Capítulo primero

Entonces le dijo la profetisa al brujo: «Este consejo te doy: ponte botas de yerro, toma en la mano un bastón de yerro. Ve con tus botas de yerro hasta el fin del mundo y por el camino agita el bastón y riega todo con lágrimas. Ve a través de la agua y el fuego, no te detengas ni mires a tu alredor. Y cuando las almadreñas se te desgasten, cuando el bastón de yerro se deshaga, cuando el viento y el calor te sequen los ojos de tal forma que de ellos ni una lágrima acierte a escapar, entonces, en el fin del mundo, hallarás lo que buscas y lo que amas. Pudiera ser».

Y el brujo cruzó la agua y el fuego, sin mirar a su alredor. Pero no se puso botas de yerro ni tomó bastón. Sólo llevó su espada de brujo. No escuchó las palabras de la profetisa. Y bien que hizo, porque era una mala profetisa.

Flourens Delannoy, Cuentos y leyendas

Los arbustos reventaban de pájaros.

En la pendiente del barranco crecía una masa densa y entrelazada de zarzas y agracejos, un lugar de ensueño para anidar y buscar alimento, así que no era de extrañar que abundaran allí las aves. Obstinados trinaban los verderones, gorjeaban los pardillos y las currucas, resonaba también a cada instante el sonoro pink-pink de los pinzones. El pinzón canta porque anticipa lluvia, pensó Milva, al tiempo que miraba hacia el cielo en un movimiento reflejo. No había nubes. Pero el pinzón siempre anticipa lluvia. Vendría bien, por fin, un poco de lluvia.

El lugar frente a la entrada de la hondonada era un excelente puesto de caza, ofrecía grandes posibilidades para cobrar buenas piezas, especialmente allí, en Brokilón, selva de los animales. Las dríadas que gobernaban una extensa parte del bosque no cazaban muy a menudo, y los humanos se atrevían aún menos a entrar. Allí, el cazador deseoso de carne o cuero se veía convertido él mismo en objeto de caza. Las dríadas de Brokilón no tenían piedad para con los intrusos. Milva lo había experimentado en su propio pellejo.

En cualquier caso, no faltaban animales en Brokilón. Mas Milva llevaba ya acechando más de dos horas y todavía no le había salido nada al alcance de sus flechas. No podía cazar a ojeo, la sequía que reinaba desde hacía meses había secado la cubierta de hojas y ramas y éstas crujían a cada paso. En tales condiciones, sólo la inmovilidad podía otorgar éxitos y trofeos.

Sobre el mango del arco se posó una mariposa vanesa. Milva no la espantó. Mientras observaba cómo plegaba y desplegaba las alas, contemplaba al tiempo su arco, una adquisición reciente de la que todavía no había dejado de alegrarse. Era una arquera por vocación, amaba las buenas armas. Y ésta que tenía en la mano era la mejor de las mejores.

Milva había tenido muchos arcos en su vida. Había aprendido a disparar con arcos normales de fresno y de tejo, pero pronto los abandonó en favor de los laminados flexibles del tipo que usaban las dríadas y los elfos. Los arcos de los elfos eran más cortos, más ligeros y manejables, y gracias a su composición de capas de madera y tendones de animales también más rápidos que los de tejo. Una flecha disparada con ellos alcanzaba su objetivo en un tiempo más corto y con una trayectoria más plana, lo que eliminaba en buena medida la posibilidad de que fuera arrastrada por el viento. Los mejores ejemplares de tales armas, de cuatro dobleces, portaban entre los elfos el nombre de zhefar, pues precisamente tal símbolo rúnico formaban los brazos y el mango del arco. Milva había usado zefares durante bastantes años y no juzgaba que pudiera existir arco que los superase.

Pero por fin había encontrado tal arco. Esto sucedió, por supuesto, en el bazar marino de Cidaris, famoso por su rica oferta de mercancías extrañas y poco comunes traídas por los marineros desde los rincones más lejanos del mundo, de todo lugar al que fueran capaces de llegar cocas y galeones. Milva, siempre que podía, visitaba el bazar y echaba un vistazo a los arcos ultramarinos. Precisamente era allí donde había adquirido el arco que pensaba que le iba a servir durante muchos años, un zefar procedente de Zerrikania y reforzado con cuerno de antílope labrado. Pensó que aquel arco era perfecto. Durante un año. Porque un año más tarde, en aquel mismo puesto, donde aquel mismo comerciante, había encontrado una verdadera maravilla.

El arco procedía del lejano norte. Tenía una envergadura de sesenta y dos pulgadas, de caoba, una empuñadura perfectamente contrapesada y un mástil liso y laminado, trenzado de capas de maderas nobles y de huesos y tendones de ballena cocidos. De los otros utensilios que yacían junto a él lo diferenciaban no sólo su construcción sino también su precio. Y había sido precisamente el precio lo que había llamado la atención a Milva. Sin embargo, una vez se llevó el arco a las manos y lo probó, pagó sin vacilar y sin regatear lo que le pidiera el mercader. Cuatrocientas coronas novigradas. Ni que decir tiene que no portaba consigo una suma tan gigantesca, sacrificó en el trato su zefar zerrikano, una ristra de pieles de marta y una medallita, obra maravillosa de los elfos, un camafeo de coral engarzado de perlas de río.

Pero no lo lamentó. Nunca. El arco era de increíble ligereza y simplemente resultaba certero a la perfección. Aunque no era muy largo, cubría con sus mástiles entrelazados una considerable distancia. Provisto de una cuerda de cáñamo y terciopelo tensada con precisión sobre los torcidos mangos, daba, a partir de veinticuatro pulgadas de estiramiento, una fuerza de cincuenta y cinco libras. Cierto, había arcos que daban incluso hasta ochenta, pero Milva consideraba que esto era una exageración. Una flecha disparada desde su arco de ballena con una fuerza de cincuenta y cinco atravesaba una distancia de doscientos pasos en el instante entre dos latidos de corazón, y a cien pasos tenía suficiente ímpetu como para herir eficazmente a un ciervo, mientras que a un humano, si no llevaba armadura, lo atravesaba de parte a parte. Milva no solía ir a cazar animales mayores que el ciervo o alguien que llevara armadura pesada.

La mariposa echó a volar. Los pinzones todavía revoloteaban entre los arbustos. Y seguía sin haber nada que se pusiera a tiro. Milva apoyó la espalda en el tronco del pino, comenzó a recordar. Así, para matar el tiempo.

Su primer encuentro con el brujo había sido en julio, dos semanas después de los sucesos acaecidos en la isla de Thanedd y del estallido de la guerra en Dol Angra. Milva volvía a Brokilón después de unos cuantos días fuera, conducía a los restos de un comando de Scoia’tael que había sido destrozado en Temeria cuando intentaba llegar al territorio de Aedim, ya envuelto en la guerra. Los Ardillas querían unirse a la rebelión en que se habían alzado los elfos de Dol Blathanna. No lo consiguieron y, si no hubiera sido por Milva, estarían muertos. Pero encontraron a Milva y les dieron asilo en Brokilón.

Nada más llegar le informaron de que Aglaïs la esperaba con impaciencia en Col Serrai. Milva se asombró un tanto. Aglaïs era la priora de las sanadoras de Brokilón, y Col Serrai, un valle profundo y lleno de fuentes termales y grutas, era un lugar de curación.

Obedeció de todos modos, convencida de que se trataría de algún elfo en proceso de curación que querría contactar con su comando por intermedio de ella. Pero cuando vio al brujo herido y se enteró de lo que se le requería, le dio un verdadero ataque de rabia. Salió corriendo de la gruta con los cabellos agitados y descargó toda su ira sobre Aglaïs.

—¡Viome! ¡Vio mi cara! ¿Entiendes el peligro que esto significa?

—No, no lo entiendo —respondió la sanadora con frialdad—. Se trata de Gwynbleidd, un brujo. Un amigo de Brokilón. Está aquí desde hace catorce días, desde la luna nueva. Y todavía pasará algún tiempo antes de que pueda levantarse y andar con normalidad. Quiere noticias del mundo, noticias de sus seres queridos. Sólo tú se las puedes traer.

—¿Noticias del mundo? ¡Me parece que has perdido el seso, rariesposa! ¿Acaso no sabes lo que en el mundo pasa, allá tras las fronteras de este tu bosque tan tranquilito? ¡Guerra en Aedim hay! ¡En Brugge, en Temeria y en Redania hay caos, infierno, grandes persecuciones! ¡A aquéllos que principiaron la rebelión en Thanedd por todas partes se los busca! ¡Y por todas partes hay espías y an’givare, a veces basta con mentar una palabra, torcer la jeta cuando no se debiera, y ya te está bendiciendo el verdugo en la mazmorra con el hierro al rojo! ¿Y tengo yo que andar haciendo la espía, ir preguntando, recolectar nuevas, poner el pescuezo? ¿Y para quién? ¿Para un brujo medio muerto? ¿Y qué, es acaso mi hermano o mi cuñado? ¡Ciertamente has perdido el seso, Aglaïs!

—Si tienes intenciones de gritar —le dijo serena la sanadora—, vayamos entonces al bosque. Él precisa de tranquilidad.

Milva, contra su voluntad, pasó la vista por la cueva en la que acababa de ver al herido. Un buen mozo, pensó automáticamente, aunque delgaducho como un palo… La testa blanca, pero la tripa plana como un crío, se ve que es amigo de trabajos y no de morcillas y cervezas…

—Él estuvo en Thanedd —afirmó, no preguntó—. Un rebelde.

—No lo sé. —Aglaïs se encogió de hombros—. Está herido. Necesita ayuda. El resto no es asunto mío.

Milva se enfadó un poco. La sanadora era conocida por su escasa disposición a hablar. Pero Milva ya había tenido tiempo de escuchar los relatos emocionados de las dríadas de las fronteras orientales de Brokilón, sabía ya todo acerca de lo acaecido dos semanas atrás. De la hechicera de cabellos castaños que había aparecido en Brokilón en un relámpago mágico, del herido aferrado a ella que tenía las manos y los pies rotos. Un herido que resultó ser Gwynbleidd, el Lobo Blanco.

Al principio, dijeron las dríadas, no sabían qué hacer. El ensangrentado brujo alternaba los gritos con los desmayos. Aglaïs le puso unos vendajes provisionales, la hechicera maldecía. Y lloraba. Milva no se creía para nada esto último, ¿acaso alguien había visto alguna vez llorar a una maga? Y luego llegó una orden de Duen Canell, de Eithné la de los ojos de plata, Señora de Brokilón. Despachad a la hechicera, rezaba la orden de la dueña del Bosque de las Dríadas. Curad al brujo.

Lo curaron. Milva lo veía. Estaba tendido en la cueva, en una artesa llena del agua de las fuentes mágicas de Brokilón, sus extremidades, sujetas sobre unos raíles colgantes, estaban envueltas en un grueso montón de la hiedra curativa conynhael y manojos de consuelda púrpura. Tenía los cabellos blancos como la leche. Estaba consciente, aunque los pacientes curados con conynhael suelen estar tendidos sin sentido, deliran, la magia habla a través de ellos…

—¿Y? —La voz impasible de la sanadora la sacó de sus pensamientos—. ¿Qué vas a hacer? ¿Qué tengo que decirle?

—Que se vaya al cuerno —gritó Milva, al tiempo que se ajustaba el cinturón del que llevaba colgado un saquete y un cuchillo de cazador—. Y tú vete también al cuerno. Aglaïs.

—Como quieras. No te voy a obligar.

—Razón has. No me puedes obligar.

Se fue al bosque, atravesando los escasos pinos, no miró atrás. Estaba enfadada.

Milva sabía lo que había tenido lugar en la primera luna nueva de julio en la isla de Thanedd, los Scoia’tael hablaban sin pausa de ello. Durante el congreso de los hechiceros en la isla estalló una rebelión, se derramó sangre, rodaron cabezas. Y los ejércitos de Nilfgaard, como a una señal, atacaron Aedim y Lyria, comenzó la guerra. Y en Temeria, Redania y Kaedwen todas las culpas recayeron sobre los Ardillas. Primero, porque al parecer un comando de Scoia’tael acudió en ayuda de los hechiceros sublevados en Thanedd. Segundo, porque al parecer algún elfo, o puede que medio elfo, atravesó con un estilete y dejó muerto a Vizimir, el rey de Redania. Así que los humanos, llenos de rabia, se lanzaron sobre los Ardillas. Todo bullía como en un caldero, la sangre de elfo fluía como un río…

Ja, pensó Milva, ¿y no será verdad lo que los sacerdotes berrean de que se acerca el fin del mundo y el día del juicio? El mundo en llamas, el hombre será un lobo no sólo para el elfo sino para el propio hombre, el hermano alzará el cuchillo contra el hermano… Y el brujo se mezcla en políticas y se pone en rebeldía. ¡Un brujo, que al fin y al cabo para andar por el mundo está, y para matar a los monstruos que a las gentes dañan! Desde que el mundo es mundo, nunca brujo alguno se dejó meter en políticas ni en guerras. Pues si hasta un cuento hay sobre un rey tonto que llevaba agua en una criba, quería cortarle la cola a una fiebre y hacer voievoda a un brujo. Y acá lo tienes, un brujo malferido en levantamiento contra los reyes y que se ha de guardar del castigo en Brokilón. ¡Lo dicho, el fin del mundo!

—Hola, María.

La recorrió un escalofrío. La dríada apoyada en un pino tenía los ojos y los cabellos de color de plata. El sol poniente otorgaba una aureola a su cabeza recortada contra el abigarrado fondo de la pared del bosque. Milva dobló una rodilla, bajó la cabeza.

—Os saludo, doña Eithné.

La señora de Brokilón se introdujo en el cinturón de líber un cuchillito de oro con la forma de una hoz.

—Levántate —dijo—. Vamos a dar un paseo. Quiero hablar contigo.

Anduvieron juntas largo rato a través del tenebroso bosque, la dríada de cabellos plateados y la alta muchacha de cabellos color de lino. Ninguna de las dos interrumpió el silencio.

—Hace mucho que no venías por Duen Canell, María.

—Tiempo no hubo, doña Eithné. Lejos del Cintillas está el camino de Duen Canell, y yo… Vos sabéis.

—Lo sé. ¿Estás cansada?

—Los elfos necesitan ayuda. A orden vuestra los ayudo.

—A mi ruego.

—Cierto. A ruego.

—Tengo otro ruego.

—Ya me lo pensaba. ¿El brujo?

—Ayúdale.

Milva se detuvo y se dio la vuelta, con un brusco movimiento rompió una rama de madreselva que sobresalía, la hizo girar entre sus dedos, la clavó en el suelo.

—Desde hace medio año —dijo en voz baja, mirando los ojos de plata de la dríada— juégome la cabeza y conduzco a elfos de los esparcidos comandos hasta Brokilón… Y cuando reposan y curan de las heridas, los llevo de vuelta… ¿Acaso es poco esto? ¿No hice suficiente? A cada luna nueva al camino vuelvo, en noche plena salgo… Temo ya al sol cual si fuera murciélago o autillo…

—Nadie conoce los senderos del bosque mejor que tú.

—En el monte de nada podré enterarme. El brujo, parece, quiere que pregunte por las nuevas, que me vaya entre la gente. Él es un rebelde, al oír su nombre los an’givare aguzan las orejas. A mí misma tampoco me conviene parecer por las ciudades. ¿Y si alguien me reconoce? Aún está fresca la memoria de aquello, aún no se secó aquella sangre… Porque entonces hubo mucha sangre, doña Eithné.

—No poca. —Los ojos plateados de la anciana dríada estaban ajenos, fríos, impenetrables—. No poca, cierto.

—Si me reconocen, me clavan a un palo.

—Eres prudente. Eres cuidadosa y estás alerta.

—Para ajuntar las nuevas que el brujo pide, hay que dejar de lado la prudencia. Hay que preguntar. Y en estas horas el mostrar curiosidad es cosa de peligro. Si me agarraran…

—Tienes contactos.

—Me torturarán. Me matarán. O me harán pudrirme en Drakenborg…

—Pero tienes una deuda conmigo.

Milva volvió la cabeza, se mordió los labios.

—Cierto, la tengo —dijo con amargura—. No me es dado olvidarlo.

Cerró los ojos, el rostro se le arrugó de improviso, los labios le temblaron, apretó con fuerza los dientes. Bajo los párpados brillaron los pálidos recuerdos aderezados con el fantasmagórico reflejo de la luna de aquella noche. Volvió el súbito dolor en el tobillo, atrapado en el lazo de cuero de la trampa, el dolor en las articulaciones, desgarradas por el tirón. En los oídos resonaba el ruido de las hojas del árbol que se enderezaba violentamente… Grito, gemido, temblores salvajes y enloquecidos, el horrible sentimiento de terror que la embargó cuando comprendió que no se liberaría… Grito y miedo, el chirrido de la cuerda, agitadas tinieblas, tierra retorcida, innatural, a la inversa, cielo a la inversa, árboles de copas a la inversa, dolor, sangre que late en las sienes… Y al amanecer las dríadas, alrededor, como un círculo de flores… Una lejana, argéntea risa… ¡Marioneta en la cuerda! Colúmpiate, colúmpiate, monigote con la cabeza para abajo… Y su propio grito, tan penetrante, tan ajeno. Y luego la oscuridad.

—Cierto, tengo una deuda —repitió con los labios apretados—. Puesto que a quien colgaba se le cortaron las ataduras. Tan largo viva, veo, no pagaré tal deuda.

—Todos tenemos alguna deuda —dijo Eithné—. Así es la vida, María Barring. Deudas y créditos, obligaciones, agradecimientos, pagos… Hacer algo por alguien. ¿Y no será para uno mismo? Porque en realidad siempre nos pagamos a nosotros, no a otros. Cada deuda que tenemos nos la pagamos a nosotros mismos. En cada uno de nosotros se oculta un acreedor y un deudor al mismo tiempo. Lo que importa es que esa cuenta esté conforme. Venimos al mundo con una pizca de vida que nos es dada, luego no hacemos más que contraer y pagar deudas. A nosotros mismos. Para nosotros mismos. Para que al final la cuenta esté conforme.

—¿Te es cercano ese hombre, doña Eithné? ¿Ese… brujo?

—Muy cercano. Aunque él mismo no lo sabe. Vuelve a Col Serrai, María Barring. Ve a verlo. Y haz lo que te pida.

En la hondonada crujieron las támaras, crepitaron los ramajes. Resonó el sonoro y rabioso chek-chek de la urraca, los pinzones se echaron a volar, cegando con sus blancas timoneras. Milva contuvo el aliento. Por fin.

Chek-chek, chillaba la urraca. Chek-chek-chek. De nuevo crujieron las ramas.

Milva compuso el gastado protector de cuero, rozado hasta brillar, que llevaba en el antebrazo izquierdo, colocó el racimo de su mano en la cuerda que envolvía la empuñadura. De un carcaj plano que llevaba al muslo extrajo una flecha. Inconscientemente, por costumbre, examinó el estado de los filos de la punta y de las plumas. Compraba las astas en los mercados, escogiendo como media una de cada diez que le ofrecían, pero siempre les ponía ella las plumas. La mayoría de las saetas prefabricadas disponibles en los comercios tenían las penas demasiado cortas y dispuestas directamente a lo largo del asta, mientras que Milva usaba solamente flechas emplumadas en espiral, con penas que no fueran más cortas de cinco pulgadas.

Colocó la flecha en la cuerda y contempló la boca de la hondonada, la mancha de agracejo entre los troncos, los gruesos granos rojos de las bayas.

Los pinzones no volaron demasiado lejos, recomenzaron su tintineo. Ven, cabrilla, pensó Milva, alzando el arco y tensándolo. Ven. Estoy lista.

Pero el corzo se fue por el barranco, en dirección a la zona pantanosa y al manantial que reforzaba el arroyuelo que desembocaba en el Cintillas. El chivo salió de la hondonada. Bonito, así a ojo, unas cuarenta libras. Alzó la cabeza, aguzó las orejas, luego se volvió hacia los arbustos, arrancó unas hojillas de un bocado.

Estaba bien puesto, dando las traseras. Si no hubiera sido por un tronco que le ocultaba el objetivo, Milva hubiera disparado sin pensarlo. Incluso acertando en el estómago, la flecha lo hubiera atravesado y alcanzado el corazón, el hígado o un pulmón. Si le acertaba en el muslo, le cortaría una arteria y la bestia también se derrumbaría en poco tiempo. Esperó sin relajar el arco.

El corzo volvió a alzar la cabeza, dio un paso, salió de detrás del tronco, y de pronto se dio la vuelta hasta quedar ligeramente de frente. Milva, sujetando la cuerda, maldijo mentalmente. Un disparo frontal era inseguro. En vez de acertar en los pulmones, la flecha podía clavarse en la barriga. Esperó, conteniendo el aliento, percibiendo el salado sabor de la cuerda con la comisura de los labios. Ésta era otra de las grandes ventajas, no muy apreciadas, de su arco: si usara un arma más pesada o hecha con menos cuidado, no conseguiría mantenerla tanto tiempo en tensión sin arriesgarse a cansar el brazo y a rebajar la precisión del tiro.

Por suerte, el chivo bajó la testa, mordisqueó unas hierbas que surgían del musgo y se volvió de costado. Milva espiró tranquila, apuntó al corazón y dejó salir delicadamente la cuerda de entre sus dedos.

Sin embargo, no escuchó el chasquido que esperaba de las costillas atravesadas por la flecha. En vez de ello, el chivo saltó hacia arriba, dio coces y desapareció con un nuevo crujido de las hojas secas y un crepitar de hojas pisoteadas.

Durante algunos latidos de corazón Milva se quedó de pie, inmóvil, paralizada como la estatua de mármol de una diosa del bosque. Sólo cuando todos los sonidos se calmaron, separó la mano derecha de la mejilla y bajó el arco. Anotó en la memoria el camino de huida del animal, se sentó tranquila, apoyó la espalda en un tronco. Era una cazadora experimentada, trotaba por los bosques desde la infancia, había cazado su primer corzo con once años, su primer venado con catorce, en el mismo día —extraordinario augurio para una cazadora— de su decimocuarto cumpleaños. Y la experiencia le había enseñado que no había que apresurarse nunca en la persecución de una pieza herida. Si había acertado bien, el chivo caería a no más de doscientos pasos de la entrada de la hondonada. Si había acertado peor —y, en suma, no descartaba tal posibilidad—, apresurarse sólo podía empeorar el asunto. Un animal herido, mal atravesado por una flecha, no se intranquilizará, después del pánico de la huida aflojará la carrera y marchará al paso. Un animal perseguido y asustado correrá como una liebre y no se detendrá hasta llegar al quinto infierno.

Así que tenía como mínimo media hora. Se puso entre los dientes una brizna de hierba que había arrancado y se sumió de nuevo en sus pensamientos. Hizo memoria.

Cuando volvió a Brokilón después de doce días, el brujo ya andaba. Cojeaba ligeramente y contraía algo la cadera, pero andaba. Milva no se asombró, sabía de las prodigiosas propiedades medicinales de las aguas del bosque y de la hierba llamada conynhael. Conocía también la destreza de Aglaïs, más de una vez había sido testigo del restablecimiento repentino de alguna dríada herida. Y las historias acerca de la increíble resistencia y el aguante de los brujos tampoco, por lo visto, se las habían sacado de la manga.

No se acercó a Col Serrai nada más llegar, aunque las dríadas le recordaron que Gwynbleidd aguardaba impaciente su regreso. Se demoró a sabiendas, seguía sin estar conforme con la misión que se le había encomendado y quería demostrarlo. Condujo al campamento a unos elfos del comando de Ardillas que traía. Relató dilatadamente las peripecias del camino, previno a las dríadas acerca de un bloqueo del Cintillas que estaban preparando los humanos. Sólo cuando la reconvinieron por tercera vez, Milva tomó un baño, se cambió y se fue a ver al brujo.

La esperaba en los límites del campo, allí donde crecían los cedros. Paseaba, de cuando en cuando se sentaba, se enderezaba tensándose. Se veía que Aglaïs le había recomendado hacer ejercicio.

—¿Qué nuevas? —preguntó después de saludar. La frialdad de su voz no la engañaba.

—Creo que ya la guerra alcanza su final —respondió, encogiéndose de hombros—. Nilfgaard, dicen, conquistó media Lyria y Aedirn. Verden rindiose, y el rey de Temeria compúsoselas con el emperador de Nilfgaard. Los elfos del Valle de las Flores fundaron un reino propio. No obstante, los Scoia’tael de Temeria y Redania allá no acudieron. Siguen luchando…

—No es eso lo que me importa.

—¿No? —Ella afectó sorpresa—. Ah, ciertamente. Páseme por Dorian, como pidieras, aunque buena porción de camino hubo que hacer de más. Y aquellas trochas no son seguras…

Se detuvo, se desperezó. Esta vez él no la apremió.

—¿Acaso el tal Codringher —preguntó por fin—, al que me mandaste visitar, era un tu amigo?

El rostro del brujo no tembló, pero Milva vio que había comprendido al instante.

—No. No lo era.

—Eso es bueno —continuó, deprisa—. Puesto que ya no se cuenta entre los vivos. Quemose junto con su local, quedó apenas la chimenea y media pared de la fachada. Todo Dorian hierve de rumores diversos. Unos comentan que el tal Codringher practicaba la nigromancia y que cocía una ponzoña, que tenía un pacto con el diablo, así que el fuego diabólico lo devoró. Otros dicen que metió la nariz y los dedos en donde no debía, como era su costumbre. Y a alguno esto no le vino en gusto, así que lo apioló comúnmente y prendió fuego para cubrir las huellas. Y tú, ¿qué piensas?

No esperó ni a la respuesta ni a las emociones en el rostro grisáceo. Continuó pues, sin renunciar a su tono de rabia y arrogancia.

—Curioso es que los mencionados fuego y defunción del tal Codringher hubieron lugar en la primera nueva del mes de julio, exacto al tiempo que el tumulto en la isla de Thanedd. Por completo como si alguno se imaginara que Codringher algo de las rebeldías supiera y que sería preguntado por los detalles. Como si alguien hubiera querido cerrarle los morros antes de tiempo, acallarle la lengua. ¿Qué dices a esto? Ja, ya veo, nada dices. ¡Callas! Entonces yo te diré: peligrosos son estos tus asuntos, estos tus espionajes y tus pregunteos. Puede que alguno, aparte de los de Codringher, también quiera cerrar otros morros y orejas. Es lo que creo.

—Perdóname —dijo él al cabo—. Tienes razón. Te he puesto en peligro. Era una tarea demasiado peligrosa para una…

—Para una hembra, ¿no? —Meneó la cabeza, con un movimiento violento echó para atrás los cabellos todavía mojados—. ¿Esto es acaso lo que querías decir? ¡Vaya un galantón! ¡Métete en la testa que aunque he de agacharme para mear, mi capote está hecho de lobo y no de liebre! ¡No hagas de mí una cobarde, pues no me conoces!

—Te conozco —dijo él tranquilo y en voz baja, sin reaccionar a su enfado ni a su voz alzada—. Eres Milva. Conduces a Brokilón a los Ardillas, evitando las batidas. Conozco tu valentía. Pero yo, con frivolidad y egoísmo, te he puesto en peligro…

—¡Tontunas! —le interrumpió cortante—. Preocúpate por ti, no por mí. ¡Preocúpate por la moza!

Se sonrió burlona. Porque esa vez el rostro de él sí había cambiado. Calló con premeditación, esperó a nuevas preguntas.

—¿Qué sabes? —preguntó él por fin—. ¿Y de quién?

—Tú tenías tu Codringher —bufó, alzando orgullosa la cabeza— y yo tengo mis confráteres. Unos que ojos y orejas bien prestos tienen.

—Habla. Por favor, Milva.

—Después de las rebeldías de Thanedd —comenzó, después de esperar un instante—, todo echó a arder. Se lanzaron a la caza del traidor. En especial buscábase a aquellos hechiceros que estaban por Nilfgaard así como a otros cohechadores. A algunos los echaron mano. Otros se esfumaron como el humo. No hace falta ser gran sabio para adivinar adónde se fueron, bajo qué alas se escondieron. Pero no sólo se cazaba a hechiceros y traidores. En la rebelión de Thanedd a los hechiceros revoltosos les prestó ayuda un comando de Ardillas, mandado por un famoso Faoiltiarna. Lo buscan. La orden dieron de dar tormento a todo elfo que se agarre y enterrogarlo por el comando de Faoiltiarna.

—¿Quién es ese Faoiltiarna?

—Un elfo, Scoia’tael. No poco les hizo pasarlas negras a las gentes. Hay gran precio por su cabeza. Pero no sólo a él lo buscan. Buscan también a no sé qué caballero nilfgaardiano, el cual estuvo en Thanedd. Y además…

—Habla.

—Los an’givare preguntan por un brujo, de nombre Geralt de Rivia. Y por una moza, de nombre Cirilla. A estos dos se ordenó cogerlos vivos. A voz en cuello se dio la orden de que a ambos no se les ha de caer pelo de la cabeza, y ni a arrancar botón del vestido se tiene derecho. ¡Ja! Caro les has de ser a su corazón que tanto se preocupan por tu salud…

Se interrumpió al ver el aspecto de su rostro, del que repentinamente había desaparecido la inhumana serenidad. Comprendió que, aunque lo intentara, no conseguiría meterle miedo. Por lo menos, no por su propio pellejo. Inesperadamente, sintió vergüenza.

—Bueno, podrían ahorrarse los trabajos y fatigas de esta persecución —dijo, conciliadora, pero aún con una sonrisa ligeramente burlona en los labios—. Aquí, en Brokilón, estás seguro. Y a la moza tampoco habrán de agarrarla viva. Cuando cavaron las ruinas en Thanedd, los restos de esa torre mágica que se viniera abajo… ¡Eh! ¿Qué te pasa?

El brujo se tambaleó, se apoyó en un cedro, se sentó pesadamente junto al tronco. Milva retrocedió, asustada de la palidez que de pronto le cubrió el rostro a él.

—¡Aglaïs! ¡Sirssa! ¡Fauve! ¡A mí, presto! ¡Maldita sea, a morir se dispone, creo!

—No las llames… No me pasa nada… Habla. Quiero saber…

Milva, de pronto, comprendió.

—¡Nada encontraron entre los escombros! —gritó, sintiendo cómo ella también palidecía—. ¡Nada! Aunque repasaron cada piedra y hechizos echaron, no encontraron…

Se limpió el sudor de las cejas, detuvo con un gesto a las dríadas que se acercaban. Aferró al brujo, que estaba sentado, por los hombros. Se inclinó sobre él de tal modo que sus largos cabellos claros cayeron sobre el pálido rostro de él.

—Mal entendiste —dijo Milva rápido, incoherente, encontrando con esfuerzo las palabras en el tumulto de las que le venían a los labios—. Sólo decir quería… Me entendiste de forma impropia. Pues yo… Cómo iba a saber que tú tanto… No era eso lo que quería. Yo sólo, esto, la moza… Que no la encontrarán porque esfumose sin dejar rastro, como los tales hechiceros… Perdóname.

Él no respondió. Miraba a un lado. Milva se mordió los labios, apretó los puños.

—En tres días me iré de Brokilón —dijo, conciliadora, después de un largo, largo silencio—. Que la luna se vaya a su cénit, que las noches una pizca más oscuras se hagan. A los diez días he de volver, puede que antes. Al poco de Lammas, en los primeros días de agosto. No te turbes. Cielo y tierra removeré, pero lo averiguaré todo. Si alguien sabe algo de esa muchacha, lo sabrás.

—Gracias, Milva.

—Hasta dentro de diez días… Gwynbleidd.

—Me llamo Geralt. —Le tendió la mano. Ella la estrechó sin pensárselo. Con mucha fuerza.

—Me llamo María Barring.

Con un ademán de la cabeza y la sombra de una sonrisa, él le agradeció su sinceridad, y ella supo que Geralt sabía apreciar el gesto.

—Sé precavida, por favor. Cuando preguntes, ten cuidado a quién preguntas.

—No has de inquietarte por mí.

—Tus informadores… ¿Te fías de ellos?

—Yo no me fío de nadie.

—El brujo está en Brokilón. Entre las dríadas.

—Como me imaginaba. —Dijkstra cruzó los brazos sobre los pechos—. Pero está bien que se haya confirmado.

Guardó silencio durante un instante. Lennep se pasó la lengua por los labios. Esperó.

—Está bien que se haya confirmado —repitió el jefe de los servicios secretos del reino de Redania, pensativo, como si estuviera hablando para sí mismo—. Siempre es mejor tener la certeza. Eh, si resultara que Yennefer está con él… ¿No hay con él una hechicera, Lennep?

—¿Perdón? —El espía tembló—. No, noble señor. No hay. ¿Qué ordenáis? Si lo queréis vivo, os lo sacaré de Brokilón. Si sin embargo lo prefirierais muerto…

—Lennep. —Dijkstra posó sobre el agente sus fríos ojos azul pálido—. No seas nunca celoso en exceso. En nuestra profesión la excesiva diligencia nunca compensa. Y siempre es sospechosa.

—Señor. —Lennep palideció ligeramente—. Yo tan sólo…

—Lo sé. Tú sólo has preguntado qué ordeno. Y yo ordeno: deja al brujo en paz.

—A vuestras órdenes. ¿Y con Milva?

—A ella déjala también en paz. De momento.

—A vuestras órdenes. ¿Puedo irme?

—Puedes.

El agente salió, cerró silenciosa y cautelosamente tras de sí la puerta de roble de la habitación. Dijkstra se mantuvo en silencio durante largo rato, contemplando los mapas, las cartas, las denuncias, los protocolos de los interrogatorios y las condenas a muerte que se amontonaban encima de la mesa.

—Ori.

El secretario elevó la cabeza, carraspeó. Guardó silencio.

—El brujo está en Brokilón.

Ori Reuven carraspeó de nuevo, mirando involuntariamente bajo la mesa, en dirección a los pies del jefe. Dijkstra advirtió la mirada.

—Estoy de acuerdo. Esto no lo olvidaré —refunfuñó—. Por su culpa no pude andar durante más de dos semanas. Tuve que rebajarme ante Filippa, tuve que gañir lastimosamente como un perro y pedirle sus malditos hechizos, o de lo contrario estaría todavía cojeando. En fin, yo mismo soy culpable, no le valoré bien. ¡Y lo peor es que no puedo ahora tomarme la revancha, agarrarle por su brujeril culo! ¡Yo no tengo tiempo y tampoco puedo usar a mis gentes para mis asuntos privados! ¿Verdad, Ori, que no puedo?

—Ejem, ejem…

—No carraspees. Lo sé. ¡Ah, diablos, qué seductor es el poder! ¡Cómo tienta para que lo uses! ¡Qué fácil es dejarse llevar cuando se tiene! Pero si te dejas llevar una vez, ya no se acabará nunca… ¿Todavía sigue Filippa Eilhart en Montecalvo?

—Sí.

—Toma pluma y tintero. Te dictaré una carta para ella. Escribe… Voto al diablo, no puedo concentrarme. ¿Qué son esos malditos gritos, Ori? ¿Qué está pasando en la plaza?

—Los estudiantes apedrean la residencia del embajador de Nilfgaard. Les hemos pagado para ello, ejem, ejem, me parece.

—Ajá. Bien. Cierra la ventana. Que mañana los estudiantes vayan a apedrear la filial del banco del enano Giancardi. Se negó a revelarme unas cuentas.

—Giancardi, ejem, ejem, transfirió una importante cantidad al fondo de guerra.

—Ja. Entonces que apedreen los bancos que no la hayan transferido.

—Todos lo hicieron.

—Ah, qué aburrido eres, Ori. Escribe, te digo. Amada Fil, sol de mis… Joder, siempre me dejo llevar. Toma un nuevo papel. ¿Listo?

—Sí, ejem, ejem.

—Querida Filippa. Seguramente la señorita Merigold está preocupada por cierto brujo al que teletransportó desde Thanedd hasta Brokilón, haciendo de este hecho gran secreto, incluso respecto a mí, lo que me dolió terriblemente. Tranquilízala. El brujo está ya bien. Hasta ha comenzado a enviar desde Brokilón a una emisaria con el encargo de buscar huellas de la princesa Cirilla, personajillo que también a ti, por cierto, te interesa. Nuestro amigo Geralt, por lo visto, no sabe que Cirilla está en Nilfgaard, donde se prepara para casarse con el emperador Emhyr. Preciso que el brujo siga tranquilo sin moverse de Brokilón, por lo que intentaré que le alcance esta nueva. ¿Lo has escrito?

—Ejem, ejem, le alcance esta nueva.

—Punto y aparte. Me pregunto… ¡Ori, joder, limpia la pluma! ¡Estamos escribiendo a Filippa, no al consejo del reino, la carta tiene que tener un aspecto estético! Punto y aparte. Me pregunto por qué el brujo no intenta contactar con Yennefer. No puedo creer que este afecto rayano con la obsesión se haya apagado tan de pronto, independientemente de la opción política de su ideal. Por otro lado, si Yennefer fuese quien le ha proporcionado Cirilla a Emhyr, y si hubiera pruebas de ello, entonces de buena gana haría que le cayera en las manos al brujo. El problema se resolvería solo, estoy seguro de ello, y la traidora belleza de cabellos morenos no estaría segura ni un día ni unas horas. Al brujo no le gusta que nadie toque a su muchacha, Artaud Terranova se convenció de ello de sobra en Thanedd. Me gustaría creer, Fil, que no tienes pruebas de la traición de Yennefer y que no sabes dónde se esconde. Me dolería mucho si resultara que se trata de otro secreto que se me oculta. Al fin y al cabo, yo no tengo secretos para ti… ¿De qué te ríes. Ori?

—De nada, ejem, ejem.

—¡Escribe! Yo no tengo secretos para ti, Fil, y cuento con que me correspondas. Queda con mi más profundo respeto, et caetera, et caetera. Dame, lo firmaré.

Ori Reuven barrió la carta con arenilla. Dijkstra se sentó más cómodamente, hizo molinillos con los pulgares de las manos entrelazadas sobre la barriga.

—Esa Milva a la que el brujo manda a sus espionajes —le dirigió la palabra—. ¿Qué me puedes decir de ella?

—Se ocupa, ejem, ejem —carraspeó el secretario—, de introducir en Brokilón a los grupos de Scoia’tael derrotados por el ejército temerio. Trae a elfos de partidas y grupos, dándoles la posibilidad de descansar y formarse de nuevo en comandos de guerra…

—No me molestes con saberes de uso común —le interrumpió Dijkstra—. Conozco la actividad de Milva, planeo usarla, además. Si no fuera por esto, ya hace tiempo que la habría echado a las garras de los temerios. ¿Qué puedes decirme de ella? ¿De la propia Milva?

—Por lo que me parece, procede de no sé qué aldea de mala muerte del Alto Sodden. Su verdadero nombre es María Barring. Milva es un apodo que le dieron las dríadas. En la Antigua Lengua significa…

—Milana —le interrumpió Dijkstra—. Lo sé.

—Su familia es desde siempre familia de cazadores. Gente de bosque, que conoce la espesura como la palma de su mano. Cuando al hijo del viejo Barring le destrozó un alce, el viejo le enseñó las artes del bosque a la hija. Cuando murió, la madre se casó de nuevo. Ejem, ejem… María no hizo migas con el padrastro y se escapó de casa. Tenía entonces, por lo que me parece, dieciséis años. Vagabundeó hacia el norte, vivía de la caza, pero los barones de los bosques no veían con buenos ojos su vida, la acosaron y persiguieron como a un animal. Así que empezó a practicar el furtivismo en Brokilón y allí, ejem, ejem, la capturaron las dríadas.

—Y en vez de cargársela, la acogieron —murmuró Dijkstra—. La reconocieron como suya… Y ella se lo devolvió. Selló un pacto con la Bruja de Brokilón, con la vieja Eithné la de los ojos de plata. María Barring ha muerto, viva Milva… ¿Cuántas expediciones mandó al garete antes de que los de Verden y Kerack cayeran en la cuenta? ¿Tres?

—Ejem, ejem… Cuatro, por lo que me parece… —A Ori Reuven siempre todo le parecía, aunque tenía una memoria infalible—. Hubo de aquéllos como unos cien, los más ávidos de cazar las cabelleras de las rariesposas. Y durante mucho tiempo no pudieron caer en la cuenta porque Milva a veces traía a alguno de los de la carnicería sobre sus propios hombros y el salvado ponía por las nubes su valentía. Sólo después de la cuarta vez, en Verden, me parece, alguno cayó de la burra. ¿Cómo puede ser que, gritaron de pronto, ejem, ejem, que la guía que guía a la gente a las rariesposas salga cada vez con vida? Y salieron los trapos a relucir, de que la guía guía, pero a la trampa, derechito a las flechas de las dríadas que esperan en la espesura…

Dijkstra retiró a una orilla de la mesa un protocolo de un interrogatorio, porque le parecía que el pergamino todavía apestaba a la cámara de tortura.

—Y entonces —se imaginó—, Milva desapareció en Brokilón como un sueño de oro. Pero hasta hoy día resulta difícil encontrar en Verden a voluntarios para partidas contra las dríadas. La vieja Eithné y la joven Milana realizaron una excelente selección. Y ellas se atreven a decir que la provocación es un invento nuestro, de los humanos. O puede…

—¿Ejem, ejem? —carraspeó Ori Reuven, sorprendido porque su jefe se había interrumpido y mantenía un silencio cada vez más largo.

—O puede que por fin hayan comenzado a aprender de nosotros —terminó el espía con la voz gélida, mirando las denuncias, los protocolos de interrogatorios y las penas de muerte.

Cuando no vio sangre por ningún lado, Milva se puso nerviosa. Recordó de pronto que el cabritillo había dado un paso en el momento del disparo. Lo dio o quiso darlo, era lo mismo. Se había movido, y la flecha podía haberle dado en la tripa. Milva soltó una maldición. ¡Un flechazo en la barriga, maldición y vergüenza para el cazador! ¡Mala suerte! ¡Lagarto, lagarto!

Corrió rápida hacia la pared de la hondonada, mirando atentamente entre las zarzas, los musgos y los helechos. Buscaba la flecha. Una saeta provista de punta de cuatro filos tan afilados que afeitaban el vello del antebrazo y disparada desde una distancia de cincuenta pasos tenía que haber atravesado al animal de parte a parte.

La distinguió, la encontró y respiró con alivio, escupió tres veces, contenta de su potra. Se había preocupado en vano, bah, incluso era mejor de lo que se imaginaba. La flecha no estaba pringada del contenido pegajoso y apestoso del estómago. No tenía tampoco huellas de la clara y espumosa coloración rosada de los pulmones. La flecha estaba completamente cubierta de una rojez oscura y rica. La punta había atravesado el corazón. Milva no tendría que avanzar a paso de lobo ni acercarse, ni le esperaba una larga marcha siguiendo huellas. La cabrilla estaba sin duda muerta entre los matorrales, no más lejos de cien pasos del árbol, en un lugar que le señalaría la sangre. Y una cabra con un flechazo en el corazón tenía que haber manchado al cabo de unos pocos pasos, así que sabía que encontraría las huellas con facilidad.

Al cabo de diez pasos halló la pieza, se dirigió a ella, mientras se sumía de nuevo en pensamientos y recuerdos.

Mantuvo la promesa que le había hecho al brujo. Volvió a Brokilón incluso antes de lo que había prometido, cinco días después de la Fiesta de la Cosecha, cinco días después de la luna nueva que comenzaba entre los humanos el mes de agosto y entre los elfos Lammas, el séptimo, penúltimo savaed del año.

Atravesó el Cintillas al alba, ella y cinco elfos. El comando que conducía contaba al principio con nueve elfos a caballo, pero los soldados de Brugge les habían ido siguiendo todo el tiempo, ya tres cuadras antes del río les pisaban los talones, se les acercaban, y les dejaron sólo al llegar al Cintillas, cuando en los vapores del amanecer se perfiló Brokilón al lado derecho del río. Los soldados tenían miedo de Brokilón. Esto los salvó. Cruzaron. Exhaustos, heridos. Y no todos.

Tenía noticias para el brujo, pero estaba convencida de que Gwynbleidd todavía se encontraba en Col Serrai. Tenía intenciones de ir a verlo hacia el mediodía, después de dormir como se debía. Se asombró cuando de pronto surgió de entre la niebla como un espíritu. Sin decir palabra, se sentó junto a ella, mirando cómo acomodaba el lecho, cómo cubría con una frazada un montón de ramas.

—Cuidado que te corre prisa —dijo con sarcasmo—. Brujo, estoy que me caigo. Día y noche sobre la silla, no siento el culo y mojada estoy hasta el ombligo, pues cruzamos al alba las mimbreras de la orilla como si fuéramos lobos…

—Por favor. ¿Has averiguado algo?

—Lo averigüé —bufó, mientras desataba y se quitaba las botas—. Y con bien poco esfuerzo, que es asunto bien sonado. ¡Que la tu señorita tal personaje era, no me dijiste! Me pensé para mí: hijastra tuya, alguna pobretona, huérfana maltratada por la fortuna. ¡Y aquí tienes: la reina de Cintra! ¡Ja! ¿Y no serás tú un príncipe disfrazado?

—Habla, por favor.

—No la pondrán la mano encima los reyes, puesto que la tu Cirilla, como se ha visto, desde Thanedd huyó derechita a Nilfgaard, seguro que junto con esos magos que dieron traición. Y en Nilfgaard el emperador Emhyr la recibió con pompa. ¿Y sabes qué? A lo visto piensa entrar en nupcias con ella. Y ahora déjame descansar. Si quieres, hablaremos cuando haya dormido.

El brujo guardó silencio. Milva extendió sus peales mojados sobre unas ramas en forma de horquilla para que le diera el sol naciente, se deshebilló el cinturón.

—Desnudarse queremos —rebufó—. ¿Por qué sigues acá? ¿Hubieras podido esperar nuevas más afortunadas? Nada te amenaza, nadie pregunta por ti, dejaron los espías de ocuparse contigo. Y tu moza se les escapó a los reyes, emperadora va a ser…

—¿Es una noticia segura?

—Nunca nada es seguro —bostezó, se sentó en el camastro—. A no ser el que el sol cada día va de saliente a poniente. Pero lo del emperador nilfgaardiano y la reina de Cintra ha de ser verdad por lo que se platica. Es cosa sonada.

—¿De dónde ha salido este rumor tan repentino?

—¡Como si no lo supieras! ¡Ella, por si no te has dado cuenta, le trae a Emhyr unas buenas hazas de tierra como dote! ¡No sólo Cintra, este lado del Yaruga también! ¡Ja, y hasta puede que la mía señora sea, puesto que yo soy del Alto Sodden, y todo Sodden, a lo visto, es su feudo! Lagarto, lagarto, si me apaño un cervato en sus bosques y me agarran, puede que me cuelguen a orden suya… ¡Oh, mundo cruel! Cuernos, se me cierran los ojos…

—Sólo una pregunta más. De esas hechiceras… es decir, de los hechiceros que cometieron traición, ¿han capturado a alguno?

—No. Pero una maga, dicen, se quitó la vida. A poco de caer Vengerberg, cuando los ejércitos de Kaedwen se acercaban a Aedirn. Puede que de pena o de miedo ante el castigo…

—En el comando que hoy has traído había caballos libres. ¿Me darán uno los elfos?

—Ajá, prisa tienes por partir —murmuró, mientras se envolvía en la frazada—. Me da por pensar que sé adonde…

Se calló, asombrada del aspecto de su rostro. De pronto comprendió que las noticias que había traído no eran buenas en absoluto. De pronto se dio cuenta de que no comprendía absolutamente nada. De pronto, inesperadamente, de sopetón, sintió deseos de sentarse junto a él, de bombardearlo a preguntas, escuchar, enterarse, puede que aconsejar algo… Se frotó con violencia con las falanges en el rabillo del ojo. Estoy destrozada, pensó, la muerte me ha andado pisando los talones toda la noche. Tengo que descansar. Al fin y al cabo, ¿qué me importan a mí sus aflicciones y sus preocupaciones? ¿Qué me importa él? ¿Y la moza? ¡Al diablo con él y con ella! Cuernos, esto me ha desvelado completamente…

El brujo se levantó.

—¿Me darán el caballo?

—Coge el que quieras —dijo al cabo—. A los elfos mejor no te les pongas a la vista. Nos sacudieron al vadear, nos hirieron… Sólo al moro no lo toques, pues el moro es mío… ¿Qué haces entoavía aquí?

—Gracias por la ayuda. Por todo.

Ella no respondió.

—Tengo una deuda contigo. ¿Cómo te la pagaré?

—¿Cómo? ¡Pues yéndote de una vez al carajo! —gritó, apoyándose en los codos y tirando con violencia de la frazada—. Yo… ¡yo tengo que dormir! Coge el caballo… Y vete. ¡A Nilfgaard, al infierno, a todos los demonios, a mí me da igual! ¡Vete! ¡Déjame en paz!

—Te pagaré lo que debo —dijo él en voz baja—. No lo olvidaré. Puede que alguna vez seas tú quien necesite ayuda. Apoyo. Unos hombros. Entonces grita, grita en la noche. Y yo acudiré.

La cabra yacía al borde de la hondonada, esponjosa a causa de la corriente que la golpeaba, profundamente envuelta entre los helechos, estirada, con un ojo vidrioso clavado en el cielo. Milva vio gordas garrapatas aferradas a su barriga de color lino claro.

—Vais a tener que buscaros otra sangre, bichos —murmuró, mientras se quitaba los guantes y tomaba el cuchillo—. Porque ésta ya se está enfriando.

Con un movimiento rápido y hábil, rajó la piel desde el esternón hasta el ano, pasó con destreza la hoja junto a los genitales. Separó cuidadosamente la capa de grasa, sumergiendo los brazos hasta los codos, rasgó el esófago, extrajo al exterior las entrañas. Rasgó el estómago y la vejiga en busca de bezoares. No es que creyera en las propiedades mágicas de los bezoares, pero no faltaban idiotas que creían y pagaban.

Levantó la cabra y la colocó en un tronco que yacía al lado, con la barriga abierta hacia la tierra, de modo que la sangre pudiera manar. Se limpió las manos en un manojo de helechos.

Se sentó junto a su trofeo.

—Brujo endemoniado y loco —dijo en voz baja, con la vista clavada en las copas de los pinos de Brokilón que colgaban cien pasos por encima de ella—. Te vas a Nilfgaard a por tu mocica. Te vas al fin del mundo, que está en llamas, y ni siquiera piensas en pertrecharte de víveres. Sé que tienes para quién vivir. Pero, ¿tienes de qué hacerlo?

Los pinos, por supuesto, ni comentaron ni interrumpieron el monólogo.

—Yo bien me creo —continuó Milva, hurgándose con un cuchillo la sangre que tenía bajo las uñas— que ni una posibilidad has de rescatar a tu señoritinga. No ya que no conseguirás allegarte hasta Nilfgaard, mas ni siquiera hasta el Yaruga. Yo bien me creo que no te allegarás ni siquiera hasta Sodden. Yo bien me creo que tu muerte está escrita. En tus labios apretados está escrita, en tus ojos sombríos se mira. Te agarrará la muerte, loco brujo, te agarrará presto. Pero gracias a esta cabrilla, no será al menos muerte por hambre. Y esto, pienso, ya es algo. Yo bien me creo.

Al ver entrar al embajador nilfgaardiano en la sala de audiencia, Dijkstra suspiró a escondidas. Shilard Fitz-Oesterlen, enviado del emperador Emhyr var Emreis, tenía la costumbre de conducir sus conversaciones en lenguaje diplomático y le encantaba meter en las frases pomposas rarezas lingüísticas que sólo eran comprensibles para los diplomáticos y los científicos. Dijkstra había estudiado en la academia oxenfurtiana y, aunque no había alcanzado el título de maestría, conocía las bases de la afectada jerga universitaria. Sin embargo, le desagradaba hacer uso de ella porque en lo profundo de su alma no aguantaba la pompa ni ninguna forma de ceremonial pretencioso.

—Bienvenido, excelencia.

—Señor conde. —Shilard Fitz-Oesterlen se inclinó ceremoniosamente—. Ah, os pido perdón. ¿No debería decir ya: noble e ilustrado príncipe? ¿Vuestra alteza regente? ¿Noble señor secretario de estado? Por mi honor, su señoría, las dignidades se derraman sobre vos en tal grado que en verdad no sé cómo titularos para no violentar el protocolo.

—Lo mejor será «vuestra majestad» —respondió Dijkstra con voz modesta—. Sabéis al fin y al cabo, excelencia, que el palacio hace al rey. Y no os es seguramente ajeno el hecho de que si yo grito: ¡a saltar!, el palacio de Tretogor pregunta: ¿cómo de alto?

El embajador sabía que Dijkstra exageraba, pero no tanto en realidad. El príncipe infante Radowid era menor de edad, la reina Hedwig estaba hundida por la trágica muerte de su esposo, la aristocracia, asustada, entontecida, peleada y dividida en facciones. En Redania, el gobierno de hecho lo dirigía Dijkstra. Dijkstra hubiera conseguido sin esfuerzo cualquier dignidad con sólo quererlo. Pero Dijkstra no quería ninguna.

—Vuestra excelencia me ha mandado llamar —dijo al cabo el embajador—. Dejando al margen al ministro de asuntos exteriores. ¿A qué debo tal honor?

—El ministro —Dijkstra bajó los ojos hacia el suelo— ha renunciado a su función a causa de su estado de salud.

El embajador inclinó serio la cabeza. Sabía perfectamente que el ministro de asuntos exteriores estaba prisionero en las mazmorras y, como era un idiota y un cobarde, con toda seguridad le había contado a Dijkstra todo acerca de sus contactos con el servicio secreto nilfgaardiano ya durante la muestra de herramientas que precedía al interrogatorio. Sabía que la red organizada por el agente Vattier de Rideaux, el jefe de los servicios secretos imperiales, había sido desarticulada, y todos los hilos estaban en manos de Dijkstra. Sabía también que todos los hilos conducían directamente hacia su propia persona. Pero su persona gozaba de inmunidad, y la tradición obligaba a jugar el juego hasta el mismísimo final. Sobre todo después de las extrañas instrucciones cifradas enviadas a la embajada por Vattier y el coronel Stefan Skellen, agente imperial para misiones especiales.

—Puesto que aún no ha sido nombrado un sucesor —siguió Dijkstra—, en mí recae la desagradable obligación de informar que vuestra excelencia ha sido considerado persona non grata en el reino de Redania.

El embajador hizo una reverencia.

—Lamento —dijo— que las deficiencias que han ocasionado la mutua expulsión de embajadores sean consecuencia de asuntos que no afectan directamente ni al reino de Redania ni al imperio de Nilfgaard. El imperio no ha emprendido ninguna acción agresora contra Redania.

—Aparte del bloqueo de la desembocadura del Yaruga y de las islas de Skellige para nuestros barcos y mercancías. Aparte de armar y apoyar a las bandas de Scoia’tael.

—Eso son insinuaciones.

—¿Y la concentración de los ejércitos imperiales en Verden y en Cintra? ¿Las razzias de bandas armadas en Sodden y en Brugge? Sodden y Brugge son protectorados temerios, y nosotros somos aliados de Temeria, excelencia: atacar a Temeria es atacamos a nosotros. Quedan también asuntos que atañen directamente a Redania: la rebelión en la isla de Thanedd y el criminal atentado al rey Vizimir. Y el asunto del papel que el imperio ha jugado en estos acontecimientos.

Quod attinet al incidente en Thanedd —el embajador separó las manos—, no he sido autorizado a expresar mi opinión. A su majestad imperial Emhyr var Emreis le son ajenos los secretos de los ajustes de cuentas de vuestros hechiceros. Me apena el hecho de que apenas produzcan resultados nuestras protestas contra la propaganda que sugiere algo distinto. Propaganda que se extiende, como me atrevo a afirmar, no sin apoyo de los más altos poderes del reino de Redania.

—Vuestras protestas extrañan y sorprenden mucho. —Dijkstra sonrió un poco—. Sin embargo, el emperador por lo menos no esconde el hecho de que la princesita que se alberga en su palacio fue raptada precisamente en Thanedd.

—Cirilla, reina de Cintra —le corrigió con énfasis Shilard Fitz-Oesterlen—, no fue raptada, sino que buscó asilo en el imperio. Ello no tiene nada en común con el incidente de Thanedd.

—¿De verdad?

—El incidente de Thanedd —continuó el embajador con rostro pétreo— causó desagrado al emperador. Y el alevoso atentado realizado por un loco contra la vida del rey Vizimir le produjo la más sincera y viva repugnancia. Sin embargo, aún mayor repugnancia le despierta el asqueroso rumor que circula entre la plebe, que se atreve a buscar en el imperio a los instigadores de tal crimen.

—La captura de los verdaderos instigadores —dijo Dijkstra con lentitud— pondrá punto final a los rumores, esperemos. Y su captura y el que se les administre justicia sólo es cuestión de tiempo.

Justitia fundamentum regnorum —reconoció con seriedad Shilard Fitz-Oesterlen—. Y crimen horribilis non potest non esse punibile. Os aseguro que su majestad imperial también desea que así suceda.

—Está al alcance del emperador satisfacer este deseo —le lanzó Dijkstra con indolencia mientras se cruzaba las manos sobre el pecho—. Una de las cabecillas de la conspiración, Enid an Gleanna, hasta no hace mucho conocida como la hechicera Francesca Findabair, juega, por gracia del emperador, a ser la reina del estado títere de los elfos en Dol Blathanna.

—Su majestad imperial —el embajador hizo una rígida reverencia— no puede mezclarse en los asuntos de Dol Blathanna, un reino independiente, reconocido por todas las potencias vecinas.

—Pero no por Redania. Para Redania, Dol Blathanna sigue siendo parte del reino de Aedirn. Aunque a medias con los elfos y Kaedwen habéis desmenuzado Aedirn en pedazos, aunque en Lyria no haya quedado lapis super lapidem, demasiado pronto habéis borrado este reino del mapa del mundo. Demasiado pronto, excelencia. Sin embargo, no es hora ni lugar para discutir sobre ello. Que Francesca Findabair reine de momento, ya llegará la hora de la justicia. ¿Y qué hay de los otros rebeldes y organizadores del atentado al rey Vizimir? ¿Qué hay de Vilgefortz de Roggeveen, qué de Yennefer de Vengerberg? Hay argumentos para sospechar que, después de la derrota del golpe, ambos huyeron a Nilfgaard.

—Os aseguro —el embajador alzó la cabeza— que no es así. Y si así lo fuera, os prometo que no escaparán del castigo.

—No ante vosotros cometieron delito, no sois por tanto quien deba castigarlos. El emperador Emhyr podría demostrar su sincero deseo de justicia, que es, al fin y al cabo, el fundamentum regnorum, si nos entregara a los delincuentes.

—No se le puede negar razón a vuestra petición —reconoció Shilard Fitz-Oesterlen, fingiendo una sonrisa perpleja—. Sin embargo no hay tales personas en el imperio, eso, primo. Secundo, incluso si hubieran conseguido llegar allí, existe un impedimento. Las extradiciones se realizan por decisión jurídica, en este caso dictada por el consejo imperial. Considerad, su señoría, que la ruptura de lazos diplomáticos por parte de Redania es un acto de enemistad y es difícil contar con que el consejo vote por la extradición de personas que buscan asilo si esta extradición la desea un país enemigo. Sería una decisión sin precedentes… A no ser qué…

—¿Qué?

—Que se creara un precedente.

—No entiendo.

—Si el reino de Redania estuviera dispuesto a entregar al emperador a un súbdito suyo, un criminal convicto aquí escondido, el emperador y su consejo tendrían razones para corresponder con este gesto de buena voluntad.

Dijkstra guardó silencio largo rato, dando la sensación de que murmuraba o pensaba.

—¿De quién se trata?

—El nombre del delincuente… —El embajador fingió intentar acordarse, por fin echó mano de una carpeta de guadamecí llena de documentos—. Perdonad, memoria fragilis est… Aquí. Un cierto Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach. No es banal la acusación que sobre él pesa. Se le busca por asesinato, deserción, raptas puellae, violación, robo y falsedad de documentos. Huyendo de la ira imperial, escapó al extranjero.

—¿A Redania? Un camino bien largo.

—Su señoría —Shilard Fitz-Oesterlen sonrió ligeramente— no limita al fin y al cabo sus intereses sólo a Redania. No albergo ni sombra de duda de que si este criminal hubiera sido capturado en alguno de los reinos aliados, su señoría sabría de ello por los informes de sus numerosos… conocidos.

—¿Cómo habéis dicho que se llama el tal criminal?

—Cahir Mawr Dyffryn aep Ceallach.

Dijkstra calló largo rato, fingiendo buscar en su memoria.

—No —dijo por fin—. No se ha capturado a nadie con tal nombre.

—¿De verdad?

—Mi memoria no es fragilis en tales asuntos. Lo siento, excelencia.

—Yo también —respondió Shilard Fitz-Oesterlen en un tono helado—. Sobre todo porque no es posible realizar la extradición mutua de delincuentes en estas circunstancias. No voy a aburrir más a vuesa merced. Os deseo salud y fortuna.

—Lo mismo digo. Adiós, excelencia.

Haciendo unas cuantas complicadas reverencias ceremoniosas, el embajador salió.

—Bésame en el sempiternum meam, listillo —murmuró Dijkstra al tiempo que cruzaba los brazos sobre el pecho—. ¡Ori! ¡Sal!

El secretario, rojo de tanto contener las toses y los carraspeos, salió de detrás de las cortinas.

—¿Filippa todavía está en Montecalvo?

—Sí, ejem, ejem. Con ella están las señoras Laux-Antille, Merigold y Metz.

—¡En uno o dos días puede estallar la guerra, en cualquier momento la frontera del Yaruga puede pegar un pedo y éstas van y se encierran en un castillejo del quinto cuerno! Toma la pluma y escribe. Amada Fil… ¡Cuernos!

—He escrito: «Querida Filippa».

—Bien. Sigue escribiendo. Puede que te interese que el tipejo del yelmo de plumas que desapareció de Thanedd de forma tan misteriosa como había aparecido se llama Cahir Mawr Dyffryn y es hijo del senescal Ceallach. A este extraño personaje no lo buscamos sólo nosotros sino que, por lo que se ve, también lo buscan los servicios de Vattier de Rideaux y la gente de ese hijo de puta de…

—A doña Filippa, ejem, ejem, no le gustan semejantes palabras. He escrito: «ese canalla».

—Pues venga. Ese canalla de Stefan Skellen. Por otro lado, sabes tan bien como yo, querida Fil, que los servicios secretos de Emhyr sólo buscan con tanta constancia a aquellos agentes y emisarios a los que Emhyr haya prometido sacarles la piel a tiras. A aquéllos que, en vez de cumplir una orden o morir, le traicionaron y no cumplieron las órdenes. La cosa tiene un aspecto bastante extraño, puesto que estábamos seguros de que las órdenes del tal Cahir se referían a la captura de la princesa Cirilla y su traslado a Nilfgaard. Punto y aparte. La extraña, mas fundada, sospecha que este asunto me ha despertado, así como cierta teoría algo sorprendente, mas no desprovista de sentido, que tengo, quisiera discutirla contigo a solas. Con mi más profundo respeto, et caetera, et caetera.

Cabalgó hacia el sur, tan derecha como un disparo, primero por la orilla del Cintillas, luego por los Desmontes, más tarde, habiendo atravesado el río, avanzó a través de húmedas gargantas, cubiertas de una blanda alfombra de arbustos verde brillante. Supuso que el brujo, que no conocía el terreno tan bien como ella, no se arriesgaría a cruzar por la orilla de los humanos. Cortando a través del arco del río, fuertemente doblado hacia Brokilón, tenía la posibilidad de alcanzarlo en los alrededores de la cascada de Ceann Treise, viajando rápido y sin paradas cabía incluso la posibilidad de que lo precediera.

Los pinzones no se habían equivocado con sus trinos. El cielo se había nublado hacia el sur. El aire se había vuelto más pesado y denso, los mosquitos y los tábanos se hicieron extraordinariamente importunos y molestos.

Cuando entró en un cenagal, donde crecían avellanos cubiertos de frutos aún verdes y de espinos desnudos y rojizos, sintió una presencia. No la oyó. La sintió. Supo así que eran elfos.

Detuvo el caballo, para que los arqueros ocultos en la espesura tuvieran la posibilidad de verla bien. Dejó también de respirar. Con la esperanza de no haber dado con unos elfos impetuosos.

Una mosca zumbaba por encima de la cabra, que estaba colgada sobre las ancas del caballo.

Un susurro. Un silbido bajito. Respondió con otro silbido. Los Scoia’tael salieron como espíritus de entre las matas y sólo entonces Milva comenzó a respirar libremente. Los conocía. Pertenecían al comando de Coinneach Dé Reo.

—Hael —dijo ella, bajando del caballo—. ¿Que’ss va?

—Ne’ss —respondió secamente el elfo, cuyo nombre ella no recordaba—. Caemm.

No lejos, a campo abierto, había otros acampados. Eran por lo menos treinta, más de los que contaba el comando de Coinneach. Milva se sorprendió. En los últimos tiempos, las partidas de Ardillas mermaban más que crecían. En los últimos tiempos, los comandos que se encontraba eran grupos ensangrentados, febriles, que apenas se tenían sobre sillas y piernas harapientas. Este comando era distinto.

—Cead, Coinneach —saludó al comandante que se acercaba.

—Ceadmil, sor’ca.

Sor’ca. Hermanilla. Así la llamaban aquéllos con los que mantenía amistad cuando querían mostrarle respeto y simpatía. Y esto, pese a que eran mucho, mucho más viejos que ella. Al principio, para los elfos no era más que el dh’oine, el humano. Luego, cuando les ayudó regularmente, la llamaron Aen Woedbeanna, «la muchacha del bosque». Y todavía después, cuando la conocieron mejor, siguiendo a las dríadas, la llamaron Milva, la Milana. Su verdadero nombre, que revelaba a los que mayor amistad la unía, correspondiéndole con parecido gesto de su parte, no les gustaba: lo pronunciaban «Mear’ya», con la sombra de una mueca, como si en su lengua sonara algo desagradable. E inmediatamente pasaban a «sor’ca».

—¿Adonde os dirigís? —Milva miró atentamente a su alrededor, pero seguía sin ver heridos ni enfermos—. ¿A la Octava Milla? ¿A Brokilón?

—No.

Renunció a seguir preguntando, los conocía demasiado bien. Le bastó mirar un poco los rostros inmóviles y en tensión, la exagerada y demostrativa templanza con la que ponían orden a sus armas y equipamientos. Bastaba con una única y atenta mirada a aquellos ojos profundos y sin fondo. Sabía que se dirigían a luchar.

El cielo se oscurecía hacia el sur, se llenaba de nubes.

—¿Y adonde te diriges tú, sor’ca? —preguntó Coinneach. Luego echó un rápido vistazo a la cabra que colgaba del caballo, sonrió ligeramente.

—Al sur —le sacó de su error con voz helada—. A Drieschot.

El elfo dejó de sonreír.

—¿Por la orilla humana?

—A lo menos hasta Ceann Treise. —Se encogió de hombros—. Segurito que por la parte de los saltos me volveré a la orilla brokilona, porque…

Se dio la vuelta al escuchar relinchos de caballos. Más Scoia’tael se unieron al ya de por sí extraordinariamente numeroso comando. A estos nuevos Milva los conocía todavía mejor.

—¡Ciaran! —gritó en voz no muy alta, sin ocultar su asombro—. ¡Toruviel! ¿Qué hacéis vosotros aquí? Acabo nomás de conduciros a Brokilón y vosotros de nuevo…

—Ess’creasa, sor’ca —dijo Ciaran aep Dearbh con seriedad. El vendaje que rodeaba la cabeza del elfo estaba manchado de sangre que fluía lentamente.

—Es necesario —repitió Toruviel tras él, desmontando con cuidado, para no golpearse el brazo que llevaba en cabestrillo—. Vinieron nuevas. No podemos gandulear en Brokilón cuando cada arco cuenta.

—Si lo hubiera sabido —se amohinó— no habríame esforzado por vosotros. Ni habríame jugado el cuello en el vado.

—Las nuevas llegaron anoche —le explicó Toruviel en voz baja—. No pudimos… no podemos abandonar en tal momento a nuestros compañeros de armas. No podemos, compréndelo, sor’ca.

El cielo se oscureció aún más. Esta vez, Milva escuchó claramente los truenos lejanos.

—No cabalgues hacia el sur, sor’ca —dijo Coinneach Dé Reo—. Se acerca tormenta.

—Y qué me puede una tormenta… —Se interrumpió, le miró atentamente—. ¡Ja! ¿Así que tales son las nuevas que os han llegado? Nilfgaard, ¿verdad? ¿Cruzar quieren el Yaruga por Sodden? ¿Atacan Brugge? ¿Por eso os vais?

No respondió.

—Sí, como en Dol Angra. —Miró sus oscuros ojos—. Otra vez el emperador nilfgaardiano se servirá de vosotros, para que a los humanos en las retaguardias tumultos les hagáis a sangre y fuego. Y luego el emperador cerrará paces con los reyes y a vosotros os aplastarán. En el fuego propio que iniciéis, habréis de abrasaros.

—El fuego limpia. Y endurece. Hay que pasar por él. ¿Aenyellhael, ell’ea, sor’ca? En vuestra lengua: bautismo de fuego.

—Más me gustan otros fuegos. —Milva desató la cabra y la echó al suelo, a los pies de los elfos—. Los que crepitan bajo el espetón. Tened, para que no hayáis de morir de hambre durante la procesión. A mí ya falta no me hace.

—¿No vas al sur?

—Voy.

Voy, pensó, voy a toda velocidad. Tengo que advertir a este tontorrón de brujo, tengo que advertirle de la ventisca en la que se va a meter. Tengo que hacer que se vuelva.

—No vayas, sor’ca.

—Dejaime en paz, Coinneach.

—Se acerca una tormenta por el sur —repitió el elfo—. Se acerca una enorme borrasca. Y un enorme fuego. Resguárdate en Brokilón, hermanilla, no vayas al sur. Ya has hecho suficiente por nosotros, ya no puedes hacer más. Y no tienes que hacerlo. Nosotros tenemos. ¡Ess’tedd, esse creasa! Ya es nuestra hora. Adiós.

El aire estaba pesado y denso.

Los hechizos de teleproyección eran complicados, tuvieron que lanzarlo juntas, uniendo las manos y los pensamientos. Y pese a ello, resultaba que era un esfuerzo endiablado. Porque la distancia tampoco era pequeña. Los párpados cerrados de Filippa Eilhart temblaban, Triss Merigold aspiraba, en la alta frente de Keira Metz surgieron gotas de sudor. Sólo en el rostro de Margarita Laux-Antille no había señal de cansancio.

En la habitación escasamente iluminada reinó de pronto la claridad, a todo lo largo del oscuro revestimiento de madera de las paredes bailó un mosaico de reflejos. Sobre la mesa redonda flotaba una bola que brillaba con un reflejo lechoso. Filippa Eilhart gritó el final del hechizo y le cayó enfrente, sobre una de las doce sillas colocadas alrededor de la mesa. En el interior de la bola se dibujó una borrosa figura. La imagen tembló, la proyección no era muy estable. Pero pronto se volvió más clara.

—Maldita sea —murmuró Keira, al tiempo que se limpiaba la frente—. ¿Acaso éstos de Nilfgaard no conocen la glamarye ni los hechizos reforzadores?

—Por lo visto no —afirmó Triss con la comisura de los labios—. Y creo que de moda tampoco han oído hablar nunca.

—Ni de algo llamado maquillaje —dijo bajito Filippa—. Pero ahora silencio, muchachas. Y no la miréis fijamente. Hay que estabilizar la proyección y saludar a nuestra invitada. Refuérzame, Rita.

Margarita Laux-Antille repitió la fórmula del hechizo y el gesto de Filippa. La imagen tembló algunas veces, perdió su inestabilidad nebulosa y su brillo innatural, los contornos y los colores se agudizaron. Las hechiceras podían ahora contemplar aún más detenidamente la figura del otro lado de la mesa. Triss se mordió los labios y murmuró significativamente a Keira.

La mujer de la proyección poseía un rostro pálido y de fea tez, unos ojos vagos y faltos de expresión, unos estrechos labios azulados y una nariz ligeramente ganchuda. Llevaba un sombrero extraño, cónico, algo arrugado. Bajo la blanda ala surgían unos cabellos oscuros, de aspecto poco fresco. La sensación de poco atractivo y dejadez la acentuaba un manto negro, amplio e informe, cosido por los hombros con unos gastados hilos plateados. Un bordado mostraba una media luna rodeada de estrellas. Era el único adorno que portaba la hechicera nilfgaardiana.

Filippa Eilhart se levantó, intentando con todas sus fuerzas no exhibir sus joyas, guirnaldas y escote.

—Noble doña Assire —dijo—. Bienvenida a Montecalvo. Nos alegramos muchísimo de que hayas aceptado nuestra invitación.

—Lo hice por curiosidad —dijo la hechicera de Nilfgaard con una voz inesperadamente agradable y melodiosa, mientras se arreglaba el sombrero con un gesto inconsciente. Tenía una mano delgada, con manchas amarillas, las uñas quebradas y desiguales, evidentemente mordisqueadas—. Únicamente por una curiosidad —repitió— cuyas consecuencias al fin y al cabo pueden resultar para mí fatales. Me gustaría pedir explicaciones.

—Pasaré a ellas inmediatamente —afirmó con la cabeza Filippa, haciendo una señal a las otras hechiceras—. Sin embargo, primero permíteme evocar las proyecciones del resto de participantes en el encuentro y realizar las presentaciones necesarias. Te ruego un poco de paciencia.

Las hechiceras unieron de nuevo las manos, renovaron de nuevo los encantamientos. El aire de la habitación resonó como un alambre en tensión, de bajo los artesonados del techo fluyó de nuevo sobre la mesa una brillante niebla que llenó el cuarto de una sombra brillante. Sobre tres de las sillas vacías aparecieron esferas de luz pulsante, en el interior de las esferas surgieron los contornos de unas figuras. La primera que apareció fue Sabrina Glevissig con un vestido turquesa con un retador escote, provisto de un gran cuello rígido y calado que constituía un hermoso marco para sus cabellos, peinados y sujetos con una diadema de brillantes. Junto a ella, del resplandor nebuloso surgió la proyección de Sheala de Tancarville, vestida de terciopelo negro con perlas cosidas, con una boa de pieles de zorro plateado enrollada al cuello. La maga de Nilfgaard se pasó nerviosa la lengua por los finos labios. Pues espera a Francesca, pensó Triss. Cuando veas a Francesca, ratoncilla negra, se te van a salir los ojos de las órbitas.

Francesca Findabair no la defraudó. Ni el maravilloso vestido de color sangre de toro, ni el orgulloso peinado, ni el collar de rubíes, ni los ojos de corzo rodeados de un fuerte maquillaje élfico.

—Bienvenidas, señoras todas —dijo Filippa—, al castillo de Montecalvo, adonde me he permitido invitaros con el objetivo de conversar acerca de ciertos asuntos de no poca importancia. Lamento el hecho de que nos encontremos en forma de teleproyección. Sin embargo, ni el tiempo, ni la distancia que nos separa, ni la situación en la que todas nos hallamos han permitido que nos encontremos personalmente. Soy Filippa Eilhart, señora de este castillo. Como anfitriona e iniciadora del encuentro, me permito realizar las presentaciones. A mi derecha se sienta Margarita Laux-Antille, rectora de la academia de Aretusa. A mi izquierda: Triss Merigold de Maribor y Keira Metz de Carreras. Más allá, Sabrina Glevissig de Ard Carraigh. Sheala de Tancarville, llegada de Creyden, en Kovir. Francesca Findabair, conocida también como Enid an Gleanna, actual señora del Valle de las Flores. Y por fin, Assire var Anahid de Vicovaro, en el imperio de Nílfgaard. Y ahora…

—¡Y ahora yo me largo! —gritó Sabrina Glevissig, señalando a Francesca con una mano provista de anillos—. ¡Has ido demasiado lejos, Filippa! ¡No tengo intenciones de estar sentada en la misma mesa que esa maldita elfa, ni siquiera como una ilusión! ¡Todavía no se ha secado la sangre en las paredes y suelos del Garstang! ¡Y ella derramó esa sangre! ¡Ella y Vilgefortz!

—Os ruego que guardéis las formas. —Filippa apoyó las dos manos en él borde de la mesa—. Y la sangre fría. Escuchad lo que tengo que decir. No pido nada más. Cuando termine, cada una de vosotras decidirá si quedarse o irse. La proyección es voluntaria, se puede interrumpir en cualquier momento. Lo único que pido a aquéllas que se decidan a irse es que guarden en secreto este encuentro.

—¡Lo sabía! —Sabrina se agitó con tanta violencia que por un momento se salió de la proyección—. ¡Encuentros secretos! ¡Decisiones misteriosas! Hablando claro: ¡conspiración! Y creo que sabemos contra quién va dirigida. ¿Te burlas de nosotras, Filippa? Exiges que guardemos el secreto ante compañeros a los que no has considerado adecuado invitar. Y aquí está Enid Findabair, reinando por la gracia de Emhyr var Emreis en Dol Blathanna, la señora de los elfos, apoyada por Nilfgaard con hechos y armas. Por si fuera poco, advierto con asombro que en esta sala hay una proyección de una hechicera de Nilfgaard. ¿Cuándo han dejado los hechiceros de Nilfgaard de prestar ciega obediencia y servilismo de esclavo al poder imperial? ¿De qué secretos estamos hablando? ¡Si ella está aquí, es con la conformidad y el conocimiento de Emhyr! ¡Por orden suya! ¡Como sus ojos y oídos!

—Lo niego —dijo Assire var Anahid con voz tranquila—. Nadie sabe que tomo parte en este encuentro. Se me pidió que guardara el secreto, lo he guardado y lo guardaré. También en mi propio beneficio. Porque si saliera a la luz, no salvaría mi cabeza. Pues en esto reside el servilismo de los hechiceros en el imperio. Tienen para elegir entre el servilismo o el cadalso. He aceptado el riesgo. Niego que haya venido aquí como espía. Sólo lo puedo demostrar de una forma: con mi propia muerte. Basta con quebrar el secreto que pide la señora Eilhart. Basta con que la noticia de nuestro encuentro salga de estos muros, y perderé la vida.

—Para mí, traicionar el secreto tendría también terribles consecuencias —sonrió Francesca encantadoramente—. Tienes a tu disposición una forma estupenda de vengarte, Sabrina.

—Yo me vengaré de otro modo, elfa. —Los ojos negros de Sabrina ardieron en una llama espantosa—. Si el secreto sale a la luz no será por mi culpa o mi descuido. ¡Por lo menos no seré yo!

—¿Estás sugiriendo algo?

—Por supuesto —se introdujo Filippa—. Por supuesto que Sabrina sugiere. Está recordando delicadamente a las señoras mi colaboración con Segismundo Dijkstra. ¡Como si ella misma no tuviera contactos con los servicios secretos del rey Henselt!

—Hay una diferencia —aulló Sabrina—. ¡Yo no he sido durante tres años la querida del rey Henselt! ¡Y mucho menos de sus servicios secretos!

—¡Ya basta! ¡Cállate!

—Apoyo la moción —dijo de pronto Sheala de Tancarville en voz alta—. Cállate, Sabrina. Basta ya de Thanedd, basta de espionaje y de intrigas extramatrimoniales. No he venido aquí para tomar parte en disputas ni escuchar resentimientos ni injurias mutuas. No estoy interesada en el papel de mediadora y si se me ha invitado aquí con esta intención, aseguro que ha sido en vano. Rayos, tengo la sospecha de que tomo parte en este encuentro vanamente y sin necesidad, de que pierdo el poco tiempo que he sacado con esfuerzo de mi trabajo científico. Pero termino de hacer suposiciones. Propongo dar por fin la palabra a Filippa Eilhart. Nos enteraremos finalmente del objetivo de esta reunión. Conoceremos el papel con el que tenemos que actuar aquí. Entonces, sin excesivas emociones, decidiremos si continuamos la representación o echamos el telón. La discreción que se nos ha pedido, por supuesto, nos afecta a todas. Con consecuencias que yo, Sheala de Tancarville, haré pagar personalmente a las indiscretas.

Ninguna de las hechiceras se movió ni habló. Triss no dudó ni por un momento de las advertencias de Sheala. La solitaria de Kovir no acostumbraba a amenazar en vano.

—Te concedemos la palabra, Filippa. A las estimadas señoras aquí reunidas les ruego que mantengan el silencio hasta el momento en que Filippa dé señal de haber concluido.

Filippa Eilhart se levantó, el vestido crepitó.

—Estimadas confráteres —dijo—. La situación es grave. La magia está amenazada. Los trágicos acontecimientos de la isla de Thanedd, a los que vuelvo en el pensamiento con tristeza y desagrado, demostraron que los efectos de años de aparente colaboración sin conflictos se convirtieron en nada en un abrir y cerrar de ojos, cuando tomó la palabra una exagerada ambición egoísta. Ahora tenemos desorden, caos, mutua desconfianza y enemistad. Lo que está sucediendo comienza a escapar de todo control. Para recuperar el control, para no permitir un cataclismo incontenible, debemos tomar con fuerte mano el timón de este navío azotado por la tormenta. La señora Laux-Antille, la señora Merigold, la señora Metz y yo hemos discutido ya este asunto y estamos de acuerdo. No basta con reconstruir el Capítulo y el Consejo destruidos en Thanedd. No hay, al fin y al cabo, con quién reconstruir ambas instituciones, no hay garantía de que, una vez reconstruidas, no estén infectadas desde el principio con la misma enfermedad que destruyó a las anteriores. Debe crearse una organización completamente distinta, secreta, que sirva exclusivamente a los problemas de la magia. Que haga todo para no permitir un cataclismo. Puesto que si la magia desaparece, desaparecerá este mundo. Tal como hace siglos, el mundo privado de magia y del progreso que ella conlleva se hundirá en el caos y las tinieblas, se ahogará en sangre y barbarie. Invitamos a todas las señoras aquí presentes a tomar parte en nuestra iniciativa, a participar activamente en los trabajos del equipo secreto aquí propuesto. Nos hemos permitido llamaros aquí para escuchar vuestra opinión sobre el asunto. He terminado.

—Gracias. —Sheala de Tancarville movió la cabeza—. Si me permitís, comenzaré yo. Mi primera pregunta, Filippa, es, ¿por qué yo? ¿Por qué se me ha convocado aquí? He rechazado muchas veces que se presentara mi candidatura al Capítulo, presenté mi renuncia al sillón en el Consejo. En primer lugar, estorba a mis trabajos. En segundo, consideraba y sigo considerando que hay en Kovir, Poviss y Hengfors otros más dignos de tales honores. Pregunto por qué se me ha invitado a mí y no a Carduin. ¿Por qué no a Istredd de Aedd Gynvael, Tugdual o Zangenis?

—Porque son hombres —respondió Filippa—. La organización de la que he hablado tiene que constituirse exclusivamente de mujeres. ¿Doña Assire?

—Retiro mi pregunta. —La hechicera nilfgaardiana sonrió—. Era idéntica en su contenido a la pregunta de la señora de Tancarvilie. La respuesta me satisface.

—Me choca este chauvinismo mujeril —dijo Sabrina Glevissig con ironía—. Especialmente en tus labios, Filippa, tras el cambio de tu… orientación erótica. Yo no tengo nada contra los hombres. Es más, los adoro, y no me imagino una vida sin ellos. Pero… tras un momento de reflexión… es, al fin y al cabo, una idea atinada. Los hombres son psíquicamente inestables, demasiado dados a las emociones, no se puede contar con ellos en momentos de crisis.

—Es un hecho —reconoció con serenidad Margarita Laux-Antille—. Siempre estoy comparando los resultados de las adeptas de Aretusa con los efectos del trabajo de los muchachos de Ban Ard, y la comparación resulta siempre a favor de las muchachas. La magia es paciencia, delicadeza, inteligencia, equilibrio, constancia, también el aguantar humilde pero serenamente los fracasos y los reveses. A los hombres les pierde la ambición. Ellos siempre quieren aquello que saben que es imposible e inalcanzable. Y no hacen caso de lo posible.

—Basta, basta, basta —se enfureció Sheala, sin ocultar una sonrisa—. No hay nada peor que el chauvinismo fundamentado científicamente, avergüénzate, Rita. De todas formas… Sí, yo también considero que es cosa atinada la propuesta estructura monosexual de esta… convención o, si lo preferís, logia. Por lo que hemos oído, se trata del futuro de la magia y la magia es asunto demasiado importante para confiar su suerte a los hombres.

—Si se puede —habló con voz melodiosa Francesca Findabair—, quisiera interrumpir por un momento las reflexiones acerca de la superioridad de nuestro sexo, cosa natural y fuera de todo cuestionamiento, y concentrarme en asuntos concernientes a la iniciativa propuesta, el objetivo de la cual no me resulta claro del todo. Y el momento no es casual y despierta sospechas. Estamos en guerra. Nilfgaard derrotó y puso contra la pared a los reinos del norte. ¿Acaso bajo las consignas generales que he escuchado aquí no se esconde un deseo comprensible de darle la vuelta a la situación? ¿De derrotar y poner contra la pared a Nilfgaard? Si esto es así, querida Filippa, entonces no llegaremos a ningún punto de encuentro.

—¿Acaso es ésta la razón por la que he sido invitada? —preguntó Assire var Anahid—. No presto mucha atención a la política, pero sé que los ejércitos imperiales llevan ventaja en la guerra sobre vuestros ejércitos. Excepto doña Francesca y excepto la señora de Tancarville, que procede de un reino neutral, todas las señoras representan a reinos enemigos del imperio nilfgaardiano. ¿Cómo he de entender vuestras palabras sobre la solidaridad mágica? ¿Como una invitación a la traición? Lo siento, pero no me veo en ese papel.

Habiendo terminado de hablar, Assire se inclinó, como si tocara algo que no entraba dentro de la proyección. A Triss le pareció que escuchaba un maullido.

—Y encima tiene gato —susurró Keira Metz—. Apuesto a que negro…

—Silencio —susurró Filippa—. Querida Francesca, estimada Assire. Nuestra iniciativa ha de ser absolutamente apolítica, ésta es su base fundamental. Nos guiaremos no por el interés de las razas, reinos, reyes o emperadores, sino por el bien de la magia y su futuro.

—¿Guiándonos por el bien de la magia —Sabrina Glevissig sonrió burlona— no olvidaremos quizá el bienestar de las magas? Pues ya sabemos cómo se trata a los hechiceros en Nilfgaard. Nosotras aquí nos echamos unas apolíticas charlitas y entonces, si Nilfgaard vence y acabamos bajo el poder imperial, todas tendremos el aspecto de…

Triss se movió intranquila, Filippa suspiró casi inaudiblemente. Keira bajó la cabeza, Sheala hizo como que colocaba su boa. Francesca se mordió los labios. El rostro de Assire no tembló, pero se cubrió de un ligero rubor.

—A todas nos esperará una suerte terrible, quería decir. —Sabrina terminó rápidamente—. Filippa, Triss y yo estuvimos en el Monte de Sodden. Emhyr se cobrará en nosotras aquella derrota, lo de Thanedd, nuestra actividad al completo. Pero ésta es sólo una de las reservas que me despierta la proclamada apoliticidad de este convento. ¿Acaso la participación en él significa la inmediata renuncia al servicio político y activo que actualmente cumplimos para nuestros reyes? ¿Acaso tenemos que continuar con este servicio y servir así a dos señores, la magia y los gobernantes?

—Yo —Francesca sonrió—, cuando alguien me comunica que es apolítico, siempre pregunto en qué política concreta está pensando.

—Y yo sé que con toda seguridad no tiene en la mente aquélla que realiza —dijo Assire var Anahid, mirando a Filippa.

—Yo soy apolítica. —Margarita Laux-Antille alzó la cabeza—. Y mi escuela es apolítica. ¡Tengo en mente todos los tipos y géneros de política que existen!

—Queridas señoras —habló Sheala, quien llevaba largo rato en silencio—. Recordad que sois del sexo superior. Así que no os comportéis como niñas que se disputan por encima de la mesa una fuente con golosinas. Los principios propuestos por Filippa están totalmente claros. Al menos para mí, y todavía tengo pocas razones para creer que sois menos listas. Fuera de esta sala sed lo que queráis, servid a quien queráis y en lo que queráis, tan lealmente como queráis. Pero cuando el convento se reúna, nos ocuparemos exclusivamente de la magia y su futuro.

—Exactamente así es como me lo he imaginado —confirmó Filippa Eilhart—. Sé que hay muchos problemas, que hay dudas y cosas poco claras. Las repasaremos en el próximo encuentro, en el que todas tomaremos parte no en forma de proyección o ilusión, sino en persona. La presencia no será considerada como acto formal de ingreso en el convento sino como gesto de buena voluntad. Si el convento llegará a formarse por fin, lo decidiremos en común. Todas nosotras. Con iguales derechos.

—¿Todas nosotras? —repitió Sheala—. Veo aquí sillas vacías, apuesto a que no las han colocado aquí por casualidad.

—El convento debe contar con doce hechiceras. Quisiera que la candidata a una de estas sillas vacías nos la propusiera y presentara en el próximo encuentro doña Assire. Seguro que en el imperio de Nilfgaard hay todavía alguna otra digna hechicera. He dejado otro lugar para que tú lo repartas, Francesca, para que como única elfa de pura sangre no te sientas sola. El tercero…

—Pido se me concedan dos sitios. Tengo dos candidatas.

—¿Alguna de vosotras tiene algo contra esta petición? Si no, yo también estoy de acuerdo. Hoy es el quinto día de agosto, quinto día después de la luna nueva. Nos encontraremos de nuevo el segundo día después de la luna llena, queridas confráteres, dentro de catorce días.

—Un momento —la interrumpió Sheala de Tancarville—. Una silla sigue vacía, ¿quién ha de ser la decimosegunda hechicera?

—Éste será precisamente el primer problema del que se ocupe la logia. —Filippa sonrió enigmáticamente—. Dentro de dos semanas os diré quién habrá de sentarse en la decimosegunda silla. Y luego reflexionaremos juntas sobre cómo conseguir que esa persona se siente aquí. Os asombrará mi candidatura y dicha persona. Porque no es una persona común y corriente, queridas confráteres. Ella es la muerte o la vida, la destrucción o la resurrección, el orden o el caos. Depende de cómo se mire.

Toda la aldea salió en masa a la cerca para contemplar el paso de la banda. Tuzik salió junto con los otros. Tenía trabajo, pero no se pudo contener. Últimamente se hablaba mucho de los Ratas. Corría incluso el rumor de que los habían capturado a todos y hasta colgado. El rumor era por lo visto falso, la prueba estaba desfilando precisamente en aquel momento, con afectación y sin prisas, delante de todo el pueblo.

—Pícaros descarados —susurró alguien a las espaldas de Tuzik, y era un susurro lleno de admiración—. Por medio de toa la aldea…

—Y vestidos como pa una boda…

—¡Y qué caballos! ¡No verás tales donde los nilfgaardianos!

—Bah, robaos. Los Ratas les quitan los caballos a tos. Ahora por tos laos se pueden vender bien los caballos. Pero se quedan con los mejores…

—El de alante, mirailo, es Giselher… El cabecilla de los otros.

—Y a su lao, en el castaño, ésa es la elfa… Chispa la llaman…

Desde la cerca salió un perro callejero, se puso a ladrar, retorciéndose por entre los cascos delanteros de la yegua de Chispa. La elfa agitó el flequillo rebelde de sus cabellos oscuros, dio la vuelta al caballo, se agachó y azotó al perro con la fusta. El perro aulló lastimeramente y dio tres vueltas en el sitio, pero Chispa le escupió. Tuzik ahogó entre los dientes una maldición.

Quienes estaban al lado siguieron susurrando, señalando discretamente a los siguientes Ratas que cabalgaban al paso a través de la aldea. Tuzik escuchó porque no podía hacer otra cosa. No conocía peor que otros los rumores y cuentos, se imaginaba sin esfuerzo que aquél de las greñas hasta el hombro, de cabellos del color de la paja, que iba mordisqueando una manzana, era Kayleigh, que aquél ancho de espaldas era Asse y el de la media zamarra bordada era Reef.

El desfile lo cerraban dos muchachas que cabalgaban pegadas la una a la otra y que iban de la mano. La más alta, sentada en un caballo bayo, lucía un corte de pelo como de después de haber tenido el tifus, llevaba abierta la chaquetilla, una blusa de encaje brillaba por debajo con una blancura sin mancha, un collar, brazaletes y pendientes lanzaban cegadores reflejos.

—Ésa de los collares es Mistle… —escuchó Tuzik—. Recolgada de cosas brillantes, ni que fuera un abeto para Yule…

—Dicen que mató a más gente que primaveras tiene…

—¿Y la otra? ¿La que va en el alazancillo? ¿La de la espada a la espalda?

—Falka la llaman. Desde este año que anda con los Ratas. También se dice que es mala hierba…

La mala hierba, por lo que calculó Tuzik, no era mucho mayor que su hija Milenka. Los cabellos cenicientos de la pequeña bandida se escapaban en mechones de por debajo de una boina de terciopelo rojo rematada con arrogancia por un puñado de plumas de pavo. En el cuello ardía un pañuelo de seda del color de las amapolas, enlazado en una escarapela de fantasía.

Entre los aldeanos que habían salido de las pallozas reinó una súbita agitación. Porque el que iba a la cabeza de la banda, Giselher, detuvo el caballo, arrojó con un gesto descuidado un tintineante saquete a los pies de la abuelilla Mykitka, que estaba apoyada en su bastón.

—¡Que los dioses te guarden, hijito querido! —gritó la abuela Mykitka—. Que tengas salud, bienhechor nuestro, vosotros todos…

La risa perlada de Chispa ahogó el barbulleo de la anciana. La elfa apoyó arrogantemente el pie derecho en el estribo, echó mano a una bolsa y derramó impetuosamente un puñado de monedas sobre la multitud. Reef y Asse siguieron su ejemplo, una verdadera lluvia de plata cayó sobre la arena del camino. Kayleigh, riéndose, lanzó contra los arremolinados sobre el dinero la manzana mordisqueada.

—¡Bienhechores!

—¡Halconcillos nuestros!

—¡Que la suerte os sea propicia!

Tuzik no echó a correr con los otros, no cayó de rodillas para sacar las monedas de entre la arena y el estiércol de gallina. Seguía de pie junto a la cerca, mirando a las muchachas que pasaban lentamente frente a él. La más joven, la de los cabellos cenicientos, percibió su mirada y la expresión de su rostro. Soltó la mano de la del cabello corto, azuzó el caballo y se acercó a él, pegándose a la cerca y casi chocando con la montura. Él la miró a los ojos y se estremeció. Tanta era la maldad y el frío odio en ellos.

—Déjalo, Falka —dijo la del pelo corto. Sin necesidad. La bandida de ojos verdes se contentó con hacer retroceder a Tuzik contra la cerca y se fue detrás de los Ratas sin ni siquiera volver la cabeza.

—¡Bienhechores!

—¡Halconcillos!

Tuzik escupió.

A media tarde, sobre la aldea cayeron los Negros, la amenazadora caballería del fuerte de Fen Aspra. Resonaron las herraduras, relincharon los caballos, tintinearon las armas. El alcalde y otros campesinos a los que preguntaron mintieron como locos, dirigieron la persecución hacia una falsa pista. A Tuzik no le preguntó nadie. Y bien hecho.

Cuando volvió de los pastos y pasó al huerto, escuchó voces. Reconoció la cháchara de los gemelos de Jiboso, el aperador, reconoció el falsete quebrado de los hijos de los vecinos. Y la voz de Milenka. Están jugando, pensó. Cruzó la cerca. Y se quedó congelado.

—¡Milenka!

Milenka, la única hija que le quedaba viva, su ojito derecho, se había colgado a la espalda un palo con una cuerda, imitando una espada. Se había dejado los cabellos sueltos, sobre su gorrito de lana había clavado una pluma de gallo, en el cuello se había enrollado un pañuelo de la madre. En forma de una extraña escarapela de fantasía.

Tenía los ojos verdes.

Tuzik no había pegado nunca a su hija, nunca había usado el cinturón paterno.

Aquélla fue la primera vez.

En el horizonte estallaron relámpagos, truenos. Una ráfaga de viento labró como un rastrillo la superficie del Cintillas. Habrá tormenta, pensó Milva, y después de la tormenta vendrá el mal tiempo. Los pinzones no se equivocaron.

Espoleó al caballo. Si quería alcanzar al brujo antes de la tormenta, tenía que darse prisa.