Aquello de correr no se estaba volviendo más fácil.
—Esto de correr se volverá más fácil —insistió Will, mirando hacia abajo, donde yo estaba sentada, hecha un ovillo quejumbroso en el suelo—. Ten paciencia.
Arranqué de la escarcha unas cuantas briznas de hierba parda, murmurando para mis adentros lo que Will podía hacer exactamente con su paciencia. Era temprano, el cielo seguía estando apagado y gris, y ni siquiera los pájaros parecían dispuestos a aventurarse a salir al frío. Llevábamos una semana y media saliendo cada mañana a correr juntos, y tenía agujetas en lugares que ni siquiera sabía que existían.
—Y deja de comportarte como una cría —añadió.
Alcé la vista hacia él con los ojos entornados y pregunté:
—¿Qué has dicho?
—He dicho que muevas el culo y vengas aquí.
Me levanté y me quedé rezagada unos cuantos pasos antes de echarme a correr para ponerme a su altura. Me miró para evaluarme.
—¿Sigues dolorida?
Me encogí de hombros.
—Un poco.
—¿Tanto como el viernes?
Reflexioné, dibujando círculos con los hombros y estirando los brazos por encima de la cabeza.
—No tanto.
—¿Y sigues notando el pecho como si alguien te hubiese empapado los pulmones de gasolina y les hubiese prendido fuego?
—No —respondí con una mirada furiosa.
—¿Lo ves? Y la semana que viene se volverá más fácil. Y la semana siguiente anhelarás correr tal como debes desear a veces comer chocolate.
Abrí la boca para mentir, pero Will me silenció con una mirada perspicaz.
—Esta semana haré una llamada y te pondré en contacto con alguien que te mantenga en movimiento, y antes de que te des cuenta…
—¿Qué quieres decir con eso de «ponerme en contacto con alguien»?
Nos pusimos a correr y alargué las zancadas para mantenerme a su altura. Me dedicó una breve mirada.
—Alguien que corra contigo. Una especie de entrenador.
Los árboles desnudos parecían suficientes para aislarnos porque, aunque podía ver la parte superior de los edificios y el paisaje a lo lejos, los sonidos de la ciudad parecían proceder de varios kilómetros de distancia. Nuestros pies impactaban contra las hojas caídas y la grava suelta del camino, el cual se estrechó lo justo para que tuviese que ajustar mis pasos. Mi hombro rozaba el de Will.
Estaba lo bastante cerca de él para oler el aroma de jabón, menta y un toque de café que se aferraba a su piel.
—Estoy confundida. ¿Por qué no puedo correr contigo?
Will se echó a reír, dibujando un arco con la mano como si la respuesta se hallara suspendida en el aire a nuestro alrededor.
—Para mí esto no es correr de verdad, Ziggs.
—Bueno, claro que no; apenas estamos haciendo jogging.
—No, me refiero a que se supone que tengo que entrenar.
Miré con intención nuestros pies y luego su cara.
—¿Y esto no es entrenar?
Volvió a reírse.
—Esta primavera voy a participar en el Ashland Sprint. Me hará falta correr algo más que dos kilómetros y medio unos cuantos días por semana para ponerme a punto.
—¿Qué es el Ashland Sprint? —pregunté.
—Un triatlón que se celebra en las afueras de Boston.
—Oh. —El ritmo de nuestros pasos resonó en mi cabeza y sentí que mis extremidades se calentaban; casi pude sentir la sangre que bombeaba a través de mi cuerpo. No era del todo desagradable—. Pues participaré contigo.
Me miró con los ojos entornados y las comisuras de su boca se elevaron con una sonrisa.
—¿Sabes acaso qué es un triatlón?
—Por supuesto. Hay que nadar, correr y dispararle a un oso.
—Casi lo adivinas —dijo en tono socarrón.
—Vale, pues ilumíname, bajista. ¿Qué longitud tiene exactamente ese triatlón de la hombría?
—Depende. Hay la distancia sprint, la intermedia, la larga distancia y la ultra distancia. Y nada de osos, tonta del culo. Natación, carrera y bicicleta.
Me encogí de hombros, haciendo caso omiso del constante escozor de mis pantorrillas al llegar a una cuesta.
—¿Y en cuál participas tú?
—En la intermedia.
—Vale —dije—. No suena demasiado mal.
—Eso significa que nadas más o menos un kilómetro y medio, recorres en bicicleta cuarenta y luego corres los últimos nueve kilómetros.
Los pétalos de mi floreciente confianza se marchitaron de repente.
—Oh.
—Y por eso no puedo quedarme contigo aquí, en este camino para conejos.
—¡Eh! —dije, empujándolo con la fuerza suficiente para que tropezase ligeramente.
Se echó a reír y recuperó el equilibrio antes de sonreírme.
—¿Siempre ha sido tan fácil encenderte?
Enarqué las cejas y abrió los ojos de par en par.
—No me hagas caso —gruñó.
El sol irrumpía por fin a través de las tinieblas cuando nos pusimos a andar. Will tenía las mejillas sonrosadas por el frío, y las puntas de su pelo asomaban rizadas por debajo de su casquete. Un atisbo de barba le cubría la mandíbula y me encontré observándolo, tratando de reconciliar a la persona que se hallaba ante mí con el tipo al que tan bien creía recordar. Ahora era todo un hombre. Seguro que podía afeitarse dos veces al día y aun así tener una sombra de barba a media tarde. Alcé la mirada justo a tiempo de pillarlo mirándome fijamente el pecho.
Me agaché para mirarlo a los ojos, pero ignoró mi intento de reorientar su atención.
—Detesto preguntar lo obvio, pero ¿qué estás mirando?
Ladeó la cabeza y me observó desde un ángulo distinto.
—Tienes las tetas diferentes.
—¿Verdad que están alucinantes? —Me cogí una con cada mano—. Ya sabes que Chloe y Sara me ayudaron a elegir sujetadores nuevos. Las tetas siempre han sido un problema para mí.
Vi que Will tenía los ojos abiertos como platos.
—Las tetas nunca son un problema para nadie. Jamás.
—Eso dice el hombre que no tiene un par. Las tetas son funcionales. Eso es.
Me miró con auténtico fuego en los ojos.
—Desde luego que lo son. Hacen su trabajo.
Reí y solté un gruñido.
—No son funcionales para ti, salido.
—¿Te apuestas algo?
—Verás, el problema con las tetas es que, si las tienes grandes, nunca puedes parecer delgada. Los tirantes del sujetador te dejan marcas en los hombros y te duele la espalda. Y a no ser que las estés utilizando para su verdadera finalidad, siempre estorban.
—¿Cómo que estorban? ¿Les estorban a mis manos? ¿Les estorban a mi cara? No blasfemes, anda. —Alzó la vista al cielo—. Esta chica no lo decía en serio, Señor. Te lo prometo.
Ignorándolo, dije:
—Por eso me hice una reducción de mamas cuando tenía veintiún años.
En ese momento, su expresión pasó de divertida a horrorizada, como si acabase de decirle que había preparado un estofado increíble con bebés recién nacidos y lenguas de cachorros.
—¿Por qué demonios hiciste eso? Es como si Dios te hiciese un regalo estupendo y tú le dieses una patada en los huevos.
Me eché a reír.
—¿Dios? Pensaba que eras agnóstico, profesor.
—Lo soy, pero si pudiera agarrar unas tetas perfectas como las tuyas tal vez fuese capaz de encontrar a Jesús.
Sentí las mejillas calientes.
—¿Es que Jesús vive en mi escote?
—No, ya no. Ahora tus tetas son demasiado pequeñas para que esté cómodo ahí dentro. —Sacudió la cabeza, y no pude dejar de reír—. ¡Qué egoísta, Ziggs! —dijo, sonriéndome de oreja a oreja.
Tropecé un poco. Ambos nos volvimos de golpe al oír una voz:
—¡Will!
Paseé la mirada desde la animada pelirroja que corría hacia nosotros hasta Will y volví a mirarla a ella.
—¡Hola! —dijo él, saludándola incómodo con la mano.
Tras adelantarnos, ella se volvió para correr hacia atrás, gritándole:
—No te olvides de llamarme. Me debes un martes.
La chica le dedicó una sonrisita coqueta antes de continuar por el camino. Esperé una explicación, pero no llegó. Will tenía la mandíbula tensa y sus ojos ya no sonreían mientras se concentraba en el camino que se extendía ante nosotros.
—Era guapa —sugerí.
Will asintió con la cabeza.
—¿Era una amiga?
—Sí. Esa es Kitty. De vez en cuando… quedamos.
Quedar. Vale. Había pasado el tiempo suficiente en campus universitarios para estar enterada de que en el noventa y cinco por ciento de los casos la palabra «quedar» era una manera que tenían los chicos de decir «hacerlo».
—Así que no la presentarías como tu novia.
Su mirada se clavó en mis ojos.
—No —dijo, y casi pareció que lo había ofendido—. Desde luego, no es mi novia.
Caminamos en silencio unos momentos y miré por encima de mi hombro, cayendo en la cuenta. Era una «no novia».
—Tenía las tetas…, uau. Está claro que conoce a Jesús.
Will se partió de risa y me pasó el brazo por los hombros.
—Digamos simplemente que encontrar la religión le costó un montón de dinero.
Más tarde, cuando acabamos y Will hacía estiramientos en el suelo junto a mí, tocándose los dedos de los pies, lo miré.
—Esta noche tengo una fiesta —dije con una mueca.
Bajo los pantalones de chándal se le notaban los músculos del muslo, así que casi no lo oí cuando repitió:
—¿Una fiesta?
—Sí. Es una especie de fiesta…, de trabajo. Bueno, en realidad no. Es como una reunión social, una fiesta interdepartamental. Nunca voy a esa clase de cosas, pero como he decidido no morir sola rodeada de gatos salvajes, he pensado que podía probar. Es jueves por la noche, así que estoy segura de que la reunión no va a ser demasiado movida.
Él se echó a reír, sacudiendo la cabeza y cambiando de postura.
—Es en Ding Dong Lounge. —Hice una pausa, mordisqueándome el labio—. En serio, ¿es un nombre inventado?
—No, es un local de Columbus. —Pensativo, se rascó la mandíbula, en la que se veía un principio de barba—. De hecho, no está lejos de mi oficina. Max y yo vamos allí algunas veces.
—Pues un grupo de compañeros míos va a ir, y esta vez cuando me preguntaron si iba dije que sí, y ahora me doy cuenta de que no tengo más remedio que presentarme allí al menos y ver de qué va la cosa. Quién sabe, quizá pueda ser divertido.
Me miró a través de sus gruesas pestañas.
—¿Has respirado siquiera durante toda esa frase? —dijo.
—Will. —Lo observé insistentemente hasta que bajó la mirada—. ¿Quieres pasártelo bien?
Se rió y sacudió la cabeza mientras hacía otro estiramiento. Tardé un instante en entender por qué se reía.
—¡Puaj, estás hecho un pervertido! —exclamé, dándole un golpe de broma en el hombro—. Sabes a qué me refiero. ¿Quieres pasarlo bien conmigo?
Alzó la mirada al oír que me daba una palmada en la frente.
—Dios, suena mucho peor. Mándame un mensaje si te interesa pasar un buen rato. —Hice una mueca y me volví para caminar por el sendero hacia mi edificio de apartamentos, deseando que el sendero se abriese bajo mis pies y me transportase a Narnia—. ¡Olvídalo!
—¡Me encanta que me invites a pasar un buen rato contigo! —gritó a mis espaldas—. ¡Estoy deseando pasar un buen rato esta noche, Ziggy! ¿Quieres que quedemos a las ocho o prefieres que vaya a las diez? ¿Y si pasamos dos buenos ratos?
Tras mostrarle el dedo corazón de la mano, seguí andando por el sendero. Gracias a Dios, no pudo ver mi sonrisa.