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—O te pones el vestido plateado o te apuñalo —dijo Julia desde la zona de la cocina, como yo había empezado a llamarla. Desde luego, no era lo bastante grande para considerarla una cocina en toda regla.

Había pasado de una casa victoriana a las afueras de Chicago, laberíntica y llena de ecos, a un adorable apartamento en East Village que casi habría cabido en mi anterior salón. Y me pareció incluso más pequeño una vez que deshice las maletas, coloqué todo en su lugar e invité a mis dos mejores amigas. El salón-comedor-zona de la cocina estaba enmarcado por un gigantesco ventanal, pero el resultado se parecía más a una pecera que a un palacio. Julia solo había venido el fin de semana para disfrutar de esa noche de celebración, pero ya me había preguntado al menos diez veces por qué había elegido un lugar tan pequeño.

Lo cierto era que lo había escogido porque era muy distinto de todo lo que conocía. Y porque los apartamentos diminutos eran casi lo único que se podía encontrar en Nueva York cuando te trasladabas sin haberte asegurado primero un lugar donde vivir.

En el dormitorio, tiré un poco del bajo del minúsculo vestido de lentejuelas y contemplé la enorme cantidad de blanquísima pierna que dejaría ver esa noche. Odié que mi primer impulso fuera preguntarme si Andy lo consideraría demasiado provocativo, aunque el segundo fue darme cuenta de que me encantaba. Tendría que borrar de mi cabeza todos los antiguos programas de Andy, y cuanto antes.

—Dame una buena razón por la que no debería ponerme este vestido.

—A mí no se me ocurre ninguna. —Chloe entró en el dormitorio con un vestido azul marino que flotaba a su alrededor como una especie de aura. Como de costumbre, estaba increíble—. Vamos a beber y a bailar, así que enseñar piel es un requisito indispensable.

—No tengo claro cuánta piel quiero enseñar —le dije—. Soy muy fiel a mi flamante condición de soltera.

—Bueno, algunas mujeres enseñarán el culo, así que no destacarás, si es eso lo que te preocupa. Además —dijo mientras señalaba la calle de abajo—, es demasiado tarde para cambiarse. La limusina está aquí.

—Tú sí que deberías enseñar el culo. Eres la única que se ha pasado las tres últimas semanas tomando el sol desnuda y bebiendo en una villa francesa —le dije.

Chloe esbozó una sonrisilla pícara y me tiró del brazo.

—Vamos, preciosa. Me he pasado las últimas semanas con el gran jefe, así que estoy lista para una noche de juerga con mis chicas.

Nos subimos al coche que nos esperaba y Julia descorchó el champán. Bastó un simple trago del líquido burbujeante para que el mundo que me rodeaba se desvaneciera y solo quedáramos tres amigas en una limusina preparadas para celebrar una nueva vida.

Y aquella noche no solo celebrábamos mi llegada: Chloe Mills iba a casarse, Julia estaba de visita y la nueva Sara, soltera, tenía una vida que vivir.

El ambiente del club era oscuro y ensordecedor, lleno de cuerpos que se retorcían: en la pista de baile, en las salas, contra la barra. La DJ pinchaba la música desde un pequeño cubículo, y todos los carteles pegados en la fachada prometían que se trataba de la DJ más nueva y macizorra de Chelsea.

Julia y Chloe parecían estar en su ambiente. Yo me sentía como si hubiera pasado la mayor parte de mi infancia y mi vida adulta en eventos tranquilos y formales; estar allí era como haber saltado de las páginas de la historia de mi tranquila Chicago hasta el cuento neoyorquino por antonomasia.

Era perfecto.

Me abrí camino a empujones hasta la barra con las mejillas sonrosadas, el cabello húmedo y unas piernas que parecían no haberse usado como era debido en años.

—¡Disculpe! —grité en un intento por llamar la atención del camarero.

Aunque no tenía ni la menor idea de lo que eran, antes había pedido pezones escurridizos, hormigoneras y domingas rosas. Por el momento, con el club hasta arriba y la música tan alta que me vibraban los huesos, el tipo ni siquiera me había mirado. Debo admitir que no paraba, y que preparar un pedido de tres tediosos chupitos era un incordio. Pero yo tenía una amiga comprometida y ebria haciendo un agujero en la pista, y dicha amiga quería más chupitos.

—¡Oye! —grité al tiempo que golpeaba la barra con la mano.

—Está claro que hace lo imposible por ignorarte, ¿no te parece?

Levanté la cabeza, y mucho, para mirar al hombre que estaba a mi lado en aquella atestada barra. Tenía más o menos el tamaño de una secuoya, y señalaba al camarero con la cabeza para indicarme a quién se refería.

—Nunca le grites a un camarero, Pétalo. Y mucho menos con lo que le vas a pedir: Pete detesta emborrachar a las chicas.

Cómo no. Con mi suerte, era imposible no conocer a un tío buenísimo pocos días después de jurar que había acabado con los hombres para siempre. A un tío con acento británico, nada menos. El universo era un cabrón con mucho sentido del humor.

—¿Cómo sabes lo que iba a pedir? —Sonreí más con la esperanza de igualar su sonrisa, pero lo más probable es que solo consiguiera parecer más borracha. Di gracias por las copas que me había tomado, porque la Sara sobria lo habría despachado con monosílabos y un brusco asentimiento de cabeza—. Tal vez quiera una pinta de Guinness. Nunca se sabe.

—Es poco probable. Te he visto pedir diminutos vasitos rosas durante toda la noche.

¿Me había estado observando toda la noche? No sabía si considerarlo algo fantástico o espeluznante.

Moví los pies, algo nerviosa, y él no se perdió ni uno de mis gestos. Tenía rasgos angulosos, con una mandíbula pronunciada, huecos bajo los pómulos, ojos intensos que parecían tener luz propia, cejas oscuras y un profundo hoyuelo en la mejilla izquierda que solo se veía cuando curvaba los labios en una sonrisa. Debía de medir bastante más de un metro ochenta, y tenía un torso que mis manos tardarían muchas noches en explorar.

«Hola, Gran Manzana».

El camarero regresó y miró al hombre que había a mi lado con expresión expectante. Mi apuesto desconocido apenas levantó la voz, pero tenía un tono tan grave que el camarero lo oyó sin problemas.

—Tres dedos de Macallan’s, Pete, y lo que quiera esta señorita. Lleva esperando un buen rato, ¿no? —Se volvió hacia mí con una sonrisa que despertó algo que había permanecido dormido en mi vientre mucho tiempo—. ¿Cuántos dedos quieres?

Sus palabras explotaron en mi cerebro y mis venas se llenaron de adrenalina.

—¿Qué acabas de decir?

Inocencia. Los rasgos de aquel desconocido se llenaron de inocencia. Funcionó en cierto modo, pero a juzgar por su forma de entrecerrar los ojos, no tenía ni una sola célula inocente en todo su cuerpo.

—¿De verdad me has ofrecido tres dedos? —pregunté.

Se echó a reír y extendió sobre la barra la mano más grande que había visto en mi vida. Tenía la clase de dedos capaces de coger una pelota de baloncesto y estrujarla.

—Será mejor que empieces con dos, Pétalo.

Lo miré con más detenimiento. Ojos amables. No estaba pegado a mí, pero sí lo bastante cerca para hacerme saber que había venido a esa parte de la barra solo para hablar conmigo.

—Se te dan bien las indirectas.

El camarero golpeó la barra con los nudillos y me preguntó qué quería. Me aclaré la garganta y enderecé la espalda.

—Tres mamadas. —Pasé por alto su resoplido desdeñoso y me volví hacia mi desconocido encantador.

—No hablas como una neoyorquina —dijo. Su sonrisa se apagó un poco, pero no abandonó sus ojos.

—Tú tampoco.

Touché. Nací en Leeds, trabajé en Londres y me trasladé aquí hace seis años.

—Cinco días —admití mientras me señalaba el pecho—. De Chicago. La compañía para la que trabajaba ha abierto unas oficinas aquí y me han encargado que dirija el departamento financiero.

«Vaya, Sara. Demasiada información. Bonita manera de darles pistas a los acosadores».

Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que había mirado a otro hombre. Estaba claro que Andy era todo un experto en ese tipo de situaciones, pero por desgracia a mí ya se me había olvidado cómo se coqueteaba. Eché un vistazo hacia el lugar de la pista donde había dejado a Julia y a Chloe, pero no pude localizarlas entre el laberinto de cuerpos. Estaba tan oxidada en aquel ritual que bien podría haber sido virgen de nuevo.

—¿El departamento financiero? Yo también soy un hombre de números —dijo, y esperó a que volviera a mirarlo antes de agrandar su sonrisa—. Me alegra ver que también hay mujeres en este sector. Hay demasiados gruñones con pantalones que se reúnen solo para escucharse a sí mismos diciendo lo mismo una y otra vez.

—Yo también soy gruñona a veces —dije con una sonrisa—. Y también me pongo pantalones de vez en cuando.

—Apuesto a que también llevas calzones.

Lo miré con los ojos entrecerrados.

—Es una especie de chiste británico, ¿no? ¿O has empezado con las indirectas otra vez?

Su risa fue como una cálida caricia sobre mi piel.

—Los calzones son lo que vosotros, los estadounidenses, llamáis tan educadamente «ropa interior». —Hizo que el «in» de interior sonara como un jadeo sexual, y algo dentro de mí se derritió. Mientras yo lo miraba con la boca abierta, mi desconocido inclinó la cabeza y me recorrió de arriba abajo con la mirada—. Estás bastante sudada. No tienes pinta de venir a este tipo de establecimientos muy a menudo.

Tenía razón, pero ¿tan evidente era?

—No estoy muy segura de cómo tomarme eso.

—Tómatelo como un cumplido. Eres lo más fresco que hay en este sitio. —Se aclaró la garganta y se volvió hacia Pete, que regresaba con mis bebidas—. ¿Por qué te llevas todas esas bebidas empalagosas a la pista de baile?

—Mi amiga acaba de prometerse. Es una noche de chicas.

—Entonces es poco probable que quieras irte conmigo.

Parpadeé una vez, y luego otra. Con fuerza. Tras esa franca sugerencia, estaba oficialmente en terreno desconocido. En un terreno muy desconocido.

—Que yo… ¿Qué? No.

—Una lástima.

—¿Hablas en serio? Pero si acabas de conocerme.

—Y ya siento el fuerte impulso de devorarte. —Sus palabras fueron deliberadamente lentas, casi un susurro, pero resonaron en mi cabeza como un redoble de tambor.

Era obvio que estaba acostumbrado a este tipo de interacciones (a las proposiciones de sexo sin ataduras), y aunque yo no lo estaba, cuando me miró de esa manera supe que estaba dispuesta a seguirlo a cualquier sitio.

Todos los chupitos que había tomado me hicieron efecto a la vez, y me tambaleé un poco ante su atenta mirada. Me agarró del codo para sujetarme y me miró con una sonrisa.

—Tranquila, Pétalo.

Parpadeé unas cuantas veces, hasta que sentí que se me despejaba un poco la cabeza.

—Vale, cuando me sonríes de esa manera me dan ganas de saltarte encima. Y Dios sabe que ha pasado una eternidad desde la última vez que un hombre me dio un buen meneo. —Lo miré de arriba abajo, dejando a un lado los buenos modales—. Y algo me dice que tú podrías darme uno de los buenos… Por Dios, no hay más que mirarte.

Y lo observé. Otra vez. Respiré hondo para serenarme, y él fijó su mirada en mí con una sonrisa divertida.

—Pero resulta que nunca me he liado con un desconocido en un bar, y además estoy aquí con mis amigas, celebrando la próxima y maravillosa boda de una de ellas, así que… —recogí los chupitos—, eso vamos a hacer.

Él asintió con la cabeza una vez, muy despacio, y su sonrisa se ensanchó un poco más, como si acabara de aceptar un desafío.

—Vale.

—Bueno, ya nos veremos.

—Eso espero.

—Disfruta de tus tres dedos, desconocido.

Él se echó a reír.

—Disfruta de las mamadas.

Encontré a Julia y a Chloe en la mesa y dejé los vasos frente a ellas. Me sentía agotada y empapada en sudor. Julia colocó uno delante de Chloe y luego levantó el suyo.

—Que todas vuestras mamadas sean tan fáciles de tragar. —Sujetó el borde del vaso entre los labios, levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y se bebió el chupito de un trago sin pestañear.

—Hay que joderse… —murmuré mientras la miraba con asombro. Chloe se echó a reír a mi lado—. ¿Yo también tengo que bebérmelo así? —Bajé la voz y miré a mi alrededor—. ¿Como si fuera una mamada de verdad?

—Es un milagro que todavía no haya perdido el reflejo de las náuseas. —Julia se limpió la boca y la barbilla con el antebrazo en un gesto muy poco delicado, y luego explicó—: Ni sé los embudos de cerveza que me bebí cuando estaba en la facultad. Venga. —Le dio un codazo a Chloe—. Hasta el fondo.

Chloe se inclinó sobre la mesa y se bebió el chupito sin utilizar las manos, como había hecho Julia. Y luego llegó mi turno. Mis amigas me miraron fijamente.

—He conocido a un tío bueno —dije sin pensar—. Está como un tren. Y mide al menos cinco metros.

Julia me miró boquiabierta.

—Entonces, ¿por qué quieres tomarte mamadas «de mentira» con nosotras?

Me eché a reír y negué con la cabeza. No sabía qué responder a eso. De haber sido más atrevida, podría haberme marchado con él y haber explorado las mamadas desde otra perspectiva.

—Es una noche de chicas. Tú solo vas a estar aquí dos días. Estoy bien.

—¡No me jodas! Ve a por él.

Chloe acudió en mi rescate.

—Yo me alegro de que hayas conocido a alguien que te haya parecido guapo. Hacía una eternidad que no veía en tu cara esa sonrisa de felicidad gracias a un tío. —Su propia sonrisa desapareció cuando lo pensó mejor—. Lo cierto es que nunca te había visto esa sonrisa por un tío.

Y con esa verdad sobre la mesa, cogí mi chupito, ignorando las protestas de Julia sobre las normas, y me lo bebí de un trago. Era dulce, delicioso, y justo lo que necesitaba para quitarme de la cabeza al capullo de Chicago y al desconocido encantador de la barra. Arrastré a mis amigas hasta la pista de baile.

En cuestión de segundos me sentí relajada, atolondrada, deliciosamente impulsiva. Chloe y Julia saltaban a mi lado, cantando a gritos las canciones, perdidas en la masa de cuerpos sudorosos que nos rodeaban. Deseé que mi juventud durara un poco más. Lejos de la vida rutinaria y programada que llevaba en Chicago, me di cuenta de que no la había disfrutado como era debido. Solo allí, mientras la DJ ponía una canción tras otra, comprendí cómo podría haber pasado los veintipocos: bailando bajo las luces con un vestido insignificante, conociendo a hombres que querían devorarme, viendo cómo mis amigas se volvían salvajes, tontas y jóvenes.

No debería haberme ido a vivir con mi novio a los veintidós.

Podría haber vivido lejos de la estricta moral de las funciones sociales y los apretones de manos.

Podría haber sido la chica que era en esos momentos: vestida de punta en blanco y bailando con el corazón desbocado.

Por suerte para mí, todavía no era demasiado tarde. Me fijé en la sonrisa exultante de Chloe y se la devolví.

—¡Me alegro muchísimo de que estés aquí! —gritó para hacerse entender por encima de la música.

Iba a gritarle un ebrio juramento de amistad similar, pero justo detrás de Chloe, oculto en las sombras que había junto a la pista de baile, estaba mi desconocido. Nuestros ojos se encontraron, pero ninguno de nosotros apartó la vista. Se estaba bebiendo sus tres dedos de whisky con un amigo, pero no se sorprendió cuando lo descubrí mirándome, así que supuse que no había dejado de observarme.

Esa idea fue mucho más potente que el alcohol. Una idea que me calentó la piel y abrió un agujero ardiente en mi pecho que no tardó en descender hasta mis costillas y, al final, hasta mi vientre. Él levantó su vaso, dio un sorbo y sonrió. Noté que se me cerraban los ojos.

Quería bailar para él.

Nunca en mi vida me había sentido tan sexy, tan segura de lo que quería. Había acabado el máster, había conseguido un trabajo bien pagado e incluso había redecorado mi casa con poco dinero. Pero nunca me había sentido tan mujer como en ese momento, bailando como una loca mientras un apuesto desconocido me observaba desde las sombras.

Así, igual que en ese preciso momento, era como quería comenzar de nuevo.

¿Qué había querido decir con lo de devorarme? ¿Se refería a algo tan explícito como sonaba: su cabeza entre mis muslos y sus brazos alrededor de mis caderas para mantenerme abierta? ¿O quería decir que se pondría encima de mí, dentro de mí, y succionaría mi boca, mi cuello y mis pechos?

Una sonrisa se extendió por mi cara y alcé los brazos hacia el techo. Noté que el dobladillo del vestido ascendía por mis muslos, pero me dio igual. Me pregunté si él lo había notado. Deseé que lo hubiera notado.

Pensar que él podía largarse en cualquier momento me habría aguado la fiesta, así que no volví a mirar en su dirección. No tenía práctica con el protocolo de coqueteo en los bares; quizá su atención durara cinco segundos, o tal vez toda la noche. Daba igual. Podía fingir que estaba allí en las sombras durante todo el tiempo que me diera la gana mientras bailaba bajo las luces estroboscópicas de la pista. Me había acostumbrado a no esperar la atención de Andy, pero quería que los ojos de aquel desconocido me abrasaran la piel y llegaran hasta el lugar donde mi corazón martilleaba contra las costillas.

Me perdí en la música y en el recuerdo de su mano en mi codo, de sus ojos oscuros y de la palabra «devorar».

«Devorar».

Una canción se mezcló con otra, y luego con otra más, y antes de que pudiera recuperar el aliento, Chloe se colgó de mis hombros y empezó a reírse junto a mi oreja, saltando en la pista conmigo.

—¡Has conseguido un montón de público! —gritó a todo pulmón para hacerse oír por encima de la música, tan alto que compuse una mueca y me aparté un poco.

Señaló con la cabeza hacia un lado, y solo entonces noté que estábamos rodeadas por un grupo de hombres vestidos con ropa oscura y ajustada que se acercaban peligrosamente. Miré de nuevo a Chloe y reconocí su típica mirada brillante, la de una mujer arrasadora que se había abierto camino hasta la cima de la que ahora era una de las más grandes firmas mediáticas del mundo, una mujer que sabía muy bien lo que esa noche significaba para mí. De repente, me llegó una ráfaga de aire fresco procedente de los ventiladores del techo y me despejó un poco la cabeza. Me sentía muy contenta de estar en Nueva York, de volver a empezar. De poder divertirme de verdad.

Sin embargo, detrás de Chloe las sombras estaban oscuras y vacías; no había ningún desconocido observándome.

Eso me decepcionó un poco.

—Necesito ir al baño —le dije.

Serpenteé entre el corrillo de hombres para alejarme de la pista de baile y seguí las indicaciones hasta la segunda planta, que era en esencia un balcón desde el que se veía todo el local. Avancé por un pasillo estrecho hasta el baño, cuya luz brillante me provocó una punzada en los ojos que me llegó hasta la parte posterior de la cabeza. La sala estaba escalofriantemente vacía, y daba la impresión de que el sonido de la música de abajo llegara a través de una masa de agua.

Antes de salir me arreglé un poco el pelo, me felicité mentalmente por haberme puesto un vestido de los que no se arrugan y me retoqué los labios.

En cuanto salí por la puerta, me di de bruces con una muralla de hombre.

Habíamos estado bastante cerca en la barra, pero no tanto. En esos momentos tenía su garganta en mi cara y su olor me rodeaba. No olía como los tíos de la pista de baile, que apestaban a colonia. Olía a limpio, a un hombre que se hacía la colada y que había bebido un poco de whisky.

—Hola, Pétalo.

—Hola, desconocido.

—Te he visto bailar como una loca.

—Yo también te vi. —Apenas podía respirar. Se me doblaban las rodillas, como si no tuviesen claro si debían venirse abajo o empezar a botar rítmicamente sobre el suelo. Me mordí el labio inferior para contener una sonrisa—. Eres todo un mirón. ¿Por qué no saliste a bailar conmigo?

—Porque me pareció que preferías que te vieran bailar.

Tragué saliva y lo miré con la boca abierta, incapaz de apartar la vista. No logré averiguar de qué color eran sus ojos. En la barra me habían parecido castaños, pero tenían un brillo más claro en esa zona del club, justo por encima de los focos. Verdosos, amarillos, hechizantes. No solo sabía que él me había estado mirando (y eso me había gustado), sino que había bailado mientras me lo imaginaba devorándome.

—¿Te imaginabas que se me ponía dura?

Parpadeé. No sabía si podía estar a la altura de tanta crudeza. ¿Siempre habían existido hombres como aquel, que decían justo lo que pensaban (y lo que pensaba yo) sin que resultara aterrador, grosero o agresivo? ¿Cómo lo hacía?

—Vaya… —dije con voz ahogada—. ¿Se te puso…?

Bajó la mano, cogió la mía y me la apretó firmemente sobre su erección, que se abultaba bajo mi palma. Sin pensarlo, lo rodeé con los dedos.

—¿Y todo esto solo por verme bailar?

—¿Siempre actúas tan bien?

Si no hubiera estado tan pasmada, me habría echado a reír.

—Nunca.

Me estudió con detenimiento. La sonrisa aún bailaba en sus ojos, pero sus labios tenían una expresión más pensativa.

—Ven conmigo.

Esa vez sí que me eché a reír.

—No.

—Ven al coche.

—No. No pienso salir de esta discoteca contigo.

El tipo se agachó y me dio un cuidadoso beso en el hombro antes de decirme:

—Pero quiero tocarte…

No podía fingir que yo no quería que lo hiciera. Estábamos en una zona oscura, llena de luces intermitentes, y la música estaba tan alta que me alteraba el pulso. ¿Qué daño podía hacer una noche salvaje? Después de todo, Andy había disfrutado de muchas.

Lo conduje más allá de los aseos, más allá del pasillo estrecho, hasta un hueco diminuto y desierto desde el que se veía la cabina de la DJ. Estábamos en una zona sin salida, aislados por una esquina, pero de ningún modo escondidos. Aparte de la pared trasera del club, el resto del espacio que nos rodeaba era abierto, y solo un panel de cristal que me llegaba hasta la cintura impedía que cayéramos a la pista de baile.

—Vale. Tócame aquí.

Él enarcó una ceja y deslizó un dedo por mi clavícula, de un hombro al otro.

—¿Qué es exactamente lo que me estás ofreciendo?

Me enfrenté a esos extraños ojos que parecían tener luz propia y divertirse con todo lo que veían. El tipo parecía normal, bastante cuerdo para ser alguien que me había seguido por todo el local y que me había dicho sin tapujos que quería tocarme. Me acordé de Andy y de las pocas veces (salvo cuando servía para guardar las apariencias) que él quería tocarme o hablar conmigo, o cualquier otra cosa. ¿Esto era lo que le pasaba a él? ¿Una mujer se lo llevaba a un sitio apartado, se le ofrecía y él aprovechaba todo lo posible antes de volver a casa conmigo? Entretanto, mi vida se había vuelto tan insulsa que ni siquiera recordaba cómo me había acostumbrado a pasar las largas noches sola.

¿Era muy ambicioso desearlo todo? ¿Una carrera maravillosa y un momento de locura de vez en cuando?

—No serás un psicópata, ¿verdad?

Él soltó una risotada y se inclinó poco a poco para besarme en la mejilla.

—Me vuelves un poco loco, pero no, no lo soy.

—Yo solo… —empecé a decir, y luego bajé la vista. Apoyé la palma de la mano en su pecho. Su suéter gris estaba increíblemente suave. Debía de ser de cachemira. Llevaba unos vaqueros oscuros que le sentaban de muerte. Sus zapatos negros no tenían ni una rozadura. Todo en él hablaba de meticulosidad—. Acabo de mudarme aquí. —Parecía una explicación adecuada para lo mucho que me temblaba la mano.

—Y un momento como este no parece muy seguro, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Desde luego que no. —Sin embargo, un instante después alcé la mano, le rodeé la nuca y tiré de él.

El desconocido se inclinó de buena gana y esbozó una sonrisa justo antes de que nuestros labios se tocaran. El beso tuvo una suavidad y una dureza perfectas, y el toque de whisky le dio un matiz agradable. Él gimió un poco cuando abrí la boca para darle acceso, y la vibración de ese pequeño ruido me hizo estallar en llamas. Quería sentir todos y cada uno de sus gemidos.

—Sabes a azúcar. ¿Cómo te llamas? —me preguntó.

En ese momento sentí el primer ramalazo de pánico.

—Nada de nombres.

Él se apartó para mirarme con las cejas enarcadas.

—¿Y cómo te llamo?

—Como me has llamado hasta ahora.

—¿Pétalo?

Asentí con la cabeza.

—¿Y qué dirás tú cuando estés a punto de correrte? —Me dio otro pequeño beso.

Me dio un vuelco el corazón al pensarlo.

—No creo que importe mucho cómo te llame, ¿verdad?

Él aceptó con un encogimiento de hombros.

—Supongo que no.

Le cogí la mano y se la coloqué en mi cadera.

—Soy la única persona que me ha llevado al orgasmo en el último año. —Moví sus dedos hasta el dobladillo del vestido y susurré—: ¿Podrías cambiar eso?

Sentí su sonrisa contra mi boca cuando se agachó para besarme de nuevo.

—¿Hablas en serio?

La idea de entregarme a ese hombre en aquel rincón oscuro me asustaba un poco, pero no lo suficiente para cambiar de opinión.

—Muy en serio.

—Tienes problemas.

—Te prometo que no.

Se apartó lo necesario para estudiar mi expresión. Sus ojos se movieron de un lado a otro hasta que sus labios esbozaron de nuevo esa sonrisa divertida.

—El hecho es que no tienes ni la menor idea de cómo vas a terminar…

Me dio la vuelta y me apretó contra el borde del panel de cristal para que pudiera ver a la masa de cuerpos que se retorcían más abajo. Justo delante de mí, las luces giraban desde las vigas metálicas que atravesaban el local, iluminando la pista y dejando nuestro rincón prácticamente a oscuras. Empezó a salir vapor de las rejillas de ventilación de la pista y formó una nube que cubrió a la gente hasta los hombros. Una nube que se llenaba de ondas cuando alguien la atravesaba.

Las yemas de los dedos de mi desconocido se introdujeron por debajo del dobladillo de mi vestido y lo levantaron. Introdujo una mano en la parte posterior de mi ropa interior y la deslizó por mi costado antes de meterla entre mis piernas, la zona que anhelaba su contacto. No me sentí avergonzada, ni siquiera en esa posición vulnerable, cuando me arqueé contra su mano, absolutamente perdida.

—Estás empapada, encanto. ¿Qué es lo que te gusta? ¿La idea de estar haciendo esto aquí? ¿O el hecho de que te observara mientras bailabas pensando en follarme?

No dije nada por miedo a cuál podría ser la respuesta, pero ahogué una exclamación cuando deslizó uno de sus largos dedos dentro de mí. Los pensamientos sobre lo que «debería hacer» se desvanecieron cuando pensé en la Sara aburrida de Chicago, la Sara predecible que siempre hacía lo que se esperaba de ella. No quería volver a ser esa persona. Quería ser impulsiva, salvaje y joven. Quería vivir para mí por primera vez en mi vida.

—Eres muy estrecha, pero con lo lubricada que estás estoy casi seguro de que no tendrías problemas con esos tres dedos. —Se echó a reír mientras me besaba la nuca y me acariciaba el clítoris con la amplia yema del dedo, de una forma lenta y provocadora.

—Por favor… —susurré. No tenía ni idea de si me había oído. Tenía la cara en mi pelo, y notaba su erección contra la cadera, pero aparte de eso, no era consciente de nada que no fuera el largo dedo que se deslizaba dentro de mí.

—Tienes una piel increíble. Sobre todo aquí. —Me dio un beso en el hombro—. ¿Sabías que tu nuca es perfecta?

Me volví para mirarlo con una sonrisa. Tenía los ojos bien abiertos y despejados, y cuando se encontraron con los míos, se estrecharon en una sonrisa. Nunca había mirado a nadie tan directamente mientras me tocaba de esa manera, y había algo en ese hombre, en esa noche y en esa ciudad, que me hizo saber de inmediato que aquella era la mejor decisión que había tomado.

«Querida Nueva York, eres lo más. Te quiere, Sara.

»P. D. Te aseguro que no es el alcohol quien habla».

—No tengo muchas oportunidades de verme la nuca.

—Una lástima, la verdad. —Apartó la mano, y sentí una leve sensación de frío allí donde habían estado sus dedos cálidos. Rebuscó en su bolsillo y sacó un diminuto paquete.

Un condón. Llevaba un condón en el bolsillo. Jamás se me habría ocurrido llevar un condón para ir a una discoteca cualquiera.

Me dio la vuelta para situarme de cara a él, giró conmigo y me aplastó la espalda contra la pared antes de agacharse para besarme, primero con suavidad y luego con más fuerza, con más pasión. Cuando creí que me quedaría sin respiración, él se apartó y me chupó la barbilla, la oreja y el cuello, donde el pulso latía enloquecido. El vestido se me había bajado hasta los muslos, pero sus dedos lo subían poco a poco.

—Podría venir alguien —me recordó, dándome una última oportunidad para detenerlo mientras me bajaba las bragas lo suficiente para que pudiera quitármelas.

No me importaba. Ni siquiera un poco. Puede que incluso una pequeña parte de mí deseara que alguien se acercara y viera a ese hombre perfecto tocándome así. Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera en las caricias de sus manos, en el vestido subido por encima de mis caderas o en la presión dura e insistente que notaba contra el abdomen.

—Me da igual.

—Estás borracha. ¿Demasiado borracha para esto? Si te follo, quiero que lo recuerdes.

—Pues haz que sea memorable.

Levantó una de mis piernas para abrirme, exponiendo mi piel desnuda al fresco del aire acondicionado situado justo por encima de nosotros, y me enganchó la rodilla a su cadera, momento en el que agradecí haberme puesto unos tacones de diez centímetros. Bajé la mano, le desabroché los vaqueros y le bajé los calzoncillos lo justo para liberarlo, antes de rodear su erección con los dedos y frotarla contra la humedad que me envolvía.

—Joder, Pétalo. Déjame seguir.

Tenía los pantalones desabrochados, pero se mantenían a la altura de las caderas. Desde atrás, podría parecer que estábamos bailando, quizá solo besándonos. Pero notaba el latido de su erección en la palma de la mano, y la situación me volvió loca. Iba a hacérmelo allí mismo, delante de la gente. Entre esa gente había personas que me conocían como Sara la Buena, Sara la Responsable o la Sara de Andy.

«Nuevo hogar, nuevo trabajo, nueva vida. Nueva Sara».

Notaba a mi desconocido grande y pesado en la mano. Lo deseaba, aunque también me aterrorizaba un poco la posibilidad de que me dejara empalada. No tenía claro si alguna vez había tocado un miembro tan duro.

—Eres enorme —espeté.

Él sonrió como un lobo a punto de devorarme y rasgó a toda prisa el envoltorio del condón con los dientes.

—Eso es lo mejor que puedes decirle a un hombre. Incluso podrías decirme que no sabes si te entrará.

Deslicé el extremo alrededor de la entrada de mi cuerpo y me estremecí. Era pura calidez, piel suave sobre acero puro.

—Joder. Voy a correrme en tu mano si no dejas de hacer eso. —Le temblaban un poco las manos por las prisas cuando me apartó los dedos para ponerse el condón.

—¿Haces esto a menudo? —le pregunté.

Estaba a punto, apretado contra mí, y me miró con una sonrisa.

—¿Hacer el qué? ¿Practicar sexo con una mujer preciosa que no quiere decirme cómo se llama y que prefiere que la folle en un lugar público en vez de en un sitio apropiado, como una cama o una limusina? —Empezó a apretar muy, muy despacio. Sus ojos ardían y…, por Dios, no sabía que el sexo con desconocidos fuera tan íntimo. No se perdió ni una de las reacciones que mostraba mi cara—. No, Pétalo. Debo admitir que nunca había hecho esto.

Su voz sonaba tensa, y luego se apagó, se había hundido muy dentro de mí, allí, en medio de aquel club caótico lleno de luces brillantes y música palpitante, donde la gente pasaba a escasos cinco metros de distancia. Y, sin embargo, todo mi mundo se reducía al lugar donde me llenaba, donde acariciaba mi clítoris con cada embestida, donde la cálida piel de sus caderas se apretaba contra mis muslos.

No hubo más charla, tan solo pequeñas embestidas que se volvieron más rápidas e intensas. El espacio entre nosotros se llenó de exclamaciones apagadas de elogio y apremio. Notaba sus dientes apretados contra el cuello, y me agarré a sus hombros por miedo a caer abajo o a algún otro lugar, no a una pista de baile abarrotada de gente, sino a un mundo donde nunca me hartara de estar tan expuesta, de obtener placer delante de cualquiera que mirara…, especialmente ese hombre.

—Por Dios, eres magnífica. —Se echó hacia atrás, bajó la mirada y aceleró un poco el ritmo—. No puedo dejar de mirar tu piel perfecta ni…, ¡joder!…, ni cómo entra dentro de ti.

Él podía verlo bien porque estaba de espaldas a la luz; yo solo veía la silueta de mi desconocido encantador. No vi nada cuando bajé la vista, nada salvo sombras oscuras y movimientos insinuados: él dentro de mí, y luego fuera otra vez. Empapado y duro, penetrándome sin descanso. Y, como si quisiera resaltar el hecho de que en realidad no necesitaba verlo, la intensidad de la luz bajó hasta casi la oscuridad total mientras una música lenta y oscilante se apoderaba del local.

—Te grabé en vídeo mientras bailabas —me susurró.

Tardé un momento en asimilar sus palabras mientras se movía dentro de mí.

—¿Q-Qué?

—No sé por qué lo hice. No pienso enseñarlo por ahí ni nada de eso. Solo… —Me miró a la cara y aminoró el ritmo lo suficiente para permitirme pensar—. Parecía que estabas poseída, joder. Quería recordarlo. Por Dios, es como si estuviera confesando mis pecados…

Tragué saliva, y él se agachó un poco para besarme.

—¿Resultaría raro que me guste que hicieras eso?

Se echó a reír en mi boca mientras entraba y salía de mi cuerpo con embestidas lentas y deliberadas.

—Limítate a disfrutarlo, ¿vale? Me gusta mirarte. Bailabas para mí. No hay nada de malo en eso.

Me levantó la otra pierna, la colocó también alrededor de su cintura y luego, durante unos segundos perfectos en la oscuridad, empezó a moverse de verdad. Deprisa y con apremio, dejando escapar deliciosos gruñidos. Si en ese momento hubiera aparecido alguien en nuestro pequeño balcón, no habría tenido dudas sobre lo que estábamos haciendo. El hecho de pensar en eso (dónde estábamos, qué estábamos haciendo y la posibilidad de que alguien pudiera ver cómo ese hombre me tomaba con rudeza), me catapultó al abismo. Empecé a mover la cabeza de un lado a otro sobre la pared, y pude sentir… sentir, sentir… cómo aumentaba la presión en la parte baja de mi vientre, una especie de bola que recorrió mi columna y luego explotó en mi sexo con tanta fuerza que me hizo gritar sin preocuparme lo más mínimo de si alguien podía oírme. Ni siquiera tuve que mirarlo a la cara para saber que él estaba observando cómo estallaba.

—La hostia… —Me embistió con más fuerza y se corrió con un gemido grave mientras hundía los dedos en mis caderas.

«Me va a dejar cardenales», pensé. Y luego: «Ojalá me deje cardenales».

Quería tener algo que me recordara esa noche y a esa Sara cuando me marchara, algo que me permitiera diferenciar mejor la nueva vida de la antigua.

Se quedó inmóvil, todavía jadeante, con los labios enterrados en mi cuello.

—Madre mía, pequeña. Me has dejado para el arrastre.

Sentí sus latidos en mi interior (las réplicas de su orgasmo), y deseé que se quedara enterrado dentro de mí durante toda la eternidad. Me imaginé el aspecto que tendríamos para el resto de la discoteca: un hombre que aplastaba a una mujer contra la pared y las piernas de ella alrededor de su cintura, apenas visibles en la oscuridad.

Deslizó su enorme mano desde mi tobillo hasta la cadera, y luego, con un pequeño gemido, salió de mí, me dejó en pie y se apartó un poco para quitarse el condón.

Madre del amor hermoso…, jamás había hecho una locura parecida, ni de lejos. Esbocé una sonrisa de oreja a oreja, aunque mis rodillas estaban al borde del colapso.

«No pierdas los papeles, Sara. No pierdas los papeles».

Era perfecto. Todo había sido perfecto, sin embargo debía acabar ahí.

«Hazlo todo de manera distinta. Sin nombres, sin ataduras. Sin arrepentimientos».

Me alisé el vestido y me puse de puntillas para besarlo.

—Ha sido increíble.

Él asintió y murmuró algo mientras me besaba.

—Lo ha sido, sí. ¿Podríamos…?

—Me voy abajo. —Empecé a retroceder mientras me despedía con un pequeño gesto de la mano.

Él me miró, confundido.

—Estás…

—Bien. Estoy bien. ¿Tú estás bien?

Asintió, estupefacto.

—Pues entonces…, muchas gracias.

Con la adrenalina todavía en las venas, me di la vuelta antes de que pudiera decir algo y lo dejé allí, con los pantalones desabrochados y los labios fruncidos en una mueca de sorpresa.

Minutos más tarde encontré a Chloe y a Julia, que estaban preparadas para irse a casa. Salimos del club con los brazos entrelazados, y solo una vez dentro de la limusina, mientras revivía en silencio lo que acababa de hacer con ese armario de hombre desconocido, me acordé de una cosa: había dejado mi ropa interior en el suelo, a sus pies, y el vídeo en el que aparecía bailando en su teléfono.