—Espera un momento —dijo Max, retirando la silla para sentarse—. ¿Esta es aquella hermana de Jensen, la misma que te cepillaste aquella vez?
—No, esa fue la otra hermana, Liv. —Me senté delante del inglés e ignoré tanto su sonrisa burlona como el incómodo nudo que sentía en el estómago—. Y no me la cepillé. Solo nos enrollamos un poco. La hermana pequeña es Ziggy, y solo era una cría la primera vez que fui a casa de Jensen por Navidad.
—Todavía no me puedo creer que te invitara a su casa a pasar las Navidades y te lo montaras con su hermana allí mismo, en el jardín. Yo te daría de hostias. —Se quedó pensativo un momento, rascándose la barbilla—. Bah, es mentira. Me habría importado una mierda.
Miré a Max y sentí un amago de sonrisa en la comisura de los labios.
—Liv no estaba en la casa cuando volví unos años más tarde a pasar el verano. La segunda vez que estuve allí me comporté.
A nuestro alrededor se oían el tintineo de las copas y los murmullos de la gente que conversaba tranquilamente. El almuerzo de los martes en Le Bernardin se había convertido en una costumbre para nuestro grupo durante los seis meses anteriores. Por lo general, Max y yo éramos los últimos en llegar a la mesa, pero, por lo visto, ese día los otros se habían quedado rezagados a causa de una reunión.
—Y supongo que querrás que te den un premio por eso —comentó Max, examinando la carta antes de cerrarla de golpe.
A decir verdad, ni siquiera sé por qué se molestó en abrirla. Siempre pedía caviar de primero y rape de segundo. Últimamente había llegado a la conclusión de que Max se guardaba toda su espontaneidad para su vida con Sara; con la comida y el trabajo, decididamente, era un animal de costumbres.
—Te olvidas de cómo eras tú antes de conocer a Sara —dije—. Deja de comportarte como si hubieses vivido en un monasterio.
Me dio la razón al tiempo que me guiñaba un ojo y me dedicaba una de esas enormes sonrisas desenfadadas suyas.
—Bueno, háblame de esa hermana pequeña, entonces.
—Es la menor de los cinco hermanos Bergstrom y estudia un curso de posgrado aquí, en Columbia. Ziggy siempre ha sido una lumbrera, algo exagerado. Terminó la universidad en tres años y ahora trabaja en el laboratorio Liemacki, ¿te suena? ¿El que trabaja con vacunas?
Max negó con la cabeza y se encogió de hombros, como diciendo: «¿De qué coño me estás hablando?».
—Es un proyecto de alto nivel de la facultad de Medicina —proseguí—. Bueno, el caso es que el fin de semana pasado, en Las Vegas, cuando ibais como locos detrás de las tías en las mesas de blackjack, Jensen me envió un mensaje de texto diciéndome que iba a venir a visitarla. Me contó que le echó una bronca del copón para que no siga viviendo entre tubos de ensayo y vasos de precipitados el resto de su vida.
El camarero acudió a rellenar nuestros vasos de agua y le explicamos que esperábamos a unos cuantos comensales más. Max me miró.
—O sea que piensas verla otra vez, ¿no?
—Sí. Estoy seguro de que este fin de semana saldremos y haremos algo. Creo que volveremos a salir a correr juntos.
No me pasó desapercibido el modo en que abrió los ojos como platos.
—¿Vas a compartir con alguien el espacio sagrado que dedicas a correr? Eso parece más íntimo para ti incluso que el sexo, William.
Hice un gesto desdeñoso con la mano.
—No digas tonterías.
—Bueno, ¿y estuvo bien, entonces? ¿Te pusiste al día con la hermanita pequeña y esas cosas?
Había estado muy bien. No habíamos hecho nada del otro mundo, ni siquiera algo especial: habíamos salido a correr, simple mente. Sin embargo, todavía estaba un poco descolocado por lo mucho que me había sorprendido aquella mujer. Había ido allí convencido de que tenía que haber una razón para su aislamiento, además de la cantidad de horas que pasaba trabajando.
Pensaba que iba a estar incómoda, violenta o insoportable, o que sería la viva imagen de la conducta antisocial. Pero no había visto asomar ninguna de esas cosas, y desde luego, no parecía ninguna «hermanita pequeña». Era un poco ingenua e impulsiva, pero lo cierto es que, simplemente, trabajaba muchísimo y se había quedado atrapada en una serie de hábitos que ya no le procuraban ninguna satisfacción. La comprendía perfectamente.
Había conocido a los Bergstrom en Navidad, en mi segundo año en la universidad. Ese curso, no tenía dinero suficiente para el billete de avión para volver a casa y la madre de Jensen se indignó tanto al pensar que iba a pasar las fiestas solo en la residencia de estudiantes que vino en coche desde Boston dos días antes de Navidad a recogerme y llevarme a su casa. La familia era tan cariñosa y bulliciosa como cabría esperar de un hogar con cinco hijos que solo se llevaban unos dos años de diferencia entre cada uno de ellos.
Haciendo honor a aquella etapa de mi vida, les devolví el favor tonteando en secreto con su hija mayor en el cobertizo del jardín.
Unos años después hice unas prácticas con Johan y viví en casa de los Bergstrom. La mayor parte de los hijos ya se habían marchado de casa o se habían quedado en sus universidades a pasar el verano, así que solo estábamos Jensen y yo, y la hija menor, Ziggy. La casa ya era para mí como mi segundo hogar. Aun así, a pesar de que había vivido con ella tres meses y la había visto hacía unos años en la boda de Jensen, cuando llamó el día anterior me costó trabajo recordar incluso su cara.
Pero cuando la vi en el parque, me vinieron a la cabeza muchos más recuerdos de los que creía tener: Ziggy a los doce años, su naricilla pecosa sepultada entre los libros. Solo sonreía tímidamente de vez en cuando en la mesa, durante la cena, pero el resto del tiempo rehuía cualquier tipo de contacto conmigo. En aquel entonces yo tenía diecinueve años y la verdad es que me daba absolutamente igual. También me acordé de Ziggy a los dieciséis, toda ella piernas y codos, con el pelo enmarañado cayéndole en cascada por la espalda. Se pasaba las tardes en shorts y tops de tirantes, leyendo tumbada sobre una manta en el jardín mientras yo trabajaba con su padre.
En aquella época, la repasaba de arriba abajo, como repasaba de arriba abajo a cualquier ejemplar del sexo opuesto que se pasease por delante de mis narices, como si estuviese escaneando y catalogando distintas partes del cuerpo. La chica era escultural pero reservada, y obviamente, demasiado inexperta e ingenua en el arte del coqueteo para ganarse mi desdeñoso interés. En aquella época, mi vida estaba marcada por la curiosidad y por un continuo desfile de mujeres desinhibidas, tanto jóvenes como mayores que yo, dispuestas a probarlo todo.
Sin embargo, ese día sentí como si hubiese estallado una bomba en mi cerebro. Cuando vi su cara experimenté la extraña sensación de estar en casa de nuevo, pero también de haber conocido a una chica guapa por primera vez. No se parecía en nada a Liv o Jensen, los dos rubios y larguiruchos, prácticamente como dos fotocopias idénticas el uno de la otra. Ziggy se parecía a su padre, para bien o para mal. Poseía la paradoja combinación de las largas extremidades de su padre con las curvas sinuosas de su madre. Había heredado los ojos grises, el pelo castaño claro y las pecas de Johan, pero la sonrisa franca y radiante de su madre.
Me pilló por sorpresa cuando dio un paso adelante, me rodeó el cuello con los brazos y me atrajo hacia sí, estrechándome con fuerza. Fue un abrazo cómodo, rayando el espacio íntimo. Aparte de Chloe y Sara, no había demasiadas mujeres en mi vida que fuesen amigas en el sentido estricto de la palabra. Cada vez que abrazaba así a una mujer, estrechándola con fuerza, por lo general, siempre había algún elemento sexual de por medio. Ziggy siempre había sido la niña pequeña de la casa, pero allí en mis brazos, constaté que ya no era ninguna niña. Era una mujer de veintitantos años, con unas manos cálidas sobre mi cuello y un cuerpo de mujer hecha y derecha. Olía a champú y a café. Olía a mujer, y bajo la sudadera y su escuálida chaqueta, percibí el contorno de sus pechos aplastándose contra mi torso. Cuando retrocedió y me miró, me gustó inmediatamente: no se había arreglado con exageración, no se había maquillado ni lucía ropa de deporte cara o de diseño. Llevaba la sudadera de Yale de su hermano, pantalones negros demasiado cortos y unas zapatillas que, decididamente, habían conocido tiempos mejores. No trataba de impresionarme; solo quería verme.
«Es tan reservada, tío… —dijo Jensen cuando llamó, hacía poco más de una semana—. Siento que le he fallado, por no haber visto a tiempo que heredaría los genes de la adicción al trabajo que tenía papá. Vamos a ir a verla. Ni siquiera sé qué hacer».
Volví al presente cuando Sara y Bennett se acercaron a la mesa. Max se levantó a saludarlos y yo aparté la mirada cuando se inclinó para besar a Sara justo debajo de la oreja.
—Qué guapa estás, Pétalo —le susurró.
—¿Esperamos a Chloe? —pregunté cuando todos se hubieron sentado.
Bennett habló por detrás de la carta.
—Está en Boston hasta el viernes.
—Joder, menos mal —exclamó Max—. Porque estoy hambriento y esa mujer tarda siglos en decidir lo que quiere.
Bennett se rió y dejó la carta encima de la mesa.
Yo también me sentí aliviado, no porque estuviese hambriento, sino porque no me importaba nada dejar de ser el único soltero del grupo por una vez. Mis cuatro amigos emparejados iban de sobrados y hacía mucho tiempo que habían perdido el interés en la azarosa vida sentimental de Will. Estaban convencidos de que la mujer de mis sueños estaba a punto de robarme el corazón y se morían de ganas de asistir al espectáculo.
Además, para agravar aún más su obsesión, a nuestro regreso de Las Vegas la semana anterior, había cometido el error de mencionar de pasada, como si tal cosa, que empezaba a cansarme de mis dos amantes habituales, Kitty y Kristy. Ambas mujeres se contentaban gustosas con quedar regularmente para echar un polvo sin ataduras ni ningún tipo de compromiso, y a ninguna de las dos parecía importarle la existencia de la otra, o del nuevo ligue ocasional que pudiera tener, pero últimamente tenía la sensación de que todo era pura rutina: Desnudar, tocar, follar, llegar al orgasmo, (un poco de conversación tal vez), un beso de buenas noches, y luego me marchaba, o bien se iban ellas.
¿Se había vuelto todo demasiado fácil? ¿O es que estaba cansándome al fin del sexo puro y duro? ¿Del sexo? ¿Y por qué coño estaba pensando otra vez en todo eso ahora? Me incorporé y me froté la cara con las manos. Nada había cambiado en mi vida en un día. Había pasado una mañana agradable con Ziggy, eso es todo. Eso era todo. El hecho de que fuese irresistiblemente auténtica y divertida, además de asombrosamente guapa no debería haberme descolocado de esa manera.
—Bueno, ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Bennett, y seguidamente le dio las gracias al camarero cuando este depositó un gimlet[1] en la mesa, delante de él.
—Estábamos hablando del rencuentro de Will con una vieja amiga esta mañana —dijo Max. Y luego añadió con un murmullo teatral—: Una chica.
Sara se echó a reír.
—¿Will ha visto a una chica esta mañana? Eso no es ninguna novedad.
Bennett levantó la mano.
—Espera un momento, ¿no te toca con Kitty esta noche? ¿Y ya has quedado con otra esta misma mañana? —Dio un sorbo a su gimlet, sin dejar de mirarme.
De hecho, Kitty era precisamente la razón por la que le había sugerido a Hanna que nos viéramos esa mañana y no por la noche: siempre quedaba con Kitty los martes a última hora. Sin embargo, cuanto más vueltas le daba, la idea de pasar mi martes de rigor con ella cada vez me parecía menos atractiva. Lancé un gemido y tanto Max como Sara estallaron en carcajadas.
—¿No es un poco raro que todos nos sepamos la agenda semanal de los rolletes de Will? —preguntó Sara.
Max se me quedó mirando, con los ojos fijos y risueños.
—Estás pensando en cancelar tus planes con Kitty, ¿verdad? ¿Y crees que vas a tener que pagar por ello?
—Seguramente —admití.
Kitty y yo habíamos salido juntos hacía unos años y acabamos como amigos cuando resultó que ella quería ir más en serio. Sin embargo, cuando volvimos a encontrarnos por casualidad en un bar hacía unos meses, me dijo que esta vez solo quería pasarlo bien. Naturalmente, yo no tuve ningún inconveniente. Era guapísima y estaba dispuesta a hacer casi todo lo que le pidiese.
Insistía una y otra vez en que nuestra relación de solo sexo era perfecta, perfecta, perfecta. El caso es que creo que los dos sabíamos que mentía: cada vez que le cancelaba una cita, se mostraba insegura y necesitada cuando volvíamos a vernos.
Kristy era casi todo lo contrario. Era más contenida, tenía una fijación con las mordazas que yo no compartía pero a la que tampoco hacía ascos, y rara vez se quedaba un minuto más allá del momento de nuestro éxtasis compartido.
—Si te interesa esa chica nueva, deberías terminar con Kitty —dijo Sara.
—Hay que ver cómo sois… —protesté, hincándole el diente a mi ensalada—. No hay nada entre Ziggy y yo. Solo fuimos juntos a correr.
—Entonces, ¿por qué seguimos hablando de eso? —preguntó Bennett, riéndose.
Asentí con la cabeza.
—Exacto.
Pero yo sabía que estábamos hablando de eso porque estaba tenso, y cuando estoy tenso no puedo disimularlo, es como si llevara un cartel de neón anunciándolo. Arrugo la frente, se me oscurecen los ojos y las palabras me salen a trompicones. Me convierto en un gilipollas. Y a Max le encanta.
—Seguimos hablando de eso —terció el inglés— porque William se pone de los nervios, y eso mola mucho. También es muy interesante ver lo pensativo que está hoy, después de pasar la mañana con la hermanita pequeña. Normalmente, a Will no le da por ensimismarse de esa manera.
—Es la hermana pequeña de Jensen —le expliqué a Sara y Bennett.
—Se lo hizo con la hermana mayor cuando eran adolescentes —añadió Max muy oportunamente, exagerando su acento británico para darle más dramatismo.
—Cómo te gusta remover la mierda… —dije, riéndome.
Lo de Liv fue algo muy light. Casi ni me acordaba de qué había pasado exactamente, salvo algún tórrido besuqueo y luego mi fácil evasión cuando había vuelto a New Haven. Comparada con algunas de mis relaciones de aquella época, lo que pasó con Liv apenas había quedado registrado en el sexógrafo de mi vida.
Nos sirvieron los entrantes y comimos en silencio durante un rato. Mi mente empezó a divagar. A mitad de nuestra sesión de running, me había dado por vencido y me había puesto a mirar a Ziggy sin disimulo. Me quedé embobado mirándole las mejillas, los labios, el pelo sedoso que se le había soltado del moño alborotado y que se le adhería a la piel suave del cuello…
Siempre había sabido apreciar los encantos de las mujeres, pero no me sentía atraído por todas las mujeres que veía. Así que, ¿qué tenía aquella de especial? Era guapa, pero no era ni mucho menos la mujer más guapa que había visto en mi vida. Era siete años menor que yo, demasiado joven e inexperta, y apenas asomaba la cabeza de su trabajo, ni siquiera para respirar. ¿Qué podía ofrecerme ella que no fuese a encontrar en otra mujer?
Había vuelto la cabeza y me había pillado mirándola; la química entre nosotros era palpable, y la hostia de confusa. Y cuando sonreía, se le iluminaba la cara entera. Parecía tan franca y abierta como una puerta en verano, y a pesar del frío, algo me templó la sangre de las venas.
Era un apetito especial y, sin embargo, familiar. Un deseo que no sentía siempre, cuando la adrenalina inundaba mis venas y quería ser el único que descubriese los secretos de una chica en particular. La piel de Ziggy parecía dulce, sus labios eran suaves y carnosos, su cuello virgen a la huella de un mordisco o un chupetón. La bestia que habitaba en mí quería examinar más detenidamente aquellas manos, aquella boca, aquellos pechos…
Levanté la vista y percibí la mirada de Max clavada en mí, mientras él masticaba con gesto reflexivo. Levantó el tenedor y me apuntó con él al pecho.
—Lo único que hace falta es una noche con la chica adecuada. No estoy hablando de sexo, tampoco. Una noche podría cambiarte, jovenci…
—Vale ya —gruñí—. Ahora mismo eres un puto coñazo.
Bennett se enderezó y se sumó a la conversación.
—Se trata de encontrar a la mujer que te haga pensar. Será ella la que hará que cambies de opinión con respecto a todo.
Levanté ambas manos.
—La intención es buena, chicos. Pero Ziggy no es mi tipo.
—¿Y cuál es tu tipo? ¿Sabe andar? ¿Tiene una vagina? —preguntó Max.
Me eché a reír.
—Supongo que la pega es que es demasiado joven.
Los chicos emitieron un murmullo de comprensión, pero yo noté la mirada de Sara.
—Suéltalo, anda —le dije.
—Pues verás, estoy pensando que todavía no has conocido a nadie que te haga sentir ganas de ir más allá, de profundizar un poco más. Escoges un tipo determinado de mujer, un tipo que sabes que encajará en tu estructura, tus reglas, tus límites. ¿No te has aburrido ya de eso? Dices que esa hermana…
—Ziggy —ofreció Max.
—Eso —dijo ella—. Dices que Ziggy no es tu tipo, pero la semana pasada dijiste que estabas empezando a cansarte de las mujeres que follan contigo de mil amores sin ataduras de ninguna clase. —Hincó el tenedor en una porción de su almuerzo y se encogió de hombros mientras empezaba a llevárselo a la boca—. A lo mejor deberías reconsiderar cuál es tu tipo.
—Ese razonamiento no es lógico. Puedo estar perdiendo interés en mis amantes sin que eso signifique que necesito revaluar el sistema entero. —Continué hincando el tenedor en mi comida—. Aunque la verdad es que tengo que pedirte un favor.
Sara engulló la comida, asintiendo.
—Claro, dime.
—Esperaba que a lo mejor tú y Chloe pudierais sacarla por ahí algún día. Aquí no tiene ninguna amiga y vosotras…
—Pues claro que sí —dijo otra vez rápidamente—. Me muero de ganas de conocerla.
Miré a Max con el rabillo del ojo y no me sorprendió verlo mordiéndose el labio, con el gesto triunfal de alguien que acaba de llevarse el gato al agua. Pero Sara debía de haber aprendido un par de cosas de Chloe y lo tenía agarrado por las pelotas por debajo de la mesa, porque, por una vez, permaneció inusitadamente callado.
«¿No te pasa a veces que sientes que la gente que más te importa no es la gente a la que ves más a menudo? Últimamente me da la impresión de que no estoy poniendo el corazón en lo que me importa».
Su voz y sus ojos grandes y sinceros cuando me había dicho aquello me habían hecho sentirme lleno y vacío a un tiempo, como si el dolor fuese tan fuerte que no supiese si era dolor o placer.
Ziggy quería que le enseñara a salir por ahí y conocer a chicos, a conocer a gente que quisiese llegar a conocer de verdad…, cuando la realidad era que ni siquiera yo mismo lo estaba haciendo. Puede que yo no acabase mis noches solo en mi apartamento, pero eso no significaba que fuese feliz. Me levanté para ir al servicio, y una vez allí saqué el móvil del bolsillo y le envié un mensaje de texto al número de móvil que me había dado.
«¿Sigue en pie el proyecto Ziggy? Si es que sí, me apunto. Mañana correr, planes este fin de semana. No llegues tarde».
Me quedé mirando el teléfono unos segundos, pero cuando vi que no me contestaba inmediatamente volví a mi almuerzo con mis amigos. Pero luego, al salir del restaurante, me di cuenta de que tenía un mensaje nuevo y me eché a reír, acordándome de que Ziggy había mencionado un viejo móvil de solapa que apenas utilizaba.
«Ge3nial!Noencuentrolabarraespaciadora=perotellamare».
Con los horarios de trabajo demenciales de Ziggy, Chloe y Sara, no pudieron quedar las tres hasta el fin de semana, pero, por suerte, al final lo consiguieron, porque ver a Ziggy corriendo cada mañana con los brazos cruzados para sujetarse los pechos estaba empezando a hacer que hasta a mí me doliesen las tetas.
Ese sábado por la tarde, Max estaba sentado a una mesa en el Blue Smoke cuando llegué, jadeando después de mi carrera de diez kilómetros y muerto de hambre. Como pasaba siempre con ese grupo, habían preparado un plan sin que yo interviniese para nada, así que cuando me desperté descubrí un mensaje de texto de Chloe diciéndome que ese día Ziggy iba a quedar con ellas para desayunar y salir de compras, lo que significaba que iba a ser la primera vez que salía a correr solo en varios días.
No me importó. Me alegré, incluso. Y a pesar de que el recorrido fue más bien silencioso y extrañamente aburrido, Ziggy necesitaba salir y comprar algunas cosas. Necesitaba zapatillas de correr. Necesitaba ropa deportiva. Hasta podría tirar la casa por la ventana y comprarse ropa normal si de verdad quería salir con algún chico, porque la mayoría son unos capullos superficiales para los que la primera impresión es lo que realmente cuenta. En el caso de Ziggy, la ropa no era su fuerte, desde luego, pero una parte de mí se negaba a presionarla con eso. Me gustaba admirar a las mujeres bien vestidas, pero curiosamente, con Ziggy, lo más intrigante es que esos detalles parecían traerle sin cuidado. Supuse que lo mejor sería que siguiera con lo que ya le daba resultados.
Sin levantar la vista siquiera, Max desplazó la pila de periódicos de mi silla e hizo señas a la camarera para que me tomara nota.
—Agua —pedí, limpiándome la frente con una servilleta de papel—. Y unos cacahuetes de momento. Dentro de un rato pediré algo para almorzar.
Max se fijó en mi ropa y volvió a enfrascarse en la lectura de su periódico mientras me pasaba la sección de Negocios del Times.
—¿No estabas tú con las chicas antes? —preguntó.
Le di las gracias a la camarera cuando me colocó el vaso de agua delante y di un largo trago.
—Dejé a Ziggs con ellas esta mañana. No estaba seguro de que supiese orientarse muy bien por la ciudad ella sola más allá del campus de Columbia.
—Qué padre más sobreprotector estás hecho, Will…
—Ah, ¿tú crees? Pues es para mí un placer informarte de que Sara se ha equivocado y le ha enviado sin querer a Bennett un mensaje con una foto de su culo.
Nada me gustaba más que tocarle los huevos a Max con la obsesión que tenían él y Sara con las fotos.
Me miró desde el borde superior del periódico y su rostro se relajó cuando vio que estaba bromeando.
—Serás gilipollas… —masculló.
Hojeé la sección de Negocios durante unos minutos antes de dirigir mi atención a Ciencia y Tecnología. Tras el muro de su periódico, sonó el teléfono de Max.
—Hola, Chloe. —Hizo una pausa y dejó el periódico encima de la mesa—. No, solo estamos Will y yo tomando algo. ¿A lo mejor Ben está de camino? —Asintió con la cabeza y luego me pasó el teléfono.
Cogí el móvil, sorprendido.
—Hola… ¿Va todo bien?
—Hanna es un encanto, Will —dijo Chloe, maravillada—. No se compraba ropa nueva desde la época de la universidad. Te juro que no la estamos tratando como a una muñeca, pero es la cosa más mona que he visto en mi vida. ¿Por qué no nos la has presentado antes?
Sentí un nudo en el estómago. Chloe no estaba presente en el almuerzo cuando hablamos de Ziggy.
—Ya sabes que no es mi novia ni nada de eso, ¿verdad?
—Ya lo sé, solo es un rollo o lo que sea, Will… —Quise interrumpirla, pero ella siguió hablando—: Solo quería que supieras que estamos bien. Sería capaz de perderse dentro de Macy’s si no estuviéramos pendientes de ella.
—Eso es justo lo que dije yo.
—Bueno, pues nada, eso es todo. Solo llamaba para ver si Max sabía dónde está Bennett. Y ahora, a seguir comprando.
—Un momento, espera —dije antes de pararme a pensar lo que iba a preguntar. Cerré los ojos y me acordé de las mañanas saliendo a correr con Ziggy esos últimos días. Estaba relativamente delgada, pero, joder…, tenía mucha delantera.
—Dime.
—Si seguís de tiendas, asegúrate de que Ziggs se compre… —Miré a Max para confirmar que seguía concentrado en el periódico antes de susurrar—: Asegúrate de que se compre un sujetador… deportivo, por ejemplo, ¿vale? Pero a lo mejor también… alguno normal. ¿De acuerdo?
Más que oírlo, percibí el silencio al otro lado de la línea. Era un silencio espeso y me iba oprimiendo el pecho a medida que aumentaba la sensación de incomodidad. Y seguía aumentando. Cuando me arriesgué a levantar la vista, Max me miraba fijamente con una enorme sonrisa de oreja a oreja.
—Tienes mucha suerte de que no sea Bennett ahora mismo —dijo Chloe al fin—. La bronca que te pegaría sería de dimensiones planetarias.
—No te preocupes, Max está aquí y te aseguro que se está divirtiendo lo suficiente por los dos.
Se echó a reír.
—Estamos en ello. Sostenes para sujetar los pechos juguetones de tu novia que no es tal.
Dios, menudo cerdo estás hecho.
—Gracias.
Colgó y le devolví el móvil a Max, rehuyendo su mirada.
—Oh, Victoria… —dijo con aire burlón y voz de anuncio publicitario—. ¿Tienes un secreto? ¿Sientes la inclinación de ayudar a jovencitas a encontrar lencería sexy y favorecedora?
—Vete a la mierda —le solté, riéndome. Tenía la misma expresión en la cara como si el Leeds United acabase de ganar el puto Mundial—. Sale a correr conmigo cada mañana y va con esos… Bueno, no son sujetadores de deporte. Y sus sostenes hacen eso… —Me señalé el pecho—. Eso que parece como si en realidad fuesen cuatro tetas, ¿sabes lo que quiero decir? Total, que he pensado que ya que están de compras…
Max apoyó la barbilla en su puño cerrado y me sonrió.
—Joder, eres mi héroe, William.
—Ya sabes lo que opino de los pechos. No son ninguna broma. —Y no añadí que los de Ziggy, además, eran dignos de una chica de calendario.
—Desde luego que no —convino, volviendo a coger su periódico—. Es solo que me encanta cómo finges que no te morirías de gusto por estar con una chica con cuatro tetas.
Al cabo de una media hora, la puerta que Max tenía a su espalda se abrió y levanté la vista cuando un torbellino de pelo brillante cargado con bolsas de grandes almacenes se abalanzaba sobre nuestra mesa. Max y yo nos levantamos a ayudar a Ziggy a descargar su botín en una de las sillas.
Llevaba un suéter azul claro, tejanos oscuros y ceñidos y unas bailarinas verdes. No iba vestida como si saliese de una pasarela, pero parecía cómoda y elegante. Llevaba el pelo… diferente. Entrecerré los ojos, estudiándola mientras se quitaba el bolso en bandolera del hombro.
Se lo había cortado, o puede que simplemente lo llevase suelto en vez de recogido en su moño desastrado. Le caía por debajo de los hombros, una melena espesa, lisa y sedosa. Sin embargo, a pesar de los cambios en su ropa y en el pelo, por suerte seguía pareciendo la misma Ziggy de siempre: un poco de maquillaje, muy discreto, una sonrisa radiante y una tez tostada y pecosa.
Estiró la mano para estrechar la de Max, sonriendo.
—Soy Hanna. Y tú debes de ser Max.
—Encantado de conocerte —respondió él, dándole la mano—. Espero que lo hayas pasado bien esta mañana con esas dos locas…
—Lo he pasado genial. —Se volvió hacia mí, me rodeó el cuello con los brazos y contuve un gemido cuando me estrechó con fuerza. Detestaba y adoraba a la vez sus abrazos. Eran férreos, casi asfixiantes, pero irresistiblemente afectuosos. Cuando me soltó, se desplomó en una silla—. Aunque a Chloe le gusta la lencería, eso está claro. Creo que hemos pasado al menos una hora en esa sección.
—No sé por qué no me sorprende… —murmuré, examinando discretamente el pecho de Ziggy mientras volvía a sentarme.
Comprobé que sus senos tenían un aspecto fantástico: perfectamente apuntalados y turgentes, en su justo lugar. Debía de haberse comprado algo de lencería ella también.
—Ahora que lo pienso… —Max se levantó y se metió la billetera en el bolsillo trasero del pantalón—. Creo que ya es hora de que vaya a buscar a mi Pétalo, a ver qué tal le han ido a ella sus compras. Me alegro de conocerte, Hanna. —Me dio una palmadita en el hombro y le guiñó el ojo a ella—. Que lo paséis bien.
Ziggy se despidió de Max con la mano y luego se volvió hacia mí, con los ojos abiertos como platos.
—¡Uau! Está… como un tren. Antes he conocido a Bennett, también. Vosotros tres sois como el Club de Macizos de Manhattan.
—Me parece que exageras un poco. Además, ¿de verdad crees que dejaríamos a Max entrar en ese club? —dije, sonriendo—. Estás estupenda, por cierto.
Volvió la cabeza hacia mí de golpe, con una expresión de sorpresa en los ojos, y me apresuré a añadir:
—Me alegro de que no hayas dejado a esas dos que te sepulten bajo toneladas de maquillaje. Echaría de menos tus pecas.
—¿Que echarías de menos mis pecas? —exclamó en un hilo de voz, y me arrepentí de inmediato al darme cuenta de que había sido demasiado directo—. ¿Qué clase de hombre es capaz de decir una cosa así? ¿Es que quieres que tenga un orgasmo aquí mismo?
«Vaya con la hermanita», pensé. Después de eso, ya no podía decirse que mi comentario hubiese sido demasiado directo, desde luego. Hice un gran esfuerzo por no volver a mirarle los pechos cuando dijo aquello. Todavía estaba acostumbrándome a que soltara en voz alta todo cuanto se le pasaba por la cabeza. Bajé la vista hacia sus bolsas de la compra y reconduje la situación disimuladamente.
—Estooo…, veo que te has comprado un montón de zapatillas de deporte.
Inclinándose hacia delante, rebuscó entre las bolsas y me puse a mirar al techo, ignorando el maravilloso espectáculo de su generoso escote.
—Creo que me he llevado la tienda entera —dijo—. Nunca me había pasado tanto yendo de tiendas. Liv seguramente descorchará una botella de champán cuando se entere de mis grandes progresos en estos nuevos menesteres.
Cuando volví a bajar la vista al fin, estaba escudriñándome la cara, el cuello y el pecho como si me viera por primera vez.
—¿Has salido a correr esta mañana? —me preguntó.
—Sí, y además he salido en bici.
—Qué disciplinado eres… —Se echó hacia delante apoyando las manos en la barbilla y me miró con una sugerente caída de pestañas—. Te deja unos músculos muy impresionantes.
Me eché a reír.
—Lo hago porque me relaja —le dije—. Así no… —Busqué las palabras, sintiendo cómo me ardía el cuello—. No hago tonterías.
—No es eso lo que ibas a decir —dijo, incorporándose en la silla—. Así no ¿qué? ¿Así no te metes en peleas de bares? ¿Liberas la tensión y la testosterona masculina?
Decidí ponerla un poco a prueba. No tenía ni idea de dónde me venía el impulso, pero lo cierto es que aquella mujer era una mezcla desconcertante de inexperiencia y estado salvaje y natural. Hacía que me sintiera muy lanzado y también un poco ebrio.
—Así no estoy todo el día con unas ganas locas de follar.
Casi ni se inmutó.
—¿Y por qué prefieres salir a correr en vez de follar? —Ladeó la cabeza y me miró con aire pensativo—. Además, el ejercicio aumenta la testosterona y el flujo sanguíneo. Creo que, en todo caso, el sexo contigo tiene que ser mejor precisamente porque haces ejercicio.
Hablar con ella de aquello resultaba peligroso. Era muy tentador observarla un poco más detenidamente, y Ziggy no se acobardaba ante el escrutinio de mis ojos, sino que me sostenía la mirada.
—No tengo ni idea de por qué te he dicho eso —admití.
—Will, ni soy virgen ni estoy intentando llevarte a la cama. Podemos hablar de sexo.
—Humm…, yo no estoy tan seguro de que sea una buena idea.
Me llevé el zumo a los labios y di un sorbo mientras la veía beber un poco de agua sin apartar los ojos en ningún momento. ¿No estaba intentando llevarme a la cama? ¿Ni siquiera un poquito? Era como si el aire entre nosotros estuviese cargado de electricidad. Sentí ganas de extender el brazo y acariciarle el labio inferior con el dedo, pero en vez de eso, dejé el vaso de zumo y cerré los puños.
—Lo único que digo es que conmigo puedes hablar sin tapujos, llamando a las cosas por su nombre. Me gusta que no seas de esos que siempre se andan con rodeos.
—¿Siempre eres tan franca con todo el mundo? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Me parece que solo soy así contigo. En general, siempre hablo por los codos, pero cuando estoy contigo me siento especialmente estúpida y, por lo visto, soy incapaz de cerrar la boca.
—Yo no quiero que cierres la boca.
—Tú siempre has sido un hombre muy activo sexualmente y te has mostrado muy abierto con el sexo. Eres un seductor nato y muy atractivo que no pide perdón por disfrutar de las mujeres. A ver, si yo me di cuenta de eso cuando tenía doce años, es que era evidente. El sexo es natural. Es la reacción natural de nuestros cuerpos. Me gusta que seas como eres.
No respondí, no sabía qué decir. Precisamente le gustaba de mí justo aquello que todas las demás mujeres se empeñaban en intentar neutralizar, pero no estaba seguro de que me gustase aquella impresión general de cómo era yo.
—Chloe me dijo que les pediste que me llevaran a comprar sujetadores.
Levanté la vista y la sorprendí apartando los ojos de mis labios. Entonces transformó su mueca en una sonrisa traviesa.
—Qué considerado, Will… Qué detalle por tu parte que te preocupes tanto por mis tetas…
Me incliné para dar un bocado a mi sándwich, murmurando:
—No hace falta que hablemos de eso.
Max ya me ha metido bastante caña.
—Eres un hombre misterioso, mi querido seductor irresistible. —Cogió la carta y repasó las distintas opciones antes de dejarla de nuevo encima de la mesa—. Cambiaré de tema. ¿De qué quieres que hablemos?
Engullí un bocado de comida, observándola. No me podía imaginar a aquella chica tan salvaje y tan joven en la compañía serena e intensa de Chloe y Sara.
—De lo que sea que hayáis hablado hoy las chicas —propuse.
—Pues verás, Sara y yo hemos tenido una conversación muy divertida sobre lo que se siente cuando se está mucho tiempo sin practicar el sexo. Es casi como haber recuperado la virginidad.
Estuve a punto de atragantarme y empecé a toser aparatosamente.
—¡Uau! Eso es…, ni siquiera sé decir qué es.
Me miró, divertida.
—Ahora hablando en serio. Estoy segura de que a los hombres no os pasa lo mismo, pero para las mujeres, al cabo de un tiempo, estás como… ¿tú crees que la virginidad es algo que vuelve a crecer? ¿Como las telarañas en el interior de una caverna?
—Esa es una imagen repugnante.
Haciendo caso omiso de mi comentario, se enderezó en el asiento, entusiasmada de repente.
—De hecho, esto es genial. Tú eres científico, así que estoy segura de que sabrás entender esta teoría mía que acabo de desarrollar.
Me hundí en mi silla.
—Acabas de soltarme una analogía con telas de araña y cavernas. La verdad, me das miedo.
—No tengas ningún miedo. Bueno, sabes que la virginidad de una mujer se considera algo así como sagrado, ¿verdad?
Me eché a reír.
—Sí, he oído hablar de ese concepto.
Se rascó la cabeza y arrugó un poco la nariz pecosa.
—Mi teoría es la siguiente: los hombres de las cavernas están volviendo con fuerza. Todo el mundo quiere leer cosas sobre el chico que ata a la chica, o que se pone violentamente celoso si, Dios no lo quiera, ella se pone algo sexy para lucirlo fuera del dormitorio. Supuestamente, a las mujeres les gusta eso, ¿verdad? Bueno, pues yo creo que la nueva moda que va a causar furor va a ser la revirginización. Querrán que su chico sienta que él es el primero. ¿Y a que no te imaginas cómo van a hacer eso las mujeres?
Vi como la expresión de sus ojos se hacía cada vez más expectante mientras aguardaba a que me atreviera a darle una respuesta. Su franqueza conmovedora y el hecho de que se tomase aquel tema tan en serio tensaban una cuerda invisible debajo de mis costillas.
—Mmm… ¿Mintiendo? Las mujeres siempre dan por sentado que hasta sabemos leer braille con la polla. ¿De dónde sacarán esa idea? Sinceramente, lo más probable es que yo no supiera distinguir si una chica es virgen o no a menos que…
—Con cirugía primero, probablemente. Llamémoslo «reconstrucción del himen».
Dejando caer la comida del tenedor, lancé un gemido.
—Joder, Ziggs. Estoy comiendo ternera a la plancha. ¿Podrías dejar el tema del himen para otro…?
—Además… —Tamborileó con los dedos encima de la mesa, creando una sensación de suspense—. Todo el mundo está esperando a ver qué pueden hacer realmente las células madre por el ser humano, pero la lesión de la médula espinal, el párkinson… Yo no creo que sea por ahí por donde vayan a empezar. ¿Sabes cuál creo que va a ser el primer paso?
—Me tienes en ascuas —contesté, sin inmutarme.
—Estoy segura de que será la reconstrucción de la virtud.
Volví a toser, más fuerte.
—Por Dios santo… ¿Has dicho «la virtud»?
—Me has pedido que no hablara del himen, así que… Pero ¿tengo razón?
Antes de que pudiera responder y decirle que, de hecho, su teoría me parecía muy acertada, siguió hablando.
—Se invierten unas cantidades alucinantes de dinero en estas historias. La Viagra, por ejemplo. Cuatrocientas formas distintas de tetas postizas. ¿Cuál es el relleno más natural? Este es un mundo de hombres, Will. Las mujeres no se pararán a pensar que, en realidad, les estás metiendo células en pleno proceso activo de crecimiento en la vagina, nada menos. El año que viene, una de tus «no novias» se reconstruirá el himen y te regalará su nueva virginidad, Will.
Se agachó, rodeó la pajita con los labios y empezó a succionar, sin apartar sus ojos grises de los míos. Y ante aquella mirada penetrante y juguetona, noté que la polla se me empezaba a poner dura. Al soltar la pajita, susurró:
—Te la regalará a ti. ¿Y sabrás tú apreciar de verdad lo que implica ese regalo? ¿La clase de sacrificio que supone?
Le brillaron los ojos, y entonces echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Hostia puta, cómo me gustaba esa chica. Me gustaba muchísimo. Reclinándome hacia delante en los codos, me aclaré la garganta.
—Ziggy, escúchame atentamente porque esto es importante. Estoy a punto de transmitirte un poco de sabiduría.
Se incorporó inmediatamente, entrecerrando los ojos con aire cómplice.
—La regla número uno ya la conocemos: no llames nunca a nadie antes de que salga el sol.
Torció los labios en una sonrisa culpable.
—Sí. Esa ya me la sé.
—Y la regla número dos… —dije, negando con la cabeza muy despacio—: no hables nunca de la reconstrucción del himen durante un almuerzo. Nunca, jamás.
Se puso a reír a carcajadas y luego se apartó cuando la camarera le trajo su plato.
—No te burles tan rápido. Esa idea vale un millón de dólares, míster Finanzas. Si un día de estos aparece encima de tu mesa, tendrás que darme las gracias por haberte ayudado a salir con ventaja.
Hincó el tenedor en la ensalada y se comió un bocado enorme, y yo procuré no observarla tan descaradamente. No se parecía a ninguna de las mujeres que conocía. Era atractiva —en realidad, era muy guapa—, pero no era reservada ni contenida. Era graciosa y tenía mucha seguridad en sí misma, y tenía una personalidad tan arrolladora que a su lado era casi como si el resto del mundo fuese monocromático. No tenía ni idea de si se tomaba a sí misma en serio o no, pero, desde luego, no esperaba que yo lo hiciera.
—¿Cuál es tu libro favorito? —pregunté, y la pregunta me salió de pronto, de la nada.
Se mordisqueó el labio inferior y yo volví a concentrarme en mi sándwich, arrancando los minúsculos trozos de carne crujiente de los bordes.
—Esto va a sonar a cliché.
—Lo dudo muy mucho, pero dispara.
Se inclinó hacia delante y susurró:
—Breve historia del tiempo.
—¿Hawking?
—Por supuesto —dijo, casi ofendida.
—Eso no es un cliché. Un cliché sería si hubieses dicho Cumbres borrascosas o Mujercitas.
—¿Porque soy mujer? Si fuese yo la que te lo preguntase a ti y tú dijeses Hawking, ¿serías tú un cliché?
Medité mi respuesta. Me imaginé diciendo que ese libro era mi favorito y ya oía a mis colegas de la universidad diciendo: «Claro, tío».
—Probablemente.
—Pues eso sí que es una gilipollez, que en tu caso sea un cliché y no en el mío por el mero hecho de que yo tengo vagina. En fin —dijo, encogiéndose de hombros y metiéndose una pequeña porción de lechuga en la boca—, el caso es que lo leí cuando tenía doce años y…
—¿Doce años?
—Sí, y me dejó alucinada. No era tanto lo que decía, porque no creo que lo entendiese todo entonces, sino más bien por el hecho de que pensase así. El hecho de que hubiese gente ahí fuera que se pasaba la vida tratando de encontrar respuestas a esa clase de cosas. Me abrió todo un mundo nuevo. —De pronto, cerró los ojos, respiró profundamente y sonrió con cierto aire de culpabilidad cuando volvió a abrirlos—. Me estoy enrolando como una persiana.
—Sí, pero últimamente siempre te enrollas como una persiana.
Guiñándome un ojo, se adelantó unos centímetros y susurró:
—Sí, pero a ti te encanta, me parece…
Con la imaginación desatada, fantaseé viéndola arquear el cuello y abriendo la boca con una súplica ronca en la garganta mientras le recorría con la lengua la línea que unía el hueco de su cuello con su mandíbula. La imaginé clavando las uñas en mis hombros, la punzada aguda de dolor…, y pestañeé, me levanté y aparté la silla tan deprisa que golpeé con ella la otra silla que tenía detrás. Pedí disculpas al hombre que había allí sentado, pedí disculpas a Ziggy y prácticamente eché a correr hacia el baño.
Cerré la puerta a mis espaldas y me volví para enfrentarme a mi reflejo en el espejo. «¿A qué cojones ha venido eso, Sumner?», pensé. Me agaché para arrojarme un poco de agua fría en la cara. Agarrando el lavabo con las manos, volví a enfrentarme a mis propios ojos en el espejo.
«Solo ha sido una imagen, una fantasía. No ha sido nada. Es una chica estupenda. Es guapa. Pero primero: es la hermana de Jensen. Segundo: es la hermana de Liv, y prácticamente te lo hiciste con Liv en el cobertizo del jardín cuando tenía diecisiete años. Me parece que ya jugaste tu carta de cómo ligar con las hermanas Bergstrom una vez. Y tercero… Agaché la cabeza y tomé aire. Tercero: has salido a correr con ella demasiadas veces para empezar a tener fantasías sexuales y pretender que ella no te haya calado todavía. Echa el freno. Vete a casa, llama a Kitty o Kristy, echa un polvo y date por satisfecho».
Cuando volví a la mesa, Ziggy prácticamente se había zampado toda la ensalada y estaba observando a la gente que pasaba por la acera. Levantó la vista cuando me senté y me miró con cara de preocupación.
—¿Problemas de estómago?
—¿Qué? No. No, es que… tenía que ir a llamar por teléfono.
Mierda. Eso sonaba grosero y prepotente. Arrugué el ceño y luego lancé un suspiro.
—La verdad es que tengo que irme, Ziggs. Llevo aquí ya un par de horas y quería hacer unos recados pendientes esta tarde.
Maldita sea. Eso sonaba aún más prepotente. Sacó el billetero del bolso y dejó unos cuantos dólares.
—Claro. Dios, yo también tengo un montón de cosas que hacer. Muchas gracias por quedar conmigo aquí. Y gracias también por ponerme en contacto con Chloe y Sara.
Sonriendo una vez más, se levantó, se echó el bolso al hombro, recogió las bolsas con sus compras y echó a andar hacia la puerta. Su melena tostada le relucía y le caía en cascada por la espalda. Caminaba muy erguida, con paso firme y seguro. Tenía un culo increíble con aquellos tejanos que llevaba.
«Joder, Will. Esta vez sí que la has cagado bien cagada…»