Cuando yo era pequeña, volvía loca a toda mi familia al permanecer insomne durante días antes de cualquier fiesta o gran acontecimiento. Nadie entendía por qué me sucedía. Mi madre, agotada, se sentaba conmigo noche tras noche, rogándome que me fuese a la cama.
—Ziggy —decía—, cariño, si te vas a la cama la Navidad llegará antes. El tiempo avanza más deprisa cuando duermes.
Sin embargo, a mí no me lo parecía.
—No puedo dormir —insistía—. Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Mis pensamientos no quieren ir más despacio.
Me pasaba despierta y nerviosa la cuenta atrás de los cumpleaños y vacaciones, recorriendo los pasillos de nuestra gran casa cuando debía estar durmiendo en mi cuarto. Era una mala costumbre que nunca había dejado atrás.
El sábado no era Navidad ni el primer día de las vacaciones de verano, pero yo contaba cada día e incluso cada minuto como si lo fuera. Porque, por muy patético que sonase, y por mucho que detestase estar deseando que llegara ese momento, sabía que vería a Will. Ese pensamiento me bastaba para pasarme las noches despierta junto a la ventana, contando una y otra vez las farolas que había hasta su edificio.
Siempre había oído que la primera semana después de una ruptura era la peor. Esperaba que fuese cierto. Porque recibir el mensaje de Will el martes por la noche, «Ya solo puedo pensar en ti», fue una auténtica tortura.
¿Podía haberse equivocado de número, o dijo eso porque acabó solo, o porque estaba con otra mujer, pero pensando en mí? No tenía derecho a estar enfadada, y mi indignación inicial al imaginarlo mandándome un mensaje mientras estaba con Kitty se desvaneció enseguida. Al fin y al cabo, yo también le había mandado mensajes cuando salía con Dylan.
Lo peor era que, en realidad, no tenía a nadie a quien contárselo. Bueno, lo tenía, pero yo solo quería a Will. Estaba a punto de anochecer el viernes mientras recorría a pie las últimas manzanas para reunirme con Chloe y Sara para tomar algo.
Llevaba toda la semana tratando de poner al mal tiempo buena cara, pero me sentía muy desdichada y empezaba a notarse. Se me veía cansada. Se me veía triste. Se me veía exactamente tal como me sentía. Lo echaba tanto de menos que lo notaba con cada respiración. Tanto que notaba pasar cada segundo desde que lo había visto por última vez.
El Bathtub Gin era un pequeño bar de Chelsea al estilo de los locales clandestinos que proliferaron en los años veinte. Los visitantes se encontraban con una fachada común y corriente que tenía las palabras «Stone Street Coffee» pintadas en la parte superior. Si no estabas seguro de lo que buscabas o pasabas por allí entre semana, cuando no había una larga cola de gente en la calle, podía pasarte inadvertido. Pero si sabías que estaba allí, iluminado por una sola bombilla roja, encontrabas la puerta correcta, una puerta que se abría a un club típico de la Ley Seca, con su tenue iluminación, su música de jazz e incluso una gran bañera de cobre en el centro.
Encontré a Chloe y Sara sentadas en la barra. Ya tenían delante sus bebidas, y a su lado a un hombre moreno y guapísimo.
—Hola, chicos —dije, deslizándome en el taburete que había junto a ellos—. Siento llegar tarde.
Los tres se volvieron y me miraron de arriba abajo antes de que el hombre dijese:
—Oh, cariño, cuéntamelo todo del hombre que te hizo esto.
Parpadeé entre ellos, confusa:
—Pues…, hola, soy Hanna.
—Ignóralo —dijo Chloe, pasándome la carta—. Todas lo hacemos. Y pide una copa antes de hablar. Me da la sensación de que te vendría muy bien.
El hombre misterioso se mostró adecuadamente ofendido, y los tres discutieron entre sí mientras yo repasaba los diversos cócteles y vinos. Elegí lo primero que pareció encajar con mi estado de ánimo.
—Tomaré un tomahawk —le dije al camarero, y vi de reojo que Sara y Chloe se miraban sorprendidas.
—Conque así estamos. Ya veo —dijo Chloe, pidiendo con un gesto otra copa.
A continuación me cogió de la mano y nos dirigimos todos a una mesa. En cualquier otra situación, probablemente me habría limitado a sostener mi cóctel durante la mayor parte de la noche y absorber el consuelo proporcionado por la decisión de pillar una cogorza. Sin embargo, quería correr al día siguiente, y de ningún modo pensaba hacerlo con resaca.
—Por cierto, Hanna —dijo Chloe, indicando con un gesto al hombre, que en ese momento me miraba con ojos curiosos y divertidos—. Este es George Mercer, el ayudante de Sara. George, esta es la adorable Hanna Bergstrom, que pronto estará borracha y/o caída de morros sobre la mesa.
—Así que no aguantas la bebida —dijo George, y señaló a Chloe con un gesto de la cabeza—: ¿Y qué estás haciendo con esta borrachuza? Debería llevar un cartel de peligro para las chicas como tú.
—George, ¿te gustaría que te metiese el tacón por el culo? —preguntó Chloe. George apenas parpadeó.
—¿El tacón entero?
—Asqueroso —gruñó Chloe. George se echó a reír.
—Mentirosa.
Sara se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa.
—Ignóralos. Es como mirar a Bennett y Chloe, aunque ellos preferirían cepillarse a Bennett que el uno al otro.
—Ya —murmuré mientras una camarera colocaba nuestras bebidas sobre la mesa. Bebí de la pajita con gesto vacilante—. ¡Ay, mierda! —exclamé entre toses, con la garganta en llamas.
Casi vacié un vaso entero de agua mientras Sara me miraba de arriba abajo.
—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó.
—¡Cómo pica esta bebida!
—No se refiere a eso —dijo Chloe sin rodeos.
Miré mi copa y traté de concentrarme en las minúsculas motas de pimentón que flotaban en la superficie y no en el agujero que notaba en las entrañas.
—¿Habéis hablado con Will últimamente?
Todos negaron con la cabeza, pero George se animó:
—¿Will Sumner? —quiso dejar claro—. ¿Te estás tirando a Sumner? ¡La madre que te parió! —Le hizo otro gesto a la camarera—. Vamos a necesitar otra copa, preciosa. Traiga la botella entera.
—La verdad es que no he hablado con él desde el lunes —dijo Sara.
—El martes por la tarde —intervino Chloe, señalándose el pecho—. Pero sé que ha tenido una semana de locos.
—Oh, oh —dijo Sara—. ¿No se fue contigo a casa de tus padres el fin de semana?
George inspiró de golpe.
—¡Hostia!
Y ahora yo era esa chica, la de la historia de la ruptura que ni siquiera quería tener en mi cabeza, y mucho menos compartirla tomando unas copas. ¿Cómo explicar que las cosas habían sido perfectas ese fin de semana? ¿Que me había creído todo lo que él dijo? ¿Que me había…? Me detuve, y las palabras se endurecieron como hormigón en mis pensamientos.
—Hanna, cariño —me dijo Sara, apoyándome la mano en el antebrazo.
—Me siento como una idiota.
—Nena —dijo Chloe, con los ojos llenos de preocupación—. Ya sabes que no tienes que hablar de ello si no quieres.
—¡Y una mierda! —saltó George—. ¿Cómo se supone que vamos a hacerle la vida imposible a Will si no conocemos cada sórdido detalle? De todas formas, deberíamos empezar por el principio e ir avanzando hacia el horror. Primera pregunta: ¿tiene la polla tan increíble como me han dicho? Y los dedos… ¿de verdad son mágicos? —Se acercó más y susurró—: Y se rumorea que ese hombre podría ganar un concurso de comer melones, no sé si me entiendes.
—¡George! —gruñó Sara, y Chloe lo fulminó con la mirada, aunque yo esbocé una sonrisa.
—La verdad, no tengo ni idea de lo que quieres decir —susurré a mi vez.
—Si quieres saber de qué hablo —me dijo—, búscalo en YouTube.
—Pero volvamos a la parte en la que Hanna está disgustada —dijo Sara, clavando en George una mirada de falsa severidad.
—Es que… —Inspiré hondo, en busca de palabras—. ¿Qué podéis decirme sobre Kitty?
—¡Oh! —exclamó Chloe, apoyándose en el respaldo y echándole un vistazo a Sara—. ¡Oh!
Me incliné hacia delante con el ceño fruncido.
—¿Qué significa «oh»?
—¿Te refieres a…? O sea, ¿Kitty es una de sus…? —George se interrumpió y agitó la mano en un gesto cargado de significado.
—Sí —dijo Sara—. Kitty es una de las amantes de Will. Puse los ojos en blanco.
—¿Sabéis si siguen viéndose? —Chloe pareció considerar con cuidado su respuesta.
—Bueno, oficialmente no sé que haya cortado con ella —dijo, haciendo una pequeña mueca—. Pero, Hanna, él te adora. Cualquiera puede…
—Pero siguen viéndose —la interrumpí. Suspiró de mala gana.
—Francamente, no lo sé. Sé que todos lo pusimos verde por no haber cortado ya, pero no puedo…, o sea, no puedo decir con seguridad que hayan dejado de verse.
—¿Sara? —pregunté. Negando con la cabeza, Sara murmuró:
—Lo siento, cariño. La verdad es que yo tampoco lo sé.
Me pregunté si era posible que un corazón se rompiese en fracciones. Estaba segura de que lo había oído agrietarse al leer el mensaje de Kitty. Sentí que otro pedazo se rompía cuando Will me mintió acerca del martes por la noche. Y durante toda la semana me había sentido herida, había sentido cada minúsculo fragmento que se desprendía, así que me preguntaba qué era lo que seguía latiendo en mi pecho.
—Oí cómo le decía a mi hermano que quería ir en serio con alguien, pero que tenía miedo de cortar con las otras. Pensé que quizá se refería a cortar oficialmente. Las cosas parecían ir muy bien entre nosotros. Pero entonces Kitty le mandó un mensaje —dije—. Yo estaba jugando con su móvil y ella respondió a un mensaje que él debió de enviarle para quedar el martes por la noche.
—¿Por qué no hablaste con él? —preguntó Chloe.
—Quería que me lo dijese él mismo. Will siempre ha sido sincero y comunicativo, por lo que supuse que, si lo invitaba a cenar en mi casa el martes, me diría que iba a estar con Kitty.
—¿Y? —preguntó Sara. Suspiré.
—Dijo que esa noche tenía una cosilla. Una reunión.
—¡Ay! —exclamó George.
—Sí —murmuré—. Así que corté en ese momento. Pero lo hice muy mal porque no tenía ni idea de qué decir. Le dije que las cosas se estaban precipitando demasiado, que yo solo tenía veinticuatro años y no quería nada serio. Que ya no quería seguir.
—Vaya, chica —canturreó George en voz baja—. Cuando quieres cortar, cavas un agujero y lanzas una bomba en él.
Gruñí, apretándome los ojos con las manos.
—Tiene que haber alguna explicación —dijo Sara—. Will no dice que tiene una reunión cuando va a estar con una mujer; simplemente dice que va a estar con una mujer. Hanna, nunca lo he visto así. Ni siquiera Max lo ha visto nunca así. Está claro que te adora.
—Pero ¿acaso importa eso? —pregunté. Hacía mucho que me había olvidado de mi bebida—. Me mintió sobre la reunión, pero fui yo quien dijo que debíamos mantener una relación abierta.
Simplemente, eso significaba para mí la posibilidad de otra persona. Para él era más de la realidad que ya tenía a mano. Y durante todo el tiempo fue él quien insistía para que hubiese algo más entre nosotros.
—Habla con él, Hanna —dijo Chloe—. Confía en mí. Tienes que darle la oportunidad de explicártelo.
—¿Explicarme qué? —pregunté—. ¿Que seguía viéndose con ella, según las reglas que yo había establecido inicialmente? ¿Y luego qué?
Chloe me cogió la mano y la apretó.
—Luego levantas la cabeza y le dices en persona que se vaya a tomar por culo.
Me vestí tan pronto como el primer atisbo de luz apareció al otro lado de la ventana y recorrí en medio de una nube de nervios las diez manzanas que me separaban de Central Park, donde se disputaba la carrera. El circuito entero medía unos veintiún kilómetros y avanzaba serpenteando por los senderos del parque. Habían acordonado varias calles para instalar los camiones y las tiendas de campaña de los patrocinadores. Vi montones de gente, tanto corredores como espectadores.
Aquello era real. Will estaría allí, y yo decidiría hablar con él o limitarme a dejar las cosas como estaban. No sabía si podría soportar ninguna de las dos opciones.
Empezaba a amanecer y el aire de la mañana era gélido. Pero tenía la cara caliente y la sangre encendida mientras corría a través de mis arterias y venas, a través de mi corazón, que latía demasiado rápido. Tenía que concentrarme en llenarme los pulmones de aire cada vez y volver a vaciarlos.
No sabía adónde iba ni lo que hacía, pero el evento parecía bien organizado, y en cuanto empecé a acercarme unos carteles me dirigieron hacia el punto en el que tenía que registrarme.
—¿Hanna?
Alcé la vista y vi a mi antiguo compañero de entrenamiento, a mi antiguo amante, de pie ante la mesa de inscripciones, mirándome con una expresión que no supe interpretar. Confiaba en que mi memoria hubiese exagerado lo guapo que era, lo abrumador que resultaba el simple hecho de estar cerca de él. No era así. Will sostuvo mi mirada, y me pregunté si empezaría a reírme sin poderme controlar, si me pondría a llorar, o quizá si echaría a correr en caso de que se acercase más.
—Hola —dijo por fin.
Bruscamente, le tendí la mano como si él debiese… ¿qué? ¿Estrechármela? «¡Por el amor de Dios, Hanna!», pensé. Pero ya no podía echarme atrás, y mi mano temblorosa permaneció suspendida entre nosotros mientras él la miraba.
—Oh… vamos… a comportarnos así —murmuró, secándose la palma en los pantalones antes de agarrar mi mano—. Vale, hola. ¿Cómo estás?
Tragué saliva, y en cuanto pude aparté la mano de un tirón.
—Hola. Bien. Estoy bien.
La situación era ridícula, y me dieron ganas de analizarla con Will y solo Will. De pronto tenía un millón de preguntas acerca del incómodo protocolo para después de las rupturas y sobre si estrecharse la mano era una mala idea siempre o solo en ese momento.
Me incliné como un robot, puse mi nombre en una línea y cogí un paquete de información de manos de una mujer sentada detrás de la mesa. Me estaba dando unas instrucciones que apenas comprendí. Me sentía como si flotase bajo el agua. Cuando terminé, Will seguía allí de pie, con la misma expresión nerviosa y esperanzada.
—¿Necesitas ayuda? —susurró. Negué con la cabeza.
—Creo que estoy bien.
Era mentira. No tenía ni la más mínima idea de lo que estaba haciendo.
—Tienes que ir a aquella tienda de allí —dijo amablemente, adivinando mis pensamientos a la perfección, como siempre, y poniéndome una mano en el brazo.
Me eché atrás y sonreí con rigidez.
—Ya la veo. Gracias, Will.
Mientras el silencio se prolongaba, una mujer en la que ni siquiera me había fijado habló en voz alta:
—Hola —dijo, y vi que sonreía con la mano extendida—. Creo que no nos han presentado formalmente. Soy Kitty.
Las piezas tardaron unos momentos en encajar, y cuando lo hicieron ni siquiera pude contener mi conmoción. Noté que los ojos y la boca se me abrían de par en par. ¿Cómo era Will capaz de pensar que aquello podía estar ni remotamente bien? Paseé la vista entre ella y Will, y vi enseguida que él parecía tan sorprendido como yo de encontrársela allí. ¿No la había visto acercarse? La cara de Will habría podido ser la definición misma de «incómodo».
—¡Oh, Dios! —Nos miró a las dos alternativamente antes de murmurar—: Oh, mierda, esto… Hola, Kitty, te presento a… —Me miró y sus ojos se suavizaron—. Te presento a mi Hanna.
Lo miré parpadeando. «¿Qué había dicho?»
—Encantada de conocerte, Hanna. Will me lo ha contado todo sobre ti.
Sabía que estaban hablando, pero las palabras no parecían infiltrarse en el eco de la frase que resonaba una y otra vez en mi cabeza. «Te presento a mi Hanna». «Te presento a mi Hanna». Era un error. Simplemente, Will se sentía incómodo. Señalé por encima de mi hombro.
—Tengo que irme.
Me di la vuelta y, trastabillando, me alejé de la mesa y me dirigí hacia la tienda de las mujeres.
—¡Hanna! —me llamó Will, pero no me volví.
Seguía sintiéndome un poco confusa cuando entregué mi información, recogí mi dorsal y caminé hasta un hueco entre el gentío para hacer estiramientos y atarme las zapatillas. Al oír pisadas alcé la mirada, temiendo ya lo que me encontraría. Ver a Kitty allí, de pie, fue peor de lo que creía.
—Will es muy especial —dijo, sujetándose el dorsal a la camiseta.
Bajé los ojos e ignoré el fuego que me ardía en el bajo vientre.
—Sí, desde luego.
Se sentó en un banco a poca distancia y empezó a arrancar la etiqueta de una botella de agua.
—¿Sabes? Nunca pensé que fuese a suceder esto. —Kitty sacudió la cabeza, riéndose—. En todo este tiempo no ha parado de utilizar la excusa: «No es por ti. Es que no quiero tener nada con nadie». ¿Y ahora? Ahora que por fin corta conmigo, es porque sí quiere más. Aunque con otra persona.
Me incorporé y la miré a los ojos.
—¿Ha cortado contigo?
—Sí. Bueno —dijo, reflexionando—, esta semana ha cortado de forma oficial, aunque en realidad no nos hemos visto desde… —Alzó la mirada al techo de la tienda, reflexionando—. Desde febrero. Y no ha querido quedar conmigo desde entonces.
No supe qué decir.
—Al menos, ahora sé por qué. —Debí de parecerle completamente pasmada, porque sonrió y se me acercó un poquito—. Porque está enamorado de ti. Y si eres tan increíble como él parece creer, no lo echarás a perder.
No recuerdo haber cruzado el parque hasta el lugar en el que estaban reunidos los demás corredores. Mis pensamientos eran vagos y confusos.
«¿Febrero?» «Entonces solo salíamos a correr…» «Marzo. Fue entonces cuando Will y yo empezamos a acostarnos juntos…» «El martes por la noche tuvo que quedar con Kitty para cortar con ella cara a cara».
Como un ser humano decente, como un buen hombre. Cerré los ojos cuando me golpeó toda la fuerza de la verdad: Will le dijo todo eso a Kitty incluso después de que yo rompiese con él.
—¿Estás preparada?
Di un bote y me sorprendí al ver a Will junto a mí. Me puso una mano en el brazo, brindándome una sonrisa vacilante.
—¿Estás bien?
Miré a mí alrededor, como si pudiese huir a alguna parte y simplemente… pensar. No estaba preparada para que él estuviese tan cerca y me hablase como si volviésemos a ser amigos, no estaba preparada para su simpatía. Tenía que pedirle perdón, y aún tenía que echarle una bronca por haberme mentido… Ni siquiera sabía por dónde empezar. Lo miré a los ojos y busqué en ellos alguna señal que me dijera que podíamos arreglar las cosas.
—Creo que sí.
—Oye —dijo, acercándose un poco más—, Hanna…
—¿Sí?
—Vas a… vas a hacerlo genial. —Su mirada se clavó en mis ojos, llenos de preocupación, y el sentimiento de culpa me formó un nudo en el estómago—. Sé que las cosas entre nosotros están raras, pero quítatelo todo de la cabeza. Debes estar aquí, con la cabeza en la carrera. Has entrenado de un modo impresionante y puedes hacerlo.
Exhalé y sentí la primera llamarada de preocupación por la carrera y no por Will. Dándome un masaje en los hombros, murmuró:
—¿Nerviosa?
—Un poco.
Vi cómo adoptaba su actitud de entrenador y eso me consoló un poco. Me aferré a aquella esquirla de platónica familiaridad.
—Acuérdate de administrar tus fuerzas. No empieces demasiado rápido. La segunda mitad es la peor, y te conviene conservar suficientes energías para acabar, ¿vale? —Asentí con la cabeza.
—Recuerda que esta es tu primera carrera y que se trata de cruzar la línea de meta, no de cómo quedes. —Me humedecí los labios y contesté:
—Vale.
—Has hecho dieciséis kilómetros otras veces. Puedes hacer veintiuno. Estaré ahí, así que… lo haremos juntos.
Parpadeé, sorprendida.
—Tú puedes acabar de los primeros, Will. Esto no es nada para ti, deberías ir delante. —Negó con la cabeza.
—No he venido para eso. Mi carrera se disputa dentro de dos semanas. Esta es tu carrera. Ya te lo dije.
Volví a asentir, paralizada, sin apartar los ojos de su cara: de la boca que me había besado tantas veces y quería besarme solo a mí; de los ojos que me miraban intensamente cada vez que decía una palabra, cada vez que lo tocaba; y de las manos que ahora estaban apoyadas en mis hombros y eran las mismas que habían tocado cada centímetro de mi piel. Le había dicho a Kitty que quería estar conmigo y nadie más. Will me había dicho esas palabras exactas también a mí. Pero nunca las creí.
Quizá el seductor hubiese desaparecido realmente.
Con una última mirada inquisidora, Will apartó las manos de mis hombros y me apoyó la palma en la espalda, conduciéndome hacia la línea de salida.
La carrera comenzaba en la esquina sudoeste del parque, junto a Columbus Circle. Will me indicó que lo siguiese e inicié la rutina: estiramiento de pantorrilla, estiramiento de cuádriceps, tendón de la corva. Él asentía sin decir nada, observando mi forma y manteniendo un contacto constante que me infundía seguridad.
—Aguanta un poco más —dijo, inclinándose sobre mí—. No dejes de respirar.
Anunciaron que era hora de empezar y ocupamos nuestros puestos. Estalló en el aire el pistoletazo de salida y los pájaros se dispersaron por los árboles. El impulso repentino de centenares de cuerpos apartándose de la línea se fusionó en un estrépito colectivo.
El itinerario de la maratón empezaba en Columbus Circle y seguía el circuito exterior de Central Park, recorría la calle Setenta y dos y volvía al punto de partida.
El primer kilómetro siempre era el más duro. Al llegar el segundo, los bordes del mundo se volvieron borrosos. A través de la nube que ocupaba mi mente, solo se filtraba el sonido amortiguado de los pies contra el sendero y la sangre bombeando en mis oídos. Apenas hablábamos, pero podía oír cada una de las pisadas de Will junto a mí, sentir el roce ocasional de su brazo contra el mío.
—Lo estás haciendo genial —me dijo en el tercer kilómetro. En el kilómetro once, me recordó:
—Ya estamos en la mitad, Hanna, y estás mejorando la zancada.
Sentí cada centímetro del último kilómetro. Me dolía el cuerpo; mis músculos pasaron de estar rígidos a estar flojos, y luego a sufrir quemazón y calambres. El pulso me latía a toda velocidad en el pecho. El ritmo pesado de mi corazón reflejaba cada uno de mis pasos, y mis pulmones me pedían a gritos que parase.
Sin embargo, dentro de mi cabeza había calma. Era como si estuviese bajo el agua, con voces amortiguadas que se mezclaban hasta formar un solo zumbido constante. Pero una voz resultaba clara:
—Este es el último kilómetro. Lo estás consiguiendo. Eres increíble, Perla.
Estuve a punto de tropezar cuando me llamó así. Su voz se había vuelto suave y anhelante, pero cuando lo miré vi que tenía la mandíbula apretada y la mirada al frente.
—Lo siento —dijo con voz áspera, inmediatamente arrepentido—. No debería haberte… Lo siento.
Negué con la cabeza, me humedecí los labios y volví la vista al frente, demasiado cansada para alargar el brazo y tocarlo siquiera. De pronto caí en la cuenta de que aquel momento era más duro que todos los exámenes que había hecho en la universidad, que todas las largas noches en el laboratorio.
La ciencia siempre me había resultado fácil; había estudiado mucho, por supuesto, había hecho el trabajo, pero nunca había tenido que sacar fuerzas de la flaqueza de aquel modo y continuar adelante cuando nada me habría gustado más que dejarme caer sobre la hierba y quedarme allí. La Hanna que se encontró con Will aquel día en el sendero helado nunca habría conseguido recorrer veintiún kilómetros. Lo habría intentado de mala gana, se habría cansado y por fin, después de convencerse a sí misma de que aquello no era lo suyo, habría vuelto al laboratorio, a sus libros y a su apartamento vacío con comidas envasadas de una sola ración.
Pero no esta Hanna, ya no. Y él había contribuido a llevarme hasta donde ahora me encontraba.
—Ya casi estamos —dijo Will, sin dejar de animarme—. Sé que duele, sé que es duro, pero mira —añadió, señalando un grupo de árboles que se distinguía a lo lejos—, ya casi has llegado.
Me aparté el pelo de la cara y seguí adelante, inspirando y espirando, queriendo que Will siguiese hablando, pero también que se callase de una puñetera vez. Sentía el rápido torrente de sangre que recorría mis venas. Cada parte de mí parecía haber sido enchufada a un cable bajo tensión, sacudida con un millar de voltios que caía al pavimento con cada paso.
Nunca en mi vida había estado tan cansada, nunca había estado tan dolorida, pero al mismo tiempo nunca me había sentido tan viva. Era una locura, pero a pesar de que notaba mis extremidades en llamas y de que cada respiración parecía más difícil que la anterior estaba deseando volver a hacerlo.
El dolor y el miedo a fracasar o hacerme daño habían valido la pena. Yo había querido algo, había aprovechado la oportunidad y me había lanzado con los ojos cerrados. Y con ese último pensamiento en mente, cogí la mano de Will cuando cruzamos juntos la línea de meta.