Apagué el motor y este siguió reverberando un momento en el silencio que siguió. A mi lado, Hanna estaba dormida, apoyando la cabeza en la ventanilla del pasajero. Habíamos aparcado frente a la casa de la familia Bergstrom en las afueras de Boston, rodeada de un amplio porche blanco alrededor de una estructura lisa de ladrillo. Las ventanas delanteras estaban enmarcadas por persianas azul marino y en el interior se intuían, más que verse, unas tupidas cortinas de color crema. La casa era grande y hermosa, y conservaba tantos y tantos recuerdos allí dentro que no quería ni imaginar lo que suponía para la propia Hanna volver allí.
Hacía un par de años que no iba por allí, desde la última vez que había acompañado a Jensen un fin de semana de verano cualquiera a ver a sus padres. Ninguno de los demás hijos estaba allí. Fue un fin de semana tranquilo y relajante, y había pasado la mayor parte del tiempo en la terraza de la parte de atrás, bebiendo gin-tonics y leyendo. Pero ahora estaba aparcado delante de la casa, sentado junto a la hermana de mi amigo, la mujer que acababa de hacerme allí, dentro del coche, dos de las mamadas más memorables de mi vida, la última hacía menos de una hora, cuando había acabado con los nudillos blancos de la fuerza con que me agarraba al volante mientras le metía la polla tan profundamente en la garganta que hasta la noté engullir mi semen cuando eyaculé. Definitivamente, tenía un talento innato para el sexo oral. Ella creía que necesitaba practicar más, y a mí no me importaba nada darle la razón para que pudiese seguir utilizándome como sujeto de prácticas.
En la ciudad, inmersos en el día a día, era fácil olvidar la conexión Jensen, la conexión con toda su familia. Era fácil olvidar que me matarían si se enterasen de lo que estábamos haciendo. Me había pillado desprevenido cuando Hanna había sacado el tema de Liv porque para mí era algo del pasado remoto, pero ese fin de semana tendría que enfrentarme a todo aquello: mi breve historia como antiguo rollo de Liv, como el mejor amigo de Jensen, como aprendiz en prácticas de Johan. Y tendría que enfrentarme a todo aquello mientras trataba de disimular al máximo que estaba coladito por Hanna.
Apoyé la mano en su hombro y la zarandeé suavemente.
—Hanna.
Ella se sobresaltó un poco, pero lo primero que vio cuando abrió los ojos fue a mí. Estaba aturdida y medio dormida aún; sin embargo, sonrió como si tuviese ante ella su imagen favorita en el mundo y murmuró:
—Mmm… Hola. —Y, con esa reacción, se me incendió el corazón.
—Hola, Ciruela.
Ella sonrió tímidamente y volvió la cabeza para mirar por la ventana mientras se desperezaba. Cuando vio dónde habíamos aparcado, se llevó un sobresalto, se irguió en su asiento y se puso a mirar a su alrededor.
—Pero… ¡si ya hemos llegado!
—Sí, ya hemos llegado. —Cuando se volvió hacia mí, parecía bastante asustada.
—Esto va a ser un poco incómodo, ¿verdad? Te estaré mirando a la bragueta y Jensen me pillará mirándote a la bragueta, y luego tú me mirarás las tetas y alguien se dará cuenta de eso también… ¿Qué pasa si te toco? O… —Abrió mucho los ojos y añadió—: ¡O si te beso!
Su repentino ataque de pánico me tranquilizó enormemente. Solo uno de los dos podía sentirse incómodo al mismo tiempo. Negué con la cabeza.
—Todo va a ir bien —le dije—. Estamos aquí como amigos. Estamos visitando a tu familia en calidad de amigos, simplemente. No va a haber miraditas a mi aparato genital ni a tu delantera en público. Ni siquiera me he traído otra bragueta de recambio. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —repitió ella inexpresivamente—. Solo amigos.
—Porque eso es lo que somos, dicho sea de paso —le recordé, haciendo caso omiso de las palpitaciones que sufría mi corazón, retorciéndose, dentro de mi pecho.
Se incorporó, asintió con la cabeza y accionó el tirador de la portezuela del coche.
—¡Amigos! —exclamó con entusiasmo—. ¡Somos un par de amigos que hemos venido a visitar a mi familia por Pascua! ¡Vamos a ver a tu viejo amigo, mi hermano mayor! ¡Gracias por traerme hasta aquí desde Nueva York, amigo mío, Will, mi amigo!
Se rió mientras se bajaba del coche y dio la vuelta al vehículo para sacar su bolsa del maletero.
—Hanna, cálmate —le susurré, apoyándole una mano tranquilizadora en la espalda. Noté cómo mi mirada reptaba por su cuello y se detenía en sus pechos—. No te pongas histérica.
—No mires ahí, William. Será mejor que empieces a disimular desde ya.
—Lo intentaré —susurré, riéndome.
—Yo también. —Guiñándome un ojo, murmuró—: Y acuérdate de llamarme Ziggy.
Helena Bergstrom daba unos abrazos tan fuertes y calurosos que parecía la típica «abrazaárboles» del noroeste de Estados Unidos. Solo su suave acento modulado y sus rasgos europeos delataban su origen noruego. Me dio la bienvenida fundiéndose conmigo en su habitual abrazo de osa. Al igual que Hanna, era más bien alta, y había envejecido muy bien, conservando toda su belleza. La besé en la mejilla y le di las flores que le habíamos comprado cuando paramos a repostar.
—Tú siempre tan detallista —dijo, cogiéndolas y haciéndonos pasar—. Johan aún no ha llegado del trabajo. Eric no puede venir. Liv y Rob están aquí, pero Jensen y Niels aún están de camino. —Miró por encima de mi hombro y arrugó la frente—. Va a llover, así que espero que estén todos aquí a la hora de la cena.
Recitar los nombres de sus hijos era tan natural para ella como respirar. ¿Cómo habría sido su vida, me pregunté, al cuidado de tantos hijos? Y a medida que iba casándose cada uno de ellos, aquella casa no haría más que llenarse de más y más niños.
Sentí un ansia desconocida por formar parte de ella de algún modo, y luego pestañeé y miré a otro lado. El fin de semana prometía ser bastante extraño ya de por sí para que, encima, yo añadiese el factor de mis emociones recién descubiertas.
En el interior, la casa parecía exactamente igual que hacía años, a pesar de que la habían redecorado. Todavía era acogedora, pero en lugar de los tonos azules y grises que recordaba de antes, ahora destacaban los marrones oscuros y los rojos intensos con muebles recargados y unas paredes de color crema y brillantes. En el recibidor y en el pasillo que se adentraba en el interior de la casa, me fijé en que, con redecoración o sin ella, Helena aún abrazaba la vida estadounidense con un generoso surtido de frases optimistas que se hacían pasar por cuadros en las paredes. Ya sabía lo que iba a ver en otros rincones de la casa: En el pasillo: «¡Vive, ama y ríe!».
En la cocina: «¡Una dieta equilibrada consiste en llevar una galleta en cada mano!».
En la sala de estar: «Nuestros hijos: les damos raíces para que puedan levantar el vuelo».
Cuando me pilló leyendo la que había más cerca de la puerta principal «Todos los caminos conducen a casa», Hanna me guiñó un ojo con una sonrisa de complicidad.
Cuando oí el ruido de unas pisadas bajando la escalera de madera justo al lado de la entrada, levanté la vista y me encontré con los brillantes ojos verdes de Liv. Sentí que se me encogía un poco el estómago.
No había ninguna razón para sentirme incómodo en presencia de Liv, porque ya la había visto un puñado de veces desde que nos enrollamos, la más reciente en la boda de Jensen hacía unos años, donde habíamos mantenido una agradable conversación sobre su trabajo en una pequeña empresa comercial en Hanover. Su novio, ahora marido, me había parecido simpático. En aquella ocasión me fui de allí sin darle más vueltas a cómo era la relación entre Liv y yo.
Sin embargo, eso era porque yo creía que nuestro breve escarceo no había significado nada para ella, antes de saber que se había vuelto a Yale con el corazón roto después de las vacaciones de Navidad de hacía tantos años. Era como si una gran parte de mi historia con la familia Bergstrom hubiese sido rescrita, conmigo en el papel del infame seductor, y ahora que estaba allí, me di cuenta de que no había hecho nada con el fin de prepararme mentalmente para enfrentarme a ello.
Me quedé rígido como una estatua mientras ella se acercaba a abrazarme.
—Hola, Will. —Sentí la presión de su enorme barriga de embarazada contra mi vientre y ella se rió, susurrando—: Abrázame, tonto.
Me relajé y la envolví con los brazos.
—Hola, Liv. Supongo que te puedo dar la enhorabuena.
Dio un paso atrás, acariciándose la barriga, y sonrió.
—Gracias. —Un brillo divertido le iluminó los ojos y me acordé de que Hanna la había llamado después de nuestra pelea, y que lo más probable era que Liv supiera exactamente lo que había entre su hermanita pequeña y yo.
Se me hizo un nudo en el estómago, pero lo deshice, decidido como estaba a hacer que el fin de semana transcurriese con la máxima normalidad posible.
—¿Y va a ser niño o niña?
—Será una sorpresa —contestó—. Rob quiere saberlo, pero yo no. Lo que significa, naturalmente, que gano yo.
Riendo, se apartó a un lado para que su marido pudiera estrecharme la mano. Seguimos charlando tranquilamente un rato más en la entrada: Hanna puso al día a su madre y a Liv sobre los últimos acontecimientos en la universidad, y Rob y yo estuvimos hablando de los Knicks hasta que Helena señaló hacia la cocina.
—Voy a volver ahí dentro. Bajad a tomaros un cóctel después de instalaros y deshacer las maletas.
Cogí las bolsas y seguí a Hanna por las escaleras.
—Dale a Will la habitación amarilla —indicó Helena.
—¿Es la misma habitación que tenía antes? —le pregunté, examinando el culo perfecto de Hanna.
Siempre había sido delgada, pero salir a correr estaba haciendo maravillas con sus curvas.
—No, antes estabas en la habitación de invitados, la blanca —dijo, y luego se volvió y me sonrió por encima del hombro—. Aunque no me acuerdo de todos los detalles de ese verano, la verdad.
Me reí y pasé por su lado para ocupar el que iba a ser mi dormitorio esa noche.
—¿Dónde está tu habitación? —La pregunta salió de mis labios antes de pararme a pensar si era buena idea preguntárselo ni, desde luego, de asegurarme de que nadie nos había seguido hasta allí.
Volvió a mirar por encima del hombro, y luego entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda.
—La mía está dos puertas más abajo.
Fue como si el espacio se redujera, y nos quedamos de pie, el uno frente al otro.
—Hola —susurró.
Fue la primera vez desde que salimos de Nueva York que pensé que todo aquello podía haber sido una tremenda equivocación. Estaba enamorado de Hanna, así que ¿cómo iba a conseguir que no se me notara cada vez que la miraba?
—Hola —acerté a decir. Ladeó la cabeza y murmuró:
—¿Estás bien? —Me rasqué la nuca.
—Es que… tengo ganas de besarte.
Se acercó unos pasos más para poder deslizar las manos por debajo de mi camisa y mi pecho. Me agaché y le planté un beso casto en la boca.
—Pero no debería hacerlo —le dije, rozándole los labios cuando volvió a acercarse para que la besara de nuevo.
—Probablemente no.
Desplazó la boca por encima de mi barbilla, por mi mandíbula, y empezó a chuparla, a mordisquearla. Debajo de la camisa, me arañaba el pecho con las uñas, demorándose ligeramente sobre mis pezones. En tan solo unos segundos ya estaba completamente empalmado, listo, y sentí cómo la fiebre me encendía la piel y me horadaba los músculos.
—Pero no me voy a conformar con solo besarte —le dije, advirtiéndola a medias para que se detuviera, y suplicándole a medias que siguiera adelante.
—Tenemos un poco de tiempo antes de que lleguen los demás —dijo. Retrocedió lo bastante para poder desabotonarme los tejanos—. Podríamos…
La sujeté de las manos, inmovilizándola. La parte más prudente estaba ganando la batalla.
—Hanna… No puede ser.
—No haré ruido.
—Ese no es el único problema que tengo para follarte bajo el techo de la casa de tus padres… en pleno día, nada menos. ¿No acabamos de tener esta misma conversación ahí fuera?
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Pero ¿y si este es el único momento que tenemos para estar solos? —me preguntó con una sonrisa—. ¿No quieres que tonteemos un poco aquí, los dos solos?
Se había vuelto completamente loca.
—Hanna… —susurré, cerrando los ojos y ahogando un gemido mientras me empujaba los tejanos y los calzoncillos hacia abajo y envolvía los dedos cálidos y firmes alrededor de mi verga—. No deberíamos, de verdad.
Se detuvo, sujetándome con delicadeza.
—Podemos hacerlo muy rápido. Por una vez.
Abrí los ojos y la miré. No me gustaba hacerlo rápido, nunca, pero aún menos con Hanna. Me gustaba tomarme mi tiempo. Pero si se me estaba ofreciendo ella misma y solo teníamos cinco minutos, podía aprovechar esos cinco minutos. El resto de la familia no había llegado aún, tal vez no importaba tanto en el fondo. Y entonces me acordé.
—Mierda. No he traído condones. No los he metido en la maleta. Por razones más que obvias. —Soltó un taco e hizo una mueca.
—Yo tampoco.
La pregunta quedó suspendida en el aire entre nosotros, ella mirándome con los ojos muy abiertos y suplicantes.
—No —le dije, sin que ella tuviera que decir una palabra.
—Pero hace años que tomo la píldora.
Cerré los ojos y apreté la mandíbula. Mierda. El embarazo era la única cosa que siempre me había preocupado. Incluso en mis días más salvajes, nunca lo había hecho con nadie sin preservativo.
Además, en los últimos años me había hecho análisis de todo de forma regular.
—Hanna, por favor…
—No, tienes razón —dijo, recorriendo con el pulgar la punta de mi polla, extendiendo las primeras gotas de líquido seminal—. No se trata solo de evitar un embarazo. Se trata de practicar sexo seguro…
—Nunca he tenido relaciones sexuales sin condón —solté.
¿Quién iba a decir que tenía instinto de muerte? Ella se quedó inmóvil.
—¿Nunca?
—Ni siquiera frotándome por fuera. Soy demasiado paranoico. —Abrió los ojos como platos.
—¿Y qué me dices de eso de «solo la puntita»? Creía que todos los hombres hacían eso de la puntita por costumbre.
—Soy paranoico y voy con mucho cuidado. Sé muy bien que basta con bajar la guardia una sola vez. —Le sonreí, sabía que lo entendería perfectamente.
Su mirada se ensombreció y la desplazó hasta mi boca.
—¿Will? Entonces, ¿esta sería tu primera vez?
Mierda. Cuando me miraba de esa manera, cuando su voz se volvía ronca y jadeante, estaba perdido. Entre nosotros no había solo una atracción física. Por supuesto que me habían atraído las mujeres antes, pero con Hanna había algo más, una química en la sangre, algo entre los dos que hacía clic y encajaba, que me hacía querer siempre un poco más. Si ella me ofrecía su amistad, yo quería su cuerpo. Si me ofrecía su cuerpo, quería secuestrar sus pensamientos. Si me ofrecía sus pensamientos, quería su corazón.
Y ahora, allí estaba ella, con el deseo de sentirme dentro de ella, solo yo, solo ella, y era casi imposible decirle que no. Pero lo intenté.
—De verdad que no creo que sea una buena idea. Deberíamos reflexionar con más calma sobre esa decisión.
«Sobre todo, si va a haber otros tíos implicados en tu “experimento”», pensé, aunque me abstuve de decirlo en voz alta.
—Solo quiero saber qué se siente. Yo tampoco he tenido nunca relaciones sexuales sin condón. —Sonrió, alzándose de puntillas para besarme—. Solo dentro. Solo un segundo.
—¿Solo la puntita? —le susurré, riendo.
Dio un paso hacia atrás y se apoyó en el borde de la cama, subiéndose la falda hasta las caderas y deslizándose las bragas por las piernas. Me miró, abrió los muslos y se recostó hacia atrás en los codos, manteniendo las caderas elevadas en el borde del colchón. Lo único que tenía que hacer era dar un paso más y ya podría metérsela directamente. A pelo.
—Ya sé que es una locura y una estupidez, pero, Dios…, así es como haces que me sienta. —Deslizó la lengua y se mordió el labio inferior—. Te prometo que no haré ruido.
Cerré los ojos y supe tan pronto como dijo aquello que ya lo había decidido. La pregunta más importante era si yo podría contenerme y no hacer ruido. Me bajé aún más los pantalones y me situé entre sus piernas, sujetándome la polla e inclinando el torso sobre ella.
—Mierda. ¿Qué coño estamos haciendo? —dije.
—Sintiendo, nada más.
El corazón me martilleaba en la garganta, en el pecho, en cada centímetro de mi piel. Aquella era la última frontera del sexo. ¿Cómo era posible que hubiese hecho casi cualquier cosa excepto aquello?
Parecía tan sencillo…, algo casi inocente. Sin embargo, nunca había querido sentir nada tanto como quería sentirla a ella, piel con piel. Era como un ansia enfebrecida que se apoderaba de mi mente y mi razón, diciéndome el maravilloso placer que me daría hundirme en ella aunque solo fuese un segundo, solo para experimentar la sensación y con eso sería suficiente. Ella podría volver a bajar a su habitación, deshacer las maletas, asearse, y yo me masturbaría más fuerte y más rápido de lo que me había masturbado en mi vida. Estaba decidido.
—Ven aquí —me susurró, cogiéndome la cara.
Bajé el pecho hacia ella y abrí la boca para saborear sus labios, chupándole la lengua, engullendo sus sonidos. Podía sentir la fricción de los pliegues resbaladizos de su coño contra la parte inferior de mi polla, pero no era ahí donde quería sentirla. Quería sentirla toda ella a mi alrededor.
—¿Estás bien? —le pregunté, alcanzándole el clítoris con la mano para acariciárselo—. ¿Puedo hacer que te corras primero? No creo que debamos acabar así.
—¿Podrás hacer la marcha atrás?
—Hanna —susurré, chupándole la barbilla—. ¿Qué hay de eso de «solo la puntita»?
—¿Es que no quieres saber lo que se siente? —replicó ella, deslizando las manos por encima de mi culo y balanceando las caderas—. ¿Es que no quieres sentirme a mí?
Lancé un gruñido, mordisqueándole el cuello.
—Eres muy muy mala.
Deslizó la mano hacia abajo, me apartó los dedos del clítoris y se apoderó de mí, frotándose mi polla en y alrededor de su dulce piel empapada. Gemí, soplándole el aliento en el cuello. Y entonces me guio al lugar exacto, sosteniéndome, esperando a que moviera las caderas.
Empujé hacia delante y de nuevo hacia atrás, sintiendo la sutil rendición de su cuerpo cuando mi glande se deslizó en su interior. Me adentré un poco más, apenas unos milímetros, lo justo hasta sentir la extensión progresiva de su vagina y me detuve, jadeando.
—Rápido —dije—. Y no hagas ruido.
—Te lo prometo —susurró.
Esperaba que estuviera caliente, pero no esperaba aquel ardor abrasador, no esperaba la sensación de carnosidad y humedad apabullante. No estaba preparado para el vértigo de sentirla en toda su plenitud, la sensación de su pulso palpitando alrededor de mi sexo, las pequeñas contracciones de los músculos, o sus gimoteos hambrientos en mi oído diciéndome lo nuevo y distinto que era para ella también.
—Jodeeerrr —gruñí, incapaz de dejar de deslizarme hasta el fondo—. No puedo… No puedo seguir follándote así. Es demasiado bueno… Me voy a correr enseguida.
Contuvo la respiración, aferrándome los brazos con tanta fuerza que me hacía daño.
—No pasa nada —acertó a decir y luego dejó escapar el aliento con un largo resoplido—. Siempre aguantas mucho rato. Quiero que sientas tanto placer que esta vez no puedas aguantar.
—Eres muy perversa —exclamé entre dientes y ella se rió, volviendo la cabeza para capturarme la boca con un beso.
Estábamos apoyados en la orilla de la cama, con las camisas aún puestas, mis tejanos en los tobillos y su falda a la altura de las caderas. Habíamos subido allí para deshacer las maletas, refrescarnos un poco e instalarnos. Aquello que estábamos haciendo no tenía nombre, pero estábamos logrando no hacer ni un solo ruido y me convencí de que, si conseguía mantener la concentración, tal vez podría follármela lo suficientemente lento para que la cama no chirriase.
Sin embargo, entonces fui consciente de que estaba dentro de ella, follándomela a pelo, en casa de sus padres. Y casi me corrí solo de mirar al punto de unión entre nuestros cuerpos.
Me deslicé casi completamente fuera, deleitándome en lo empapado que estaba con sus secreciones, y volví a embestirla, despacio, y luego otra vez, y otra. Y, joder…, aquello era el fin. Se había acabado el sexo con cualquier mujer que no fuera ella y se había acabado lo de usar un condón con aquella mujer.
—Acabo de decidir una cosa —susurró con voz ronca, con la respiración sincopada—. Olvídate de salir a correr. Tenemos que hacer esto cinco veces al día. —Su voz era tan débil que apoyé la oreja en sus labios para oír lo que decía a continuación, pero lo único que entendí entre la niebla de sensaciones eran entrecortadas e inconexas palabras como «más duro», «piel», y «no te muevas de ahí después de llegar».
Fue esa última idea la que pudo conmigo, la que me hizo pensar en correrme dentro de ella, besándola hasta que intensificó sus movimientos enfebrecidos y urgentes de nuevo, y luego gruñó con fuerza mientras tensaba el cuerpo a mi alrededor. Podía follármela, permanecer allí, y follármela de nuevo antes de quedarme dormido dentro de ella.
Aceleré la velocidad, sujetándola por las caderas, encontrando el ritmo perfecto para no sacudir el armazón de la cama, para no golpear el cabecero contra la pared. Un ritmo que le permitía no seguir haciendo ningún ruido, con el que podía tratar de aguantar hasta llevarla al clímax…, pero era una batalla perdida, y apenas habían pasado unos minutos.
—Oh, mierda, Ciruela —gemí—. Lo siento. Lo siento. —Eché la cabeza hacia atrás y sentí el impulso de mi orgasmo disparándose por mis piernas, por mi espalda, llegando demasiado pronto.
Salí de ella y me sacudí la polla con fuerza con el puño mientras ella se tocaba entre las piernas y presionaba los dedos contra el clítoris. Fuera, en el pasillo, oí el ruido de unos pasos y, abriendo los ojos, miré a Hanna para ver si ella los había oído también, solo una fracción de segundo antes de que alguien llamara a la puerta. Se me nubló la vista y sentí que empezaba a correrme. Mierda. Mierda…
—¡Will! —me llamó Jensen, gritando—. ¡Eh, estoy aquí! ¿Estás en el baño?
Hanna se incorporó bruscamente, con los ojos muy abiertos y con una expresión horrorizada de disculpa, pero ya era demasiado tarde. Cerré los ojos y me corrí en la mano, sobre la piel desnuda de su muslo.
—¡Un segundo! —resollé, bajando la vista hacia mi mano y observando las reverberaciones de mi sexo aún palpitante.
Me incliné sobre la cama y me apoyé con una mano en el colchón para mantener el equilibrio. Cuando miré a Hanna, parecía incapaz de apartar la mirada del lugar donde mi semen había aterrizado sobre su piel y…, mierda, también sobre su falda…
—¡Me estoy cambiando! Ahora mismo salgo —acerté a decir, con el corazón en la garganta, presa de la súbita oleada de adrenalina que circulaba por mis venas.
—Ah, genial. Pues te espero abajo —dijo, y oí el ruido de sus pasos alejándose.
—Mierda, tu falda… —Di un paso atrás y empecé a vestirme a toda prisa, pero Hanna no se había movido.
—Will… —susurró, y vi que aquella hambre familiar le ensombrecía el semblante.
—Mierda. —Nos habíamos salvado por los pelos. El pestillo de la puerta ni siquiera estaba echado—. No sé cómo…
Pero ella se recostó hacia atrás y tiró de mí para situarme encima de ella. Le traía completamente sin cuidado que su hermano pudiese entrar y sorprendernos. Porque… ¿se había ido, verdad? Aquella mujer me obligaba a hacer auténticas locuras.
Con el corazón aún latiéndome desbocado, me agaché, introduje dos dedos en su interior y deslicé la lengua sobre su coño mientras ella cerraba los ojos. Enterró las manos en mi pelo, levantando y sacudiendo las caderas en mi boca, y en apenas unos segundos, empezó a correrse, entornando los labios con un grito mudo. Se estremeció entre mis manos, elevando las caderas de la cama, estirándome del pelo con los dedos.
A medida que su orgasmo se iba aplacando, continué moviendo lentamente los dedos dentro de ella, pero cubrí de besos un suave sendero que iba desde su clítoris a la parte interior de su muslo y hasta la cadera. Al final, apoyé la frente en su ombligo, tratando todavía de recuperar el aliento.
—Oh, Dios… —susurró cuando aflojó la presión de las manos sobre mi pelo y se las deslizó arriba y abajo sobre sus pechos—. Me vuelves completamente loca.
Retiré los dedos de su vagina y le besé el dorso de la mano, aspirando el aroma de su piel.
—Lo sé.
Hanna se quedó quieta en la cama durante un sosegado minuto y luego abrió los ojos, mirándome como si acabara de recobrar el juicio.
—Ufff. Por los pelos… —Asentí, riendo.
—Sí, ha estado a punto de pillarnos. Será mejor que nos cambiemos y bajemos ya. —Le señalé la falda con la cabeza—. Perdona por lo de la falda.
—Limpiaré la mancha y ya está.
—Hanna —dije, sofocando una risa de frustración—. No puedes bajar con una mancha gigante de semen en la falda, aunque la limpies con agua.
Se quedó pensativa y esbozó una sonrisa avergonzada.
—Tienes razón. Es que… creo que me gusta llevarla ahí.
—Qué pervertida eres…
Se incorporó mientras yo me subía los pantalones y fue besándome el abdomen a través de la camisa. Le envolví los hombros con mis brazos, estrechándola en ellos y simplemente disfrutando de la sensación de abrazar su cuerpo. Estaba completamente enamorado de esa mujer.
Al cabo de unos segundos, el sol se escondió detrás de una nube, sumiéndolo todo en leves sombras, proyectando un espectáculo muy hermoso, y la voz de ella surgió de entre la quietud:
—¿Has estado enamorado alguna vez?
Me quedé inmóvil, preguntándome si se lo habría dicho en voz alta, pero cuando bajé la vista, Hanna me miraba simplemente con curiosidad, con ojos serenos. Si cualquier otra mujer me hubiese preguntado aquello justo después de echar un polvo rápido, me habría entrado el pánico y habría sentido la urgente necesidad de escapar de aquella situación inmediatamente.
Con Hanna, sin embargo, en cierto modo la pregunta parecía incluso apropiada, a tenor del momento y las circunstancias, sobre todo teniendo en cuenta nuestra última temeridad. En los últimos años me había vuelto aún más prudente, si cabe, acerca de cuándo y dónde mantenía relaciones sexuales, y, boda de Jensen aparte, rara vez me metía en situaciones que pudiesen requerir una salida rápida o tener que dar explicaciones. Sin embargo, últimamente estar con Hanna siempre hacía que sintiese un poco de miedo, como si las veces que iba a poder sentirla así tuviesen un límite. La idea de tener que renunciar a ella me resultaba insoportable.
Solo había otras dos mujeres en mi vida por las que había sentido algo más profundo que un intenso cariño, pero nunca le había dicho a ninguna mujer «te quiero». Era raro, y a mis treinta y un años, sabía que eso me convertía en un tío raro, pero nunca había sentido el peso de esa rareza hasta ese preciso momento.
De pronto, recordé todos y cada uno de los comentarios displicentes que les había hecho a Max y Bennett sobre el amor y el compromiso. No es que no creyera en ellos, es que nunca me había sentido identificado con ninguno de los dos conceptos, exactamente. El amor siempre había sido algo que encontraría algún día impreciso de mi futuro, cuando más o menos ya hubiese sentado la cabeza o fuese menos aventurero. La imagen de mí mismo como seductor empedernido se parecía mucho al depósito de minerales que se forma sobre un cristal con el tiempo: no me había tomado la molestia de preocuparme por que se estuviese formando hasta que ya era casi imposible ver el otro lado.
—Supongo que no —susurró, sonriendo. Negué con la cabeza.
—Nunca le he dicho «te quiero» a nadie, si es a eso a lo que te refieres.
Aunque a Hanna le era imposible saber que se lo había dicho a ella, en silencio, casi cada vez que la había tocado.
—Pero ¿lo has sentido? —Sonreí.
—¿Y tú?
Se encogió de hombros y señaló con la cabeza a la puerta del baño, que estaba seguro de que era compartido con la habitación de Eric.
—Voy a ir asearme.
Asentí con la cabeza, cerré los ojos y me desplomé en la cama cuando se fue. Le agradecí a todos los poderes del universo que Jensen no hubiese entrado de improviso en el dormitorio. Eso habría sido un desastre. A menos que quisiésemos que su familia se enterase de lo que pasaba entre nosotros…
Pero estaba seguro de que, puesto que Hanna quería que lo nuestro siguiese siendo sexo sin compromiso entre amigos, íbamos a tener que andarnos con mucho más cuidado.
Consulté el correo pendiente, envié un par de mensajes y luego me aseé yo también en el cuarto de baño, con un poco de agua y jabón, frotando vigorosamente. Hanna se reunió conmigo en la sala de estar, con una sonrisa tímida.
—Siento haberte puesto entre la espada y la pared, antes, ahí arriba —dijo en voz baja—. No sé qué me ha entrado. —Pestañeó, sorprendida ante el doble sentido de sus propias palabras y tapándome la boca justo cuando iba a soltar la broma obvia—. No lo digas.
Riendo, miré hacia la cocina, por encima de su espalda, para asegurarme de que nadie podía oírnos.
—Ha sido alucinante. Pero, joder…, podríamos haberlo pagado muy caro.
Parecía avergonzada, y le sonreí, esbozando una mueca graciosa para hacerla reír. Con el rabillo del ojo vi una pequeña figurilla de cerámica de Jesucristo en una mesa auxiliar. La cogí, la sostuve entre los pechos de Hanna y exclamé:
—¡Eh! ¡Mira! He encontrado a Dios en tu escote, por fin.
Bajó la vista, estalló en carcajadas y empezó a zarandear los pechos, como para dejar a la figurilla gozar de tan maravilloso espectáculo.
—¡Dios en mi escote! ¡Dios en mi escote!
—Hola, chicos.
Al oír la voz de Jensen por segunda vez ese día, sacudí el brazo de inmediato y lo alejé al instante de las tetas de Hanna. Como si viese el movimiento a cámara lenta y el brazo no fuese mío, la figurilla de Jesús salió despedida por los aires y no me di cuenta de lo que había hecho hasta que la vi aterrizar en el suelo, varios metros más allá, y romperse en mil pedazos de cerámica.
—Oh, mierda… —exclamé, precipitándome hacia el escenario del desastre.
Me puse de rodillas, tratando de recoger los fragmentos más grandes, pero era un esfuerzo inútil. Algunas de las piezas eran tan pequeñas que estaban hechas polvo, literalmente. Hanna se agachó, muriéndose de risa.
—¡Will! ¡Te has cargado a Jesús!
—¿Se puede saber qué hacías? —preguntó Jensen, arrodillado para ayudarme.
Hanna salió de la habitación para ir a buscar una escoba, dejándome a solas con la persona que había sido testigo de gran parte de mis travesuras como chico malo cuando era un veinteañero. Me encogí de hombros a modo respuesta, tratando de no parecer que estaba jugando con las tetas de su hermana pequeña, sencillamente.
—Estaba mirándola. Quiero decir la figura, para ver lo que era. Y admirando la forma… de Jesús, quiero decir. —Me pasé la mano por la cara y me di cuenta de que estaba sudando.
—No sé, Jens, la verdad. Solo sé que me has asustado.
—¿Por qué estás tan nervioso? —preguntó, riéndose.
—Será por el trayecto en coche. Hacía mucho tiempo que no conducía.
Me encogí de hombros, todavía incapaz de sostenerle la mirada.
—Creo que necesitas una cerveza —me dijo Jensen, dándome una palmadita en la espalda.
Hanna volvió y nos echó de allí para poder barrer los fragmentos y recogerlos con una pala, pero no antes de lanzarme una mirada cómplice.
—Le he dicho a mamá que has roto esto y ni siquiera se acordaba de cuál de sus tías se lo regaló. Tranquilo, creo que no pasa nada.
Lancé un gemido, la seguí a la cocina y pedí disculpas a Helena con un beso en la mejilla. Ella me dio una cerveza y me dijo que me relajara.
En algún momento, mientras estaba arriba cepillándome a Hanna, o tal vez mientras me restregaba como un poseso su aroma de mi polla, de mis dedos y de mi cara, su padre había llegado a casa. ¡Dios santo! Ahora que había recobrado el juicio, lejos de la Hanna desnuda y de la puerta cerrada de la habitación, me di cuenta de lo insensatos que habíamos sido. ¿Qué demonios estábamos pensando?
Johan sacó la nariz de la nevera, donde había estado buscando una cerveza, y se acercó a saludarme con su característica mezcla de afecto y torpeza. Se le daba bien mirar a la gente a los ojos, pero era muy torpe con las palabras. Por lo general, eso significaba que siempre acababa mirando fijamente a su interlocutor mientras este, nervioso, se devanaba los sesos tratando de encontrar algo que decir.
—Hola —dije, devolviéndole el apretón de manos y dejando que me fundiera en su abrazo—. Siento lo de Jesús.
Retrocedió un paso, sonrió y dijo:
—Bah, no importa. —Y luego se calló y se quedó pensativo—. A menos que de repente te hayas vuelto religioso…
—Johan —lo llamó Helena, interrumpiendo nuestro intercambio, y me dieron ganas de darle un beso—. Cariño, ¿puedes comprobar el asado? Las judías y el pan ya están listos.
Johan se acercó al horno y sacó un termómetro para carne del cajón. Percibí la presencia de Hanna a mi lado y la oí entrechocar su vaso de agua con mi botella de cerveza.
—Salud —dijo con una sonrisa fácil—. ¿Tienes hambre?
—Me muero de hambre —admití.
—No metas solo la puntita, Johan —exclamó Helena—. Mételo hasta el fondo.
Empecé a toser y sentí que la cerveza se me atragantaba y casi se me salía por la nariz. Me tapé la boca con la mano e intenté obligar a mi garganta a abrirse para poder tragar. Jensen corrió a situarse detrás de mí, dándome una palmada en la espalda y mirándome con una sonrisa enigmática. Liv y Rob ya estaban sentados a la mesa de la cocina, doblados de la risa.
—Joder, va a ser una noche muuuy larga —murmuró Hanna.
La conversación durante la cena transcurrió sin incidentes, dividiéndose en grupos más pequeños y luego incluyéndonos a todos de nuevo. Niels llegó cuando estábamos en mitad de la cena. Si Jensen era muy abierto y uno de mis más viejos amigos, Eric, solo dos años mayor que Hanna, era el desconocido de la familia. Era el mediano, el hermano reservado, y al que nunca había llegado a tratar del todo. A sus veintiocho años, era un ingeniero que dirigía una empresa energética muy importante y casi un calco de su padre, pero sin las miradas directas y las sonrisas. Sin embargo, esa noche me sorprendió: se inclinó a besar a Hanna antes de sentarse y susurró:
—Estás guapísima, Ziggs.
—Es verdad —comentó Jensen, señalándola con el tenedor—. ¿Te has cambiado algo?
La estudié desde el otro lado de la mesa, tratando de ver lo mismo que ellos y sintiéndome ligeramente irritado ante lo que implicaban sus palabras. Para mí, estaba igual que siempre: cómoda en su propia piel, relajada. Nada obsesiva con la ropa o el pelo o el maquillaje… ¡porque no le hacía ninguna falta! Estaba guapa cuando se despertaba por las mañanas, radiante después de una sesión de running, perfecta cuando estaba debajo de mí, sudorosa en los minutos de después del coito.
—Humm… —dijo, encogiéndose de hombros y ensartando las judías verdes con el tenedor. No sé.
—Pareces más delgada —sugirió Liv, con la cabeza inclinada.
Helena acabó de masticar lo que tenía en la boca y dijo:
—No, es el pelo.
—A lo mejor la veis así porque Hanna es feliz, simplemente —ofrecí, con la mirada fija en mi plato mientras me cortaba un trozo de asado.
La mesa se quedó completamente en silencio y levanté la vista, nervioso al ver todos aquellos ojos abiertos como platos y mirándome fijamente.
—¿Qué pasa? —pregunté.
No me di cuenta hasta entonces de que la había llamado por su nombre de pila, no Ziggy. Ella salvó la situación sin problemas.
—Salgo a correr todos los días —dijo—, así que sí, por eso estoy un poco más delgada. Y me he cortado el pelo. Pero hay algo más: estoy disfrutando mucho con el trabajo. Tengo amigos. Will tiene razón: soy feliz. —Miró a Jensen y le sonrió con descaro—. Sí, resulta que tenías razón. Y ahora, ¿podemos dejar de analizarme?
Jensen le devolvió la sonrisa y el resto de la familia masculló alguna variación de «qué bien» y volvió a concentrarse en la comida, en silencio. Percibí la sonrisa de Liv clavada en mí, y cuando levanté la vista de mi plato, me guiñó un ojo.
«Mierda», me dije.
—La cena está deliciosa —le dije a Helena.
—Gracias, Will.
Se hizo un profundo silencio y me sentí observado. Me había delatado. Tampoco era de gran ayuda que la cabecita decapitada de porcelana de Jesús me mirara con aquel aire sentencioso desde el aparador. Él lo sabía. Ziggy era un diminutivo tan arraigado en aquella familia como el demencial horario de trabajo del padre o la tendencia de Jensen a mostrarse sobreprotector. Ni siquiera conocía el verdadero nombre de pila de Hanna cuando había salido a correr con ella hacía casi dos meses. Pero a la mierda con todo eso. Lo único que podía hacer era asumirlo. Tenía que decirlo de nuevo.
—¿Sabéis que van a publicar un artículo de Hanna en Cel?
No había sido especialmente delicado, su nombre me había salido más fuerte que cualquier otra palabra, pero seguí adelante, sonriendo a todos los presentes en la mesa. Johan levantó la cabeza, con los ojos muy abiertos.
—¿De verdad, sötnos[8]? —le preguntó, volviéndose a Hanna.
Esta asintió.
—Es sobre el proyecto de localización de epítopos[9] del que os hablé. Estábamos investigando algo por azar y resultó ser algo muy interesante.
Aquello pareció llevar la conversación a un territorio menos peliagudo y dejé escapar el aliento que había estado conteniendo. Cabía la posibilidad de que hubiese algo más estresante que conocer a los padres de tu novia, y eso era ocultárselo todo a la familia de tu novia. Pillé a Jensen observándome con una sonrisa, pero se la devolví y volví a concentrarme en mi plato.
«No hay nada que ver. Tú haz como si nada», pensé. Sin embargo, durante una pausa en la conversación, sorprendí a Hanna mirándome detenidamente, con una mezcla de sorpresa y reflexión.
—Oye, tú… —articuló.
—¿Qué? —respondí.
Negó con la cabeza lentamente, y al final interrumpió el contacto visual y bajó la vista. Me dieron ganas de buscarla debajo de la mesa con la pierna, deslizar el pie sobre el suyo y obligarla a mirarme de nuevo, pero aquello era como un campo sembrado de minas con tantas piernas que no eran la de Hanna, y la conversación ya había pasado a otra cosa.
Después de cenar, ella y yo nos ofrecimos para lavar los platos mientras los demás se retiraban al salón a tomar un cóctel. Me dio un golpe con un trapo de cocina y yo la mojé con agua jabonosa.
Estaba a punto de abalanzarme sobre ella y darle un chupetón en el cuello cuando Niel apareció en la cocina para buscar otra cerveza y nos miró como si nos hubiésemos intercambiado la ropa.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó, con voz suspicaz.
—Nada —contestamos al mismo tiempo.
Para empeorarlo aún más, Hanna repitió:
—Nada. Solo estamos fregando los platos.
Vaciló unos segundos antes de tirar el tapón de la botella a la basura y volverse para reunirse con los demás.
—Hoy ya van dos veces que han estado a punto de pillarnos —dijo en voz baja.
—Tres —la corregí.
—Tonto. —Me miró sacudiendo la cabeza, y la sonrisa risueña le alcanzó los ojos—. Creo que no debería arriesgarme a colarme en tu habitación esta noche.
Empecé a protestar, pero entonces advertí la leve mueca burlona que asomaba a sus labios.
—Eres muy mala, ¿lo sabías? —murmuré, y alargué la mano para deslizarle el pulgar por el pezón—. Con razón Jesús no ha querido quedarse en tu escote…
Dio un respingo y me apartó el brazo de un manotazo, mirando por encima del hombro. Estábamos solos en la cocina, oyendo las voces apagadas de los demás en la otra habitación, y lo único que quería era estrecharla entre mis brazos y besarla.
—No lo hagas. —Me miró muy seria y pronunció las siguientes palabras con voz trémula, como si le costara un gran esfuerzo respirar—. O no podré contenerme.
Tras permanecer levantado varias horas charlando y poniéndome al día con Jensen, finalmente me fui a la cama. Me quedé mirando la pared durante una hora o así antes de darme por vencido y dejar de esperar oír los pasos de Hanna avanzando a hurtadillas por el pasillo o el crujido de la puerta al colarse en mi habitación.
De manera que me quedé dormido y no me enteré de nada cuando, efectivamente, se coló en mi habitación, se desvistió y se metió desnuda bajo las sábanas a mi lado. Me desperté al percibir la piel lisa y suave de su cuerpo enroscándose en el mío.
Me acariciaba el pecho con las manos mientras me succionaba el cuello, la barbilla y el labio inferior con la boca. Yo ya estaba empalmado y listo para entrar en acción antes de haberme despertado del todo, y cuando lancé un gemido, Hanna me cubrió la boca con la mano y me recordó que no debíamos hacer ruido.
—¿Qué hora es? —murmuré, aspirando el suave aroma de su pelo.
—Poco más de las dos.
—¿Estás segura de que no te ha oído nadie? —le pregunté.
—Los únicos que podrían oírme en esta punta del pasillo son Jensen y Liv. Jensen ha puesto el ventilador, y no aguanta ni diez minutos despierto cuando ese cacharro se pone en marcha, así que sé que está dormido.
Me reí porque sabía que tenía razón. Había compartido habitación con él durante años, y odiaba ese maldito ventilador.
—Y Rob está roncando —murmuró, besándome la barbilla—. Liv tiene que quedarse dormida antes que él o sus ronquidos la tienen en vela toda la noche.
Complacido porque se hubiese colado con tanto sigilo, y porque nadie iba a llamar a la puerta e interrumpirnos mientras hacíamos el amor, rodé por la cama hasta colocarme en mi lado, atrayéndola a ella conmigo.
Hanna se acurrucó con intención evidente de hacer el amor, pero no parecía que quisiese un polvo rápido. Había algo más, algo agazapado bajo la superficie. Lo vi por cómo mantenía los ojos abiertos en la oscuridad, por cómo me besaba con aquel ansia y determinación, cada caricia era un tanteo vacilante, como si quisiera preguntarme algo. Lo vi por la forma en que llevó mi mano hasta donde quería que estuviera: en su cuello, por sus pechos, hasta detenerse en su corazón.
Le palpitaba con muchísima fuerza. Su dormitorio solo estaba a unas cuantas puertas pasillo abajo, no podía latirle así por el esfuerzo. Estaba nerviosa por algún motivo, y abrió y cerró la boca varias veces bajo la luz de la luna, como si quisiera hablar pero le faltara el aliento.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, susurrándole al oído.
—¿Todavía hay otras en tu vida? —me preguntó.
Me retiré hacia atrás y me la quedé mirando, confuso. «¿Otras mujeres?» Había querido volver a mantener aquella conversación cientos de veces, pero su sutil empeño de eludirla había hecho mella en mi necesidad de dejar las cosas claras. Era ella la que quería salir con otros hombres, la que no confiaba en mí y la que no creía que tuviéramos que mantener una relación en exclusiva. ¿O acaso la había malinterpretado? Para mí, no había nadie más que ella.
—Creía que era eso lo que querías… —respondí.
Estiró el cuello para besarme. Su boca era ya algo muy familiar, capaz de amoldarse a la mía con el ritmo pausado de los besos suaves que iban volviéndose cada vez más tórridos, y me pregunté por un enfebrecido instante cómo podía imaginarse a sí misma compartiendo su cuerpo con otra persona que no fuera yo. Me atrajo hacia sí y bajó la mano para deslizar mi sexo por su piel.
—¿Hay alguna regla sobre tener relaciones sin protección dos veces en un mismo día? —Le lamí la piel por debajo de la oreja.
—Creo que la regla debería ser que no podemos tener otros amantes.
—Entonces, ¿rompemos esa regla? —preguntó, levantando las caderas.
«A la mierda. A la mierda ese ruido».
Abrí la boca para protestar, para ponerme firme y decirle que ya me había hartado de aquella discusión inexistente que no nos llevaba a ninguna parte, pero entonces emitió un quejido intenso y hambriento y arqueó el cuerpo, de forma que me hundí en ella y me mordí el labio para sofocar un gemido. Aquello era irreal. Había tenido relaciones sexuales miles de veces y nunca, jamás, había experimentado nada parecido.
Percibí el sabor de la sangre en mis labios y las llamaradas de fuego en cada trozo de piel que me tocaba, pero entonces empezó a dibujar círculos con las caderas, encontrando su placer bajo mi cuerpo, y sentí que las palabras se me disolvían en el cerebro.
«Solo soy un hombre, maldita sea. No soy un dios. Soy incapaz de resistirme a tomar a Hanna ahora y dejar lo otro para más tarde».
Me sentí como un tramposo. Ella no iba a entregarme su corazón, pero sí su cuerpo, y tal vez si acumulaba una cantidad suficiente de su placer y me lo guardaba, podría fingir que era algo más. En ese momento no me importaba lo mucho que podía llegar a lamentarlo más tarde.