13

Cerré la puerta a mis espaldas y respiré hondo varias veces. Necesitaba espacio. Necesitaba un minuto para comprender qué demonios estaba pasando. Esa mañana creía haber sido solo una más de las numerosas conquistas de Will, ¿y ahora decía que quería más? «¿Qué coño había pasado?»

¿Por qué complicaba las cosas? Uno de los aspectos que más me gustaban de Will era que la gente siempre sabía a qué atenerse con él. Ya fuese bueno o malo, siempre sabías lo que pasaba. Nunca había complicación alguna en la relación con Will: solo sexo, sin más. Fin de la historia. Todo resultaba más fácil cuando yo no tenía la opción de considerar otras posibilidades.

Había sido el chico malo, el tío bueno con el que mi hermana se morreaba en un cobertizo del jardín trasero. Había sido el objeto de mis primeras fantasías. Y no es que me hubiese pasado la juventud echándolo de menos, más bien al contrario, porque, de algún modo, saber que podía desearlo pero que en la realidad no tendría ninguna oportunidad lo hacía todo más fácil.

Sin embargo, ahora, poder tocarlo y que me tocase, oírlo decir que quería más cuando en modo alguno podía decirlo en serio… complicaba las cosas.

Will Sumner no conocía el significado de «más». ¿Acaso no había reconocido que no había tenido ni una sola relación monógama a largo plazo? ¿Que nunca había encontrado a nadie que mantuviese su interés el tiempo suficiente? ¿No recibió un mensaje de una de sus «no novias» nada menos que la mañana después de que nos acostásemos por primera vez? No, gracias.

Y es que, por más que me encantase estar con Will y por muy divertido que fuese fingir que podía aprender de él, yo nunca sería una seductora. Si le permitía ir más allá de mis bragas, si lo dejaba meterse en mi corazón y me enamoraba de él, me hundiría.

Decidí que realmente tenía que irme a trabajar y abrí el grifo de la ducha. Observé el vapor que llenaba el baño. Me situé bajo el chorro de agua caliente, solté un gemido y dejé que mi barbilla bajase hacia mi pecho, deseando que el ruido del agua ahogara los de mi cabeza. Abrí los ojos y me miré el cuerpo, la tinta negra corrida sobre mi piel.

«Todo lo que es raro para los raros».

Las palabras que con tanto cuidado había escrito sobre mi cadera se mezclaban ahora unas con otras. Había marcas en los puntos en que la tinta se le había quedado a Will en las manos, y una alternancia de cardenales y leves caricias había dejado un reguero de huellas emborronadas entre mis pechos, sobre mis costillas y más abajo.

Por un momento me permití admirar la suave curva de su letra, recordando la expresión decidida de su rostro mientras trabajaba. Tenía el ceño fruncido y el pelo caído hacia delante, cubriéndole un ojo. Me sorprendió que no se lo apartase, un hábito que me resultaba cada vez más atrayente, pero estaba tan concentrado, tan inmerso en lo que estaba haciendo, que lo ignoró y continuó escribiendo las palabras sobre mi piel con gesto meticuloso. Y luego lo había estropeado perdiendo los papeles.

Y a mí me había entrado la neura.

Cogí la esponja y puse una generosa cantidad de gel de baño. Empecé a frotar las marcas, la mitad de las cuales había desaparecido ya por el calor y la presión del chorro de agua. El resto se disolvió en una porquería espumosa que se deslizó por mi cuerpo y cayó por el desagüe.

Con la tinta y las últimas huellas de Will eliminadas de mi piel y el agua enfriándose, salí de la ducha y me vestí deprisa, tiritando de frío.

Abrí la puerta y lo encontré caminando de un lado a otro, vestido con su ropa de running y con un casquete en la cabeza. Me pareció que no sabía si marcharse o no. Se quitó el gorro de un manotazo y se volvió hacia mí.

—Menuda gilipollez —murmuró.

—¿Cómo dices? —pregunté, enfureciéndome otra vez.

—No eres tú quien tiene derecho a enfadarse —dijo.

Me quedé boquiabierta.

—Yo…, tú…, ¿qué?

—Te has marchado —me espetó.

—A la habitación contigua —aclaré.

—Seguía jodido, Hanna.

—¡Necesitaba espacio, Will! —exclamé y, como para confirmar mis palabras, salí del dormitorio y eché a andar por el pasillo. Él me siguió.

—Lo estás haciendo otra vez —dijo—. Regla importante: no te pongas hecha una furia y te alejes de alguien en tu propia casa. ¿Sabes lo difícil que me lo has puesto?

Me detuve en la cocina.

—¿Cómo te atreves? ¿Tienes idea de la bomba que me has lanzado? ¡Tenía que pensar!

—¿No podías pensar aquí?

—Estabas desnudo. —Sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—¡No puedo pensar cuando estás desnudo! Es demasiado. —Señalé su cuerpo con un gesto, pero enseguida decidí que no era muy buena idea—. Es que… me ha entrado el pánico, ¿vale?

—¿Y cómo crees que me he sentido yo?

Me fulminó con la mirada, apretando los músculos de la mandíbula. Al ver que yo no contestaba, negó con la cabeza y bajó la vista, metiéndose las manos en los bolsillos. No fue buena idea. Se le deslizó hacia abajo la cintura de los pantalones de chándal y se le levantó la camiseta. Desde luego, verle esa pequeña franja de estómago tonificado y el hueso de la cadera no me ayudaba. Me obligué a reanudar la conversación.

—Acabas de decirme que no sabías lo que querías, y luego has dicho que tenías sentimientos que iban más allá de lo sexual. Tengo que serte sincera: no me parece que entiendas muy bien nada de lo que está pasando aquí. La primera vez que nos acostamos pasaste de mí, ¿y ahora vas y me dices que quieres más?

—¡Oye! —vociferó—. No pasé de ti. Te dije que me resultaba molesto que te lo tomaras tan a la ligera…

—Will —repliqué con voz firme—, llevo doce años oyendo las anécdotas que me cuenta mi hermano sobre ti. Vi las consecuencias de que te enrollaras con Liv: mi hermana se quedó colgada de ti durante meses y meses, y me dirás que no tenías ni idea. Te he visto escabullirte con damas de honor o desaparecer en reuniones familiares, y no ha cambiado nada de nada. Te has pasado la mayoría de tu vida adulta actuando como un tío de diecinueve años, ¿y ahora crees que quieres más? ¡Ni siquiera sabes lo que significa eso!

—¿Y tú sí? ¿De repente lo sabes todo? ¿Por qué das por sentado que yo supe que aquello con Liv tuviese tanta trascendencia? No todo el mundo habla tan abiertamente como tú de sus sentimientos, de su sexualidad y de todo lo que se le pasa por la cabeza. Nunca he conocido a una mujer como tú.

—Pues, desde un punto de vista estadístico, eso es mucho decir.

No sé cómo se me ocurrió aquello, y tan pronto como las palabras salieron de mi boca supe que había ido demasiado lejos. De pronto, las ganas de pelea parecieron abandonarlo. Vi que dejaba caer los hombros y que el aire abandonaba sus pulmones. Se quedó mirándome, y sus ojos perdieron la pasión hasta quedar simplemente… apagados.

Luego se marchó.

Caminé tantas veces por la vieja alfombra del comedor que me pregunté si estaría cavando un surco en ella. Estaba hecha un lío y el corazón no paraba de aporrearme el pecho. No tenía ni idea de lo que acababa de suceder, pero notaba la piel y los músculos rígidos y tensos. Temía haber perdido a mi mejor amigo y el mejor sexo de toda mi vida.

Necesitaba algo familiar. Necesitaba a mi familia. El teléfono sonó cuatro veces antes de que lo cogiese Liv.

—¡Ziggy! —exclamó mi hermana—. ¿Cómo está mi rata de laboratorio?

Cerré los ojos, apoyándome en la puerta que se hallaba entre el comedor y la cocina.

—Bien, bien. ¿Cómo está la fábrica de bebés? —pregunté. Y añadí enseguida—: Y, desde luego, no estaba hablando de tu vagina.

Al otro lado de la línea estalló una carcajada.

—Así que aún no te ha brotado un filtro verbal. Algún día vas a volverle la cabeza del revés a algún hombre, ¿sabes?

No lo sabía ella bien.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté, dirigiendo la conversación hacia aguas más seguras.

Liv estaba casada y muy embarazada del primer y muy anunciado nieto de los Bergstrom. Me extrañaba que mi madre la dejase sola más de diez minutos seguidos. Liv suspiró, y pude imaginármela sentada a la mesa de su cocina amarilla mientras su enorme labrador negro acudía a tumbarse a sus pies.

—Estoy bien —dijo—. Cansadísima, pero bien.

—¿Te trata bien el nene?

—Siempre —contestó, y pude oír la sonrisa en su voz—. Este bebé va a ser perfecto. Espera y verás.

—Por supuesto que sí —dije—. Solo tienes que mirar a su tía.

Ella se echó a reír.

—En eso estaba pensando.

—¿Ya habéis elegido el nombre?

Liv se había obstinado en no conocer el sexo de su hijo hasta el día en que naciese. Eso me hacía mucho más difícil mimar a mi nuevo sobrino o sobrina.

—Creo que hemos reducido las posibilidades.

—¿Y? —pregunté, intrigada.

La lista de nombres de género neutro que habían elaborado mi hermana y su marido era casi cómica.

—No pienso decírtelo.

—¿Cómo? ¿Por qué? —gimoteé.

—Porque siempre encuentras algo malo en todos los nombres.

—Eso es ridículo —protesté con un grito ahogado.

Aunque… tenía razón. Los nombres que mi hermana había escogido hasta el momento eran terribles. Por algún motivo, ella y su marido, Rob, habían decidido que los nombres de árboles y los tipos de aves eran de género neutro y perfectamente válidos.

—¿Qué novedades tienes? —preguntó—. ¿Cómo ha mejorado tu vida desde tu enfrentamiento épico con el jefe el mes pasado?

Me eché a reír, a sabiendas de que, por supuesto, se refería a Jensen y no a papá, ni tampoco a Liemacki.

—Voy a correr y salgo más, es decir, hemos encontrado una especie de… solución intermedia.

A Liv no se le escapó el detalle.

—Una solución intermedia. ¿Con Jensen?

En las últimas semanas había hablado con Liv unas cuantas veces, pero había evitado comentarle mi creciente amistad, relación o lo que fuese con Will. Por razones obvias. Pero ahora necesitaba la opinión de mi hermana sobre todo aquello, y sentí que se me tensaba el estómago hasta convertirse en una inmensa bola de pavor.

—Bueno, ya sabes que Jens me sugirió que saliese más. —Hice una pausa, pasando el dedo por un dibujo en forma de voluta tallado en la alacena antigua del comedor. Cerré los ojos e hice una mueca al decir—: Sugirió que llamase a Will.

—¿A Will? —preguntó, y se produjo un instante de silencio durante el cual me pregunté si ella recordaría al mismo muchacho alto y guapo que recordaba yo—. Espera… ¿A Will Sumner?

—A ese mismo —dije.

El simple hecho de hablar de él hacía que se me retorciera el estómago.

—Vaya. No me esperaba eso.

—Yo tampoco —murmuré.

—¿Y lo hiciste?

—¿Que si hice qué? —pregunté, lamentando al instante cómo había sonado mi pregunta.

—¡Pues llamarle! —dijo entre risas.

—Sí. Y, en cierto modo, por eso te llamo hoy.

—Tus palabras no presagian nada bueno —dijo en tono de broma.

No tenía ni idea de cómo hacer aquello, así que empecé por el detalle más simple e inocuo de todos:

—Bueno, vive aquí, en Nueva York.

—Eso tenía entendido. ¿Y? Hace siglos que no lo veo. Me muero de ganas de saber cómo le ha ido.

¿Cómo está?

—Oh, está… bien —dije, intentando hablar en tono neutro—. De vez en cuando quedamos.

Hubo una pausa en la línea, un momento en el que casi pude ver arrugarse la frente de Liv y entrecerrarse sus ojos mientras intentaba hallar el sentido oculto de mis palabras.

—¿Quedáis? —repitió.

Gruñí y me froté la cara.

—¡Oh, Dios mío, Ziggy! ¿Te estás tirando a Will?

Lancé un gruñido, y una carcajada invadió la línea. Me eché atrás y miré el teléfono que tenía en la mano.

—No tiene gracia, Liv.

—Sí, sí que la tiene —dijo exhalando.

—Fue tu… novio.

—Oh, no, no lo fue. Para nada. Creo que nos dimos el lote durante unos diez minutos.

—Pero… ¿y el código de las chicas?

—Vale, pero hay una especie de límite de tiempo, o de etapa. En nuestro caso, creo que solo nos dimos algún que otro beso de tornillo. Aunque en aquella época yo estaba completamente dispuesta a dejarle llegar hasta el final, no sé si me entiendes.

—Pero te quedaste destrozada después de aquellas Navidades.

Ella empezó a partirse de risa.

—No tanto. En primer lugar, no llegamos a enrollarnos. Solo nos metimos mano detrás de las herramientas de jardinería de mamá. Ostras, apenas me acuerdo.

—Pero si estabas tan disgustada que ni siquiera viniste a casa el verano en el que Will estuvo trabajando con papá.

—No fui a casa porque me había pasado todo el curso sin dar un palo al agua y tenía que ponerme al día durante el verano —dijo—. Y no te lo conté porque papá y mamá se habrían enterado y me habrían matado.

—Me siento muy confusa —dije mientras me pasaba una mano por la cara.

—No tienes por qué —dijo. Y añadió en tono preocupado—: Dime, ¿qué está pasando realmente entre vosotros?

—Hemos estado viéndonos mucho. Me gusta de verdad, Liv. Quiero decir que probablemente es el mejor amigo que tengo aquí. Nos enrollamos, y al día siguiente estuvo raro. Después ha empezado a hablar de sentimientos, y me parece que me está utilizando para alguna clase de experimento sobre la expresión de las emociones, dado su historial con las chicas Bergstrom.

—Así que le has dado la patada porque cuando tenías doce años creíste que era el hombre de mis sueños y que me dejó sola y hecha polvo.

—Ese es uno de los motivos —dije con un suspiro.

—¿Y el otro?

—Es un mujeriego que no recuerda ni a una mínima parte de las mujeres con las que ha estado. Pero va y, menos de veinticuatro horas después de pasar de mí, me dice que no quiere solo sexo.

—Vale —dijo ella, reflexionando—. ¿Eso ha dicho? ¿Y tú qué quieres?

—No lo sé, Liv —contesté con un suspiro—. Pero aunque él lo haya dicho y aunque yo quisiera, ¿cómo podría confiar en él?

—No quiero que te comportes como una idiota, así que voy a explicarte algún secretillo. ¿Preparada?

—Para nada —dije.

Ella siguió de todos modos.

—Antes de que yo conociese a Rob, él era un putón verbenero. Te juro que su pene había estado en todas partes. Pero ahora es un hombre distinto. Adora el suelo que yo piso.

—Sí, pero quería casarse —dije—. No solo se acostaba contigo.

—Desde luego, cuando empezamos a salir solo pensábamos en follar. Mira, Ziggy, a una persona le pasan muchas cosas entre los diecinueve y los treinta y un años. Hay muchos cambios.

—Ya lo creo —murmuré, imaginando la voz de Will, aún más profunda, sus dedos expertos, su pecho ancho y sólido.

—No estoy hablando solo de que el cuerpo masculino se desarrolle, ¿sabes? —Hizo una pausa y añadió—: Aunque eso también. Y ahora que lo pienso, tienes que enviarme una foto de Will Sumner a los treinta y un años.

—¡Liv!

—¡Es broma! —vociferó entre risas a través del teléfono, y luego hizo una pausa—. Bueno, en realidad hablo en serio. Envíame una foto. Pero la verdad es que no me gustaría nada que dejases escapar la ocasión de estar con él solo porque esperas que siempre actúe como un mujeriego de diecinueve años. La verdad, ¿no te parece que has cambiado mucho desde que tenías diecinueve años?

No dije nada; me limité a mordisquearme el labio y continuar pasando el dedo por los adornos de la antigua alacena de mi madre.

—Y solo han pasado cinco años desde que tenías esa edad, así que piensa en cómo se siente él. Tiene treinta y un años. Se puede adquirir mucha sensatez en doce años, Ziggs.

—Joder —dije—. No me gusta nada que tengas razón.

Ella se echó a reír.

—¿Debo suponer que tu cerebro lógico ha estado utilizando todo eso como una especie de campo de fuerza para protegerse del encanto de Sumner?

—Al parecer, no demasiado bien.

Cerré los ojos y me apoyé contra la pared.

—Oh, Dios, es increíble. Me alegro muchísimo de que hayas llamado hoy. Estoy enorme y embarazada, y en este momento me muero de aburrimiento. Lo que me cuentas es asombroso.

—¿No se te hace raro?

Se hizo un instante de silencio mientras ella consideraba mi pregunta.

—Supongo que podría hacérseme raro, pero, si quieres que te sea franca, Will y yo… Bueno, él fue el primer chico con el que tuve ganas de acostarme, pero eso es todo. Lo superé dos segundos después de que Brandon Henley se hiciera el piercing en la lengua.

Me tapé los ojos con la mano.

—¡Qué asco!

—Sí, no te hablé de eso porque no quería estropearte ni quería que me lo estropeases a mí investigando cómo afectaba el piercing a la contractilidad del músculo o algo así.

—Esta ha sido la conversación más incómoda del mundo. ¿Puedo colgar ya?

—¡No seas tonta!

—La verdad es que la he cagado —gruñí, frotándome la cara—. Liv, me he comportado como una auténtica capulla.

—Me da la impresión de que tienes que besarle el culo a alguien. ¿Le van a Will esa clase de cosas?

—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡Voy a colgar!

—Vale, vale. Mira, Zig. No veas el mundo a través de los ojos de una cría de doce años. Deja que Will se explique. Trata de recordar lo que tiene entre las piernas y que eso lo convierte en un idiota, pero en un idiota simpático. Ni siquiera tú puedes negarlo.

—Para de decir cosas lógicas.

—Imposible. Ahora ve a ponerte tus bragas de mayorcita y arregla la situación.

Me pasé todo el trayecto hasta el apartamento de Will intentando diseccionar todos mis recuerdos de aquella Navidad y reconciliarlos con lo que Liv me había dicho. Tenía doce años y estaba fascinada por Will, fascinada por la idea de Will y mi hermana juntos.

Sin embargo, después de oír la versión de Liv de los acontecimientos de aquella semana y lo que había venido después, me pregunté cuánto de aquello era real y cuánto era invención de mi dramático cerebro. Y ella tenía razón. Esos recuerdos me habían ayudado a meter a Will en un molde en forma de mujeriego y me habían hecho casi imposible imaginarlo fuera de él. ¿Quería más él? ¿Era capaz? ¿Y yo?

Solté un gruñido. Tenía que pedirle muchas disculpas. No abrió la puerta cuando llamé; no contestó ninguno de los mensajes que le envié estando allí. Así que hice lo único que se me pasó por la cabeza: mandarle mensajes con chistes verdes malos.

«¿Cuál es la diferencia entre un pene y la nómina?», tecleé. Al no recibir respuesta, continué. «Una mujer siempre estará dispuesta a soplarte la nómina».

Nada.

«¿Qué le dice una teta a la otra?» Y cuando no obtuve respuesta: «Conduce tú, que estoy mamada. Madre mía, qué malo».

Decidí probar con uno más.

«¿Qué viene después del sesenta y nueve?»

Había mencionado su número favorito, confiando en que eso pudiera bastar para sacarlo de su cueva. Casi se me cayó el móvil cuando la palabra «Qué» apareció en la pantalla.

«Enjuague bucal».

«Joder, Hanna. Ese ha sido malísimo. Sube hasta aquí y dejemos de hacer el ridículo».

Prácticamente fui corriendo hasta el ascensor.

Su puerta estaba abierta, y cuando entré vi que estaba preparando la cena: ollas hirviendo sobre los fogones, la encimera manchada… Llevaba una vieja camiseta Primus y unos vaqueros rotos y descoloridos. Estaba para comérselo. Cuando entré en la cocina no alzó la vista; mantuvo la cabeza gacha y los ojos clavados en el cuchillo y la tabla de cortar.

Crucé la habitación con pies inseguros, me quedé a su espalda y le apoyé la barbilla en el hombro.

—Soy una impresentable —dije.

Inspiré hondo, queriendo memorizar su olor. Porque, ¿y si había ocurrido lo peor? ¿Y si se había hartado de la tonta de Ziggy, de sus preguntas idiotas, de su torpeza en la cama y de su manía de sacar conclusiones precipitadas? Yo me habría dado una buena patada en el culo hacía siglos.

Sin embargo, me sorprendió dejando el cuchillo en la encimera y volviéndose hacia mí. Parecía desdichado, y sentí una punzada de culpa en el estómago.

—Puede que no conozcas los detalles sobre lo de Liv —dijo—, pero eso no significa que no hubiese otras. Algunas a las que ni siquiera recuerdo. —Su voz sonaba sincera, arrepentida incluso—. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso, y parece que estoy pagando las consecuencias.

—Por eso me aterró que me dijeses que querías más —dije—. Porque ha habido muchas mujeres en tu pasado y me doy cuenta de que no tienes ni la más mínima idea de cuántos corazones has destrozado, ni tal vez de como evitar destrozarlos. Me gusta pensar que soy demasiado lista para ser una víctima más.

—Lo sé —dijo él—, y estoy seguro de que eso forma parte de tu encanto. No estás aquí para cambiarme. Solo estás aquí para ser mi amiga. Haces que piense más que nunca en las decisiones que he tomado, y eso es bueno. —Vaciló—. Y reconozco que me dejé arrastrar por nuestro momento poscoital… Simplemente me dejé llevar.

—No pasa nada. —Me estiré para darle un beso en la mandíbula.

—Ser solo amigos me parece bien —dijo—. Ser amigos con derecho a roce me parece aún mejor. —Me apartó para mirarme a los ojos—. Pero creo que este es un buen lugar en el que quedarse por ahora, ¿vale?

Traté de interpretar su expresión, de entender por qué parecía considerar cuidadosamente cada palabra que pronunciaba.

—Lamento lo que dije. Me entró el pánico y te hice un comentario hiriente. Me siento como una idiota.

Alargó el brazo, metió un dedo en una de las trabillas de mi cinturón y me atrajo hacia sí. Me dejé arrastrar de buen grado hasta notar la presión de su pecho contra el mío.

—Los dos somos idiotas —dijo, y sus ojos se posaron en mi boca—. Y, para que lo sepas, me dispongo a besarte.

Asentí con la cabeza y me puse de puntillas para estar más cerca. No fue un auténtico beso, aunque no supe muy bien de qué otro modo llamarlo. Sus labios rozaron los míos, cada vez con un poquito más de presión que la vez anterior. Su lengua me lamió suavemente, tocándome apenas, antes de atraerme más hacia sí, de ahondar más. Noté que metía los dedos bajo la tela de mi camiseta y los dejaba allí, apoyados en mi cintura.

De repente mi mente se vio asaltada por ideas de cosas que quería hacerle, por la necesidad de estar muy cerca de él. Quería saborear cada centímetro de su piel. Quería memorizar cada línea y cada músculo.

—Quiero hacerte una mamada —dije, y él retrocedió lo justo para calibrar mi expresión—. Y esta vez de verdad. O sea, hacer que llegues al orgasmo y todo.

—¿Sí?

Asentí, pasándole las puntas de los dedos por la mandíbula.

—¿Me enseñas a hacerte una mamada increíble?

—Eres la hostia, Hanna —dijo entre risas, y me dio otro beso.

Lo noté ya empalmado contra mi cadera y deslicé la mano por su cuerpo para apoyar la palma sobre su polla.

—¿Vale? —pregunté.

Will abrió más los ojos y me miró confiado. Me cogió de la mano y me llevó hasta el sofá. Vaciló un momento antes de sentarse.

—Puede que me desmaye si sigues mirándome así.

—¿No se trata de eso? —Sin esperar a que me invitase, me puse de rodillas en el suelo, entre sus piernas—. Dime cómo quieres que lo haga.

Me miró fijamente, con expresión intensa. Me ayudó con su cinturón, me ayudó a bajarle los pantalones por las piernas y me miró mientras me inclinaba y le besaba la punta. Cuando me incorporé hizo una breve pausa y calibró mi expresión. Y luego se agarró la base de la polla.

—Lame de la base a la punta. Empieza despacio. Atorméntame un poco.

Me incliné y le pasé la lengua por la parte inferior del miembro, a lo largo de la gruesa vena, hasta alcanzar la tensa corona. Goteaba un poco en el extremo y me sorprendió con su dulzor. Besé la punta, succionando para obtener más. Lanzó un gemido.

—Otra vez. Empieza por abajo. Y vuelve a chupármela un poco en el extremo.

—Sabes explicarte muy bien —susurré con una sonrisa, y le besé la polla.

Pero él parecía incapaz de devolverme la sonrisa; sus ojos azules me miraban con intensidad.

—Tú me lo has pedido —masculló—. Te estoy diciendo paso a paso lo que he imaginado un centenar de veces.

Volví a empezar. Me encantaba verlo así. Parecía un poco peligroso, y a su lado, su mano libre se había cerrado en un puño. Quería que se soltase, que enredase sus manos en mi pelo y empezase a empujar con fuerza contra mi boca.

—Ahora chúpamela.

Asintió mientras lo rodeaba con los labios y luego con la boca, utilizando la lengua para darle unos golpecitos.

—Chúpamela más. Con fuerza.

Hice lo que me pedía, cerrando los ojos un instante y tratando de no dejarme arrastrar por el miedo a atragantarme y perder el control. Al parecer, lo hacía bien.

—¡Joder, sí, justo así! —gimió cuando rodeé su miembro con mis labios—. Con mucha saliva…

Usa un poco los dientes en el tronco. Lo miré en busca de una confirmación antes de dejar que mis dientes le rozaran la piel. Lanzó un gruñido y levantó las caderas con una sacudida hasta chocar con el fondo de mi garganta.

—Eso es. Lo haces de puta madre.

Fue justo el cumplido que necesitaba para tomar el control, chupársela con más fuerza y soltarme, desatarme.

—Sí, oh… —Sus caderas se movieron con más fuerza, con más violencia. Tenía los ojos clavados en mi rostro, las manos enterradas en mi pelo tal como yo quería—. Muéstrame cuánto te gusta.

Cerré los ojos, gimiendo alrededor de su miembro. Me había puesto a chupárselo con todas mis fuerzas. Sentí que salían de mi garganta unos ruiditos, y todo lo que pude pensar fue: «Sí, más y deshazte».

Sus profundos gruñidos y su respiración entrecortada eran como una droga para mí, y noté que mi propio anhelo aumentaba a medida que su placer crecía y crecía. Encontramos un ritmo; mi boca y mi puño trabajaban complementados por los movimientos de sus caderas, y me di cuenta de que se estaba conteniendo, de que lo estaba haciendo durar.

—Con los dientes —me recordó en un siseo, y gimió aliviado cuando obedecí.

Con la punta de un dedo siguió el contorno de mis labios en torno a su miembro mientras la otra mano permanecía enredada en mi pelo, guiándome y sujetándome al tiempo que empujaba hacia arriba con cuidado. Se hinchó contra mi lengua, y su mano se cerró en mi pelo en un apretado puño.

—Me corro, Hanna. Me corro.

Sentí que los músculos de su estómago saltaban y se ponían rígidos, que sus muslos se tensaban. Le chupé la polla por última vez, de forma prolongada, antes de apartarme cogiéndosela con las manos y, tras deslizarlas deprisa y con violencia, agarrarlo como a él le gustaba, apretando.

—Jodeeerrr… —gimió.

Y se corrió, caliente sobre mis manos. No paré de moverme, no paré de darle lentas chupadas hasta que fue demasiado y me apartó, sonriendo mientras me atraía hacia sí.

—Joder, aprendes rápido —dijo, besándome la frente, las mejillas, las comisuras de la boca.

—Porque eres un profesor excelente.

Se echó a reír y apoyó su sonrisa contra la mía.

—Puedo asegurarte que eso no lo he aprendido por experiencia. —Se apartó y sus ojos recorrieron cada centímetro de mi rostro—. ¿Te quedas a cenar conmigo?

Me acurruqué contra su costado y asentí con la cabeza. No había ningún otro sitio en el que prefiriese estar.