14

Hacía tanto tiempo que no me acurrucaba en el sofá con una mujer que se me había olvidado lo maravilloso que era. Aunque con Hanna era prácticamente como estar en el cielo, porque podía disfrutar al mismo tiempo de una cerveza, un partido de baloncesto, un poco de conversación sobre ciencia para iniciados y una mujer con curvas espectaculares a mi entera disposición.

Apuré mi copa de un sorbo y luego miré a Hanna, que tenía los ojos vidriosos, a punto de quedarse dormida.

No me sentía orgulloso de haber dado marcha atrás ante su reacción de esa mañana, pero tal como estaba aprendiendo a marchas forzadas, era capaz de hacer cualquier cosa por ella. Si Hanna quería que lo nuestro siguiese basándose en el sexo sin compromiso, eso es lo que haríamos. Si quería que fuésemos solo «follamigos», podía fingir sin problemas. Podía ser paciente, podía darle tiempo. Yo solo quería estar con ella, y por muy patético que pudiese sonar, aceptaría cualquier cosa que me diese.

De momento, no me importaba ser la Kitty de la relación.

—¿Estás bien? —murmuré, besándole la cabeza.

Asintió, canturreando, y sujetando más firmemente la cerveza que tenía en el regazo. La suya estaba casi llena y seguro que, a aquellas alturas, ya debía de estar caliente, pero me gustó que se hubiese tomado una de todos modos.

—¿No te gusta la cerveza? —le pregunté.

—Esta está muy amarga, sabe a agujas de pino.

Me reí y le retiré el brazo de detrás de la nuca mientras me inclinaba hacia delante para dejar mi cerveza vacía en la mesa.

—Eso es por el lúpulo.

—¿Eso es con lo que se hace la fibra de la ropa de marihuana?

Me incliné aún más, riéndome con más ganas.

—Eso es el cáñamo, Hanna. Joder, eres increíble.

Cuando la miré, vi que estaba sonriendo y me di cuenta de que, naturalmente, se acababa de quedar conmigo. Me dio unas palmaditas en la cabeza con aire condescendiente y yo me zafé de ella.

—Me alegro —dije— de haberme olvidado, aunque solo sea por un momento, de que seguro que te has memorizado el nombre de todas las plantas del mundo.

Hanna se desperezó y los brazos le temblaron levemente por encima de la cabeza mientras ronroneaba de placer. Naturalmente, aproveché la oportunidad para admirar su delantera. Resultaba que, además, llevaba una camiseta muy molona de Doctor Who que nunca le había visto antes.

—¿Estás mirando la mercancía? —exclamó, al abrir un ojo y sorprenderme, bajando los brazos despacio.

Asentí con la cabeza.

—Sí.

—¿Tanto te gustan las tetas? —preguntó.

En lo que claramente se estaba convirtiendo en una costumbre, hice caso omiso de la pregunta implícita sobre otras mujeres, y decidí que no iba a volver a hablar de nada que tuviese relación con aquella conversación tabú… de momento. Hanna se quedó callada a mi lado y supe que se estaba haciendo la misma pregunta: «¿Se ha acabado esta conversación?».

Nos salvó la campana, o en este caso, el timbre de mi móvil, encima de la mesita del café. Un mensaje de texto de Max iluminó la pantalla.

«Me voy a tomarme unas pintas con Maddie. ¿Te vienes?»

Le enseñé el móvil a Hanna, en parte para que viese que no era una mujer la que me escribía un martes por la noche y en parte también para ver si le apetecía venir. Arqueé las cejas, preguntándoselo sin palabras.

—¿Quién es Maddie?

—Maddie es una amiga de Max, la dueña de Maddie’s, un bar de Harlem. Casi nunca hay nadie y tienen una cerveza muy buena. A Max le gusta por la horrible comida inglesa que sirven.

—¿Quién va? —Me encogí de hombros.

—Max. Probablemente Sara. —Me callé, pensando. Era martes, así que lo más probable era que Sara y Chloe quisieran ponerme a prueba para ver si estaba con Kitty. Seguramente, todo aquello era una especie de trampa para controlarme—. Seguro que Chloe y Bennett también vienen.

Hanna ladeó la cabeza, mirándome con atención.

—¿Y salís mucho de bares entre semana? Parece un poco raro, tratándose de gente tan seria como vosotros, altos ejecutivos y todo eso.

Lancé un suspiro, me levanté y la arrastré a ella conmigo.

—Si te digo la verdad, creo que están intentando controlar mi vida sexual.

Si sabía que los sábados eran las noches que reservaba para estar con Kristy, entonces tal vez sabría también que los martes solía pasarlos con Kitty. Más me valía ser sincero con ella desde el principio sobre lo entrometidos que podían llegar a ser mis amigos.

Su expresión permaneció inescrutable y no supe adivinar si estaba enfadada, celosa, nerviosa o tal vez simplemente escuchando sin más. Me moría de ganas de saber qué era lo que le pasaba por la cabeza en esos momentos, pero era una insensatez volver a sacar el tema de nuevo y hacer que saliera huyendo. Era un hombre, un hombre perfectamente capaz de aceptar que una mujer solo quisiese sexo conmigo, aun en las circunstancias emocionales más turbias.

Sobre todo cuando esa mujer era Hanna. Me agaché a recoger las botellas de cerveza.

—¿Y no será un poco incómodo si voy? ¿Están al corriente de lo nuestro?

—Sí, están al corriente. No, no será incómodo, para nada. —Parecía escéptica y apoyé las manos en sus hombros.

—La única regla es la siguiente: las cosas solo son incómodas si tú permites que lo sean.

Puesto que el bar estaba a apenas quince manzanas de mi casa, decidimos ir andando. A finales de marzo, en Nueva York el cielo siempre estaba tapado y hacía frío, o estaba despejado y hacía frío, y por suerte la nieve se había derretido al fin y estábamos disfrutando de una primavera bastante agradable.

A solo una manzana de mi apartamento, Hanna me buscó la mano.

Entrelacé mis dedos con los suyos y uní las dos palmas. En cierto modo, siempre había esperado que el amor fuese principalmente un estado mental, así que todavía no estaba acostumbrado a las manifestaciones físicas de mis sentimientos por ella: cómo se me encogía el estómago, el ansia que sentía mi piel de entrar en contacto con la suya, la forma en que el pecho me oprimía las costillas y el corazón me latía a mil por hora, bombeando sangre a toda velocidad por mis venas.

Me apretó la mano antes de preguntar:

—¿Y de verdad te gusta practicar el sesenta y nueve? Quiero que me digas la verdad.

Pestañeé, mirándola con perplejidad, me eché a reír y…, joder, me quedé aún más prendado de ella y sus ocurrencias.

—Sí. Me encanta.

—Pero… Y no me odies cuando te diga esto…

—¿Me lo vas a estropear, a que sí?

Me miró y se tropezó un momento con una grieta que había en la acera.

—Ah, pero es que ¿eso es posible? - Consideré mi respuesta.

—Probablemente no.

Abrió la boca para decir algo y luego la cerró de nuevo. Al final se decidió.

—Es que prácticamente tienes la cara en el culo de otra persona, ¿no? —soltó.

—No, no es verdad. Tienes la cara en la polla de alguien o en el coño de alguien. —Ya estaba negando con la cabeza.

—No. Supongamos que yo estoy encima de ti y…

—Me gusta esa hipótesis. —Esperaba con ansia el momento en que ella llevase la iniciativa y se montase encima de mí.

En realidad, tenía tantas ganas que, en cuanto visualicé la imagen, tuve que pararme un momento a recolocarme discretamente los tejanos con la mano que me quedaba libre. Haciendo caso omiso de mi indirecta, siguió hablando.

—Eso significa que tú estás debajo de mí. Yo tengo las piernas abiertas encima de tu cara, así que mi culo… está a la altura de tus ojos.

—Sí, perfecto.

—Es mi culo. A la altura de tus ojos.

Le solté la mano y le coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Esto no será ninguna sorpresa para ti, pero no siento ninguna aversión por los culos. Creo que deberíamos probarlo.

—¿Y no da un poco de vergüenza?

Me detuve en seco y le volví la cara para que me mirara a los ojos.

—¿Hemos hecho algo que te haya dado un poco de vergüenza?

Sus mejillas se tiñeron de rojo y parpadeó al mirar calle abajo.

—No —murmuró.

—¿Y me crees cuando te digo que haré que disfrutes con todo lo que hagamos?

Volvió a mirarme, con mirada dulce y cómplice.

—Sí.

La tomé de la mano de nuevo y seguimos andando.

—Entonces, ya está. Solucionado. Pondremos algún sesenta y nueve en nuestro futuro.

Caminamos en silencio durante varias manzanas, escuchando el gorjeo de los pájaros, el viento, el ruido del tráfico en ráfagas que orquestaban los semáforos.

—¿Crees que alguna vez podré enseñarte yo algo? —preguntó justo antes de que llegáramos al bar.

Le dediqué una sonrisa.

—Eso no lo dudes —respondí con un gruñido, y luego abrí la puerta del Maddie’s para Hanna y le hice señas para que entrara ella primero.

Mis amigos, sentados en una mesa junto a la minúscula pista de baile, nos vieron en cuanto entramos. Chloe, de cara a la puerta, fue la primera en vernos y sus labios dibujaron una «o» diminuta de sorpresa que borró casi inmediatamente. Bennett y Sara se volvieron en sus asientos, disimulando hábilmente cualquier reacción, pero el cabrón de Max estaba sonriendo de oreja a oreja, con una expresión triunfal.

—Vaya, vaya —dijo, poniéndose de pie para acudir al encuentro de Hanna y darle un abrazo de bienvenida—. Mira quién está aquí.

Hanna sonrió y fue saludando a todos alternativamente con abrazos y con la mano, y luego sacó una silla en un extremo de la mesa. Hice que Max se cambiara de asiento para poder sentarme junto a ella, y no pasé por alto su sonrisa burlona y el «estás colado, tío» que murmuró por lo bajo.

La propia Maddie en persona se acercó a nuestra mesa, dejó dos posavasos más y nos preguntó qué queríamos tomar. Enumeró las cervezas de barril y como sabía que a Hanna no le gustaría ninguna, me acerqué y le susurré al oído:

—También tienen otras bebidas o refrescos.

—Los refrescos están terminantemente prohibidos —soltó Max inmediatamente—. Si no te gusta la cerveza, hay whisky.

Hanna se puso a reír e hizo una mueca de asco.

—¿Te beberías un vodka con 7-Up? —me preguntó, anticipando nuestro numerito habitual en el que ella se pedía una copa y era yo el que acababa bebiéndomela.

Negué con la cabeza e hice una mueca de asco, me apoyé con la frente prácticamente pegada a la de ella.

—Probablemente no.

Siguió pensando mientras ronroneaba.

—¿Y un whisky con Coca-Cola?

—Eso sí me lo bebería. —Miré a Maddie y dije—: Un whisky con Coca-Cola para ella y yo me tomaré una Green Flash.

—Ooh…, ¿y eso qué es? —quiso saber Hanna.

—Es una cerveza muy amarga —le dije, besándole la comisura de la boca—. No te gustaría.

Cuando Maddie se fue, me separé de Hanna y eché un vistazo alrededor en la mesa, y descubrí cuatro rostros muy interesados en todos nuestros movimientos.

—Parecéis entenderos muy bien —señaló Max.

Hanna hizo un movimiento vago con la mano y explicó:

—Es nuestro sistema: yo solo me tomo un par de sorbos de mi copa y él se la termina. Todavía estoy aprendiendo qué es lo que pide.

Sara dejó escapar un gritito de entusiasmo y Chloe nos sonrió como si fuésemos una pareja de tortolitos. Les lancé una mirada de advertencia. Cuando Hanna preguntó dónde estaba el baño y se encaminó luego en esa dirección, me incliné hacia el resto del grupo y los miré a todos a los ojos.

—Esto no va a ser el show de Will y Hanna, ¿eh, chicos? Estamos tanteando el terreno. Comportaos con normalidad.

—Vale —dijo Sara, pero entonces entrecerró los ojos—. Pero que conste que hacéis muy buena pareja los dos y como todos sabemos que os habéis enrollado, es muy valiente por su parte haber querido venir aquí con todo el grupo esta noche.

—Ya lo sé —murmuré, al tiempo que cogía al cerveza en cuanto Maddie me la sirvió y le daba un sorbo.

El amargo sabor del lúpulo se fue transformando en un agradable regusto a malta. Cerré los ojos y emití un gemido mientras los demás charlaban.

—¿Will? —dijo Sara en voz baja, para que solo la oyera yo. Se volvió y miró a su espalda antes de volverse de nuevo y mirarme a mí—. Por favor, haz esto que estás haciendo con Hanna si estás seguro de que es eso lo que quieres.

—De verdad que te agradezco que te entrometas, Sara, pero deja de entrometerte.

Endureció la expresión y me di cuenta de mi error. Hanna era un poco mayor que Sara cuando había empezado a salir con aquel desgraciado del congresista de Chicago, pero yo tenía exactamente la misma edad que él: treinta y uno. Sara seguramente consideraba su deber preocuparse por otras mujeres que pudiesen ser víctimas de la misma situación en la que estuvo ella durante tanto tiempo.

—Mierda, Sara —dije—. Entiendo por qué te metes, pero es que esto… es diferente. Lo sabes, ¿verdad?

—Siempre es diferente al principio, eso es lo que sé —respondió—. Se llama encoñamiento, y hace que seas capaz de prometer cualquier cosa.

No es que no hubiese estado encoñado antes con una mujer, me había pasado otras veces, pero siempre había mantenido la cabeza fría, siempre había sabido cómo sacar el máximo partido a la parte física de la relación y tomarme el lado emocional con más calma, o incluso separarlo por completo.

¿Qué tenía Hanna que hacía que quisiera renegar de ese modelo y tirarme de cabeza al fondo de la piscina, donde el agua estaba más fría y todo era más peligroso? Hanna regresó y me dedicó una sonrisa antes de sentarse y tomar un sorbo de su copa. Tosió y me miró, abriendo mucho los ojos y saltándosele las lágrimas, como si tuviera la garganta en llamas.

—Sí, es verdad —dije, riendo—. Maddie prepara las bebidas más bien fuertes. Debería haberte avisado.

—Lo mejor es que sigas bebiendo —le aconsejó Bennett—. Luego es más fácil, cuando ya tienes la garganta anestesiada.

—Eso dicen siempre —bromeó Chloe, chistosa.

La risa de Max retumbó por toda la mesa y yo puse cara de resignación, esperando que Hanna no hubiese pillado el chiste. No reaccionó de ninguna forma especial, sino que se limitó a tomar otro sorbo y esta vez bebió con normalidad.

—Está bueno. Estoy bien. Madre mía, debéis de pensar que no he probado el alcohol en toda mi vida. Os prometo que a veces bebo, es solo que…

—Que no le sienta muy bien —terminé la frase, riendo.

Debajo de la mesa, Hanna me cubrió la rodilla con la palma de su mano y la deslizó hacia arriba, hacia mi muslo. Encontró allí mi mano y entrelazó los dedos con los míos.

—Me acuerdo de la primera vez que me tomé una copa —explicó Sara, sacudiendo la cabeza con aire risueño—. Tenía catorce años y me acerqué a la barra en la boda de mi prima. Pedí una Coca-Cola y la mujer que había a mi lado pidió otra pero con algo de alcohol. Me confundí y cogí la suya sin querer y regresé a mi mesa. No tenía ni idea de qué le pasaba a mi bebida ni por qué tenía aquel sabor tan raro, pero os diré que fue la primera y última vez que esta chica blanca se puso a bailar unos movimientos de breakdance en una pista de baile.

Todos nos echamos a reír, sobre todo al imaginarnos a nuestra dulce y reservada Sara haciendo el robot o algún giro espectacular. Cuando cesaron las risas, fue como si todos hubiésemos pensado lo mismo, porque concentramos las miradas sobre Chloe casi al unísono.

—¿Cómo van los preparativos de la boda? —pregunté.

—¿Sabes una cosa, Will? —dijo, esbozando una sonrisa maliciosa—. Creo que es la primera vez que me preguntas por la boda.

—Pasé cuatro días en Las Vegas con estos impresentables. —Señalé a Bennett y Max con la cabeza—. Así que no es que no sepa lo que se cuece. ¿Quieres que ate los lacitos de los arreglos florales o algún rollo de esos?

—No —contestó, riéndose—. Y los preparativos van… bien.

—Más o menos —masculló Bennett.

—Más o menos —convino Chloe.

Intercambiaron una mirada cómplice y ella se echó a reír otra vez, apoyándose en el hombro de él.

—¿Qué significa eso? —inquirió Sara—. ¿Otra vez problemas con el catering?

—No —contestó Bennett, antes de tomar un sorbo de cerveza—. Lo del catering está solucionado.

—Gracias a Dios —apostilló Chloe.

Bennett siguió hablando.

—Es que es increíble las cosas que llegan a hacer las familias cuando hay una boda de por medio.

Salen a la luz toda clase de historias melodramáticas. Os juro por Dios que si conseguimos llevar esto adelante sin que ocurra ningún homicidio cuádruple, seremos unos putos héroes. Reflexionando sobre aquellas palabras, apreté la mano de Hanna con más fuerza.

Tras un breve instante, ella hizo lo propio y se volvió a mirarme. Sus ojos escudriñaron los míos y luego se iluminaron con una sonrisa. Estaba pensando en ella y en mí. Estaba pensando en su familia y en que, en los últimos doce años, se habían convertido en mi familia adoptiva en la Costa Este, y en ese momento fugaz, visualicé ese mismo futuro para mí, enamorarme, casarme, decidir formar una familia, desfilando ante mis ojos.

Le solté la mano y me restregué la palma en el muslo al tiempo que sentía el pulso de mis venas palpitándome en el cuello. Joder, ¿qué coño le había pasado a mi vida? En tan solo un par de meses, todo había cambiado radicalmente.

Bueno, no todo. Mis amigos seguían siendo los mismos, mi situación económica era desahogada. Todavía salía a correr (casi) a diario, aún pillaba los partidos de baloncesto por la tele cada vez que podía, pero… Me había enamorado. ¿Cuántas veces se ve venir una cosa así?

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí, sí. Estoy bien —murmuré—. Es solo que… —No podía decir nada; habíamos acordado que solo éramos amigos. Le había dicho que eso era lo que quería yo también—. Es alucinante ve r a tus amigos pasando por el aro —dije, gesticulando y señalando a Chloe y Bennett, escudándome en ellos—. No me imagino para nada a mí mismo.

Y a partir de ese instante, todas las miradas volvieron a concentrarse en nosotros y en cada uno de nuestros movimientos, ya fuese un intercambio de miradas o un simple roce entre Hanna y yo. Los miré con ojos asesinos y me puse de pie. La silla chirrió contra el suelo e hizo mi incomodidad aún más evidente. No me importaba ser el centro de atención en aquel grupo, ya fuese cuando era yo quien me metía con alguno de ellos o cuando ocurría lo contrario. Sin embargo, aquello era distinto. Podía soportar las bromas sobre mis ligues habituales o mi pasado más que mujeriego, pero en ese momento me sentía asquerosamente vulnerable en aquella situación con Hanna, nueva para mí, y no estaba acostumbrado a ser el blanco de las miradas cómplices.

Me limpié las manos sudorosas en las perneras de los tejanos.

—¿Por qué no…? No sé. —Miré a mi alrededor con impotencia.

«Deberíamos habernos quedado en mi puto sofá —pensé— A lo mejor deberíamos haber follado otra vez ahí en el salón. Deberíamos haber seguido a lo nuestro hasta que las cosas hubiesen estado un poquitín más claras entre nosotros».

Hanna me miró con una expresión divertida.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no bailamos?

La arranqué de su silla y la saqué a la pista de baile vacía, sin darme cuenta hasta ese momento de que sería aún peor que aquello de lo que trataba de escapar. Nos había alejado a los dos de la seguridad del grupo en la mesa para que saliéramos a lo que era básicamente un escenario. Hanna dio un paso hacia mí, me colocó las manos alrededor de su cintura y desplazó las manos por mi pecho hasta llevarlas a mi pelo.

—Respira, Will.

Cerré los ojos e inspiré profundamente. Nunca en toda mi vida me había sentido tan incómodo. Pensándolo bien, nunca en toda mi vida me había sentido incómodo en realidad.

—Estás un poco raro —me dijo, riéndose, al oído cuando la atraje hacia mí—. Nunca te había visto tan perdido. Tengo que admitir que, en cierto modo, es hasta conmovedor.

—Todo el puto día de hoy ha sido muy raro.

Maddie había puesto una música suave y melodiosa de estilo indie[7], y aquella canción en particular solo era instrumental. Era muy tierna, casi un poco melancólica, pero tenía exactamente la clase de ritmo que quería para bailar con Hanna: lento, apretados. La clase de baile en el que podía hacer como que bailaba cuando, en realidad, solo estaría de pie y la abrazaría durante unos minutos lejos de la mesa.

Dando una vuelta muy despacio, me volví y vi que mis amigos ya no nos miraban, que habían vuelto a centrarse en su conversación. Chloe charlaba animadamente de algo, gesticulando con los brazos, y estaba casi seguro de que estaría relatándoles alguna hecatombe relacionada con la boda.

Ahora que había pasado el incómodo trámite de la «inspección de Will», me sentía dividido entre quedarme allí bailando con Hanna o volver a la mesa para escuchar las rocambolescas situaciones que estarían viviendo Bennett y Chloe. Me imaginaba que tenían que ser toda una epopeya.

—Me gusta estar contigo —dijo Hanna, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.

Puede que fuesen las luces del bar o tal vez su estado de ánimo, pero ese día sus ojos eran de un azul más intenso. Me recordaban a la primavera, a cuando la estación estallaba de lleno en pleno corazón de Nueva York. Tenía ganas de que pasase el invierno. Creo que necesitaba que todo a mí alrededor sufriese una transición para no sentir que era el único que atravesaba una fase fundamental de su vida.

Se detuvo y posó la mirada en mis labios.

—Siento lo de antes. —Me eché a reír.

—Eso ya lo has dicho —le susurré—. Te disculpaste con palabras. Y luego con tu boca en mi polla.

Se rió y escondió la cabeza en mi cuello, y yo pude imaginarme que estábamos solos, bailando en mi sala de estar o en el dormitorio. Solo que si estuviéramos allí, no estaríamos bailando, precisamente. Apreté la mandíbula con firmeza, tratando de contenerme e impedir que mi cuerpo reaccionase a la proximidad del suyo, al recuerdo de cuando la estrechaba entre mis brazos, de cuando me habían hecho la mamada de mi vida, antes, y a la posibilidad de convencerla para que volviera a mi casa luego, otra vez. Aunque solo quisiese acurrucarse contra mí y dormir, me parecería genial.

Después de la intensidad de lo ocurrido aquel día, no quería de ninguna manera que se fuese a su casa después de aquello.

—Supongo que lo que pasa es que no sé qué hacer —admitió—. Ya sé que hemos hablado antes de esto, pero siento como si todavía fuese todo un poco raro.

Lancé un suspiro.

—Pero ¿por qué es complicado?

Las luces de la pista de baile proyectaban una telaraña de sombras sobre su rostro, y estaba tan increíblemente hermosa que creía que iba a perder la cabeza en cualquier momento. La pregunta me inundaba la garganta como si fuera humo hasta que no pude seguir conteniéndome:

—¿Es que esto no es bueno? —Sonreí para que pensase que yo sabía que lo era; tal vez creería por un instante que, en realidad, no necesitaba que ella me lo confirmara.

—La verdad es que es alucinante lo bueno que es —susurró—. Siento como si antes no te conociera en absoluto, a pesar de que creía que sí te conocía. Eres un científico brillante, con el cuerpo lleno de unos tatuajes increíbles. Corres triatlones y mantienes una excelente relación con tu madre y tus hermanas, a quienes te sientes muy unido. —Me arañó levemente el cuello con las uñas—. Sé que siempre has sido un hombre muy sexual, una máquina del sexo. Desde la primera vez que te vi, cuando tenías diecinueve años, hasta ahora, doce años más tarde. Y la verdad es que me gusta mucho estar contigo por esa razón precisamente, porque me estás enseñando cosas sobre mi cuerpo que yo no sabía, y también a descubrir lo que me gusta. Creo que lo que tenemos ahora mismo es, sinceramente, perfecto.

Sentí un deseo irrefrenable de besarla, de recorrerle el torso con la mano para palpar el contorno de sus costillas y las vértebras de su columna. Quería tumbarla en el suelo y sentirla bajo mi peso.

Pero estábamos en un bar. «Maldito idiota, Will». Aparté la vista de ella y miré involuntariamente a mi grupo de amigos, a su espalda. Los cuatro volvían a tener la mirada fija en nosotros. Bennett y Sara habían llegado incluso a recolocar sus sillas para poder vernos sin tener que forzar el cuello, pero en cuanto se percataron de que los había pillado, dirigieron la vista a otra parte: Max a la barra, Sara miró al techo y Bennett consultó la hora en su reloj de muñeca. Solo Chloe siguió mirándonos, con una sonrisa radiante en los labios.

—Lo de venir aquí no ha sido buena idea —dije. Hanna se encogió de hombros.

—Pues no estoy de acuerdo. A mí me ha sentado bien salir un rato de tu casa y hablar un poco.

—¿Es eso lo que hemos hecho? —pregunté, sonriendo—. ¿Hablar de que no necesitamos hablar de eso?

Su lengua asomó para humedecerse los labios.

—Sí. Pero creo que ahora prefiero volver a tu casa y hacer otras cosas mientras hablamos.

Saqué el llavero del bolsillo y busqué la que necesitaba entre el manojo de llaves.

—No vas a subir aquí a tomarte una taza de té y luego irte a casa, lo sabes, ¿no? —Asintió con la cabeza.

—Sí, ya lo sé, pero mañana sin falta tengo que ir al laboratorio. Me parece que nunca había hecho lo de hoy, no aparecer por allí en todo el día.

Abrí la puerta de entrada y la hice pasar a ella primero. Se fue directa a la cocina.

—No, te equivocas de dirección. No es por ahí…

—No me iré después de tomarme un té —me aseguró, volviendo la cabeza por encima del hombro—. Pero quiero una taza. Me ha entrado sueño con la copa que me he tomado en el bar.

—¡Pero si solo te has tomado dos sorbos!

Habíamos dejado su whisky con Coca-Cola casi entero encima de la mesa mientras Bennett y los demás se esforzaban al máximo por convencernos para que no nos fuésemos y no solo nos acabásemos aquella copa, sino que nos tomásemos otra más.

—Me parece que esos dos sorbos eran el equivalente de siete chupitos —dijo Hanna.

Me acerqué a la cocina, cogí la tetera y me volví para llenarla de agua.

—Entonces eres una borracha muy aburrida. Si yo me hubiese tomado siete chupitos, estaría subido a una mesa haciendo un striptease.

Se rió, abrió la nevera, rebuscó en el interior y al final se decidió por una zanahoria. Se acercó luego a la encimera, a mi lado, y se encaramó a ella, balanceando las piernas. A pesar de lo novedoso de la situación para los dos, era como si llevase años yendo a mi casa.

Se le había empezado a soltar el pelo y unos mechones rizados le caían alborotadamente por la nuca. El calor del bar, o puede que los dos sorbos de alcohol, le había teñido las mejillas de un rubor sonrosado y tenía los ojos brillantes. Pestañeó despacio al volverse para mirarme y le sonreí.

—Estás muy guapa —dije, apoyándome en la encimera, junto a ella.

Dio un mordisco a la zanahoria.

—Gracias.

—Me parece que te voy a echar el polvo del siglo dentro de un ratito.

Se encogió de hombros con aire despreocupado, haciéndose la interesante, y murmuró:

—Vale.

Pero entonces me buscó con las piernas y me atrajo hacia sí, entre los muslos.

—A pesar de eso del trabajo que te he dicho antes, me parece que podrías tenerme despierta toda la noche igualmente, si de verdad quieres.

Alargué el brazo y le desabroché con la mano el botón superior de la camisa.

—¿Y qué quieres que te haga esta noche?

—Lo que quieras. —Arqueé una ceja.

—¿Lo que quiera?

Reflexionó un instante antes de decir en un susurro:

—Todo lo que quieras.

—Me encanta —dije, acercándome y deslizándole la nariz por la curva del cuello—. Me encantan estas sesiones de sexo en las que descubro todo lo que te gusta, en las que descubrí todos los sonidos que eres capaz de emitir.

—No sé… —empezó a decir, dibujando con la zanahoria un círculo impreciso en el aire, junto a mi cabeza—. Porque el mejor sexo… ¿no es el sexo con alguien con quien llevas mucho tiempo?

Como cuando ella está en la cama, durmiendo, y él llega y ella se acerca rodando instintivamente hacia él, ¿sabes lo que quiero decir? Y entonces… ella entierra la cara al calor del cuello de él, y él le acaricia todo el cuerpo con las manos, y entonces ella se quita las bragas, y él ya está dentro de ella antes incluso de que se quite la parte de arriba del pijama. Él ya sabe lo que le espera. A lo mejor no puede esperar a estar dentro de ella primero. Ya no tiene que quitarle la ropa en un orden determinado.

Retrocedí un paso y la miré embobado mientras ella daba otro mordisco a la zanahoria. Por lo visto, tenía una imagen muy vívida de cómo eran esos momentos. Personalmente, nunca habría dicho que el sexo con una pareja estable es el mejor sexo. Que sería sexo del bueno, eso seguro.

Pero por la forma en que lo había descrito, el modo en que había bajado la voz y entrecerrado los ojos, joder, sí, sonaba como el mejor sexo del mundo. Podía visualizar esa clase de vida con Hanna, una vida en la que compartíamos una cama, una cocina, la economía doméstica y las peleas. La veía cabreándose conmigo, y luego me veía a mí yendo a buscarla, pasado un rato, para hacer las paces y hacer uso de todas las triquiñuelas que había aprendido con el tiempo porque era mía y, siendo Hanna como era, no podía evitar dejar soltar por la boca todos y cada uno de los pensamientos y deseos que le pasaban por la cabeza.

Mierda. No era sexy en ninguno de los sentidos habituales del término. Era sexy porque no le importaba que la mirase mientras se zampaba una zanahoria, o si llevaba el pelo recogido de cualquier manera en una vulgar cola de caballo que no se había molestado en adecentar desde que estábamos tirados en el sofá, un rato antes. Estaba tan cómoda en su propia piel, tan cómoda sintiéndose observada… Nunca había conocido a una mujer como ella. Nunca daría por hecho que la miraba para juzgarla. Daba por hecho que la miraba embobado porque la estaba escuchando. Y la estaba escuchando. Me pasaría la vida entera oyéndola hablar del sexo con una pareja estable, el sexo anal y el cine porno.

—Me estás mirando como si fuera comida. —Me ofreció la zanahoria y sonrió maliciosamente—. ¿Quieres un poco?

Negué con la cabeza.

—Te quiero a ti.

Levantó las manos, se desabrochó los botones de la camisa y se la quitó deslizándosela por los hombros.

—Dime lo que te gusta —le dije, acercándome más aún y besándole el hueco del cuello.

—Me gusta cuando te corres encima de mí. —Me reí, enterrando mi aliento en su cuello.

—Eso ya lo sé. ¿Qué más?

—Cuando me miras mientras te mueves dentro de mí.

Negué con la cabeza y dije:

—Dime qué es lo que te gusta que te haga.

Hanna se encogió de hombros un instante y deslizó las yemas de los dedos por mi pecho antes de llegar al borde de la camisa y quitármela por la cabeza.

—Me gusta cuando me colocas como tú quieres, cuando haces lo que quieres conmigo. Me gusta cuando actúas como si mi cuerpo fuese tuyo.

Se oyó el silbido de la tetera al fuego, su sonido estridente perforando el silencio de la cocina, y me alejé el tiempo justo de llenarle la taza con agua hirviendo e introducir en ella una bolsita.

—Cuando te toco —le dije, dejando la tetera—, tu cuerpo es mío. Solo mío, para que pueda besarlo, follarlo y saborearlo.

Enarcó una ceja y me sonrió.

—Bueno, pues cuando te toco yo, tu cuerpo también es mío, ¿sabes?

Perdí la cabeza por completo cuando inclinó el cuerpo sobre la encimera, buscó el tarro de la miel y echó un poco en la taza.

Le quité la cuchara de madera, limpié el exceso de miel del borde del tarro y luego extendí la pegajosa sustancia por la parte superior de su pecho mientras ella observaba todos mis movimientos tras, aparentemente, haberse olvidado por completo del té.

—Pues lleva tú la batuta —le dije, besándole la barbilla—. Dime lo que tengo que hacer a continuación.

Vaciló apenas un instante.

—Chúpala.

Lancé un gemido al oír la orden y lamí el reguero de miel antes de succionar su piel con la boca con tanta fuerza que le dejé una marca roja y pequeña.

—¿Qué más?

Deslizó las manos a su espalda y se desabrochó el sujetador mientras le recorría la piel con la lengua. Me desplacé hasta su pezón y soplé ligeramente sobre la punta erecta antes de introducírmela en la boca.

—Lámelo —exclamó, dando un respingo.

Me agaché e hice exactamente lo que me pedía, lamiéndole los pechos, succionándolos ávidamente, chupándole la piel con la lengua una y otra vez hasta dejarla reluciente.

—Te las voy a follar muy pronto.

—Los dientes… —susurró—. Muérdeme.

Con un gemido, cerré los ojos y le mordisqueé en pequeños círculos la carne de aquellos senos turgentes, descubriendo en su piel pequeños restos de la miel anterior. Descendí con las manos hasta sus tejanos y se los bajé, junto con las bragas, hasta los tobillos para que pudiera quitárselos y arrojarlos al suelo. Me acarició los hombros con las manos y se abrió de piernas.

—¿Will?

—¿Mmm…? —Fui descolgándome por sus costillas, levantándole ambos pechos con las manos.

Reconocía aquel tono de voz; sabía lo que estaba a punto de suplicarme que le hiciera.

—Por favor…

—Por favor, ¿qué? —le pregunté, hincándole delicadamente los dientes en los pezones—. Por favor… ¿qué te pase el té?

—Tócame.

—Ya te estoy tocando…

Soltó un débil gruñido de protesta.

—Tócame entre las piernas.

Sumergí el dedo en el pequeño tarro de miel y lo presioné sobre su clítoris, restregándolo sobre la piel mientras le mordisqueaba la delicada carne de sus pechos. Siguió gimiendo, con la cabeza echada hacia atrás, y apoyó los pies en la encimera, con las piernas completamente abiertas.

Me agaché y la recorrí con la lengua, ni siquiera con la intención de torturarla un poco, no habría podido. La miel estaba caliente por la temperatura de su piel y sabía de puta madre.

—La hostia… —murmuré, succionando con cuidado entre los delicados pliegues de sus terminaciones nerviosas.

Hundió la mano en mi pelo, tirando de él, pero no para reclamar más placer aún. Me hizo levantarme hasta situarme a la altura de su cara y echó el cuerpo hacia delante para besarme.

Se había puesto miel en la lengua también, y en un destello fugaz, supe que a partir de entonces asociaría aquel sabor con Hanna para siempre.

Sus débiles jadeos conquistaron el espacio entre nuestros labios y nuestras lenguas, resonando con fuerza, aumentando en intensidad cuando situé la mano entre ambos y le deslicé los dedos por la piel, recreándome allí donde estaba más húmeda y caliente. La encimera quedaba unos centímetros más arriba del nivel de mis caderas, pero no sería ningún problema si se empeñaba en que folláramos en la cocina.

—Voy a coger un condón.

—Vale —dijo ella, apartando los dedos de mi pelo.

Di media vuelta y eché a andar descalzo por el pasillo, desabrochándome los tejanos. Saqué un paquete de la caja de mi mesita de noche y me volví para regresar a la cocina, pero Hanna estaba de pie en el quicio de la puerta del dormitorio.

Estaba completamente desnuda, y sin decir una sola palabra, se dirigió a la cama y se subió en el centro. Apoyándose sobre los talones, se sentó con una mano sobre la rodilla, esperándome.

—Quiero hacerlo aquí.

—Vale —dije, y me bajé los tejanos hasta las caderas.

—En tu cama.

«Sí, ya te he oído», pensé. Era evidente que quería que lo hiciésemos en mi cama, ella allí desnuda y yo con el condón en la mano… Pero entonces me di cuenta de que, en realidad, me estaba formulando una pregunta. Me estaba preguntando si la cama era un lugar prohibido, si era de esa clase de playboys que nunca se llevaban a sus ligues a casa ni follaban en el sanctasanctórum de su dormitorio.

¿Iba a ser siempre así? ¿Siempre iba a tener que responder a sus preguntas implícitas, a su incertidumbre sobre si lo que compartía con ella era realmente nuevo o especial? ¿No bastaba con que le estuviera entregando secretamente mi corazón en bandeja?

Me reuní con ella en la cama y empecé a abrir el paquete de condones con los dientes antes de que ella adelantara la mano y me lo quitara.

—Joder… —mascullé, viéndola agacharse para pasarme la lengua con vacilación por la punta de la polla—. Hostia puta… Me vuelve loco follarte la boca.

Me besó el glande, envolviéndome por completo con la lengua, engulléndome en su boca.

—Me gusta mirarte —farfullé—. Estaba tan sumamente cachondo y solo de verla haciendo aquello…, no estaba seguro de poder resistir mucho más. Me parece que me voy a correr.

—Pero si apenas te he tocado… —dijo, claramente orgullosa de sí misma.

—Ya lo sé, pero es que… es demasiado.

Cogió el condón, lo desenrolló para ponérmelo y se tumbó en la cama.

—¿Estás listo?

Me abalancé sobre ella, inspeccionando nuestros cuerpos antes de situarme en la posición para penetrarla y deslizarme en su interior. Estaba ardiente, completamente húmeda, y yo quería prolongar aquel momento solo un poco más. Retiré ligeramente las caderas hacia atrás y le di unos golpecitos suaves en el clítoris con la polla.

—Will… —aulló, levantando las caderas.

—¿Te das cuenta de lo mojada que estás? —Bajó la mano temblorosa hasta colocarla entre ambos y se tocó.

—Oh, Dios…

—¿Es por mí? Ciruela, me parece que nunca en toda mi vida se me había puesto tan dura.

Sentí cómo la sangre me bombeaba por todo el miembro, palpitando con fuerza. Entonces me sujetó, tomó aire y susurró:

—Por favor…

—Por favor, ¿qué? —Abrió los ojos.

—Por favor… —susurró de nuevo—. Dentro… —Sonreí, deleitándome en su dulce y desesperada agonía.

—¿Es que sientes como un escozor en el coño?

—¡Will!

Se retorcía bajo mi cuerpo, palpándome y buscándome con las manos y las caderas. Me llevé sus dedos a la boca, succionando para paladear su sabor dulzón. A continuación, hundí la mano entre ambos e hice un pequeño masaje circular con el dedo sobre su hendidura empapada.

—Te he preguntado que si te escuece esto de aquí.

—Sí…

Intentó levantar las caderas, para conseguir que le metiera el dedo al fin, pero lo desplacé hacia arriba y le acaricié el clítoris, arrancándole un ruidoso gemido. Volví a desplazar el dedo hacia abajo, hundiéndolo en aquella humedad empantanada.

—¿Te arden los muslos? ¿Y estos dulces pétalos de aquí arriba…? —le dije, agachándome e introduciéndome el pezón en la boca, retozando con mi lengua—. ¿Están tensos y doloridos estos también? —Dios, sus pechos… Tan increíblemente suaves y calientes, joder—. Dios, Ciruela… —susurré, desesperado—. Esta noche te lo voy a hacer tan bien… Voy a hacerte disfrutar hasta volverte loca de placer.

Se arqueó en la cama y hundió las manos en mi pelo, por mi cuello, arañándome la espalda. Fui deslizando el dedo por su coño y bajándolo más aún, hasta presionarle con él el agujero del culo.

—Estoy seguro de que ahora mismo podría hacerte hacer cualquier cosa. Podría follarte ahí también.

—Cualquier cosa —convino ella—. Pero…, por favor…

—¿Me estás… suplicando?

Asintió con frenesí y luego me miró directamente a la cara, con los ojos muy abiertos y la mirada enfebrecida. El pulso le palpitaba en la garganta.

—Will. Sí.

—Y esas chicas que salen en las pelis porno que tanto te gustan… —susurré, sonriendo mientras mecía las caderas. Los dos lanzamos un gemido cuando la corona de mi polla se deslizó sobre la cresta erecta de su clítoris—. Las que suplican. Dicen que lo necesitan… —Ladeé la cabeza, apretando la mandíbula para vencer el impulso de hundirme en ella, de empotrarla contra la cama—. ¿Dirías ahora mismo que lo necesitas?

Lanzó un gemido y me clavó las uñas en el pecho, justo debajo de la clavícula, hincándolas con tanta fuerza que dejó un reguero de marcas rojo fuego que iba del esternón al ombligo.

—Esta noche haré lo que tú quieras, pero haz que me corra primero.

Era incapaz de seguir jugando y torturándola por más tiempo.

—Méteme dentro —dije con voz ronca.

Desplazó velozmente las manos hasta mi polla, la rodeó con los dedos y se la restregó antes de introducírsela dentro, levantando las caderas del colchón para hundírsela hasta el fondo. Se me encendió la piel y dando un gruñido, acudí al encuentro de sus movimientos, hincándome en ella y abriéndole las piernas a los lados para poder llegar hasta el fondo, para poder acceder a donde realmente me necesitaba.

Agarré las sábanas con los puños a cada lado de sus hombros, luchando por contenerme.

Estaba tan mojada… Tan increíblemente caliente… Cerré los ojos con fuerza, con la sangre palpitándome en las venas y empujé de nuevo, una vez más, con ferocidad, hasta el fondo.

Sus ruidos, débiles gemidos y jadeos que eran música para mis oídos, me daban las ganas de hincarme aún más adentro, de empotrarme en el fondo, de hacer que se corriese una y otra vez, encadenando un orgasmo múltiple tras otro, hasta que fuese incapaz de imaginarse con otro allí dentro de ella nunca más. Ahora ya sabía que yo podía aguantar toda la noche, y que no sería solo esa primera noche que habíamos compartido. Yo siempre la tendría despierta durante horas y horas. Con Hanna, raro sería el día en que fuese a acabar rápido.

Estaba perfecta, radiante y salvaje, explorándome la cara con las manos, metiéndome el pulgar en la boca e implorándome con sus jadeos y aquellos ojos gigantescos, suplicantes. Pero cuando cerró aquellos ojos, en trance, me detuve, con un prolongado gemido y murmuré con voz ronca:

—Mírame, esta noche no voy a ser delicado contigo.

Me miró a la cara, no bajó la mirada a la polla, así que pudo ver el desfile de sensaciones que se apoderaron de ella: vio que no bastaba ni siquiera con mis embestidas de castigo y mis manos salvajes recorriéndole cada centímetro de la piel; vio cómo me deleitaba con sus movimientos cuando empezó a corcovear, y todo encajó en su lugar, el mundo entero encajó en su lugar, y me reí con un gruñido, viendo cómo se le agitaba el pecho y su primer orgasmo se apoderaba poco a poco de su cuerpo, arrancándole de la garganta gritos enloquecidos y frenéticos; vio que yo quería ir más despacio, disfrutar de la prolongada arremetida de mi verga en su sexo, el cálido zumbido en mis venas, recorrerle con el dedo el valle entre sus pechos y percibir su sudor, reducir el ritmo lo bastante para hacer que me suplicara de nuevo.

Me tiró de los hombros, implorando más rudeza.

—Qué exigencias… —le susurré, saliendo de ella y colocándola boca abajo para lamerle la espalda, mordisquearle el culo y los muslos. Le dejé un sendero de marcas rojas en la piel.

La atraje hacia el borde de la cama, haciendo que se inclinara sobre el colchón y volví a hundirme en ella, tan sumamente hondo que los dos emitimos un prolongado alarido. Cerré los ojos, pues necesitaba esa sensación de distancia. Antes, con todas las mujeres, quería verlo todo porque necesitaba ese último estímulo visual cuando estaba listo para llegar, pero con Hanna era demasiado.

Ella era demasiado. No podía mirarla cuando estaba tan cerca de alcanzar el orgasmo, no podía ver la forma en que arqueaba la columna, ni cómo me miraba por encima del hombro, con los ojos llenos de preguntas, esperanza y esa dulce adoración que me perforaba directamente entre las costillas.

Sentí cómo empezaba a ceñirme con fuerza y perdí el control al notarla aún más húmeda cuando la agarré del pelo, cuando me abalancé como un animal sobre sus pechos con mis manos hambrientas y le di un manotazo en el culo que resonó como el restallido de un látigo, seguido de su gemido ansioso.

Los sonidos que salían de su garganta se transformaron en pequeñas exclamaciones de aliento cuando le mordí el hombro y le dije que se corriera de una puta vez, llamándola «Ciruela». Y cuando se vino al fin, traté de aguantar, traté de no visualizar la imagen de nosotros dos allí acoplados, del aspecto que debíamos de tener. Cerré la mano con fuerza sobre su cadera y le sujeté el hombro con la otra mientras yo la atraía con brutalidad hacia mí con cada nueva embestida, hasta que estaba tan cerca del orgasmo que sentí cómo iba culebreando por la parte baja de mi espalda.

Dijo mi nombre en voz alta, se empujó dentro de mí y de repente sentí como si cayese en un abismo insondable, dando vueltas y más vueltas en la oscuridad. Abrí los ojos de golpe, sujetándome firmemente a ella con las manos para no caerme mientras me corría, inundando el condón de semen con un alarido. Seguí embistiéndola, follándola al compás de las pequeñas réplicas de su orgasmo, al tiempo que la cabeza me daba vueltas y más vueltas, con las piernas en llamas. Era como si estuviera hecho de goma y apenas pudiese sostenerme.

Salí de su sexo y me desprendí del condón, observándola mientras se deslizaba hacia el centro de la cama. Estaba increíblemente perfecta allí en mi cama, con el pelo revuelto, la piel señalada de mordiscos, sonrojada y sudorosa, con parches relucientes aquí y allá en las partes del cuerpo donde aún conservaba restos de miel. Me encaramé a la cama, me desplomé a su lado y la envolví con los brazos alrededor de la cintura. La naturalidad de la escena le confería algo familiar. Era la primera vez que Hanna dormía en mi cama y, sin embargo, me sentía como si llevase durmiendo allí toda la vida.