El plan lo habían estudiado durante meses, en sus mínimos detalles. Si el Poeta se había demostrado un buen capitán en adiestrar a sus tropas, Baudolino había revelado dotes de estratega. Justo en las afueras de la ciudad se erguía la más alta de aquellas colinas semejantes a cúmulos de nata montada que habían visto a la llegada. Desde arriba se dominaba toda la llanura, hasta las montañas por un lado y más allá de la extensión de los helechos. Desde allí Baudolino y el Poeta dirigirían los movimientos de sus guerreros. Junto a ellos un escuadrón elegido de esciápodos, instruido por Gavagai, permitiría comunicaciones rapidísimas con las distintas escuadras.
Los poncios se dispersarían por los diferentes puntos de la llanura, listos para captar, con su sensibilísimo apéndice ventral, los movimientos del adversario y hacer, como estaba acordado, señales de humo.
Delante de todos, casi en el límite extremo de la llanura de los helechos, debían esperar los esciápodos, al mando del Porcelli, dispuestos a aparecer de repente ante los invasores, con sus fístulas y sus dardos envenenados. Cuando las columnas de los enemigos hubieran sido desbaratadas por aquel primer impacto, detrás de los esciápodos asomarían los gigantes, empujados por Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula, haciendo estragos de sus caballos. Pero, repetía el Poeta, hasta que no hubieran recibido la orden de entrar en acción debían moverse a gatas.
Si una parte de los enemigos hubiera superado la barrera de los gigantes, debían entrar en acción desde lados opuestos de la llanura, por un flanco los pigmeos conducidos por el Boidi y por el otro, los blemias bajo las órdenes del Cùttica. Empujados hacia el lado opuesto por el nubarrón de flechas lanzado por los pigmeos, los hunos se moverían hacia los blemias y, antes de que los hubieran divisado en la hierba, habrían podido deslizarse bajo sus caballos.
Cada uno, con todo, no debía arriesgar mucho. Tenían que infligir pérdidas severas al enemigo, pero limitando al máximo las propias. En efecto, el verdadero puntal de la estrategia eran los nubios, que debían esperar concentrados en el centro de la llanura. No cabía duda de que los hunos superarían los primeros choques, pero habrían llegado ante los nubios ya reducidos en número, cubiertos de heridas, y sus caballos no podrían moverse demasiado deprisa entre aquellas hierbas altas. Entonces, los belicosos circunceliones habrían estado listos, con sus mortíferas clavas y su legendario desprecio del peligro.
—De acuerdo, escaramuzas vistas y no vistas —decía el Boidi—, la verdadera barrera insuperable serán los buenos circunceliones.
—Y vosotros —sugería el Poeta—, después de que hayan pasado los hunos, tenéis que recompactar inmediatamente a los vuestros y disponerlos en un semicírculo de por lo menos media milla. Así, si los enemigos recurrieran a ese artificio pueril de fingir la fuga para rodear después a los perseguidores, seréis vosotros los que los estrechéis en vuestra tenaza, mientras corren hacia vuestros brazos. Sobre todo, que ninguno quede vivo. Un enemigo derrotado, si sobrevive, antes o después trama una venganza. Que si luego algún superviviente consiguiera escapar de vosotros o de los nubios, y dirigirse hacia la ciudad, allí estarán dispuestos los panocios para volarles encima, y ante tal sorpresa ningún enemigo podría resistir.
Habiendo calculado la estrategia de manera que nada fuera dejado al azar, cuando cayó la noche, allí estaban las cohortes aglomerándose en el centro de la ciudad y marchando a la luz de las primeras estrellas hacia la llanura, precedida cada una por sus propios sacerdotes y cantando en su propia lengua el Pater Noster, con un majestuoso efecto sonoro que jamás se había oído ni en Roma en la más solemne de las procesiones:
Mael nio, kui vai o les zeal, aepseno lezai tio mita.
Veze lezai tio tsaeleda.
O fat obas, kel binol in süs, paisalidumöz nemola.
Komömöd monargän ola.
Pat isel, ka bi ni sieloes. Nom al zi bi santed.
Klol alzi komi.
O baderus noderus, ki du esso in seluma,
fakdade sankadus hanominanda duus,
adfenade ha rennanda duus.
Amy Pornio dan chin Orhnio viey, gnayjorhe sai
lory, eyfodere sai bagalin, johre dai domion.
Hai coba ggia rild dad, ha babi io sgymentea,
ha salta io velca…
Últimos desfilaron los blemias, mientras Baudolino y el Poeta se interrogaban sobre su retraso. Cuando llegaron, cada uno de ellos llevaba encima de los hombros, atado bajo las axilas, un armazón de cañas en cuya cima estaba colocada una cabeza de pájaro. Con orgullo dijo Ardzrouni que había sido su última invención. Los hunos habrían visto una cabeza, y a ella habrían apuntado, y los blemias les habrían saltado encima, ilesos, en pocos segundos. Baudolino dijo que la idea era buena, pero que se apresuraran, porque tenían pocas horas para llegar a sus posiciones. Los blemias no parecían apurados por haber adquirido una cabeza, es más, se pavoneaban como si llevaran un yelmo emplumado.
Baudolino y el Poeta, con Ardzrouni, subieron al otero desde donde tenían que dirigir la batalla, y esperaron la aurora. Habían enviado a Gavagai a la primera línea, listo para ponerles al corriente sobre lo que estaba sucediendo. El buen esciápodo corrió a su puesto de combate gritando:
—¡Viva los santísimos Magos, viva Pndapetzim!
Las montañas se iluminaban ya hacia oriente con los primeros rayos solares, cuando un hilo de humo alimentado por los atentos poncios avisó de que los hunos iban a aparecer en el horizonte.
Y en efecto, aparecieron, en una larga línea frontal, de manera que desde lejos parecía que no avanzaran nunca, sino que ondearan o temblaran, durante un tiempo que a todos les pareció interminable. Se podía notar su avance porque poco a poco dejaban de divisarse las patas de sus caballos, que los helechos ocultaban a las miradas de los que estaban en el otero, hasta el momento en que estuvieron a poca distancia de las filas escondidas de los primeros esciápodos, y todos esperaban ver, a renglón seguido, a aquellos buenos monópodos salir al descubierto. Pero el tiempo pasaba, los hunos se adentraban en la pradera, y se advertía que allá abajo ocurría algo raro.
Mientras los hunos eran visibilísimos ya y los esciápodos no daban todavía señales de vida, pareció entreverse a los gigantes que, antes de lo previsto, se levantaban, emergiendo enormes de la vegetación, pero, en lugar de enfrentarse con el enemigo, se tiraban entre las hierbas, empeñados en una lucha con los que debían de ser los esciápodos. Baudolino y el Poeta, de lejos, no podían entender bien qué estaba pasando, pero fue posible reconstruir las fases de la batalla paso a paso gracias al valiente Gavagai, que fulminantemente iba y venía de un extremo al otro de la llanura.
Por atávico instinto, en cuanto se alza el sol, el esciápodo se ve inducido a tumbarse y a extender su pie sobre su cabeza. Eso habían hecho los guerreros de su tropa de asalto. Los gigantes, aunque no fueran despiertísimos de mollera, habían notado que algo no funcionaba de la manera adecuada, y habían empezado a decírselo, pero, según su costumbre herética, los llamaban homousiastas de mierda, excrementos de Arrio.
—Esciápodo bueno y fiel —se desesperaba Gavagai al dar esas noticias—, está valeroso y no vil, ¡pero no puede soportar insulto de herético comequeso, tú intente entender!
En breve, había empezado primero una rápida bronca teológica, luego un intercambio de golpes a cuerpo limpio, y los gigantes se habían salido pronto con la suya. Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula había intentado separar a sus monóculos de aquel malsano enfrentamiento, pero aquellos habían perdido el bien del intelecto y lo alejaban con tales manotazos que lo hacían volar diez metros más allá. Así no se habían dado cuenta de que los hunos se les echaban encima, y había seguido una matanza. Caían los esciápodos y caían los gigantes, aunque algunos de estos intentaban defenderse agarrando a un esciápodo por el pie y usándolo, en vano, como si fuera una maza. El Porcelli y el Scaccabarozzi se habían lanzado al ataque, para reanimar cada uno a su propia escuadra, pero habían sido rodeados por los hunos. Se habían defendido indómitamente, pero pronto habían sido traspasados por cien flechas.
Se veía ahora a los hunos abrirse paso, aplastando las hierbas, entre las víctimas de su masacre. El Boidi y el Cùttica, desde los dos lados de la llanura, no conseguían entender qué sucedía, y fue necesario mandarles a Gavagai para que anticiparan la intervención lateral de los blemias y de los pigmeos. Los hunos se vieron asaltados desde bandas opuestas, pero tuvieron una idea admirable: su vanguardia avanzó más allá de las filas de los esciápodos y de los gigantes caídos, la retaguardia se retiró, y he aquí a los pigmeos por un lado y a los blemias por el otro corriendo los unos hacia los otros. Los pigmeos, al ver aquellas cabezas de volátiles que sobresalían de la hierba, ajenos al invento de Ardzrouni, se pusieron a gritar:
—¡Las grullas, las grullas!
Y, creyendo tener que enfrentarse con su enemigo milenario, se olvidaron de los hunos y cubrieron de flechas las filas de los blemias. Los blemias se defendían ahora de los pigmeos y, convencidos de una traición, gritaban:
—¡Muerte al hereje!
Los pigmeos a su vez creyeron en una traición de los blemias y, al oírse tildar de herejía, considerándose los únicos guardianes de la verdadera fe, gritaban:
—¡Muerte al fantasiasta!
Los hunos cayeron encima de aquella contienda y herían de muerte uno a uno a sus enemigos, mientras ellos se herían entre sí. Gavagai refería ahora que había visto al Cùttica intentar detener a los enemigos él solo. Luego, arrollado, había caído pisoteado por sus caballos.
El Boidi, ante la vista del amigo que moría, juzgó perdidas las dos columnas, saltó a caballo e intentó acercarse hacia la barrera nubia para alertarla, pero los helechos detenían su carrera, al igual que hacían difícil el avance de los enemigos. El Boidi llegó con esfuerzo hasta los nubios, se colocó a su espalda y los incitó a moverse compactos hacia los hunos. Pero en cuanto se encontraron a aquellos de frente, sedientos de sangre, los condenados circunceliones siguieron su naturaleza, es decir, su natural propensión al martirio. Pensaron que el momento sublime del sacrificio había llegado, y era mejor anticiparlo. Se colocaron uno tras otro de rodillas invocando:
—¡Mátame, mátame!
Los hunos no se lo podían creer, sacaron sus espadas cortas y afiladas, y se dedicaron a cortar las cabezas de los circunceliones que se agolpaban a su alrededor tendiendo el cuello e invocando el lavacro purificador.
El Boidi, alzando los puños al cielo, se dio a la fuga corriendo hacia la colina, y llegó justo antes de que la llanura se incendiara.
En efecto, Boron y Kyot, desde la ciudad, avisados del peligro, habían pensado en usar las cabras que Ardzrouni había preparado para aquella estratagema suya, inútil en pleno día. Habían hecho que los sinlengua empujaran a centenares de animales con los cuernos en llamas por la llanura. La estación estaba adelantada, las hierbas ya bastante secas, y prendieron fuego en un instante. El mar de hierba estaba transformándose en un mar de llamas. Quizá Boron y Kyot habían pensado que las llamas se limitarían a trazar una barrera, o empujarían hacia atrás a la caballería enemiga, pero no habían calculado la dirección del viento. El fuego iba tomando más y más vigor, pero se abría paso hacia la ciudad. Lo cual, sin duda, favorecía a los hunos, que solo tenían que esperar a que las hierbas ardieran, las cenizas se enfriaran, y tendrían vía libre para el galope final. Pero, de alguna manera, detenía por lo menos durante una hora su avance. Los hunos, con todo, sabían que tenían tiempo. Se limitaron a quedarse en los márgenes del incendio y, levantando los arcos hacia el cielo, lanzaban tal cantidad de flechas que oscurecían el cielo y caían más allá de la barrera, no sabiendo todavía si los esperaban otros enemigos.
Una flecha cayó silbando desde arriba y se clavó en el cuello de Ardzrouni, que se desplomó con un singulto ahogado, perdiendo sangre por la boca. Al intentar llevarse las manos al cuello para arrancarse la flecha, vio que se estaba cubriendo de manchas blancuzcas. Baudolino y el Poeta se inclinaron sobre él y le susurraron que lo mismo le sucedía a su cara.
—Ves que Solomón tenía razón —le decía el Poeta—, existía un remedio. Quizá las flechas de los hunos estén embebidas con un tóxico que para ti es mano de santo y disuelve el efecto de aquellas piedras negras.
—Qué me importa a mí si me muero blanco o negro —dijo en un estertor Ardzrouni, y murió, todavía de color incierto.
Pero caían más flechas, bien tupidas, y había que abandonar la colina. Huyeron hacia la ciudad, con el Poeta petrificado que decía:
—Todo ha terminado, me he jugado un reino. No debemos esperar mucho de la resistencia de los panocios. Podemos esperar solo en el tiempo que nos consienten las llamas. Recojamos nuestras cosas y huyamos. Hacia occidente el camino todavía está libre.
Baudolino tuvo en aquel instante un solo pensamiento. Los hunos habrían entrado en Pndapetzim, la habrían destruido, pero su carrera enloquecida no se habría detenido allí, habrían avanzado hacia el lago, habrían invadido el bosque de las hipatias. Debía precederles. Pero no podía abandonar a sus amigos; era preciso encontrarlos, recoger sus cosas, algunas provisiones, prepararse para una larga fuga.
—¡Gavagai, Gavagai! —gritó, y en el acto vio a su fiel amigo a su costado—. Corre al lago, encuentra a Hipatia, no sé cómo lo conseguirás, dile que esté preparada, ¡voy a salvarla!
—Yo no sé cómo hace, pero yo encuentra ella —dijo el esciápodo, y partió como una flecha.
Baudolino y el Poeta entraron en la ciudad. La noticia de la derrota ya había llegado, las mujeres de todas las razas, con sus pequeños en brazos, corrían sin meta por las calles. Los panocios, aterrorizados, pensando que ya sabían volar, se lanzaban al vacío. Pero habían sido educados a planear hacia abajo, no a librarse en el cielo, y enseguida daban con sus huesos por tierra. Los que intentaban agitar desesperadamente sus orejas para moverse por el aire, se precipitaban exhaustos y se estrellaban contra las rocas. Encontraron a Colandrino, desesperado por el fracaso de su adiestramiento, a Solomón, a Boron y Kyot, que preguntaron por los demás.
—Han muerto, que descansen en paz —dijo con rabia el Poeta.
—Pronto, a nuestros alojamientos —gritó Baudolino—, ¡y luego a occidente!
Llegados a sus alojamientos, recogieron todo lo que podían. Bajando deprisa, frente a la torre, vieron un trajín de eunucos, que cargaban sus bienes en acémilas. Práxeas se les encaró lívido:
—El Diácono ha muerto, y tú lo sabías —le dijo a Baudolino.
—Muerto o vivo, habrías huido igualmente.
—Nosotros nos vamos. Una vez llegados a la garganta, haremos que se precipite el alud, y el camino para el reino del Preste quedará cerrado para siempre. ¿Queréis venir con nosotros? Tendréis que ateneros a nuestros pactos.
Baudolino no le preguntó ni siquiera cuáles eran sus pactos.
—Pero qué me importa a mí tu maldito Preste Juan —gritó—, ¡tengo cosas más importantes en las que pensar! ¡Vamos, amigos!
Los demás se quedaron de piedra. Luego Boron y Kyot admitieron que su verdadera finalidad era encontrar a Zósimo con el Greal, y Zósimo desde luego no había llegado todavía al reino ni llegaría nunca; Colandrino y el Boidi dijeron que con Baudolino habían venido y con él se habrían ido; Solomón observó que sus diez tribus podían estar tanto a este como a aquel lado de las montañas y, por lo tanto, para él cualquier dirección era buena. El Poeta no hablaba, parecía haber perdido toda voluntad, y le tocó a alguien coger las bridas de su caballo para arrastrarlo con ellos.
Mientras iban a huir, Baudolino vio venir hacia él a uno de los dos acólitos velados del Diácono. Llevaba un estuche:
—Es la sábana con sus facciones —dijo—. Quería que la conservaras tú. Haz buen uso de ella.
—¿Huís también vosotros?
Dijo el velado:
—O aquí o allá, si hay un allá, para nosotros será lo mismo. Nos espera la suerte de nuestro señor. Nos quedaremos aquí y apestaremos a los hunos.
Nada más salir de la ciudad, Baudolino tuvo una visión atroz. En las colinas azules se insinuaban llamas. De alguna manera, una parte de los hunos había empezado a rodear el lugar de la batalla desde por la mañana, empleando algunas horas, y había llegado ya al lago.
—Pronto —gritaba Baudolino desesperado—, todos allá, ¡al galope!
Los demás no entendían.
—¿Por qué allá, si esos malditos ya están ahí? —preguntaba el Boidi—. Mejor por aquí, quizá el único pasaje que queda está hacia el sur.
—Haced lo que queráis, yo voy hacia allá —gritó Baudolino fuera de sí.
—Está enloquecido, sigámosle para que no se haga daño —imploraba Colandrino.
Pero Baudolino ya les había sacado mucha delantera, e invocando el nombre de Hipatia iba hacia una muerte segura.
Se detuvo tras media hora de galope furibundo, divisando una figura veloz que le salía al encuentro. Era Gavagai.
—Tú está tranquilo —le dijo—. Yo ha visto ella. Ahora ella está a salvo.
Esa buena noticia debía transformarse bien pronto en fuente de desesperación, porque esto es lo que decía Gavagai: las hipatias habían sido avisadas a tiempo de la llegada de los hunos, y precisamente por los sátiros, que habían bajado de sus colinas, las habían recogido y, cuando Gavagai llegó, estaban conduciéndolas con ellos allá arriba, más allá de las montañas, donde solo ellos sabían cómo moverse y los hunos no habrían conseguido llegar jamás. Hipatia había esperado, era la última, con las compañeras que tiraban de ella por los brazos, para tener noticias de Baudolino, y no quería marcharse sin antes saber algo de su suerte. Al oír el mensaje de Gavagai se había calmado, sonriendo entre las lágrimas le había dicho que lo saludara, temblando le había encargado que le dijera que huyera, porque su vida corría peligro, sollozando le había dejado su último mensaje: lo amaba, y no se volverían a ver nunca más.
Baudolino le preguntó si estaba loco, no podía dejar que Hipatia se fuera a las montañas, quería llevarla consigo. Pero Gavagai le dijo que ya era tarde, que antes de que él llegara allá, donde entre otras cosas los hunos estaban haciendo, soberanos, sus correrías, las hipatias habrían estado ya quién sabe dónde. Luego, superando el respeto por uno de los Magos, y apoyándole una mano en el brazo, le repitió su último mensaje: ella lo habría esperado, pero su primer deber era proteger a su criatura.
—Ella ha dicho: yo por siempre ha conmigo una criatura que recuerda a mí a Baudolino —luego, mirándolo de abajo hacia arriba—. ¿Tú ha hecho criatura con esa mujer?
—No es asunto tuyo —le había dicho, ingrato, Baudolino.
Gavagai había callado.
Baudolino dudaba todavía, cuando sus compañeros lo alcanzaron. Se dio cuenta de que a ellos no podía explicarles nada, nada que pudieran entender. Luego intentó convencerse. Era todo tan razonable: el bosque era ya tierra de conquista, las hipatias afortunadamente habían alcanzado los despeñaderos donde estaba su salvación, Hipatia había sacrificado justamente su amor por Baudolino al amor por ese ser que había de nacer y que él le había dado. Era todo tan desgarradoramente sensato, y no había otra elección posible.
—Bien me habían avisado, señor Nicetas, de que el Demiurgo había hecho las cosas solo a medias.