Baudolino y el Boidi habían llegado al área del Hipódromo, mientras ya avanzaban las llamas del incendio, surcando una muchedumbre de romeos aterrorizados que no sabían hacia dónde escapar, porque unos gritaban que los peregrinos estaban llegando por ese lado, otros que por el otro. Encontraron el pabellón, forzaron una puerta cerrada por una débil cadena y entraron en el túnel subterráneo encendiendo las antorchas que Boiamondo les había dado.
Caminaron durante mucho tiempo, porque evidentemente la galería iba desde el Hipódromo hasta las murallas de Constantino. Luego subieron unos escalones impregnados de humedad, y empezaron a notar un hedor mortífero. No era hedor de carne muerta desde hacía poco: era, cómo decir, hedor de hedor, hedor de carne que se había corrompido y luego se había como resecado.
Entraron en un pasillo (y a lo largo de él veían abrirse otros a la derecha y a la izquierda) en cuyas paredes se abrían multitud de nichos apiñados, habitados por una población subterránea de muertos casi vivientes. Eran muertos, ciertamente aquellos seres completamente vestidos que se mantenían erguidos en sus agujeros, quizá sostenidos por varillas de hierro que aseguraban la espalda; pero el tiempo no parecía haber llevado a cabo su obra de destrucción, porque aquellos rostros resecos y de color del cuero, en los que se abrían órbitas vacías, a menudo marcados por una mueca desdentada, daban una impresión de vida. No eran esqueletos, sino cuerpos que una fuerza hubiera succionado y secado desde dentro, desmenuzando sus entrañas y dejando intactos no solo los huesos, sino también el cutis y quizá parte de los músculos.
—Señor Nicetas, habíamos llegado a un entramado de catacumbas donde durante siglos y siglos los monjes de Katabates habían depositado los cadáveres de sus hermanos, sin enterrarlos, porque alguna milagrosa conjunción del suelo, del aire, de alguna sustancia que goteaba de las paredes tobáceas de aquel subterráneo los conservaba casi íntegros.
—Creía que ya no se usaba, y lo ignoraba todo sobre el cementerio de Katabates, signo de que Constantinopla conserva todavía misterios que ninguno de nosotros conoce. Pero he oído hablar de cómo ciertos monjes de antaño, para ayudar a la acción de la naturaleza, dejaban macerar los cadáveres de sus hermanos entre los humores de la toba durante ocho meses, después los sacaban, los lavaban con vinagre, los exponían al aire durante algunos días, los volvían a vestir y los colocaban otra vez en sus nichos, de suerte que el aire de alguna manera balsámico de aquel ambiente los entregara a su desecada inmortalidad.
Avanzando entre aquellas hileras de monjes difuntos, cada uno vestido con paramentos litúrgicos, como si todavía tuvieran que oficiar besando con sus labios lívidos iconos deslumbrantes, divisaban rostros con la sonrisa estirada y ascética, otros a los que la piedad de los supervivientes había encolado barbas y mostachos para que resultaran hieráticos como en otro tiempo, cerrando sus párpados para que parecieran durmientes, otros más con la cabeza reducida ya a pura calavera, pero con jirones coriáceos de piel pegados a los pómulos. Algunos se habían deformado a lo largo de los siglos, y se presentaban como prodigios de la naturaleza, fetos mal salidos del vientre materno, seres no humanos sobre cuya figura contraída resaltaban innaturalmente casullas arabescadas y con los colores ya mortecinos, dalmáticas que se habrían dicho bordadas pero estaban corroídas por la acción de los años y por algún gusano de las catacumbas. A otros aún, la ropa se les había caído, desintegrada ya por los siglos, y debajo de los colgajos de sus paramentos se veían cuerpecillos flacos, todas las costillas cubiertas por una epidermis tensa como una piel de tambor.
—Si había sido la piedad la que había concebido esa sagrada representación —le decía Baudolino a Nicetas—, ninguna piedad habían tenido los supervivientes, que habían impuesto la memoria de aquellos difuntos como una amenaza continua y amedrentadora, sin posibilidad de entenderla como reconciliación de los vivos con la muerte. ¿Cómo puedes rezar por el alma de alguien que te está mirando desde esas paredes y te dice aquí estoy y de aquí no me moveré jamás? ¿Cómo puedes esperar en la resurrección de la carne, y en la transfiguración de nuestros cuerpos terrenales después del Juicio, si esos cuerpos todavía están ahí y cada día que pasa se vuelven más aviesos? Yo, desgraciadamente, había visto muchos cadáveres durante mi vida, pero por lo menos podía esperar que, habiéndose disuelto en la tierra, un día podrían refulgir bellos y rubicundos como una rosa. Si allá arriba, después del final de los tiempos, tuviera que pasearse gente como esta, me decía, mejor el Infierno que, quema por aquí, descuartiza por allá, por lo menos debería parecerse a lo que sucede aquí entre nosotros. El Boidi, menos sensible que yo a los novísimos, intentaba levantar esas ropas para ver en qué estado estaban las vergüenzas, pero claro, si te hacen ver semejantes espectáculos, ¿cómo quejarse si a alguien se le ocurren semejantes ideas?
Antes de que el entramado de pasillos acabara, se encontraron en una zona circular, donde la bóveda estaba perforada por un conducto que mostraba, en lo alto, el cielo de la tarde. Evidentemente, un pozo a ras del suelo servía para airear aquel lugar. Apagaron las antorchas. Iluminados no ya por una llama sino por esa luz lívida que se difundía entre los nichos, los cuerpos de los monjes parecían aún más inquietantes. Se tenía la impresión de que, tocados por el día, iban a resucitar. El Boidi se santiguó.
Por fin, el pasillo que habían tomado acababa en el deambulatorio, detrás de las columnas que hacían de corona a la cripta donde Baudolino había visto a Zósimo la primera vez. Se habían acercado de puntillas, porque ya se divisaban unas luces. La cripta estaba como aquella noche, iluminada por dos trípodes encendidos. Faltaba solo la jofaina circular usada por Zósimo para su nigromancia. Delante del iconostasio esperaban ya Boron y Kyot, nerviosos. Baudolino sugirió al Boidi que entrara saliendo por en medio de las dos columnas junto al iconostasio, como si hubiese seguido su mismo camino, mientras él se mantendría escondido.
Así hizo el Boidi, y los otros dos lo acogieron sin sorpresa.
—Así pues, el Poeta te ha explicado también a ti cómo venir hasta aquí —dijo Boron—. Creemos que no se lo ha dicho a Baudolino, porque si no, ¿para qué tantas precauciones? ¿Tú tienes una idea de por qué nos ha convocado?
—Ha hablado de Zósimo, del Greal, me ha hecho extrañas amenazas —dijo el Boidi.
—También a nosotros —dijeron Kyot y Boron.
Oyeron una voz, y parecía salir de la boca del Pantocrátor del iconostasio. Baudolino se dio cuenta de que los ojos del Cristo eran dos almendras negras, signo de que desde detrás del icono alguien estaba observando lo que sucedía en la cripta. Aunque deformada, la voz era reconocible, y era la del Poeta.
—Bienvenidos —dijo la voz—. Vosotros no me veis, pero yo os veo. Tengo un arco, podría traspasaros a mi antojo antes de que pudierais huir.
—Pero, por qué, Poeta, ¿qué te hemos hecho? —preguntó Boron asustado.
—Lo que habéis hecho lo sabéis vosotros mejor que yo. Pero lleguemos al punto. Entra, miserable.
Se oyó un gemido sofocado, y desde la parte de atrás del iconostasio apareció una figura que se movía a tientas.
Aunque el tiempo hubiera pasado, aunque ese hombre se arrastrara encorvado y agarrotado, aunque los cabellos y la barba se hubieran vuelto blancos, reconocieron a Zósimo.
—Sí, es Zósimo —dijo la voz del Poeta—. Di con él ayer, por pura casualidad, mientras mendigaba por un callejón. Está ciego, tiene las extremidades tullidas, pero es él. Zósimo, cuéntales a nuestros amigos lo que te pasó cuando huiste del castillo de Ardzrouni.
Zósimo, con voz quejumbrosa, empezó a narrar. Había robado la cabeza en la que había escondido el Greal, se había dado a la fuga, pero nunca había, no digo tenido, ni siquiera visto mapa alguno de Cosme, y no sabía dónde ir. Había vagado hasta que se le había muerto el mulo, se había arrastrado por las tierras más inhóspitas del mundo, con los ojos quemados por el sol que hacían que confundiera el oriente con el occidente, y el septentrión con el mediodía. Había dado con sus huesos en una ciudad habitada por cristianos, que lo habían socorrido. Había dicho que era el último de los Magos, porque los demás habían alcanzado ya la paz del Señor y yacían en una iglesia del Lejano Occidente. Había dicho, con tono hierático, que en su relicario llevaba el Santo Greal para entregárselo al Preste Juan. Sus anfitriones, de alguna manera, habían oído hablar de ambos, se habían prosternado ante él, le habían hecho entrar en procesión solemne en su templo, donde él había empezado a sentarse en una sede obispal, dando cada día oráculos, consejos sobre el curso de las cosas, comiendo y bebiendo todo lo que quería, entre el respeto de todos.
Brevemente, como último de los santísimos Reyes y custodio del Santo Greal, se había convertido en la máxima autoridad espiritual de esa comunidad. Cada mañana decía misa, y en el momento de la elevación, además de las especies sacramentales, mostraba también su relicario, y los fieles se arrodillaban diciendo que olían perfumes celestiales.
Los fieles le llevaban también a las mujeres perdidas, para que las recondujera al recto camino. Él les decía que la misericordia de Dios es infinita, y las convocaba a la iglesia al caer la tarde, para transcurrir con ellas, decía, la noche en continua plegaria. Había corrido la voz de que había transformado a esas desgraciadas en muchas Magdalenas, que se habían dedicado a su servicio. Durante el día, le preparaban las comidas más exquisitas, le llevaban los vinos más selectos, le aplicaban óleos perfumados; por la noche, velaban con él ante el altar, decía Zósimo, tanto que a la mañana siguiente se presentaba con los ojos marcados por aquella penitencia. Zósimo había encontrado, por fin, su paraíso, y había decidido que no abandonaría nunca aquel lugar bendito.
Zósimo dio un largo suspiro, luego se pasó las manos por los ojos, como si en aquella oscuridad viera todavía una escena penosísima.
—Amigos míos —dijo—, a cada pensamiento que se os ocurra preguntadle siempre: ¿eres de los nuestros o procedes del enemigo? Yo olvidé seguir esta santa máxima, y prometí a toda la ciudad que para la Santa Pascua abriría el relicario y enseñaría por fin el Santo Greal. El Viernes Santo, yo solo, abrí la teca, y encontré una de aquellas asquerosas cabezas de muerto que había colocado Ardzrouni. Juro que había escondido el Greal en el primer relicario de la izquierda, y aquel había cogido antes de huir. Pero alguien, sin duda alguno de vosotros, había cambiado el orden de los relicarios, y el que yo cogí no contenía el Greal. El que golpea un bloque de hierro, piensa antes en lo que quiere hacer, si una hoz, una espada o un hacha. Yo decidí callar. El padre Agatón vivió tres años con una piedra en la boca, hasta que consiguió practicar el silencio. Dije, pues, a todos que me había visitado un ángel del Señor, el cual me había dicho que en la ciudad había todavía demasiados pecadores, por lo que nadie era digno todavía de ver aquel santo objeto. La noche del Sábado Santo la pasé, como debe hacer un monje honesto, en excesivas mortificaciones, creo, porque a la mañana siguiente me sentía exhausto, como si hubiera pasado la noche, Dios me perdone solo el pensamiento, entre libaciones y fornicaciones. Oficié tambaleándome, en el momento solemne en que debía mostrar el relicario a los devotos, tropecé con el escalón más alto del altar y rodé hacia abajo. El relicario se me escapó de las manos, en el choque contra el suelo se abrió y todos vieron que no contenía Greal alguno, sino una calavera disecada. No hay nada más injusto que el castigo al justo que ha pecado, amigos míos, porque al peor de los pecadores se le perdona el último de los pecados, pero al justo ni siquiera el primero. Aquella gente devota se consideró defraudada por mí, que hasta tres días antes, Dios me fue testigo, había actuado de perfecta buena fe. Me saltaron encima, me arrancaron las ropas, me golpearon con unos bastones que me desarticularon para siempre piernas, brazos y espalda, luego me arrastraron hasta su tribunal, donde decidieron arrancarme los ojos. Me echaron fuera de las puertas de la ciudad, como a un perro sarnoso. No sabéis lo que he sufrido. He vagado como un mendigo, ciego y tullido, y, tullido y ciego, después de largos años baldíos, me recogió una caravana de mercaderes sarracenos que iban a Constantinopla. La única piedad la he recibido de los infieles, que Dios los recompense evitando que se condenen como se merecerían. Volví hace algunos años a esta ciudad, donde he vivido pidiendo limosna, y suerte que un alma buena un día me trajo de la mano hasta las ruinas de este monasterio, donde reconozco a tientas los lugares, y desde entonces he podido transcurrir las noches al amparo del frío, el calor y la lluvia.
—Esta es la historia de Zósimo —dijo la voz del Poeta—. Su estado testimonia, por lo menos por una vez, su sinceridad. Así pues, uno de nosotros, viendo dónde había escondido Zósimo el Greal, cambió las cabezas de lugar, para consentirle a Zósimo correr hacia su ruina y alejar de sí toda sospecha. Pero ese, el que cogió la cabeza justa, es el mismo que mató a Federico. Y yo sé quién es.
—Poeta —exclamó Kyot—, ¿por qué dices eso?, ¿por qué nos has convocado solo a nosotros tres y no a Baudolino?, ¿por qué no nos has dicho nada en casa de los genoveses?
—Os he llamado aquí porque no podía arrastrar conmigo a un desecho de hombre por una ciudad invadida por el enemigo. Porque no quería hablar delante de los genoveses. Baudolino no tiene nada que ver ya con nuestra historia. Uno de vosotros me dará el Greal, y será solo asunto mío.
—¿Por qué no piensas que el Greal lo tiene Baudolino?
—Baudolino no puede haber matado a Federico. Lo amaba. A Baudolino no le interesaba robar el Greal, era el único entre nosotros que verdaderamente quería llevárselo al Preste en nombre del emperador. Por último, intentad recordar qué sucedió con las seis cabezas que quedaron después de la fuga de Zósimo. Cogimos una cada uno, Boron, Kyot, el Boidi, Abdul, Baudolino y yo. Ayer yo, después de encontrar a Zósimo, abrí la mía. Había dentro un cráneo ahumado. En cuanto a la de Abdul, recordaréis, Ardzrouni la había abierto para ponerle el cráneo entre las manos como amuleto, o lo que fuera, en el momento en que moría, y ahora está con él en su sepulcro. Baudolino le dio la suya a Práxeas, quien la abrió delante de nosotros, y dentro había un cráneo. Así pues, quedan tres relicarios, y son los vuestros. Los de vosotros tres. Yo sé ya quién de vosotros tiene el Greal, y sé que lo sabe. Sé que no lo tiene por azar, sino porque lo había planeado todo desde el momento en que había asesinado a Federico. Pero quiero que tenga el valor de confesar, de confesarnos a todos nosotros que nos ha estado engañando durante años y años. Después de confesar, lo mataré. Así pues, decidíos, el que tenga que hablar que hable. Hemos llegado al final de nuestro viaje.
—Aquí sucedió algo extraordinario, señor Nicetas. Yo, desde mi escondite, intentaba ponerme en lugar de mis tres amigos. Supongamos que uno de ellos, y lo llamaremos Ego, sabía que tenía el Greal y que era culpable de algo. Se habría dicho que, a esas alturas, le convenía jugarse el todo por el todo, desenvainar la espada o el puñal, arrojarse en la dirección de donde había venido, huir hasta alcanzar la cisterna y luego la luz del sol. Eso es, creo, lo que esperaba el Poeta. Quizá no sabía todavía cuál de los tres tenía el Greal, pero aquella fuga se lo habría revelado. Ahora bien, imaginemos que Ego no estuviera seguro de tener el Greal, porque nunca había mirado en su relicario, y aun así tuviera algo en la conciencia por lo que concernía a la muerte de Federico. Ego, pues, habría debido esperar, para ver si alguien antes que él, sabiendo que tenía el Greal, daba un salto hacia la fuga. Ego, por lo tanto, esperaba y no se movía. Y aun así veía que tampoco los otros dos se movían. Por consiguiente, pensaba, ninguno de ellos tiene el Greal, y ninguno de ellos se siente mínimamente digno de sospecha. Por lo tanto, debía llegar a la conclusión de que el Poeta está pensando en mí, y soy yo el que tengo que huir. Perplejo, se lleva la mano a la espada o al puñal, y apunta a dar un primer paso. Pero ve que cada uno de los otros dos hace lo mismo. Entonces se detiene otra vez, sospechando que los otros dos se sienten más culpables que él. Así sucedió en aquella cripta. Cada uno de los tres, cada uno de ellos pensando como el que yo he llamado Ego, primero se quedó parado, luego movió un paso, luego se detuvo otra vez. Y eso era signo evidente de que nadie estaba seguro de tener el Greal, pero que los tres tenían algo que recriminarse. El Poeta lo entendió perfectamente, y les explicó lo que yo había entendido y lo que ahora te acabo de explicar a ti.
Dijo entonces la voz del Poeta:
—Miserables los tres. Cada uno de vosotros sabe que es culpable. Yo sé (lo he sabido siempre) que los tres intentasteis matar a Federico, y quizá lo matarais los tres, de modo que ese hombre murió tres veces. Aquella noche, yo salí muy pronto de la sala de guardia y volví el último. No conseguía dormir, quizá había bebido demasiado, oriné tres veces aquella noche, me entretenía fuera para no molestaros a todos. Mientras estaba fuera, oí salir a Boron. Tomó la escalera hacia el piso inferior, y lo seguí. Fue a la sala de las máquinas, se acercó al cilindro que produce el vacío y maniobró con la palanca una y otra vez. Yo no conseguía entender qué quería, pero lo comprendí al día siguiente. O Ardzrouni le había confiado algo, o lo había entendido él solo, pero evidentemente la habitación en la que el cilindro creaba el vacío, aquella en donde había sido sacrificado el pollo, era precisamente aquella donde dormía Federico, y que Ardzrouni usaba para liberarse de los enemigos que hipócritamente alojaba. Tú, Boron, maniobraste aquella palanca hasta que en el cuarto del emperador se creó el vacío, o por lo menos, puesto que tú no creías en el vacío, ese aire denso y espeso donde tú sabías que se apagan las velas y los animales se asfixian. Federico sintió que le faltaba el aire; al principio pensó en un veneno, y cogió el Greal para beber el contraveneno que contenía. Pero cayó al suelo sin aliento. A la mañana siguiente tú estabas preparado para sustraer el Greal, aprovechando la confusión, pero Zósimo te precedió. Tú lo viste, y viste dónde lo escondía. Te resultó fácil cambiar de sitio las cabezas y, en el momento de marcharnos, cogiste la buena.
Boron estaba cubierto de sudor.
—Poeta —dijo—, tú viste bien, estuve en la cámara de la bomba. El debate con Ardzrouni me había intrigado. Intenté accionarla, sin saber, te lo juro, cuál era el cuarto en que entraba en función. Pero, por otra parte, estaba convencido de que la bomba no podía funcionar. Jugué, es verdad, pero solo jugué, sin intenciones homicidas. Y además, si hubiera hecho lo que tú has dicho, ¿cómo explicas que en el cuarto de Federico la madera de la chimenea estuviera completamente consumida? Aun pudiendo hacer el vacío y matar a alguien, en el vacío no ardería ninguna llama…
—No te preocupes por la chimenea —dijo severa la voz del Poeta—, para eso hay otra explicación. Más bien, abre tu relicario si estás tan seguro de que no contiene el Greal.
Boron, murmurando que Dios lo fulminara si jamás había pensado que tenía el Greal, rompió rabioso el sello con su puñal, y de la teca salió rodando por los suelos un cráneo, más pequeño que los que habían visto hasta entonces, porque quizá Ardzrouni no había vacilado en profanar también tumbas de niños.
—No tienes el Greal, está bien —dijo la voz del Poeta—, pero eso no te absuelve de lo que hiciste. Ocupémonos de ti, Kyot. Saliste inmediatamente después, con el aire de quien necesita aire, pero mucho necesitabas si fuiste hasta la explanada, allí donde estaban los espejos de Arquímedes. Te seguí y te vi. Los tocaste, manejaste el que actuaba a pequeña distancia, como nos había explicado Ardzrouni, lo inclinaste de una manera que no era casual, porque prestabas mucha atención. Predispusiste el espejo para que a las primeras luces del sol concentrara sus rayos en la ventana del cuarto de Federico. Así sucedió, y aquellos rayos encendieron la leña de la chimenea. El vacío hecho por Boron ya había cedido el campo a aire nuevo, después de tanto tiempo, y la llama pudo alimentarse. Tú sabías qué habría hecho Federico, despertándose medio sofocado por el humo de la chimenea. Se habría creído envenenado y habría bebido del Greal. Ya lo sé, también tú bebiste, aquella noche, pero no te observamos atentamente mientras lo colocabas en el arcón. De alguna manera tú habías comprado un veneno en el mercado de Gallípoli y dejaste caer algunas gotas en la copa. El plan era perfecto. Solo que no sabías lo que había hecho Boron. Federico había bebido de tu copa envenenada, pero no cuando se encendió el fuego, sino mucho antes, cuando Boron le estaba quitando el aire.
—Tú estás loco, Poeta —gritó Kyot, pálido como un muerto—, yo no sé nada del Greal, mira, ahora abro mi cabeza… ¡Mira, hay un cráneo!
—No tienes el Greal, está bien —dijo la voz del Poeta—, pero no niegues que moviste los espejos.
—No me sentía bien, tú lo has dicho, quería respirar el aire de la noche. Jugué con los espejos, ¡pero que Dios me fulmine en este mismo instante si sabía que habrían encendido el fuego en aquel cuarto! No creas que en estos largos años no he pensado nunca en mi imprudencia, preguntándome si no habría sido por mi culpa que el fuego se encendió, y si ello no habría tenido nada que ver con la muerte del emperador. Años de dudas atroces. ¡De alguna manera tú ahora me alivias, porque me dices que entonces, en cualquier caso, Federico ya estaba muerto! Pero, por lo que respecta al veneno, ¿cómo puedes decir semejante infamia? Yo aquella noche bebí con buena fe, me sentía como una víctima propiciatoria…
—Sois todos unos corderillos inocentes, ¿verdad? Corderillos inocentes que durante casi quince años han vivido con la sospecha de haber matado a Federico, ¿no es verdad también para ti, Boron? Pero aquí tenemos a nuestro Boidi. Eres tú el único que puede tener el Greal. Tú aquella noche no saliste. Encontraste a Federico tirado en el cuarto como todos los demás, a la mañana siguiente. No te lo esperabas, pero aprovechaste la ocasión. La cultivabas desde hacía tiempo. Por otra parte, eras el único que tenía razones para odiar a Federico, que bajo las murallas de Alejandría había hecho morir a tantos compañeros tuyos. En Gallípoli dijiste que habías comprado aquel anillo con el cordial en el engaste. Pero nadie te vio mientras tratabas con el mercader. ¿Quién dice que contenía de verdad el cordial? Tú estabas preparado desde hacía tiempo con tu veneno, y entendiste que aquel era el momento adecuado. Quizá Federico, pensabas, solo ha perdido los sentidos. Le vertiste el veneno en la boca diciendo que lo querías reanimar y solo después, fijaos, solo después, Solomón se dio cuenta de que estaba muerto.
—Poeta —dijo el Boidi arrodillándose—, si tú supieras cuántas veces en estos años me he preguntado si de verdad aquel cordial mío no era por casualidad venenoso. Pero tú ahora me dices que Federico estaba ya muerto, asesinado por uno de estos dos, o por ambos, gracias a Dios.
—No importa —dijo la voz del Poeta—, cuenta la intención. Pero por lo que me concierne, de tus intenciones darás cuentas a Dios. Yo solo quiero el Greal. Abre la teca.
El Boidi intentó abrir temblando el relicario; el lacre resistió tres veces. Boron y Kyot se habían alejado de él, inclinado sobre aquel receptáculo fatal, como si fuera ya la víctima designada. Al cuarto intento la teca se abrió, y apareció, una vez más, un cráneo.
—Por todos los malditísimos santos —gritó el Poeta, saliendo de detrás del iconostasio.
—Era el retrato mismo del furor y de la demencia, señor Nicetas, y yo no reconocía ya al amigo de otro tiempo. Pero en aquel instante me acordé del día que había ido a observar los relicarios, después de que Ardzrouni nos propusiera llevárnoslos, y después de que Zósimo hubiera escondido ya, sin saberlo nosotros, el Greal en uno de ellos. Había cogido una cabeza, si bien recuerdo la primera a la izquierda, y la había observado bien. Luego la había dejado. Ahora revivía aquel momento de quince años antes, y me veía mientras apoyaba la cabeza a la derecha, la última de las siete. Cuando Zósimo bajó para huir con el Greal, acordándose de haberlo colocado en la primera cabeza por la izquierda, cogió aquella, que en cambio, era la segunda. Cuando nosotros nos repartimos las cabezas a la hora de partir, yo cogí la mía el último. Era, evidentemente, la de Zósimo. Te acordarás de que había llevado conmigo, sin decírselo a nadie, también la cabeza de Abdul, después de su muerte. Cuando luego le regalé una de las dos cabezas a Práxeas, evidentemente le di la de Abdul, y ya lo había comprendido entonces, porque se había abierto con facilidad, dado que el sello ya lo había roto Ardzrouni. Así pues, yo, durante casi quince años, había llevado el Greal conmigo sin saberlo. Estaba tan seguro que no necesitaba ni siquiera abrir mi cabeza. Pero lo hice, intentando no hacer ruido. Aunque detrás de la columna estaba oscuro, conseguí ver que el Greal estaba ahí, encajado en la teca con la boca hacia delante, con el fondo que sobresalía redondo como un cráneo.
El Poeta estaba ahora agarrando a cada uno de los otros tres por la túnica, cubriéndolos de insultos, gritando que no le tomaran el pelo, como si un demonio se hubiera apoderado de él. Baudolino entonces dejó su relicario detrás de una columna y salió de su escondite:
—Soy yo quien tiene el Greal —dijo.
El Poeta se quedó de una pieza. Enrojeció violentamente y dijo:
—Nos has mentido, durante todo este tiempo. ¡Y yo que te creía el más puro de nosotros!
—No he mentido. No lo sabía, hasta esta noche. Eres tú el que te has equivocado con la cuenta de las cabezas.
El Poeta extendió las manos hacia el amigo y dijo con espuma en la boca:
—¡Dámelo!
—¿Por qué a ti? —preguntó Baudolino.
—El viaje acaba aquí —repitió el Poeta—. Ha sido un viaje desafortunado, y esta es mi última posibilidad. Dámelo o te mato.
Baudolino dio un paso hacia atrás, apretando los puños en los pomos de sus dos puñales árabes.
—Serías muy capaz, si por ese objeto asesinaste a Federico.
—Tonterías —dijo el Poeta—. Acabas de oír confesar a estos tres.
—Tres confesiones son demasiadas para un solo homicidio —dijo Baudolino—. Podría decir que, aunque cada uno hubiera hecho lo que hizo, tú se lo dejaste hacer. Habría bastado, cuando viste que Boron iba a accionar la palanca del vacío, con que tú se lo hubieras impedido. Habría bastado, cuando Kyot movió los espejos, con que tú hubieras advertido a Federico antes de que se levantara el sol. No lo hiciste. Querías que alguien matara a Federico para sacar tu propio provecho de ello. Pero yo no creo que ninguno de estos tres pobres amigos haya causado la muerte del emperador. Al oírte hablar detrás del iconostasio, me he acordado de la cabeza de Medusa que hacía que se oyera en el cuarto de Federico lo que se murmuraba en la caracola de abajo. Ahora te digo qué sucedió. Desde antes de la salida de la expedición para Jerusalén, tú mordías el freno, y querías dirigirte hacia el reino del Preste, con el Greal, por tu cuenta. Esperabas solo la ocasión buena para desembarazarte del emperador. Luego, seguro, nosotros habríamos ido contigo, pero evidentemente para ti no éramos fuente de preocupación. O quizá pensabas hacer lo que, en cambio, Zósimo, precediéndote hizo. No lo sé. Pero debería haberme dado cuenta desde hacía tiempo de que tú ya soñabas por tu cuenta, salvo que la amistad velaba mi agudeza.
—Sigue —se rió con sarcasmo el Poeta.
—Sigo. Cuando Solomón en Gallípoli compró el contraveneno, recuerdo perfectamente que el mercader nos ofreció otra ampolla igual, pero que contenía veneno. Cuando salimos de aquel emporio, durante un rato te perdimos de vista. Luego volviste a aparecer, pero no tenías dinero, dijiste que te lo habían robado. En cambio, mientras nosotros paseábamos por el mercado, tú volviste allá y compraste el veneno. No te habrá resultado difícil sustituir la ampolla de Solomón por la tuya, durante el largo viaje a través de la tierra del sultán de Iconio. La noche antes de la muerte de Federico fuiste tú quien le aconsejaste, en voz alta, que se dotara de un contraveneno. Así le diste la idea al buen Solomón, que ofreció el suyo, o es decir, tu veneno. Debes haber experimentado un momento de terror cuando Kyot se ofreció para probarlo, pero quizá sabías ya que ese líquido, tomado en pequeñas dosis, no hacía nada, y había que beberlo todo para morir. Pienso que durante la noche Kyot necesitaba tanto aire porque aquel pequeño sorbo lo había trastornado, pero de eso no estoy seguro.
—¿Y de qué estás seguro? —preguntó el Poeta, riéndose aún.
—Estoy seguro de que, antes de ver trajinar a Boron y a Kyot, ya tenías en la mente tu plan. Fuiste a la sala donde estaba la caracola, en cuyo agujero central se hablaba para hacerse oír en el cuarto de Federico. Entre otras cosas, has dado prueba también esta noche de que este juego te gusta, y desde que te he oído hablar allá atrás he empezado a entender. Te acercaste a la oreja de Dionisio y llamaste a Federico. Pienso que te hiciste pasar por mí, confiando en el hecho de que la voz, al pasar de un piso al otro, llegaba alterada. Dijiste que era yo, para resultar más creíble. Avisaste a Federico de que habíamos descubierto que alguien había puesto veneno en su comida, quizá le dijiste que uno de nosotros estaba empezando a sufrir atroces dolores, y Ardzrouni ya había desatado a sus sicarios. Le dijiste que abriera el arca y se bebiera enseguida el contraveneno de Solomón. Mi pobre padre te creyó, bebió y murió.
—Bonita historia —dijo el Poeta—. Pero, ¿y la chimenea?
—Quizá se encendió de verdad con los rayos del espejo, pero cuando Federico era ya cadáver. La chimenea no tenía nada que ver, no formaba parte de tu proyecto pero, fuera quien fuese el que la encendió, te ayudó a confundirnos las ideas. Tú mataste a Federico, y solo hoy me has ayudado a comprenderlo. Que tú seas maldito: ¿cómo pudiste cometer ese delito, ese parricidio del hombre que te había beneficiado, solo por sed de gloria? ¿No te dabas cuenta de que una vez más te estabas apropiando de la gloria ajena, como hiciste con mis poesías?
—Esta sí que es buena —dijo riendo el Boidi, que ya se había recobrado de su miedo—. ¡El gran poeta se hacía escribir las poesías por los demás!
Esta humillación, después de las muchas frustraciones de aquellos días, unida a la desesperada voluntad de obtener el Greal, empujó el Poeta al último exceso. Desenvainó la espada y se arrojó sobre Baudolino gritando:
—Te mato, te mato.
—Te he dicho siempre que yo era un hombre de paz, señor Nicetas. Era indulgente conmigo mismo. En realidad, soy un cobarde, tenía razón Federico. Yo en aquel momento odiaba al Poeta con toda mi alma, lo quería muerto y, aun así, no pensaba en matarlo, solo quería que él no me matara a mí. Di un salto hacia atrás, hacia las columnas, luego tomé el pasillo por donde había llegado. Escapaba en la oscuridad, y oía sus amenazas mientras me perseguía. El pasillo no tenía luz, caminar a tientas quería decir tocar los cadáveres de las paredes; en cuanto encontré una apertura a la izquierda me lancé en esa dirección. El Poeta seguía el ruido de mis pasos. Por fin vi una claridad, y me encontré en el fondo del pozo abierto hacia arriba, por donde había pasado ya al llegar. Había anochecido, y casi de milagro veía la luna sobre mi cabeza, que clareaba el lugar donde estaba, y arrojaba reflejos plateados en los rostros de los muertos. Quizá fueran ellos los que me dijeron que no se podía engañar a la propia muerte cuando te pisa los talones. Me detuve. Vi llegar al Poeta, se cubrió los ojos con la mano izquierda, para no ver a aquellos huéspedes inesperados. Yo agarré uno de aquellos ropajes carcomidos y tiré con fuerza. Un cadáver cayó justo entre el Poeta y yo, levantando una nube de polvo y de jirones diminutos del traje que se disolvía al tocar el suelo. La cabeza de aquel despojo se había separado del busto y había rodado a los pies de mi perseguidor, bajo el rayo lunar, mostrándole su sonrisa atroz. El Poeta se detuvo un instante, aterrorizado, luego le dio una patada a la calavera. Yo aferré dos despojos más del otro lado, empujándolos contra su cara. Quítame esta muerte de encima, gritaba el Poeta, mientras escamas de piel reseca le revoloteaban alrededor de la cabeza. Yo no podía seguir aquel juego hasta el infinito, me precipitaría más allá del círculo luminoso y volvería a caer en la oscuridad. Apreté en los puños mis dos puñales árabes, y apunté las hojas rectas ante mí, como un espolón. El Poeta se me echó encima con la espada levantada, empuñándola con las dos manos, para partirme en dos la cabeza, pero tropezó con el segundo esqueleto, que había hecho rodar justo delante de sí, se me vino encima, y yo me desplomé, sosteniéndome con los codos; él cayó encima de mí, mientras la espada se le escapaba de las manos… Vi su cara sobre la mía, sus ojos inyectados en sangre contra los míos, olía el olor de su rabia, de animal que hinca sus colmillos en su presa, sentí sus manos que se cerraban en torno a mi cuello, oí el crujido de sus dientes… Reaccioné instintivamente, levanté los codos y vibré dos puñaladas, por una parte y por otra, contra sus costados. Oí el ruido de un paño que se rasga, tuve la impresión de que, en el centro de sus entrañas, mis dos hojas se encontraron. Luego le vi ponerse blanco, y un reguero de sangre le salió de la boca. Su frente tocó la mía, su sangre goteó en mi boca. No recuerdo cómo me sustraje a aquel abrazo, le dejé los puñales en el vientre y me quité de encima aquel peso. El Poeta resbaló a mi lado, con los ojos abiertos fijos en la luna, allá arriba, y estaba muerto.
—La primera persona que matas en tu vida.
—Y quiera Dios que sea la última. Había sido el amigo de mi juventud, el compañero de mil aventuras durante más de cuarenta años. Yo quería llorar, luego me acordaba de lo que había hecho y habría querido volverlo a matar. Me levanté con esfuerzo, porque he empezado a matar cuando ya no tengo la agilidad de mis años mejores. Fui a tientas hasta el fondo del pasillo, jadeando, entré de nuevo en la cripta, vi a los otros tres, blancos y temblorosos, me sentí investido de mi dignidad de ministerial y de hijo adoptivo de Federico. No debía mostrar debilidad alguna. Erguido, dando la espalda al iconostasio como si fuera un arcángel entre los arcángeles, dije: se ha hecho justicia, he dado muerte al asesino del sacro y romano emperador.
Baudolino fue a recoger su relicario, sacó el Greal, se lo enseñó a los demás, como se hace con una hostia consagrada. Dijo solo:
—¿Alguno de vosotros abriga alguna pretensión?
—Baudolino —dijo Boron, sin conseguir todavía tener quietas las manos—, esta noche he vivido más que todos los años que hemos pasado juntos. Desde luego no es culpa tuya, pero algo se ha roto entre nosotros, entre tú y yo, entre Kyot y yo, y entre el Boidi y yo. Hace poco, aun por pocos instantes, cada uno de nosotros ha deseado ardientemente que el culpable fuera el otro, para poner fin a una pesadilla. Esto ya no es amistad. Después de la caída de Pndapetzim, hemos seguido juntos solo por casualidad. Lo que nos unía era la búsqueda del objeto que tienes en la mano. La búsqueda digo, no el objeto. Ahora sé que el objeto había estado siempre con nosotros, y ello no nos ha impedido correr más de una vez hacia nuestra ruina. Esta noche he entendido que yo no debo poseer el Greal, ni dárselo a nadie, sino solo mantener viva la llama de su búsqueda. Así pues, quédate con esa escudilla, que tiene el poder de arrastrar a los hombres solo cuando no se la encuentra. Yo me voy. Si puedo salir de la ciudad, lo haré cuanto antes, y empezaré a escribir sobre el Greal, y en mi relato estará mi único poder. Escribiré de caballeros mejores que nosotros, y los que me lean soñarán la pureza, y no nuestras miserias. Adiós a todos, amigos míos que habéis sobrevivido. No pocas veces ha sido hermoso soñar a vuestro lado.
Desapareció por donde había llegado.
—Baudolino —dijo Kyot—. Creo que Boron ha hecho la mejor elección. Yo no soy docto como él, no sé si sabría escribir la historia del Greal, pero desde luego encontraré a alguien a quien contársela para que la escriba. Tiene razón Boron, permaneceré fiel a mi búsqueda de tantos y tantos años si logro empujar a los demás a desear el Greal. No hablaré siquiera de esa copa que tienes en las manos. Quizá diga, como decía un tiempo, que es una piedra caída del cielo. Piedra, o copa, o lanza, qué importa. Lo que cuenta es que nadie la encuentre, si no, los demás dejarían de buscarla. Si quieres oír mi consejo, esconde ese objeto: que nadie mate su sueño poniéndole las manos encima. Y, con respecto al resto, también yo me sentiría a disgusto moviéndome entre vosotros, me atenazarían demasiados recuerdos dolorosos. Tú, Baudolino, te has convertido en un ángel exterminador. Quizá tenías que hacer lo que has hecho. Pero yo no quiero volver a verte. Adiós.
Y también él salió de la cripta.
Habló entonces el Boidi, y al cabo de tantos años volvió a hablar en la lengua de la Frascheta.
—Baudolino —dijo—, yo no tengo la cabeza entre las nubes como esos, y no sé contar historias. Que la gente vaya por ahí buscando una cosa que no existe a mí me da risa. Lo que cuenta es lo que existe, lo que pasa es que no debes enseñárselo a todos porque la envidia es un mal bicho. Ese Greal es algo santo, créeme, porque es simple como todo lo santo. Yo no sé dónde irías a ponerlo tú, pero cualquier sitio sería el sitio equivocado menos el que ahora te diré yo. Oye lo que se me ha ocurrido. Después de que murió tu pobre padre Gagliaudo que en paz descanse, recordarás que todos en Alejandría se pusieron a decir que a quien salva una ciudad se le hace una estatua. Luego ya sabes cómo van las cosas: se habla, se habla y nunca se hace nada. En cambio, yo encontré, cuando iba por esos mundos para vender el trigo, en una pequeña iglesia que se caía a pedazos cerca de Villa del Foro, una estatua muy bonita, que quién sabe de dónde venía. Representa un viejecito encorvado, que sujeta con las manos una especie de piedra de molino por encima de la cabeza, una piedra de construcción, quizá una gran quesera, vete tú a saber, y parece que se dobla en dos porque no consigue aguantarla. Me dije que una imagen así querría decir algo, aunque no sé en absoluto qué querrá decir, pero ya sabes, tú haces una figura y los demás se inventan lo que quiere decir, cualquier cosa va bien. Pero mira qué casualidad, me dije entonces, esta podría ser la estatua de Gagliaudo, la encajas encima de la puerta o en los lados de la catedral, como una columnilla, y esa piedra en la cabeza le hace de capitel. Es igualita que Gagliaudo, él solo aguantando el peso de todo el asedio. La llevé a casa y la puse en mi pajar. Cuando se lo decía a los demás, todos decían que era muy buena idea. Luego salió el asunto de que si uno era un buen cristiano había de ir a Jerusalén, y me lancé a la empresa también yo, y parecía quién sabe qué maravilla. Pecho, a lo hecho. Ahora vuelvo a casa, y verás que después de todo este tiempo, los nuestros que todavía queden en este mundo me harán cantidad de festejos, y para los más jóvenes seré el que siguió al emperador a Jerusalén, y que tiene para contar en torno al hogar más que el mago Virgilio, y a lo mejor antes de morir me hacen incluso cónsul. Yo vuelvo a casa, sin decirle nada a nadie voy al pajar, encuentro la estatua, le hago como puedo un agujero en eso que lleva en la cabeza y le meto dentro el Greal. Luego lo tapo con argamasa, le vuelvo a poner encima unas lascas de piedra que no debe verse ni siquiera una raja y llevo la estatua a la catedral. La colocamos bien emparedada, y allí se queda per omnia saecula saeculorum, que nadie la baja ya de ahí, ni puede ir a ver qué lleva tu padre en la mollera. Nosotros somos una ciudad joven y sin demasiados grillos por la cabeza, pero la bendición del cielo no le sienta mal a nadie. Yo moriré, morirán mis hijos, y el Greal estará siempre allí, protegiendo la ciudad, sin que nadie lo sepa, basta con que los sepa Dios Padre. ¿Qué te parece?
—Señor Nicetas, aquel era el final justo para la escudilla, entre otras cosas porque yo, aun habiendo fingido olvidarlo durante años, era el único que sabía de dónde venía de verdad. Después de lo que acababa de hacer, no sabía ni siquiera para qué había estado en este mundo, visto que no había hecho bien una sola cosa en la vida. Con aquel Greal en la mano habría hecho otras tonterías. Tenía razón el buen Boidi. Me habría gustado volver con él, pero ¿qué hacía yo en Alejandría, entre mil recuerdos de Colandrina, soñando con Hipatia cada noche? Le di las gracias al Boidi por aquella buena idea, envolví el Greal en el trapo en que lo había llevado, pero sin relicario. Si tienes que viajar, y encontrarte a lo mejor con los bandidos, le dije, un relicario que parece de oro te lo quitan enseguida, mientras una vulgar escudilla ni siquiera la tocan. Ve con Dios, Boidi, que te ayude en tu empresa. Déjame aquí, que necesito quedarme solo. Así se fue también él. Yo miré a mi alrededor, y me acordé de Zósimo. Ya no estaba. Cuándo se escapó, no lo sé; había oído decir que uno quería matar a otro, y la vida ya le había enseñado a evitar los líos. A tientas, él, que conocía de memoria aquellos lugares, se había largado, mientras nosotros teníamos cosas más importantes que hacer. Había cometido todo tipo de fechorías, pero había sido castigado. Que siguiera haciendo el buscón por las calles, y que el Señor se apiadara de él. Así, señor Nicetas, recorrí mi pasillo de los muertos, pasando por encima del cadáver del Poeta, y salí a la luz del incendio, cerca del Hipódromo. Lo que me sucedió acto seguido, ya lo sabes, pues acto seguido te encontré a ti.