarla.

Fruncí el ceño mientras le daba vueltas a esa idea, que me provocaba una sensación odiosa.

Por supuesto que quería recuperarla, ¿cómo no iba a querer? Por enésima vez me pregunté qué había ocurrido exactamente entre ellos y por qué Sara se negaba a contármelo.

Atravesamos el centro de la ciudad, y casi habíamos llegado a mi edificio cuando sentí que el teléfono vibraba en el bolsillo.

A salvo en casa. Gracias por la cena. Bss.

Bueno, era evidente que la noche había sido un desastre.

Volví a leer su mensaje y consideré la posibilidad de llamarla, pero sabía que era una causa perdida. Era muy testaruda. Escribí al menos diez respuestas diferentes y las borré todas antes de enviarlas.

El problema era que yo quería hablar sobre el tema y ella no. Y también que, por alguna razón, yo había perdido las pelotas y el coraje.

—¿Te importaría dar una vuelta por ahí, Scott? —pregunté. El chófer negó con la cabeza y giró hacia el norte después del parque.

Ojeé mis contactos y llamé a Will. Lo cogió después de dos timbres.

—Hola. ¿Qué pasa?

—¿Tienes un momento? —pregunté mientras contemplaba las calles por la ventanilla.

—Claro, dame un segundo. —Se oyó un ruido susurrante y después el de una puerta al cerrarse—. ¿Va todo bien?

Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento, sin saber muy bien por dónde empezar. Solo sabía que debía desahogar parte de mi confusión con alguien y, por desgracia para él en esos momentos, ese alguien era Will.

—No tengo ni idea.

—Vaya, qué respuesta más críptica. No he recibido ningún correo electrónico que me avise de ningún problema, así que asumo que esto no tiene que ver con el trabajo.

—Ojalá.

—Vale… Oye, ¿no me dijiste que tenías planes esta noche?

—Esa es la razón por la que te llamo, más o menos. —Me froté la mandíbula con la mano—. Joder. No puedo creer que esté haciendo esto —dije—. Creo que solo necesitaba a alguien… que me escuchara. Como si al decirlas en voz alta las cosas tuvieran más sentido.

—Bueno, eso podría estar bien —replicó mi amigo, que se rió entre dientes—. Deja que me ponga cómodo.

—Sabes que he estado saliendo con una mujer.

—Follando. Te has estado follando a una mujer.

Cerré los ojos.

—Will.

—Sí, Max. La del superpolvo increíble. La relación secreta de solo sexo con la mujer que no quiere que la fotografíen y con quien seguro que no vas a cagarla.

Suspiré.

—Bueno, en cuanto a eso… —murmuré—. La verdad es que… Esto va a quedar entre nosotros, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo con un tono algo ofendido—. Puede que sea un capullo, pero soy un capullo de confianza. Y ¿no deberías pasarte por aquí para que podamos, no sé, pintarnos las uñas mientras hablamos de nuestros sentimientos?

—Es Sara Dillon.

Silencio.

«Vaya, he logrado cerrarle la boca».

—¿Will?

—La madre que te parió.

—Ya —dije, frotándome las sienes.

—Sara Dillon. La Sara Dillon de Ryan Media Group.

—La misma. Empecé con ella antes de saber que trabajaba con Ben.

—Genial. No me entiendas mal, es una preciosidad, pero parece bastante… ¿reservada? Quién iba a imaginarse lo que escondía dentro. Estupendo.

Y puesto que me sentía muy bien hablando del tema, seguí adelante.

—Empezó solo como un rollo. Sabía que ella solo me utilizaba para jugar, para explorar cosas.

—¿Cosas?

Me rasqué la mandíbula y admití con una mueca:

—Le gusta practicar sexo en público.

—¿Qué? —dijo antes de echarse a reír—. Eso no parece propio de la Sara Dillon que yo conozco.

—Y me deja hacerle fotos.

—Espera un momento… ¿Qué?

—Fotografías, a veces más. De nosotros.

—De vosotros…

—Follando.

El silencio se alargó durante un buen rato, y casi pude ver su expresión de estupefacción. Se aclaró la garganta.

—Vale, lo del sexo en público es bastante sorprendente, pero todos los tíos que conozco han hecho fotos mientras se tiraban a una tía.

—¿Qué es lo que pretendes decir, colega?

—Que estás desfasado, capullo.

—Will, este tema es muy serio para mí, joder.

—Vale. ¿Cuál es el problema, entonces?

—El problema es que esta noche ha sido la primera vez que he conseguido llevarla a un restaurante. Descubrí que sus padres son los dueños de los putos Dillon, Will. Los grandes almacenes. Son cosas que ayer ni siquiera sabía.

Mi amigo se quedó callado un segundo y luego rió por lo bajo.

—Ya.

—Estábamos hablando de verdad por primera vez y, justo entonces, llama el tarado de su ex.

—Ya.

—Y es obvio que eso la afectó, aunque se limitó a cerrarse en banda y a escaparse en cuanto pudo. No le importa acostarse conmigo hasta que casi no puede andar, pero no quiere contarme por qué ha tardado un mes en aceptar cenar conmigo.

—Entiendo.

—Sus padres son dueños de unos almacenes y se crió en Chicago. ¿Eso es todo? En realidad no sé nada sobre ella.

—Ya.

—Will, ¿me estás escuchando?

—Por supuesto que te estoy escuchando. No sabes nada.

—Exacto.

—Y… ¿la has buscado en Google? —preguntó.

—Por supuesto que no —respondí.

—¿Por qué?

Solté un gemido.

—Creí que ya habíamos mantenido esta misma conversación después de la debacle de Cecily. Las búsquedas personales en Google no traen nada bueno.

—Pero, a nivel profesional, si trabajas con alguien nuevo, lo buscas en Google, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Bien, pues yo busqué el nombre de Sara tan pronto como me enteré de que sería uno de mis contactos en RMG. Y te aseguro que obtuve mucha información.

Se me cerró la garganta y tiré en vano del cuello de la camisa.

—Cuéntame lo que viste.

Will soltó una risotada.

—Ni de coña. Échale huevos y enciende el portátil. Por cierto, esta pequeña charla ha sido muy agradable, pero tengo que colgar. Tengo compañía.

Le dije a Scotty que me llevara a casa. Una vez arriba, tardé cinco minutos antes de sentarme frente al ordenador y teclear el nombre «Sara Dillon» en el buscador.

Joder.

No había solo una mención de vez en cuando; había páginas y páginas de resultados, seguramente más que de mí mismo. Respiré hondo y pinché primero en las imágenes para ojear fotos suyas de un período de al menos diez años de su vida. En algunas de ellas era muy joven: en unas aparecía con el pelo castaño cortado al estilo duendecillo y en otras tenía una melena alborotada. En todas ellas, mostraba una sonrisa vulnerable e ingenua.

Y no se trataba de una mera colección de fotos familiares o individuales; había fotografías de alta definición tomadas por paparazzi con objetivos carísimos, compradas y vendidas a los periódicos y revistas, con titulares entre signos de admiración. Había incluso vídeos y grabaciones de antiguos informativos. Aparecía en fiestas y en bodas, en eventos de caridad y de vacaciones, y casi siempre con el mismo tipo a su lado.

Él era tan solo unos centímetros más alto que ella, con el pelo negro y rasgos marcados. Su sonrisa de dientes blancos parecía casi tan sincera como la había imaginado, es decir, ni lo más mínimo.

Así que aquel era Andy. Conocido por todo el mundo como Andrew Morton. Congresista demócrata al servicio del séptimo distrito de Illinois.

De pronto encajaron muchas cosas.

Con un suspiro resignado, pinché lo que parecía ser una foto reciente. El cabello de Sara estaba casi igual que ahora y había un árbol de Navidad al fondo. El pie de foto decía:

Sara Dillon y Andrew Morton en la fiesta navideña anual del Chicago Sun-Times, donde el congresista Morton anunció sus planes de presentarse a las elecciones del Senado de Estados Unidos el próximo otoño.

Seguí el link y leí el artículo entero, donde confirmé que la historia había sido escrita el invierno anterior. Eso significaba que el congresista seguramente estaba todavía en plena campaña en Illinois. Volví a la página principal y regresé al inicio, donde, además de varias fotos similares, había una de Sara corriendo a través de una jungla de paparazzi, tapándose la cara con el abrigo. Había ignorado esas fotografías al principio porque no se le veía la cara. Seguí el link hasta la historia asociada con la foto, fechada tan solo unas semanas antes de que la conociera, y apareció un artículo del Chicago Tribune.

El congresista demócrata Andrew Morton fue visto la pasada noche en un tête-à-tête de lo más íntimo con una mujer que no era su prometida, Sara Dillon. La morena, identificada como Melissa Marino, es una joven ayudante de sus oficinas de Chicago.

En medio del artículo estaba la foto en cuestión, en la que aparecía un hombre (claramente Andy) besando apasionadamente a una mujer (que obviamente no era Sara).

Dillon y Morton mantenían una relación desde 2007, y la pareja, una de las favoritas en el panorama social de Chicago desde entonces, se prometió el pasado mes de diciembre, poco después de que Morton anunciara su intención de presentarse a las elecciones del Senado. Sara Dillon, jefa financiera de la firma comercial Nieman & Shimazawa, es la única hija de Roger y Samantha Dillon, fundadores de la famosa cadena de grandes almacenes con franquicias en diecisiete estados e importantes promotores de la campaña de Morton.

El portavoz de la familia Dillon no quiso hacer declaraciones, pero el portavoz para la campaña de reelección de Morton respondió a las preguntas del Tribune diciendo solo: «La vida privada del señor Morton jamás ha sido un asunto público».

Por desgracia, los extendidos rumores sobre el carácter mujeriego del político podrían haberse confirmado y haber convertido sus actividades extracurriculares en el foco de atención.

«Los extendidos rumores sobre el carácter mujeriego del político». Qué hijo de puta.

Me recliné en la silla mientras miraba a Sara y Andy juntos, y sentí un estallido de ira en el pecho. Ella era el tipo de mujer con la que los hombres fantasean durante días, que esperan conocer mejor que ningún otro, protegerla de algún modo, recibir un puñetazo o salvarla del atropello de un autobús. Vi todas las imágenes que pude encontrar. Ella tenía una sonrisa radiante en todas las anteriores al mes de abril. Se mostraba muy natural ante la cámara, y el brillo de su sonrisa había cambiado muy poco a lo largo de los años.

Y aquel gilipollas la había engañado… un montón de veces si el artículo decía la verdad.

Era un tipo bastante apuesto, supuse, aunque resultaba obvio que era mayor que ella. Leí otro artículo, uno que decía que tenía treinta y siete años, diez más que Sara.

Según una historia publicada tan solo dos meses atrás, era un secreto a voces que Andy había engañado a Sara varias veces en el último año, y cada vez se aceptaba más que él se limitaba a utilizar el apellido de su familia y su dinero, explotando el amor que sentía la prensa por el romance de su celebridad local, cada vez que su reputación necesitaba un pequeño empujón.

Ojeé muchas fotos más antes de apartarme del escritorio, asqueado. Ese imbécil la había utilizado. Le había pedido que se casara con él y luego se había follado cualquier cosa que llevara falda. Joder, no era de extrañar que Sara tuviera problemas. Y tampoco que desconfiara tanto de los paparazzi.

Mi apartamento se había quedado a oscuras para el momento en que apagué el ordenador y salí del salón. Encendí todas las luces que encontré mientras me dirigía a la barra para servirme un whisky escocés. La bebida me quemó la garganta, y su calor se extendió de inmediato por mis venas.

No me ayudó en nada, pero me lo terminé de todas formas.

Me serví otra copa mientras me preguntaba qué estaría haciendo Sara. ¿Estaba en casa? ¿Le había devuelto la llamada a ese cabrón infiel? Después de ver cientos de fotos, podía imaginarme la historia que habían compartido. ¿Y si la había llamado para disculparse? ¿Y si ella estaba en un avión de regreso a Chicago en ese mismo instante? ¿Me lo diría al menos? Consulté la hora y me imaginé persiguiéndola, cargándomela sobre el hombro para traerla de vuelta. Follándomela hasta que no recordara a ningún otro hombre.

Estaba claro que necesitaba una distracción y que beber no era la respuesta.

Tardé menos de cinco minutos en quitarme el traje y sustituirlo por unos pantalones cortos y unas zapatillas deportivas. Subí en ascensor hasta el gimnasio de la planta veinte y empecé a correr en la cinta. Como era habitual a esas horas, el lugar estaba vacío, gracias a Dios.

Corrí hasta que me ardieron los pulmones y sentí las piernas entumecidas. Corrí hasta que se desvanecieron todos los pensamientos que me rondaban la cabeza. Todos menos uno: me destrozaría que Sara volviera con él.

Fui al vestuario, me quité la ropa sudada y luego me desplomé en el banco y me sujeté la cabeza con las manos. El timbre de mi móvil dentro de la taquilla rompió el silencio. Levanté la cabeza de inmediato; me sorprendía que alguien llamara a esas horas. Atravesé la estancia y me quedé paralizado al ver que la foto de Sara (una foto que le había hecho con la mano en la garganta, donde su melena color caramelo contrastaba con el tono cremoso de su piel) iluminaba la pantalla.

—¿Sara?

—Hola.

—¿Estás bien? —pregunté.

Sonó un claxon en algún lugar por detrás de ella, y Sara se aclaró la garganta.

—Sí, estoy bien. Oye, ¿estás ocupado? Podría…

—No, no. Acabo de terminar de correr. ¿Dónde estás?

—En realidad —dijo con una suave risotada—, estoy junto a la puerta de tu edificio.

Parpadeé.

—¿Qué?

—Sí. ¿Podría subir?

—Por supuesto. Dame unos minutos y me reuniré contigo en…

—No. ¿Te importa que suba ya? Es que… me temo que si espero, perderé el coraje.

Vaya, eso sí que era críptico. Sentí un vuelco en el estómago.

—Claro que no, Pétalo. Deja que llame a recepción.

Unos minutos después, Sara atravesaba el vestuario para encontrarme sin otra cosa encima que una toalla alrededor de la cadera.

Parecía cansada, tenía los ojos enrojecidos y el labio inferior hinchado. Era una versión más suave y joven de Sara, una que yo solo había visto en fotos. Esbozó una pequeña sonrisa y me saludó con la mano mientras la puerta se cerraba tras ella.

—Hola —dije mientras me acercaba. Doblé las rodillas para poder mirarla a los ojos al mismo nivel—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Suspiró, sacudió la cabeza y, de repente, su expresión recuperó parte de su normalidad.

—Quería verte.

Sabía que estaba evitando mi pregunta, pero sentí la sonrisa que tiraba de las comisuras de mi boca y no pude contenerla. Sin poder evitarlo, le cubrí el rostro con las manos y deslicé los pulgares por sus mejillas.

—Bueno, con eso has conseguido sin duda un paseo por el vestuario masculino.

—Estamos solos, ¿verdad?

—Del todo.

—Antes no llegamos a terminar —dijo mientras me empujaba de nuevo hacia las duchas.

Sentí que se me aceleraba el corazón al tenerla entre mis brazos una vez más, y empezaron a zumbarme los oídos. Ella se puso de puntillas para besarme mientras deslizaba las manos hacia la toalla de mis caderas.

—Mmm… —murmuré contra su boca. Noté que estiraba el brazo sobre mi espalda, oí el ruido del agua y la sentí caliente sobre ella—. ¿Quieres hacerlo aquí?

Respondió sin palabras: se sacó la camisa por la cabeza y se deshizo de los vaqueros.

«Supongo que eso es un sí».

—Mi apartamento está un poco más abajo… —dije en un intento por aminorar el ritmo.

Podía imaginarme lo que sería follarla allí mismo, oír el eco de sus gritos en los azulejos, pero, por primera vez, solo quería su cuerpo desnudo en mi cama, con la sábana superior y las mantas amontonadas en el suelo. Puede que también sus manos atadas al cabecero de la cama.

Ella no me hizo ni caso y me rodeó la polla con los dedos antes de inclinarse para darme un mordisco en el hombro. Intenté aclararme las ideas, recordar la expresión que tenía cuando entró por la puerta. No era propio de ella esquivar mis preguntas, pero esa noche no parecía una mujer dura y llena de vida; parecía salvaje, pero por razones equivocadas. Sus ojos eran demasiado vulnerables; su rostro estaba tenso. Solo quería una distracción.

De repente, se me secó la garganta y me pasé la lengua por los labios, donde saboreé el brillo con sabor a cereza que ella se había puesto.

Me sorprendí un poco al darme cuenta de la gran cantidad de información que había reunido sobre Sara casi sin enterarme. Sabía qué expresión tenía al correrse, cómo se le endurecían los pezones y cómo cerraba los párpados en el último segundo, como si quisiera verlo todo hasta que las sensaciones la desbordaban.

Sabía la sensación que provocaba su mano en mi cintura, cuando me clavaba las uñas en la espalda y me arañaba los costados.

Conocía los ruidos que hacía y cómo contenía el aliento cuando yo movía los dedos justo como le gustaba.

Y había cosas nuevas, cosas en las que me había fijado y que deseaba ver una y otra vez. La sonrisilla que esbozaba cuando sabía que había dicho algo divertido y esperaba que yo lo pillara. Era de lo más sutil, una leve tensión en la comisura de los labios y de los ojos. Un desafío.

La forma en que se mordía el labio inferior cuando leía.

Y también estaba su manera de besarme aquel día en el tejado, de una forma lenta y perezosa, como si no quisiera estar en ningún otro sitio.

Sin embargo, no conocía a aquella Sara. Siempre había sospechado que la alegría de vivir que tanto me gustaba era una forma de supervivencia, pero jamás me había imaginado lo que sentiría al verla así. Era como un puñetazo en el estómago que me dejaba sin aire.

Le cogí las manos y di un paso atrás.

—¿Qué es lo que te pasa? —pregunté mientras estudiaba su expresión—. Cuéntamelo.

Ella se inclinó hacia mí de nuevo.

—No quiero hablar.

—Sara, no me importa convertirme en tu distracción, pero al menos sé sincera al respecto. Te pasa algo.

—Estoy bien. —Pero no estaba bien. No habría venido a verme si lo estuviera.

—Gilipolleces. Estás rompiendo tus propias reglas al venir aquí. Esto es mejor, porque es algo real, pero también es diferente. Y quiero saber por qué.

Se apartó y levantó la vista para mirarme a los ojos.

—Recibí una llamada de Andy.

—Lo sé —dije con la mandíbula apretada.

Ella esbozó una sonrisa a modo de disculpa.

—Dijo que quería que volviera. Dijo todas las cosas que una vez deseé que dijera. Dijo que ahora es diferente, que la había fastidiado y que nunca volvería a hacerme daño.

La miré, a la espera. Apretó la cara contra mi cuello húmedo para reunir coraje.

—Lo único que le preocupa es su campaña. Toda nuestra relación era una mentira.

—Lo siento muchísimo, Sara.

—Busqué a Cecily.

Parpadeé, confundido.

—¿Y?

—Me sonaba de algo su nombre, y cuando me hablaste de ella, quise saber qué aspecto tenía. —Se apartó y volvió a mirarme a los ojos—. Me resultaba familiar, pero no caí en quién era hasta esta noche. Conocí a un montón de gente con Andy, y por lo general olvidaba sus caras dos segundos después de estrecharles la mano…, pero a ella la recordaba.

Asentí. Tenía un nudo en el estómago, pero dejé que continuara.

—Así que fui a casa y la busqué una vez más antes de devolverle la llamada. —Hizo una pausa antes de añadir con voz trémula—: Se tiró media hora diciéndome lo mucho que lo sentía, que aquella había sido la única vez y que nunca podría perdonarse a sí mismo. Y entonces le pregunté por Cecily. ¿Y sabes lo que me dijo?

—¿Cecily… qué más?

—Me dijo: «Joder, Sara. ¿Tenemos que hablar de eso ahora? Es agua pasada». Se la tiró, Max. Andy era el político del que ella hablaba en su carta. Andrew Morton, el congresista mujeriego de Illinois que se ha tirado a medio Distrito Siete. Se acostaron la noche que la conocí, en la fiesta de la campaña para Schumer.

Solté un gemido. Había estado en esa fiesta, pero no como su acompañante. Cecily estuvo enfadada conmigo toda la noche y se marchó hecha una furia, pero nunca supe por qué.

Sara se encogió entre mis brazos.

—Recuerdo que lo vi salir del baño y que empezamos a charlar mientras él intentaba empujarme hacia la salida, pero le dije que esperara, que tenía que entrar. Y en ese momento ella salió del aseo de hombres, y nos miró, primero a él y luego a mí. Fue un momento de lo más incómodo y nunca llegué a saber por qué se había largado pitando. Pero había estado allí dentro con él.

La abracé con fuerza mientras el agua nos caía encima, aislándonos con su burbujeo. El mundo era un pañuelo, mucho más pequeño de lo que había creído cuando la vi jugando al pinball, o cuando me invitó a entrar en su taxi en plena tarde. Era un mundo en el que, años atrás, Cecily se había acostado con el novio de Sara porque estaba enfadada conmigo. No me arrepentía de tener a Sara entre mis brazos; no me arrepentía de haber dejado mi relación con Cecily. Pero, de algún modo, me sentía culpable.

—Lo siento —susurré una vez más.

—No, no lo entiendes. —Levantó la cabeza sin prestar atención a las gotas de agua que corrían por su cara—. Por aquel entonces solo llevábamos juntos unos meses. Siempre creí, hasta el final, que entonces no me engañaba. Creí que había empezado a hacerlo hace poco. Pero nunca me fue fiel. Jamás.

La estreché más fuerte.

—Sabes que eso no tiene nada que ver contigo, ¿verdad? —susurré contra su pelo—. Solo habla de lo despreciable que es él. No todos los hombres son tan horribles.

Se enderezó y volvió a mirarme, y pude ver que contenía la risa. Todavía tenía los ojos llenos de lágrimas, pero la gratitud que había en ellos era real. Sentí una opresión en el pecho al ver cómo me miraba, porque el sexo duro y sin ataduras que teníamos era genial (increíble, incluso), pero aquello… aquello era algo completamente nuevo.

—Estuve con él mucho tiempo. Una parte de mí se preguntaba si solo la había cagado una vez y yo me comportaba de manera injusta. Pero me alegro de haberlo dejado. Solo… quiero que esta vez sea mejor —dijo.

Me tragué la nueva emoción y traté de calmarme, de recordar que los sentimientos y el afecto no formaban parte del trato e intentar concentrarme en el lugar donde estábamos y en el hecho de que el cuerpo desnudo de Sara seguía apretado contra el mío.

—Hay muchos hombres que matarían por una mujer como tú —dije, intentando mantener una voz firme. No estaba preparado para la sensación que me provocaba imaginarla con otro, como si me vaciaran por dentro para llenarme luego de agua helada. Aturdido, cogí una toalla que había colgada cerca—. Vamos a secarte. Aquí hace mucho frío.

—Pero… ¿no quieres…?

—Has tenido un día infernal —señalé mientras le secaba el pelo—. Deja que esta noche me comporte como un caballero. Ya te mancillaré la próxima vez. —Quería pedirle que se quedara, pero no estaba seguro de poder controlarme si se negaba—. ¿Te encuentras bien?

Asintió y apretó la cara contra mi pecho.

—Creo que solo necesito dormir un poco.

—Le diré a Scott que te lleve a casa.

Nos vestimos en silencio, sin dejar de observarnos el uno al otro. Era algo parecido a una seducción inversa ver cómo se ponía los vaqueros, se abrochaba el sujetador y se cubría los pechos con el suéter. Sin embargo, me pareció que nunca la había deseado más que en ese momento, mientras la veía recomponerse.

Me estaba enamorando de ella. Estaba bien jodido.

El sábado por la mañana intenté llamar a Sara al menos unas veinte veces, pero colgaba justo antes de que sonara el primer timbre. Mi cerebro me decía que debía darle un poco de espacio. Pero quería verla, joder. Me estaba comportando como un puto adolescente.

«Llámala, imbécil. Pídele una cita hoy. No aceptes un no por respuesta».

Esa vez desistí de verdad, porque un hombre que dice tópicos como esos no se merecía llamar a una mujer.

Ideé excusas durante el resto de la mañana, diciéndome que lo más seguro era que ella estuviera ocupada. Por Dios, ni siquiera sabía si Sara tenía amigos aparte de Chloe y Bennett. Y no podía preguntárselo sin más, ¿o sí? No, joder. Ella me mandaría a la mierda. Pero ¿qué era lo que hacía cuando no estaba en el trabajo? Yo jugaba al rugby, bebía cerveza, corría, iba a exposiciones de arte. Todo lo que sabía de ella estaba relacionado con su manera de follar o con la vida que había dejado atrás. Sabía muy poco sobre la vida que había empezado a construir aquí. Quizá tuviera ganas de hacer algo conmigo después de lo horrible que había sido el día anterior.

«Es hora de echarle huevos, Stella».

Al final, enderecé la espalda y dejé que el teléfono sonara.

—¿Hola? —respondió. Parecía confusa.

«Por supuesto que está confusa, capullo. Nunca la has llamado antes».

Respiré hondo y solté la parrafada más atroz de mi vida.

—Mira, antes de que digas nada, sé que no somos novios ni nada de eso, y entiendo que después de saber lo del pene errante del congresista Morton no quieras tener nada parecido a una relación, pero anoche viniste y nos quedamos algo desanimados, y si quieres hacer algo hoy… no es que necesites hacerlo ni nada de eso, y aunque lo necesitaras, seguro que tienes otras opciones…, pero si quieres puedes acompañarme a mi partido de rugby. —Me quedé callado un instante, atento a cualquier signo de vida al otro lado de la línea—. No hay nada mejor para despejar la cabeza que un montón de ingleses sudorosos y cubiertos de barro intentando romperse el fémur unos a otros.

Se echó a reír.

—¿Qué?

—Rugby. Ven a ver mi partido hoy. O, si lo prefieres, ven después a tomar algo con nosotros a Maddie’s, en Harlem.

Sara guardó silencio durante lo que me pareció una semana.

—¿Sara?

—Estoy pensando.

Atravesé la estancia y manoseé la persiana de la ventana con vistas al parque.

—Pues piensa en voz alta.

—Esta tarde voy al cine con una amiga —empezó, y noté que un pequeño nudo de mi estómago se deshacía cuando ella mencionó a una amiga—, pero supongo que podría tomar algo después. ¿A qué hora crees que acabaréis?

—El partido terminará sobre las tres. Puedes reunirte con nosotros en Maddie’s sobre las cuatro.

—Lo haré —dijo—. Pero, una cosa, Max…

—¿Sí?

—¿Crees que tu equipo ganará? No quiero tomarme algo con un puñado de ingleses deprimidos y llenos de barro.

Solté una carcajada y le aseguré que íbamos a machacar a nuestros rivales.

Les pateamos el culo. Rara vez me sentía mal por el otro equipo, ya que la mayoría de las veces jugábamos contra equipos estadounidenses y, aunque ellos no tenían la culpa de no llevar el rugby en la sangre, por lo general era un placer machacarlos. Sin embargo, quizá aquel partido fuera una excepción. Dejamos de esforzarnos por marcar más o menos a la mitad del partido. Tuve que atribuir mi generosidad en parte al hecho de saber que Sara se reuniría más tarde con nosotros. Pero solo en parte. Al final del partido, daba la impresión de que estábamos luchando en el barro con niños de diez años, y me sentía un poco culpable.

Entramos rugiendo al bar, con Robbie a hombros y cantando a voces una versión obscena de «Alouette». La dueña y camarera, Madeline, nos saludó al vernos, cogió doce jarras de pinta y empezó a llenarlas.

—¡Vamos! —le gritó Robbie a su esposa—. ¡Whisky, moza!

Maddie le hizo el signo de la victoria con los dedos, pero cogió un puñado de vasos de chupito y murmuró algo sobre que si Robbie se emborrachaba, su culo manchado de barro dormiría en el sofá.

Examiné el bar en busca de Sara, pero no estaba. Me tragué la decepción, me volví hacia la barra y di un buen trago de cerveza. El partido había empezado tarde; eran casi las cinco y ella no estaba allí. ¿Debería sorprenderme? Pero justo entonces se me ocurrió una idea horrible: ¿y si había estado allí, se había hartado de esperar y se había largado?

—Joder —mascullé.

Maddie empujó un vaso de chupito hacia mí y me lo tragué con una mueca antes de maldecir de nuevo.

—¿Qué pasa? —preguntó una voz ronca y conocida detrás de mí—. Me da la impresión de que tu equipo de cabroncetes ha ganado.

Me volví sobre el taburete y sonreí de oreja a oreja al verla. Estaba estupenda con ese vestido amarillo claro y la horquillita en el pelo.

—Estás preciosa. —Vi que cerraba los ojos un instante y murmuré—: Siento haber llegado tarde.

Sara se balanceó un poco.

—Así me ha dado tiempo a tomarme unas cuantas copas.

No la veía borracha desde la noche en la discoteca, pero reconocí el brillo de sus ojos: malicia. La idea de que esa Sara reapareciera era una puta gozada.

—¿Estás cabreada?

Frunció el ceño un instante y luego sonrió.

—¿Ese es el término inglés para «borracha»? En ese caso, sí, estoy un poco achispada. —Se puso de puntillas y… me besó.

Hostia puta.

En ese momento intervino Richie, que estaba a mi lado.

—¿Qué coj…? Max. Hay una chica pegada a tu cara.

Sara se apartó y abrió los ojos como platos al darse cuenta de lo que había hecho.

—Ay, mierda.

—Tranquila —le dije en voz baja—. Aquí a nadie le importa un comino quién eres. Todas las semanas tienen que esforzarse por acordarse de cómo me llamo.

—Eso es mentira —dijo Richie—. Te llamas Imbécil.

Lo señalé con la cabeza y sonreí a Sara.

—Lo que te decía.

Ella estiró la mano y le dedicó a Richie una sonrisa radiante.

—Yo soy Sara.

Él tomó su mano y se la estrechó. Pude ver el preciso momento en que la miró de verdad y se dio cuenta de lo ridículamente preciosa que era. De inmediato, le miró el pecho.

—Yo soy Richie —murmuró.

—Un placer, Richie.

Mi amigo me miró con los ojos entrecerrados.

—¿De dónde cojones has sacado a esta?

—Ni idea. —Abracé a Sara a pesar de sus protestas de que iba a ensuciarle el vestido. Sin embargo, al final consiguió soltarse y se volvió hacia Derek, que estaba al otro lado.

—Soy Sara.

Derek dejó la cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano, lleno de barro.

—Lo que eres es un bellezón.

—Sara está conmigo —murmuré.

Y así, la Sara Achispada se abrió camino en el bar y se presentó a todos mis compañeros solteros. Vi en ella a la esposa del político en la que había estado a punto de convertirse, pero, más aún, vi que Sara era una chica increíblemente dulce.

Cuando acabó y volvió a mi lado, me dio un beso en la mejilla y susurró:

—Tus amigos son muy majos. Gracias por invitarme.

—Sí, claro. —Había perdido la capacidad de formar pensamientos coherentes.

No había casi nada en mi vida que me hiciera sentir lo que sentía con Sara. Estaba en la gloria. No me sentía demasiado culpable por ello, pero para ser sincero debía admitir que había sido un poco mujeriego, que daba por hecho que unas personas debían perder dinero para que otras lo ganaran y que había cultivado muy pocas relaciones desde que vivía en Estados Unidos. Mi mejor amigo era Will, y la mayoría de las veces nos dirigíamos el uno al otro mediante apelativos que no eran más que variaciones de la palabra «conejo».

«Díselo, gilipollas. Llévatela al otro lado del bar, dale un buen beso y dile que la amas».

—Quita ese viejo blues de mierda del altavoz, Maddie —gritó Derek.

Y justo cuando estaba a punto de coger a Sara del brazo y pedirle que viniera a hablar conmigo, ella se enderezó.

—Esto no es un blues —dijo.

Derek se dio la vuelta para mirarla con las cejas enarcadas.

—No lo es. El que canta es Eddie Cochran. Es un rockabilly —dijo, pero pareció encogerse un poco ante el continuo escrutinio de mi compañero—. No es lo mismo.

—¿Sabes bailar esta mierda? —le preguntó él mientras la miraba de arriba abajo.

Para mi sorpresa, Sara se echó a reír.

—¿Me estás pidiendo un baile?

—Joder, no. Yo…

Sin embargo, antes de que pudiera terminar la frase, ella tiró de él para ponerlo en pie y sus cincuenta y dos kilos de peso arrastraron a mi enorme amigo hasta la pista de baile.

—Mi madre es de Texas —dijo Sara con los ojos brillantes—. Intenta seguirme el ritmo.

—Me tomas el pelo —aseguró Derek antes de mirarnos a los demás. Todos los ingleses del bar habían dejado de hablar y los miraban con interés.

—¡Adelante! —grité.

—No seas nenaza, Der —gritó Maddie, y todo el mundo empezó a tocar las palmas. Ella subió la música—. Danos un buen espectáculo.

La sonrisa de Sara se hizo más amplia. Colocó la mano de Derek sobre su hombro y sacudió la cabeza cuando él empezó a protestar.

—Es la postura tradicional. Tienes que ponerme una mano en la espalda y la otra en el hombro.

Y mientras los demás observábamos, Sara le enseñó al Gran Derek cómo se bailaba: dos pasos rápidos, dos pasos lentos. Le enseñó cómo debía girarla en el sentido contrario a las agujas del reloj. Ya lo hacían bastante bien con una sola canción, y para cuando la segunda estaba a la mitad, se habían desatado y bailaban como si se conocieran desde hacía años.

Quizá ese fuera el don de Sara. Todo el que la conocía deseaba conocerla mejor. No solo a mí me parecía increíblemente dulce, con su inocencia y sus alocadas fantasías. Era irresistible para todo el mundo.

Y en ese momento deseé más que nada en el mundo poder darle un puñetazo a Andy en su puta cara de arrogante. Había desperdiciado el tiempo que había pasado con ella. Había desperdiciado su oportunidad.

Me puse en pie y avancé hacia la pista para intervenir.

—Me toca.

Los ojos castaños de Sara se oscurecieron, y en lugar de colocarme las manos como había hecho con Derek, me rodeó el cuello con los brazos y se estiró para besarme la mandíbula.

—Me da la impresión de que siempre te toca a ti.

—Creí que se suponía que debíamos separarnos un poco más para bailar esto —dije con una sonrisa antes de agacharme para besarla.

—Contigo no.

—Genial.

Esbozó una enorme sonrisa ebria.

—Pero me muero de hambre. Quiero una hamburguesa del tamaño de mi cabeza.

Solté una carcajada y me incliné de nuevo para darle un beso en la frente.

—Hay un sitio cerca que te vendrá de perlas. Te enviaré un mensaje con la dirección. Voy a casa a ducharme y te veo allí en una hora, ¿vale?

—¿Cena dos noches seguidas? —preguntó, más impaciente que otra cosa.

¿Dónde estaba la mujer cauta y distante que había visto un par de días antes? Se había evaporado. Supuse que la Sara Distante había sido siempre una fantasía.

Suya, no mía.

Asentí, y sentí que mi espalda se derretía. Para mí, se había acabado fingir que teníamos límites. Respondí con voz ronca y expectante:

—Desde luego.

Sara se mordió los labios para contener la sonrisa, pero resultaba imposible no verla.