Yo salía a correr todos los días sin excepción, salvo que estuviera gravemente enfermo o si tenía que coger un avión para ir a algún sitio, así que el lunes por la mañana me odié a mí mismo un poquito por apagar la alarma del reloj y darme media vuelta en la cama. Simplemente, no tenía ningún interés por ver a Hanna.
Sin embargo, en cuanto hube formulado ese pensamiento, no tuve más remedio que recapacitar. A quien no quería ver era a Ziggy, tan dicharachera y llena de energía como siempre, como si no hubiese hecho temblar el suelo bajo mis pies dos noches atrás, con su cuerpo, con sus palabras y sus necesidades cuando esa noche era Hanna. Y sabía que si era Ziggy quien aparecía esa mañana, actuando como si el sábado anterior no hubiese pasado nada, me dolería.
Me había criado una madre soltera, junto con dos hermanas mayores que no me dieron más opción que comprender a las mujeres, conocer a las mujeres y, sobre todo, amar a las mujeres.
En una de las dos relaciones serias que había mantenido en mi vida, había hablado con mi novia sobre la posibilidad de que aquel buen entendimiento con las mujeres me hubiese funcionado muy bien cuando alcancé la pubertad, y eso hizo que acabara queriendo mantener relaciones sexuales con todas las chicas a las que conocía. Creo que esa novia había tratado de insinuarme, de una forma nada sutil, que yo manipulaba a las mujeres fingiendo escucharlas. No llegué a profundizar demasiado en el asunto; rompimos poco después.
Sin embargo, mi buen entendimiento con el sexo opuesto no parecía ayudarme demasiado en el caso de Hanna. Para mí, era como una criatura de otro mundo, una especie completamente distinta.
Con ella, mi experiencia no me servía para nada.
El caso es que cuando volví a dormirme, empecé a soñar que me la follaba sobre una pila gigantesca de material deportivo. En el sueño se me clavaba un stick de lacrosse en la espalda, pero no me importaba. Solo la veía balancearse encima de mí, con la mirada transparente clavada en la mía y recorriéndome el pecho con las manos.
Me sonó el móvil, que tenía incrustado en la columna, debajo del cuerpo, y me desperté sobresaltado. Miré el reloj y me di cuenta de que me había dormido: eran casi las ocho y media.
Respondí sin mirar a la pantalla, dando por sentado que sería Max preguntándome dónde coño estaba para nuestra reunión del lunes por la mañana.
—Sí, tío. Estaré ahí dentro de una hora, ¿vale?
—¿Will? —Mierda.
—Ah, hola.
El corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza que lancé un gemido y me tapé la boca con la mano para sofocarlo.
—¿Todavía estás durmiendo? —preguntó Hanna. Parecía estar sin aliento.
—Sí, estaba durmiendo.
Se calló y el viento que se oía al otro lado azotó la línea. Estaba en la calle y con la respiración jadeante: había salido a correr sin mí.
—Perdona si te he despertado.
Cerré los ojos y me llevé un puño a la frente.
—No, no importa.
Se quedó en silencio durante unos segundos eternos y exasperantes, y en ese tiempo mantuvimos varias conversaciones distintas en mi cabeza. En una me decía que me comportaba como un gilipollas.
En otra me pedía disculpas por insinuar que pudiese ser tan caballeroso con lo ocurrido la intensa noche que habíamos pasado juntos. En otra se ponía a hablar sin parar sobre cualquier cosa, al más puro estilo Ziggy. Y en otra me preguntaba si podía ir a mi casa.
—He salido a correr —dijo—. Creí que habrías empezado sin mí y fui a ver si te encontraba en el recorrido.
—¿Creías que había empezado sin ti? —exclamé, riendo—. Eso sería de muy mala educación.
No dijo nada, y me di cuenta demasiado tarde de que lo que había hecho, no presentarme, no molestarme siquiera en llamarla, era igual de malo.
—Mierda, Ziggs, lo siento. —La oí tomar aire profundamente.
—Así que hoy soy Ziggy… Interesante.
—Sí —murmuré, y luego me odié a mí mismo inmediatamente—. No. Mierda, no sé quién eres esta mañana. —Aparté las sábanas de un puntapié, obligando a mi cerebro embotado a despertarse de una puta vez—. Mi cerebro se confunde si te llamo Hanna.
«Hace que piense que eres mía», me dije a mí mismo, sin añadirlo en voz alta. Soltó una risotada, y cuando echó a andar de nuevo, el viento azotó con más fuerza el teléfono.
—Supera tu angustia de macho alfa, Will. La otra noche nos acostamos. Se supone que precisamente tú deberías saber mejor que nadie cómo manejar esta situación. No te estoy pidiendo las llaves de tu apartamento. —Hizo una pausa y se me encogió el corazón al darme cuenta del mensaje que, con mi distanciamiento, le estaba transmitiendo: creía que me la estaba quitando de encima, que trataba de ahuyentarla.
Abrí la boca para sacarla de su error, pero ella fue más rápida:
—Ni siquiera te estoy pidiendo que volvamos a repetirlo, maldito cabrón engreído. —Y dicho eso, colgó el teléfono.
Pedí a mis amigos que adelantásemos nuestro almuerzo de los martes al lunes con la excusa de que había perdido las pelotas y la cabeza, y nadie se opuso. Por lo visto, mi enamoramiento había alcanzado tal nivel de empalago que darme caña había dejado de ser un pasatiempo divertido para mis amigos.
Quedamos en Le Bernardin, pedimos lo de siempre y, aparentemente, era como si la vida siguiese igual que en los nueve meses anteriores: Max besando a Sara hasta que ella se lo quitó de encima, y Bennett y Chloe haciendo como que se odiaban mientras daban cuenta de la ensalada que ella misma había insistido que compartieran para almorzar, escenificando una forma un tanto extraña de coquetear para ponerse a tono. Lo único aparentemente distinto es que me bebí la copa de alcohol con la que acompañaba el almuerzo en menos de cinco minutos y nuestro camarero habitual enarcó una ceja cuando le pedí otra.
—Creo que yo soy Kitty —dije cuando se alejó el camarero. Al ver que la conversación enmudecía de repente, me di cuenta de que mis amigos habían estado charlando alegremente de cualquier gilipollez mientras mi pobre cerebro se sumía en la desesperación delante de sus narices—. Me refiero a lo mío con Hanna —aclaré, escrutando sus rostros para captar alguna señal de si me seguían o no—. En nuestra relación, yo soy Kitty. Yo soy el que dice que me basta con que nos enrollemos y ya está, pero no es verdad. Soy yo el que dice que me parece bien que echemos un polvo el tercer jueves de los meses impares con tal de poder estar un rato con ella. Es ella la que dice: «Oh, no necesito que volvamos a enrollarnos».
Me encontré con la palma abierta de la mano de Chloe delante de mi cara.
—Espera un momento, William. ¿Te la estás follando?
Me incorporé de golpe, con los ojos muy abiertos y a la defensiva.
—Tiene veinticuatro años, no trece, Chloe. ¿Qué cojones…?
—Me importa un bledo que te la estés tirando… Lo que me molesta es que te la hayas follado y que no nos haya llamado a ninguna de las dos inmediatamente. ¿Cuándo ha sido?
—El sábado. Hace dos días, cálmate —murmuré.
Se recostó hacia atrás y su rostro se dulcificó un poco. Más relajado, fui a coger mi nueva copa en cuanto el camarero la depositó delante de mí en la mesa, pero Max fue más rápido y la quitó de mi alcance antes de que pudiera levantarla.
—Esta tarde tenemos una reunión con Albert Samuelson y te necesito muy despejado. —Asentí y me incliné para frotarme los ojos.
—Os odio a todos.
—¿Por tener razón? —dedujo Bennett correctamente. No le hice ningún caso.
—Bueno y al final, ¿has cortado ya oficialmente con Kitty y Kristy? —quiso saber Sara.
Mierda. Aquello otra vez. Negué con la cabeza.
—¿Por qué iba a hacerlo? No hay nada entre Hanna y yo.
—Solo que sientes algo muy fuerte por ella —insistió Sara, arrugando la frente.
No soportaba que no aprobase mi conducta. De todos mis amigos, Sara solo me echaba la bronca y me daba caña cuando realmente me lo merecía.
—Es que no sé si es buena idea montar un drama innecesario ahora mismo —fue mi patética justificación.
—¿Ha llegado a decir Hanna realmente que no quiere nada más contigo? —preguntó Chloe.
—Creo que es evidente por la forma en que reaccionó el domingo por la mañana.
Asintiendo ya con la cabeza, Max añadió:
—Detesto señalar lo obvio, tío, pero ¿se puede saber por qué no has tenido la típica charla de Will Sumner con ella? No te estás poniendo precisamente como ejemplo de eso que siempre nos dices con respecto a tus ligues: que es mejor dejar las cosas claras desde el principio que dejar los temas sin resolver.
—Porque es fácil mantener esa conversación cuando ya sabes lo que quieres y lo que no quieres —expliqué.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabes? —insistió Max, apartándose un poco para que el camarero pudiese dejarle el plato delante.
—Sé que no quiero que Hanna folle con nadie más —mascullé.
—Bueno… —empezó a decir Bennett con cara de intriga—, ¿y si te dijera que la otra noche vi a Kitty enrollándose con otro tío? —Sentí una enorme oleada de alivio.
—¿De verdad? —Negó con la cabeza.
—No, pero, desde luego, tu reacción es más que elocuente. Soluciona las cosas con Hanna. Deja las cosas claras con Kitty. —Cogió el tenedor y añadió—: Y ahora, cállate de una puta vez para que podamos comer a gusto.
A la mañana siguiente, me levanté a las cinco y esperé debajo del edificio de Hanna. Sabía que ahora que se había acostumbrado a salir a correr, saldría todos los días. Tenía que arreglar las cosas con ella…, solo que no estaba seguro de cómo hacerlo todavía.
Se paró en seco al verme y abrió los ojos con expresión de sorpresa antes de colocarse una máscara de serenidad e indiferencia.
—Ah, hola, Will.
—Buenos días.
Echó a andar y pasó a mi lado, dejándome atrás, con la mirada fija hacia delante. Me rozó el hombro con el suyo al pasar, y supe por la forma en que se estremeció que había sido sin querer.
—Espera —dije, y se paró, pero no se volvió—. Hanna.
Lanzó un suspiro.
—Y hoy vuelvo a ser Hanna otra vez.
Me acerqué hasta donde se había parado, la miré a la cara y le apoyé las manos sobre los hombros. Percibí el leve temblor de su cuerpo. ¿Era enfado o la misma excitación que sentía yo al entrar en contacto?
—Siempre has sido Hanna. —Su mirada se ensombreció.
—Pues ayer no lo era.
—Ayer la cagué, ¿vale? Siento no haber aparecido para ir a correr y siento haberme comportado como un capullo. —Me miró con recelo.
—Un capullo integral.
—Sé que se supone que soy yo el que sabe qué hago aquí, pero admito que el sábado por la noche para mí fue distinto. —Vi que su mirada se dulcificaba y relajaba los hombros, yo seguí hablando, con voz más serena—: Fue muy intenso, ¿vale? Y ya sé que parece una locura, pero me quedé un poco desconcertado cuando vi que al día siguiente estabas tan… tan tranquila, como si tal cosa.
Le solté los hombros y di un paso atrás para darle espacio. Me miró como si acabara de salirme la cabeza de un lagarto en la frente.
—¿Y cómo se suponía que tenía que estar? ¿Rara? ¿Enfadada? ¿Enamorada? —Sacudiendo la cabeza, añadió—: No estoy segura de qué fue lo que hice mal. Creía que lo había llevado bastante bien. Creía que había actuado como tú me habrías dicho que lo hiciera si me hubiese acostado con otro y no contigo.
Se ruborizó intensamente y tuve que meterme las manos en los bolsillos de la sudadera para no tocarla. Inspiré hondo. Era el momento en que podía decirle: «Siento algo por ti, algo que no había sentido nunca por nadie. Llevo luchando contra esos sentimientos desde el momento en que te vi, hace semanas. No sé qué significan esos sentimientos, pero quiero averiguarlo».
Pero no estaba preparado para eso. Levanté la mirada al cielo. Estaba muy perdido y no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Para empezar, podía estar así simplemente por el hecho de estar acostándome con alguien a cuya familia conocía de toda la vida, podía ser un ansia protectora, la necesidad de tener mucho cuidado con los sentimientos de ambos. Necesitaba más tiempo para poner las cosas en orden.
—Hace mucho tiempo que conozco a tu familia —dije, mirándola a los ojos de nuevo—. No es lo mismo que tener una historia con cualquier otra persona, aunque los dos queramos que esto solo sea un simple rollo. Para mí, eres algo más que alguien con quien quiero mantener encuentros sexuales y… —Me recorrí la cara con la mano—. Solo intento ir con cuidado, ¿de acuerdo?
Me dieron ganas de pegarme una patada en el culo. Me estaba acojonando. Todo lo que había dicho era verdad, pero era una verdad a medias bastante endeble. No era solo que la conociese desde hacía tantos años: era el hecho de querer seguir conociéndola, así, íntimamente, durante muchos años más.
Cerró los ojos un momento y cuando los abrió, estaba mirando a un lado, a un punto indefinido, a lo lejos.
—Vale —murmuró.
—¿Vale? —Al final, levantó la vista, me miró y sonrió.
—Sí.
Ladeó la cabeza para indicarme que nos pusiéramos en marcha, se volvió y enseguida nuestros pies empezaron a golpetear el pavimento de la acera a un ritmo pausado y regular, pero yo no tenía ni idea de a qué conclusión acabábamos de llegar.
Hacía un día precioso, por primera vez en muchos meses, y a pesar de que probablemente estábamos aún por debajo de los cinco grados, el ambiente era primaveral. El cielo estaba despejado, sin rastro de nubes amenazadoras, solo luz, sol y aire fresco. A tres manzanas de su casa empecé a tener demasiado calor y reduje un poco el ritmo para quitarme el polar de manga larga y anudármelo alrededor de los pantalones de deporte.
Oí el ruido de un golpe contra la acera y antes de darme cuenta de qué ocurría, vi a Hanna en el suelo y sin resuello, como si acabara de perder todo el aire de los pulmones.
—Madre mía, ¿estás bien? —le pregunté, arrodillándome a su lado y ayudándola a incorporarse.
Aún tardó unos segundos en recobrar la respiración, y cuando lo hizo, fue con ansia y desesperación. Era la sensación más horrible del mundo, la de quedarte sin aire en los pulmones.
Había tropezado con una grieta en la acera y aterrizado en el suelo con gran estruendo, y en ese momento apretaba los brazos contra las costillas. Tenía los pantalones rotos a la altura de la rodilla y se sujetaba un tobillo.
—Ay… —aullaba de dolor, meciéndose.
—Mierda —mascullé, agachándome para pasarle la mano por detrás de las rodillas y la cintura y levantarla del suelo—. Vamos a tu casa a ponerte hielo.
—Estoy bien —acertó a decir, forcejeando para que no la levantara en brazos.
—Hanna. —Tratando de darme manotazos, suplicó:
—No me cojas en brazos, Will, te los vas a romper. —Me eché a reír.
—No creo. No pesas nada, y solo son tres manzanas.
Al final cedió y me envolvió los brazos alrededor del cuello.
—¿Qué te ha pasado?
Hanna no me contestó, y cuando incliné la cabeza para mirarla a los ojos, se puso a reír.
—Que te has quitado la sudadera.
—Llevaba otra camiseta debajo, boba —murmuré, confuso.
—No, quiero decir que te he visto los tatuajes. —Se encogió de hombros—. Solo te los había visto en otras dos ocasiones, pero el sábado pasado los vi mucho rato, y eso me ha hecho pensar…, me los he quedado mirando y…
—¡¿Y te has caído?! —exclamé, riéndome a pesar de que sabía que no debía hacerlo.
Hanna lanzó un gemido de protesta.
—Sí —murmuró—. Y no digas nada.
—Bueno, puedes mirármelos si quieres mientras te llevo en brazos —le dije—. Y no te cortes y dame mordiscos en el lóbulo de la oreja, si quieres mientras —susurré, sonriendo—. Ya sabes que me gustan tus dientes.
Soltó una carcajada, pero la risa no duró mucho, y en cuanto me di cuenta de lo que acababa de decir, la tensión se materializó en un espeso silencio entre los dos. Seguí avanzando por la acera en dirección a su edificio, y con cada paso que daba, aquella tensión monumental seguía creciendo. Eran las palabras tácitas, la forma tan despreocupada en que había aludido a lo que ella sabía que me gustaba en la cama, la realidad del lugar adonde nos dirigíamos: su apartamento, donde nos habíamos pasado toda la noche del sábado follando.
Estuve hurgando en mi cerebro para tratar de decir algo, pero las únicas palabras que cabeceaban en la superficie eran palabras sobre nosotros, o sobre esa noche, o sobre ella, y mi jodido cerebro hecho un lío. La dejé en el suelo cuando llegamos al ascensor y tuve que pulsar el botón de subida. El aparato anunció su llegada con un tintineo y ayudé a Hanna a entrar a la pata coja.
Se cerraron las puertas, pulsé el botón de la planta veintitrés y la cabina dio una sacudida con el impulso inicial. Hanna se situó en la misma esquina que había ocupado la última vez que habíamos estado allí juntos.
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja.
Asintió, y todo lo que habíamos dicho allí dentro hacía dos noches inundó el espacio del ascensor como si fuera humo ascendiendo del suelo. «Quiero que me comas. Que lo hagas hasta que me corra».
—¿Puedes mover el tobillo? —pregunté de sopetón, sintiendo una opresión insoportable en el pecho de puras ganas de acercarme a ella y besarla.
Volvió a asentir, sin apartar los ojos de los míos.
—Me duele, pero creo que no me he hecho nada.
—Aun así —dije—, deberíamos ponerte hielo.
—Vale.
El engranaje del ascensor emitió un crujido y alguna pieza encajó en su lugar con un sonoro estruendo. «Quiero que te recuestes sobre mí en el sofá mientras te haces una paja y que te corras en mis pechos».
Me humedecí los labios, dejando que mis ojos se posaran sobre su boca, mientras mi cabeza se recreaba en el recuerdo del placer que me daba besarla. El eco de sus palabras resonaba con tanta fuerza en mi cerebro que era como si las hubiese dicho en voz alta: «Quiero sexo en todos los rincones de mi cuerpo. Que quieras que te muerda y que veas lo mucho que me gusta morderte».
Di un paso para acercarme a ella, preguntándome si se acordaría de haber dicho: «Que estemos en plena faena y yo esté haciendo todo lo que tú quieras y que no solo me guste a mí, que tú también disfrutes». Y si se acordaba, me pregunté si vería en mis ojos que había disfrutado, lo mucho que había disfrutado; tanto que me daban ganas de arrodillarme a sus pies en ese preciso instante.
Llegamos a su planta y esta vez accedí cuando insistió en recorrer el pasillo cojeando, pues necesitaba romper la tensión de algún modo. Una vez dentro del apartamento, saqué una bolsa d e guisantes congelados del congelador, la conduje al baño y la hice sentarse en la tapa del retrete mientras yo rebuscaba en su armario para encontrar algún antinflamatorio o alguna clase de antiséptico. Me contenté con un poco de agua oxigenada.
Solo llevaba un agujero en una de las rodillas del pantalón, pero la otra también estaba llena de rozaduras, por lo que supuse que debía de tener las dos bastante magulladas. Le subí las dos perneras del pantalón, ignorando sus intentos de impedírmelo y apartarme las manos cuando vi que no se había depilado las piernas.
—No sabía que ibas a tocarme las piernas hoy —dijo, riéndose a medias.
—Anda, basta ya.
Cuando le limpié los arañazos con una bola húmeda de algodón, sentí un gran alivio al ver que solo eran superficiales. Estaban sangrando, pero no era nada que no pudiese curarse en un par de días y sin necesidad de dar puntos. Al final bajó la vista y estiró una pierna mientras yo le limpiaba la otra.
—Parece como si hubiese estado andando de rodillas. Menuda pinta tengo…
Cogí un par de bolas limpias de algodón y le empapé los cortes con agua oxigenada, tratando en vano de sofocar una sonrisa. Se inclinó para verme mejor la cara.
—Eres un pervertido, por sonreír así al verme las rodillas todas llenas de magulladuras.
—¡Eres tú la pervertida! Por saber por qué sonrío…
—¿Te gusta la idea de ponerme a andar de rodillas y llenármelas de magulladuras? —preguntó, con una sonrisa cada vez más amplia ella también.
—Lo siento —dije, moviendo la cabeza con una falta de sinceridad absoluta—, pero la verdad es que sí.
Su sonrisa se fue diluyendo lentamente mientras me recorría la barbilla con el dedo, examinando la pequeña cicatriz que tenía allí.
—¿Cómo te hiciste eso?
—Fue en la universidad. Una chica me estaba haciendo una mamada cuando no sé que le entró y me mordió la polla. Me golpeé la cara contra el cabecero de la cama.
Abrió los ojos con expresión horrorizada: su peor pesadilla con el sexo oral hecha realidad.
—¿De verdad?
Estallé en carcajadas, incapaz de seguir adelante con la historia.
—No, no es verdad. Me di un golpe con un stick de lacrosse cuando tenía dieciséis años.
Cerró los ojos, haciendo como que no le hacía gracia, pero la vi disimular una sonrisa. Al final me miró de nuevo.
—¿Will?
—¿Mmm…?
Tiré la última bola de algodón y cerré el tapón del bote de agua oxigenada mientras le soplaba con delicadeza encima de los cortes. Cuando los hube limpiado todos, pensé que ni siquiera iba a necesitar tiritas.
—He oído eso que has dicho de que quieres ir con cuidado con nuestra historia. Y siento que el otro día pensaras que me lo había tomado como si no pasara nada, como si tal cosa.
Le dediqué una sonrisa, acariciándole distraídamente la pantorrilla con la mano, antes de darme cuenta de la familiaridad que implicaba ese gesto.
Se mordió el labio inferior un momento antes de susurrar:
—He estado pensando en lo que pasó el sábado por la noche casi constantemente desde entonces.
Fuera, en la calle, sonó un claxon, los coches pasaban a toda velocidad por la Ciento uno y la gente corría para ir al trabajo, pero en el apartamento de Hanna, reinaba un silencio absoluto.
Ella y yo nos mirábamos fijamente el uno al otro. Sus ojos fueron agrandándose cada vez más, impregnados de ansiedad, y me di cuenta de que cuanto más tardaba en contestarle, más abochornada se sentía ella.
Yo ni siquiera conseguía hacer pasar el aire por el nudo que me atenazaba la garganta, hasta que al final, acerté a decir:
—Yo también.
—Nunca creí que el sexo pudiese ser así.
Vacilé un momento, preocupado porque no me creyera cuando le dije:
—Ni yo tampoco.
Levantó una mano y la dejó suspendida en el aire, a su lado, antes de alargarla. Deslizó los dedos entre mi pelo y repitió el mismo movimiento con el cuerpo, con los ojos completamente abiertos mientras me cubría la boca con la suya.
Lancé un gemido mientras el corazón me palpitaba con fuerza contra el esternón y la piel se me encendía al tiempo que crecía mi erección; cada rincón de mi cuerpo tenso y rígido.
—¿Bien? —preguntó, retirándose un momento, con la mirada ansiosa.
La deseaba tan ardorosamente que temía no poder controlarme y obrar con delicadeza.
—Joder, mejor que bien… Tenía miedo de no poder tenerte otra vez.
Se puso de pie con las piernas trémulas y tiró del borde de su camiseta hacia arriba para quitársela por la cabeza. La piel le brillaba con una tenue capa de sudor y tenía el pelo alborotado, pero yo solo quería enterrarme en ella y dejar que se entregara a mí durante horas.
—Llegarás tarde al trabajo —le susurré, mirándola mientras se quitaba el sujetador de deporte.
—Y tú también.
—Me da igual.
Se quitó los pantalones y, meneando el culo con un rápido movimiento, se dio media vuelta y se fue dando saltitos al dormitorio.
Yo me desnudé mientras caminaba, quitándome la camiseta y luego los pantalones, y dejándolo todo desperdigado por el suelo en el pasillo. Encontré a Hanna en su cama, tumbada encima del edredón.
—¿Necesitas más primeros auxilios? —pregunté, sonriendo mientras me encaramaba encima de ella, dejándole un reguero de besos desde el vientre hasta sus pechos—. ¿Te duele algo más?
—Adivina —dijo, con un suspiro.
Sin tener que preguntar, estiré el brazo y abrí el cajón donde guardaba los condones. Sin mediar palabra, arranqué uno del paquete y se lo di. Ya tenía la mano extendida con aire expectante.
—Mierda. Deberíamos jugar un poco primero —le dije, enterrando la boca en su cuello mientras percibía el tacto de su mano desenrollando el condón sobre mi pene erecto.
—Llevamos jugando en mi imaginación desde el domingo por la mañana —susurró—. Me parece que no necesito más calentamiento.
Tenía razón. Cuando me situó encima de ella y buscó luego mis caderas, atrayéndome hacia dentro con un único movimiento pausado y firme, ya estaba húmeda y lista, y rápidamente me empujó las nalgas para que acelerara y la bombeara con más fuerza.
—Me gusta cuando estás hambrienta, como ahora —murmuré en su piel—. Es como si nunca fuera a tener bastante. Así, aplastándote contra mí, debajo de mí.
—Will… —Empujó la pelvis hacia arriba, hundiéndome dentro de ella y deslizando las manos sobre mis hombros.
Oía el crujido de las sábanas que acompañaba a nuestros movimientos, los sonidos húmedos de nuestros cuerpos acoplándose… y absolutamente nada más. El resto del mundo parecía haber desaparecido, parecía haber enmudecido de repente.
Ella también estaba callada, mirando fascinada, con la vista fija abajo, donde yo entraba y salía de su cuerpo. Deslicé una mano entre los dos, jugué con su cuerpo, extasiado al ver cómo arqueaba la espalda en la cama, con las manos encima de la cabeza, tratando de sujetarse al cabecero. Joder…
Estiré la mano que tenía libre hacia arriba, la sujeté de las muñecas y dejé que todo mi ser se disolviera en ella, ausente y encendido, el ritmo de nuestros cuerpos trabajando al unísono, estremecidos y húmedos de sudor. Le succioné y le mordisqueé los pechos, aplastándole las muñecas y sintiendo la inminencia de mi orgasmo, que con su familiaridad habitual se apoderaba de mis caderas, de la parte baja de mi espalda. Me estremecí encima de ella, dándole cada vez más fuerte y más duro, deleitándome con el ruido de mis caderas al entrechocar con sus muslos.
—Oh, joder, Ciruela…
Abrió los ojos, enardecidos de placer y de salvaje excitación al comprender que estaba al borde del éxtasis.
—Casi —susurró—. Estoy a punto.
Le acaricié el clítoris más rápidamente, friccionando con las yemas de los dedos planos, y sus jadeos roncos se hicieron cada vez más tensos y más agudos, al tiempo que el revelador rubor de su piel se le extendía por todo el cuello. Forcejeó, tratando de liberar sus muñecas de mis puños en actitud de completo abandono, y entonces se corrió con un grito ensordecedor, contoneando las caderas en espasmos salvajes, con pequeñas contracciones que no daban tregua a mi miembro, dentro de ella.
Aguanté aún una milésima de segundo más, con movimientos rápidos e implacables hasta que su cuerpo quedó inerte y abandonado, y entonces llegué yo también, con la voz ronca y quebrada.
—Me corro…
Salí de ella en ese momento, me arranqué el condón y lo tiré antes de cogerme la polla y apretármela mientras seguía acariciándomela.
Hanna tenía los ojos en llamas de pura expectación y se recostó sobre los codos, con la mirada fija en el punto donde mi mano bombeaba mi sexo, entre los dos. Su atención, tan intensa, y lo mucho que disfrutaba observando… me abrumaba.
Una ola abrasadora me recorrió las piernas y la espina dorsal, y mi espalda se arqueó en una contracción animal. Mi orgasmo reverberó por todo mi cuerpo con una intensidad sobrecogedora y me arrancó un intenso gemido de la garganta mientras me corría. Por mi cerebro desfilaban imágenes de Hanna, con los muslos abiertos bajo mi cuerpo, la piel resbaladiza, los ojos abiertos y diciéndome sin palabras lo mucho que disfrutaba. Lo mucho que la hacía disfrutar.
Una oleada palpitante de calor abrasador… y todo mi cuerpo se abandonó por completo. Mi mano se apaciguó y abrí los ojos, mareado y sin resuello. Ella tenía los ojos en llamas, de un gris oscuro y fascinados mientras se recorría el vientre con los dedos y examinaba embobada mi orgasmo sobre su piel.
—Will. —Pronunció mi nombre como una especie de ronroneo.
No habíamos terminado aún, imposible. Apoyé una mano en la almohada junto a su cabeza, mirándola.
—¿Te ha gustado?
Asintió, con el labio inferior atrapado maliciosamente entre sus dientes.
—Demuéstramelo. Mastúrbate para mí.
Al principio pareció vacilar, pero su inseguridad se transformó en decisión. La observé mientras se recorría el torso con la mano, rozando durante un momento mi polla, aún erecta, tocándome primero a mí y luego a ella. Deslizó dos dedos por encima de su clítoris, arqueándose al percibir el contacto.
Planeé con mi mano por su costado y encima de su pecho, y me agaché para besarle el pezón firme antes de decirle que siguiera tocándose hasta correrse.
—Ayúdame —dijo, con los ojos entornados.
—Yo no estoy contigo cuando haces esto sola. Enséñame lo que haces. A lo mejor a mí también me gusta mirar.
—Quiero que mires mientras me ayudas.
Aún tenía la piel ardiendo tras la fricción de nuestros sexos, la carne suave, y estaba completamente húmeda, chorreando. Con mis dedos dentro y los suyos fuera, nos acompasamos a un mismo ritmo, ella se acariciaba mientras yo bombeaba, y fue el espectáculo más increíblemente alucinante del mundo, verla des inhibida por completo y salvaje, alternando entre bajar la vista a donde yo me había corrido sobre ella y al punto entre los dos donde yo estaba volviendo a empalmarme.
No tardó mucho en estar al borde del abismo y enseguida empezó a empujarse contra mi mano, con las piernas rígidas a los lados, extendidas, y los labios cada vez más separados a medida que incrementaba la tensión, y entonces estalló con un grito.
Estaba muy hermosa cuando se corría, con la piel reluciente y los pezones tiesos; no pude evitar saborear su piel, mordisquearle la parte inferior del pecho y reducir el movimiento con la mano mientras ella se apaciguaba. Se fijó de repente en el aspecto que teníamos: ambos empapados en sudor, y sobre su vientre, mi orgasmo.
—Me parece que necesitamos una ducha. —Me eché a reír.
—Sí, creo que tienes razón.
Pero no nos duchamos. Teníamos intención de levantarnos, pero entonces yo le besaba el hombro, o ella me mordía el mío, y todas las veces nos desplomábamos de nuevo sobre el colchón, hasta que al final se nos hicieron las once de la mañana, cuando hacía rato que los dos habíamos descartado ya por completo la idea de ir a trabajar.
Cuando los besos fueron aumentando de intensidad de nuevo y yo volví a poseerla tumbada de espaldas sobre la orilla de la cama, cuando me hube desplomado sobre ella, se volvió a medias, me miró y se puso a toquetearme el pelo sudoroso.
—¿Tienes hambre?
—Un poco.
Hizo amago de levantarse, pero yo se lo impedí empujándola hacia la cama de nuevo, besándole el estómago.
—No lo bastante hambriento para levantarme todavía. —Me fijé en un bolígrafo que tenía en la mesita de noche y lo cogí sin pensar, murmurando—: No te muevas. —Le quité el capuchón con los dientes y apreté la punta del bolígrafo sobre su piel.
Había dejado entreabierta la ventana que había junto a la cama, y escuchamos los ruidos de la ciudad mientras yo dibujaba mis garabatos sobre la porción de piel suave de su cadera. No me preguntó qué estaba haciendo, ni siquiera parecía importarle en realidad. Deslizó las manos por mi pelo y me acarició luego los hombros y la barbilla. Recorrió muy despacio el trazo de mis labios, las cejas y el puente de la nariz, palpándome como lo haría si hubiese sido ciega, tratando de memorizar todos los detalles.
Cuando terminé, me recosté hacia atrás, admirando mi obra de arte. Había escrito un fragmento de mi cita favorita en letra diminuta, desde el hueso de la cadera hasta la zona púbica desnuda.
«Todo lo raro y singular, para los raros y singulares».
Me encantaba la imagen de la tinta negra sobre su piel, y aún más verla en mi propia letra.
—Quiero tatuarte eso en la piel.
—Nietzsche —susurró—. En general, es una buena cita, a pesar de todo.
—¿A pesar de todo? —repetí, acariciando con el pulgar la piel sin marca de debajo, pensando en todas las cosas que podría añadir ahí.
—Era un poco misógino, pero tiene algunos aforismos que no están del todo mal.
«Joder, con el cerebro de esta mujer…»
—¿Como por ejemplo? —pregunté, al tiempo que soplaba sobre la tinta casi seca.
—«Muchas veces la sensualidad se adelanta a la maduración del amor, de manera que la raíz queda poco profunda y es fácil de arrancar» —citó.
Vaya, vaya… Levanté la vista a tiempo de ver cómo sus dientes soltaban sus labios y sus ojos emitían un brillo divertido. Aquello era interesante.
—¿Y qué más?
Me acarició con el dedo la cicatriz de la barbilla y escudriñó mi rostro detenidamente.
—«No es oro todo lo que reluce. Un brillo tenue caracteriza al metal más precioso».
Sentí que se me desdibujaba la sonrisa.
—«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de su deseo».
Ladeó la cabeza, pasándome la mano por el pelo.
—¿Crees que eso es verdad?
Tragué saliva, sintiéndome atrapado. Estaba demasiado confuso en mi propia maraña de pensamientos para saber si estaba escogiendo citas significativas sobre mi pasado o simplemente estaba poniéndose filosófica.
—Creo que a veces es verdad.
—Pero lo de todo lo raro y singular, para los raros y singulares… —dijo en voz baja, mirándose la cadera—. Me gusta.
—Bien. —Me incliné para nivelar una letra y oscurecer otra, tarareando una canción.
—Has estado cantando esa canción todo el rato, mientras escribías —susurró.
—¿De verdad? —No me había dado cuenta siquiera de estar haciendo ruido. Canturreé un poco más, tratando de recordar qué era lo que estaba cantando: «She Talks to Angels»—. Mmm…, un clásico antiguo pero muy bueno —dije, soplándole sobre el ombligo para secar la tinta.
—Recuerdo haber oído a tu grupo tocándola.
Levanté la vista para mirarla, sin saber a qué se refería.
—¿A mi grupo? ¿En un disco? Me parece que ni siquiera tengo esa canción.
—No —contestó en un susurro—. En directo. Había ido a visitar a Jensen a Baltimore el fin de semana que tu grupo la tocó. Me dijo que vosotros siempre tocabais una canción distinta en cada actuación para no tener que volver a tocarla nunca más. Estuve allí cuando tocasteis esa.
Sus ojos ocultaban algo más cuando dijo aquello.
—Ni siquiera sabía que estabas allí.
—Nos saludamos antes del concierto. Tú estabas en el escenario, ajustando el amplificador. —Sonrió, humedeciéndose los labios—. Yo tenía diecisiete años, y fue justo después de que estuvieras trabajando con papá, en las vacaciones de otoño.
—Ah —dije, preguntándome qué habría pensado la Hanna de diecisiete años de aquel concierto.
Yo todavía lo recordaba, aun después de tanto tiempo. Habíamos tocado como fieras esa noche, y el público había estado increíble. Seguramente había sido uno de nuestros mejores conciertos.
—Tú tocabas el bajo —dijo, dibujando pequeños círculos con los dedos en mis hombros—, pero cantaste esa canción. Jensen me dijo que normalmente no cantabas casi nunca.
—No, es verdad —convine—. No se me daba muy bien cantar, pero con esa no me importaba. Era más emoción que otra cosa.
—Te vi coqueteando con una chica gótica que estaba delante. Tuvo su gracia que sintiera celos cuando nunca en toda mi vida me había puesto celosa por nada. Me parece que fue porque, como vivías en nuestra casa, sentía casi como si nos pertenecieras. —Me sonrió—. Dios, esa noche habría matado por ser ella.
Observé su cara mientras rememoraba el recuerdo, esperan do a oír cómo acabó aquella noche para ella. Y para mí. No recordaba haber visto a Hanna cuando vivía en Baltimore, pero hubo un millón de noches como aquella, en un bar con el grupo, una chica gótica, o pija, o hippy en la fila de delante, y luego, más tarde, conforme avanzaba la noche, encima o debajo de mí. Se humedeció los labios.
—Le pregunté a Jensen si luego quedaríamos contigo y él se puso a reír.
Seguí tarareando la canción, sacudiendo la cabeza con aire divertido y recorriéndole el muslo con la mano.
—No me acuerdo de lo que pasó después del concierto.
Me di cuenta demasiado tarde de lo mal que sonaba eso, pero la realidad era que si quería estar con Hanna, tarde o temprano acabaría sabiendo la verdad de lo desenfrenada que había sido mi vida sexual.
—¿Era esa la clase de chicas que te gustaban? ¿«Se pinta los ojos de negro como la noche más negra»?
Lancé un suspiro y me encaramé encima de ella para situarme cara a cara.
—Me gustaban las chicas de todas clases. Creo que eso ya lo sabes.
Traté de poner énfasis en el tiempo pasado, pero me di cuenta de que no había conseguido mi propósito cuando oí lo que me susurraba.
—Estás hecho un seductor irresistible. Todo un donjuán.
Lo dijo con una sonrisa en los labios, pero a mí no me gustó nada. No me gustó nada oír el deje de su voz y saber que así era exactamente como me veía ella: capaz de follarme a cualquier cosa que se me pusiera por delante, y ahora a ella, en aquella maraña de brazos y piernas, labios y placer.
«Al final, el ser humano ama el deseo y no al objeto de deseo», pensé. Y no tenía defensa posible; había sido verdad durante mucho, muchísimo tiempo. Rodando en mis brazos, me rodeó el pene semierecto con la mano y empezó a acariciarlo, ejerciendo una leve presión.
—¿Y cuál es tu tipo ahora?
Estaba dándome una salida. Ella tampoco quería que fuese verdad. Me incliné y le besé la barbilla.
—Mi tipo se parece más a una diosa del sexo de ascendencia escandinava y que responde al nombre de Ciruela.
—¿Por qué te ha molestado cuando te he dicho que eres un donjuán?
Lancé un gemido y me aparté de sus manos.
—Te lo pregunto en serio.
Me tapé los ojos con el brazo, tratando de poner en orden mis pensamientos.
—¿Y si ya no soy ese hombre? —dije al fin—. ¿Y si han pasado doce años desde que era ese hombre? Soy muy sincero con mis conquistas sobre lo que quiero. No juego con ellas ni voy de donjuán por la vida.
Se echó un poco hacia atrás y me miró con una sonrisa divertida.
—Eso no te convierte en un ser sensible y profundo, Will. Nadie dice que porque seas un seductor tengas que ser un gilipollas. —Me restregué la cara.
—Creo que esas palabras, «donjuán» o «seductor», tienen unas connotaciones que no encajan conmigo. Siento que me esfuerzo mucho por portarme correctamente con las mujeres con las que estoy, por hablar sobre lo que hacemos juntos.
—Bueno —dijo—, pues conmigo no has hablado de qué es lo que quieres.
Vacilé, con el corazón latiéndome desbocado. No lo había hecho, y era porque con ella era completamente distinto de las otras veces que había estado con una mujer. Estar con Hanna no implicaba únicamente un intenso placer físico, también hacía que me sintiera relajado, entusiasmado y… comprendido. No había querido hablar de aquello porque no quería que ninguno de los dos tuviese la posibilidad de ponerle límites. Respiré profundamente y murmuré:
—Eso es porque contigo no estoy del todo seguro de que quiera sexo.
Se apartó de golpe y se incorporó muy despacio. Las sábanas se deslizaron de su cuerpo y buscó la camisa a los pies de la cama.
—Ah. Bueno…, esto es un poco incómodo, la verdad.
No, mierda. No me había expresado bien.
—No, no —dije, incorporándome yo también y besándole el hombro. Le arrebaté la camisa de las manos y la arrojé al suelo. Le lamí la espalda con la lengua y le rodeé la cintura con la mano y la deslicé hacia arriba, apoyando la palma sobre su corazón—. Estoy tratando de encontrar la manera de decir que quiero algo más que sexo. Siento algo por ti que va más allá de lo puramente sexual.
Se quedó inmóvil, paralizada por completo.
—No es verdad.
—¿No es verdad? —Me quedé mirando su espalda rígida, con el pulso acelerado de rabia más que de angustia—. ¿Qué quieres decir con eso?
Se levantó y se envolvió en la sábana. Se me heló la sangre en las venas, paralizándome cada rincón del cuerpo. Me incorporé, observándola perplejo.
—¿Es que te…? ¿Qué haces?
—Lo siento, pero… tengo que resolver unas cosas. —Se dirigió a la cómoda y sacó algo de ropa de los cajones—. Tengo que ir al trabajo.
—¿Ahora?
—Sí —dijo.
—¿Te digo que siento algo por ti y tú me echas de tu casa? —Se volvió para mirarme de frente.
—Tengo que irme ahora mismo, ¿vale?
—Sí, ya lo veo —dije, y se fue cojeando al baño.
Me sentía humillado y furioso. Y aterrorizado ante la posibilidad de que aquello fuese el final. ¿Quién habría pensado que lo fastidiaría todo con una chica por enamorarme de ella? Quería largarme de allí cuanto antes, y quería salir de la cama y sacarla a rastras del cuarto de baño. A lo mejor los dos necesitábamos recapacitar sobre unas cuantas cosas.