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Baudolino en las tinieblas de Abcasia

Abandonados los gimnosofistas, vagaron un buen trecho, preguntándose siempre la manera de llegar al Sambatyón sin pasar por aquellos lugares tremendos que les habían mencionado. Pero en vano. Cruzaban llanuras, atravesaban torrentes, trepaban por abruptas escarpas, con Ardzrouni que de vez en cuando hacía sus cálculos con el mapa de Cosme y advertía de que o el Tigris, o el Éufrates, o el Ganges no debían de estar lejos. El Poeta le decía que se callara, feo homúnculo negro; Solomón le repetía que antes o después se volvería a poner blanco, y las jornadas y los meses pasaban siempre iguales.

En cierta ocasión acamparon junto a un estanque. El agua no era muy límpida, pero podía bastar, y sobre todo los caballos se beneficiaron. Se disponían a dormir cuando surgió la luna y, a la luz de sus primeros rayos, vieron en la sombra un siniestro hormigueo. Era un número infinito de escorpiones, todos con las puntas de la cola levantadas, en busca del agua, y los seguía una mesnada de serpientes de una gran variedad de colores: unas tenían escamas rojas, otras negras y blancas, otras aún refulgían como el oro. Toda la zona era un sisear, y un grandísimo terror se apoderó de ellos. Se colocaron en círculo con las espadas apuntando hacia el exterior, intentando matar a aquellas pestes malignas antes de que pudieran acercarse a su barrera. Pero las serpientes y los escorpiones parecían más atraídos por el agua que por ellos, y en cuanto hubieron bebido se retiraron poco a poco, encavándose en algunas hendiduras del terreno.

A medianoche, mientras ya pensaban poder conciliar el sueño, llegaron unas serpientes crestadas, cada una con dos o tres cabezas. Con sus escamas barrían el suelo y entre sus fauces abiertas de par en par vibraban tres lenguas. Su hedor se percibía en una milla y se tenía la impresión de que sus ojos, que destellaban a la luz lunar, esparcían veneno, como por otra parte le sucede al basilisco… Combatieron durante una hora, porque aquellos animales eran más agresivos que los otros, y quizá buscaban carne. Mataron algunos y sus compañeros se abalanzaron sobre los cadáveres, haciendo de ellos su festín y olvidándose de los hombres. Ya se habían convencido de que habían escampado ese peligro cuando, después de las serpientes, llegaron unos cangrejos, más de cien, cubiertos de escamas de cocodrilo, y con su coraza repelían los golpes de las espadas. Hasta que Colandrino tuvo una idea dictada por la desesperación: se acercaba a uno de ellos, le daba una patada violenta justo debajo del vientre y el cangrejo caía sobre el dorso agitando sus pinzas como desesperado. Así pudieron rodearlos, cubrirlos con ramas y darles fuego. Se dieron cuenta de que, una vez privados de su coraza, estaban incluso buenos y podían comérselos: durante dos días tuvieron una provisión de carne dulce y estropajosa, pero, en resumidas cuentas, muy rica y nutritiva.

Otra vez, se encontraron de verdad con el basilisco, y era igual a como lo habían transmitido tantos y tantos relatos, sin duda verdaderos. Había salido de un peñasco rompiendo la roca, como ya había advertido Plinio. Tenía la cabeza y las garras de gallo, y en lugar de cresta una excrescencia roja, en forma de corona, ojos amarillos y saltones como los del sapo, cuerpo de serpiente. Era de un verde esmeralda, con reflejos plateados, y a primera vista parecía casi hermoso, pero se sabía que su aliento puede emponzoñar a un animal o a un ser humano, y ya desde lejos se advertía su horrible fetidez.

—¡No os acerquéis —gritó Solomón— y, sobre todo, no lo miréis a los ojos porque de ellos emana un poder venenoso!

El basilisco se arrastraba hacia ellos, el olor se volvía aún más insoportable, hasta que a Baudolino se le ocurrió que había una manera para matarlo.

—¡El espejo, el espejo! —gritó a Abdul.

Este le dio el espejo de metal que había recibido de los gimnosofistas. Baudolino lo cogió, y con la mano derecha lo mantenía delante de sí, como un escudo dirigido hacia el monstruo, mientras con la izquierda se cubría los ojos para sustraerse a esa mirada, y medía sus pasos según lo que veía por el suelo. Se paró delante de la bestia, extendió aún más el espejo. Atraído por esos reflejos, el basilisco levantó la cabeza y fijó sus ojos de batracio justo sobre la superficie reluciente, emitiendo su aliento atrocísimo. Pero enseguida tembló todo él, parpadeó sus párpados morados, lanzó un grito terrible y cayó muerto. Todos, entonces, se acordaron de que el espejo remite al basilisco tanto la potencia de su mirada como el flujo del aliento que emite, y es víctima él mismo de estos dos prodigios.

—Estamos ya en una tierra de monstruos —dijo sobremodo contento el Poeta—. El reino se acerca cada vez más.

Baudolino no comprendía ya si, a esas alturas, diciendo «el reino» pensaba todavía en el del Preste o en el suyo propio, venidero.

Así, encontrando hoy hipopótamos antropófagos, mañana murciélagos más grandes que palomas, llegaron a un pueblecito entre los montes, a cuyos pies se extendía una llanura con escasos árboles que desde cerca parecía sumergida por una niebla ligera, aunque luego la niebla se volvía cada vez más densa, para convertirse gradualmente en una nube oscura e impenetrable, y transformarse en el horizonte en una franja muy negra que contrastaba con las franjas rojas del ocaso.

Los habitantes eran cordiales, pero, para aprender su lengua, hecha toda ella de sonidos guturales, le hicieron falta a Baudolino algunos días, en el transcurso de los cuales se les dio hospitalidad y se les alimentó con la carne de ciertas liebres monteses, que abundaban entre esas rocas. Cuando fue posible entenderles, dijeron que a los pies del monte empezaba la vasta provincia de Abcasia, que tenía esta característica: era una selva única e inmensa donde reinaba siempre la oscuridad más profunda, pero no como si fuera de noche, que por lo menos llega luz del cielo estrellado, sino una oscuridad cerrada, como si uno estuviese en el fondo de una caverna con los ojos vendados. Aquella provincia sin luz estaba habitada por los abcasios, que vivían perfectamente, como les sucede a los ciegos en los lugares donde han crecido desde la infancia. Parecía que se orientaban con el oído y el olfato, pero nadie sabía cómo eran, porque nunca nadie había osado aventurarse allá adentro.

Preguntaron si había otros modos de seguir hacia oriente, y aquellos dijeron que sí, que bastaba con rodear Abcasia y su selva, pero eso, como transmitían antiguos relatos, habría llevado más de diez años de viaje, porque la selva oscura se extendía por ciento y doce mil salamocs, y fue imposible entender lo largo que era un salamoc para ellos, pero desde luego más de una milla, de un estadio, de una parasanga.

Iban a rendirse, cuando el Porcelli, que había sido siempre el más silencioso de la caravana, recordó a Baudolino que ellos, los de la Frascheta, estaban acostumbrados a caminar en medio de brumazones que se cortaban con un cuchillo, que eran peores que una oscuridad total, porque en aquel gris se veían surgir, por engaño de los ojos cansados, formas que no existían en el mundo, por lo cual, también donde habrías podido seguir adelante, te tenías que parar, y, si cedías al espejismo, cambiabas de camino y te caías por un precipicio.

—¿Y qué haces en la niebla de nuestras contradas —decía—, si no es ir a bulto, por instinto, a ojo de buen cubero, como hacen los murciélagos que son más ciegos que los ciegos, donde tampoco puedes seguir tu olfato, porque la niebla te entra por las narices y el único olor que notas es el suyo, el de la niebla? Así pues —concluyó—, si estás acostumbrado a la niebla, la noche cerrada es como ir de día.

Los otros alejandrinos estuvieron de acuerdo, y fueron, por lo tanto, Baudolino y sus cinco compaisanos los que condujeron al grupo, mientras los demás se ataron a sus caballos uno a uno y los seguían confiando en la buena ventura.

Al principio, iban como las propias rosas, porque les parecía estar de verdad en las nieblas de su tierra, pero al cabo de algunas horas fueron tinieblas sin más. Los guías aguzaban las orejas para oír un ruido de frondas y, cuando ya no lo oían, deducían que habían entrado en un claro. Los habitantes del pueblo habían dicho que en aquellas tierras soplaba siempre un viento fuertísimo de sur a norte y, por consiguiente, de vez en cuando Baudolino se humedecía un dedo, lo alzaba por los aires, percibía de dónde venía el viento y doblaba hacia oriente.

Se daban cuenta de que era de noche porque el aire se enfriaba, y entonces se paraban a descansar. Decisión inútil, había dicho el Poeta, porque en un lugar así puedes descansar perfectamente también de día. Pero Ardzrouni hizo observar que, cuando hacía frío, no se oían ya rumores de animales, y se volvían a oír, sobre todo el canto de los pájaros, cuando llegaban las primeras tibiezas. Signo de que todos los seres vivos medían, en Abcasia, la jornada según el alternarse del frío y del calor, como si se tratara de la aparición de la luna o del sol.

Durante largos días no advirtieron presencia humana. Acabadas las provisiones, extendían las manos hasta tocar las ramas de los árboles, y las palpaban una a una, a veces durante horas, hasta que encontraban un fruto, que comían confiando en que no fuera venenoso. A menudo era el perfume penetrante de alguna maravilla vegetal la que daba a Baudolino (que tenía el olfato más fino de todos) el indicio para seguir adelante, o girar a la derecha o a la izquierda. Con el pasar de los días nuestros amigos se fueron volviendo cada vez más agudos. Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula tenía un arco, y lo tendía hasta que oía aletear ante sí a algún pájaro menos rápido y quizá menos volátil, como las gallinas de nuestras tierras. Disparaba el dardo, y la mayoría de las veces, guiados por un grito o un aleteo frenético de alas moribundas, agarraban la presa, la desplumaban y la cocinaban en un fuego de frascas. Lo más estupefaciente era que, frotando piedras, podían encender la leña: la llama se alzaba, roja como es debido, pero no iluminaba nada, ni siquiera a los que estaban a su lado, y luego se interrumpía en el punto donde, ensartado en una rama, ponían a asar el animal.

No era difícil encontrar agua, porque muy a menudo se advertía el gorgoteo de alguna fuente o arroyo. Avanzaban con mucha lentitud, y una vez se dieron cuenta de que, después de dos días de viaje, habían regresado al lugar de donde habían salido, porque junto a un pequeño curso de agua, tanteando por los alrededores, encontraron los rastros de su campo anterior.

Por fin advirtieron la presencia de los abcasios. Oyeron primero unas voces, como unos susurros, por doquier, y eran voces excitadas, aunque bastante quedas, como si los habitantes de la selva estuvieran señalándose unos a otros a aquellos visitadores inesperados y nunca vistos; o mejor, nunca oídos. El Poeta lanzó un grito fortísimo, y las voces se apagaron, mientras un agitarse de hierbas y de ramas decía que los abcasios huían atemorizados. Pero luego volvieron, y reanudaron sus susurros, cada vez más sorprendidos por esa invasión.

Una vez, el Poeta se sintió acariciar por una mano, o por una extremidad pelosa, agarró de golpe algo, y se oyó un grito de terror. El Poeta soltó la presa, y las voces de los nativos se alejaron un poco, como si hubieran ampliado su círculo para mantenerse a la debida distancia.

No sucedió nada durante algunos días. El viaje seguía y los abcasios los acompañaban, y quizá no eran los mismos de la primera vez, sino otros que habían sido advertidos de su paso. Y en efecto, una noche (¿noche?) habían oído a lo lejos como un redoble de tambores, o como si alguien golpeara un tronco de árbol hueco. Era un ruido suave, pero se difundía por todo el espacio a su alrededor, quizá por millas, y comprendieron que con ese sistema los abcasios se mantenían informados, a distancia, de lo que sucedía en su selva.

Con el tiempo se habían acostumbrado a aquella compañía invisible. E iban acostumbrándose cada vez más a la oscuridad, tanto que Abdul, que había sufrido mucho por los rayos del sol, decía que se sentía mejor, casi sin fiebre, y había vuelto a sus canciones. Una tarde (¿tarde?) mientras se calentaban en torno al fuego, cogió de la silla su instrumento, y volvió a cantar:

Triste y feliz llego al fin del camino

pues ver espero al amor mío lejano.

Mas quién sabe si podré, que es extraño:

contramano vago siempre y lejano.

Es áspero el paso y tan peregrino

que nunca podré saber mi destino.

Hágase del Señor la voluntad.

Qué gran gozo me será, como imploro

por amor de Dios, su albergue lejano.

Si a ella le place, será mi socorro

estar a su lado, yo tan lejano.

Dulces palabras oirá la que adoro,

alegre solaz seré a su decoro,

pues no cabré en mí de estar tan cercano.

Se dieron cuenta de que los abcasios, que hasta entonces habían susurrado sin parar, se habían callado. Habían escuchado en silencio el canto de Abdul, luego habían intentado responder: se oían cien labios (¿labios?) que silbaban, modulaban el viento con gracia, como mirlos amables, repitiendo la melodía que Abdul había tocado. Encontraron así un entendimiento sin palabras con sus anfitriones, y en las noches siguientes se entretuvieron unos a otros, los unos cantando y los otros que parecían tocar flautas. Una vez, el Poeta entonó burdamente una de aquellas canciones de taberna que en París hacían ruborizarse incluso a las siervas, y Baudolino le siguió. Los abcasios no respondieron, pero después de un largo silencio uno o dos de ellos volvieron a entonar las melodías de Abdul como para decir que esas eran buenas y gustaban, no las otras. Por lo cual manifestaban, como observaba Abdul, dulzura de sentimientos y capacidad de discernir la buena de la mala música.

Con eso de ser el único autorizado a «hablar» con los abcasios, Abdul se sentía renacido. Estamos en el reino de la ternura, decía, y, por lo tanto, cerca de mi meta. Venga, vamos. No, contestaba el Boidi, fascinado, ¿por qué no nos quedamos aquí? ¿Hay quizá algún lugar más bello en el mundo, donde incluso si hay algo feo no lo ves?

También Baudolino pensaba que, después de haber visto tantas cosas en el vasto mundo, aquellos largos días pasados a oscuras lo habían apaciguado consigo mismo. En la oscuridad volvía a sus recuerdos, pensaba en su adolescencia, en su padre, en su madre, en Colandrina dulcísima e infeliz. Una noche (¿una noche? Sí, porque los abcasios callaban durmiendo), no pudiendo conciliar el sueño, se movió tocando con las manos las ramas de los árboles, como si buscara algo. Encontró un fruto, suave al tacto y olorosísimo. Lo cogió y le hincó el diente, y se sintió invadir por una repentina languidez, que ya no sabía si soñaba o estaba despierto.

De pronto vio, o mejor oyó cerca, como si la viera, a Colandrina.

—Baudolino, Baudolino —lo llamaba con voz adolescente—, no te pares aunque ahí parezca todo tan hermoso. Tienes que llegar al reino de ese Preste que me decías y entregarles esa copa, si no, ¿quién hace duque a nuestro Baudolinito Colandrinín? Dame esa alegría, que aquí no se está mal, pero te echo mucho de menos.

—Colandrina, Colandrina —gritaba Baudolino, o creía gritar—, calla, tú eres una larva, un engaño, ¡el fruto de ese fruto! ¡Los muertos no vuelven!

—Normalmente no —contestaba Colandrina—, pero yo he insistido mucho. He dicho, vamos, me habéis dado solo una estación con mi hombre, solo un poquitín. Hacedme este santo favor, si tenéis un corazón también vosotros. Aquí estoy bien, y veo a la Santísima Virgen y a todos los santos, pero echo de menos las caricias de mi Baudolino, que me entraban las esgrisolillas. Me han dado poco tiempo, solo para darte un besito. Baudolino, no te detengas a lo largo del camino con las mujeres de esos lugares, que a lo mejor tienen enfermedades feas que ni yo me sé. Échate los pies al hombro y camina hacia el sol.

Desapareció, mientras Baudolino notaba un toque suave en la mejilla. Se despertó de su duermevela, tuvo sueños tranquilos. Al día siguiente dijo a sus compañeros que tenían que seguir.

Después de muchos días y días más divisaron una claridad, un titilar lechoso. La oscuridad se estaba transformando de nuevo en el gris de una bruma espesa y continua. Se dieron cuenta de que los abcasios que los acompañaban se habían detenido, y los saludaban silbando. Los oyeron parados en el borde de un claro, en los límites de esa luz que sin duda temían, como si estuvieran agitando las manos, y por la suavidad de sus sonidos se dieron cuenta de que estaban sonriendo.

Pasaron a través de la niebla, luego vieron de nuevo la luz del sol. Quedaron como deslumbrados, y Abdul volvió a estremecerse con temblores febriles. Pensaban que después de la prueba de Abcasia habrían entrado en las tierras deseadas, pero tuvieron que enmendarse.

Inmediatamente volaron por encima de sus cabezas pájaros con el rostro humano que gritaban:

—¿Qué suelo holláis? ¡Volved atrás! ¡No se puede violar la tierra de los Beatos! ¡Volved atrás a hollar la tierra que se os ha dado!

El Poeta dijo que se trataba de una brujería, quizá era una de las maneras en que se protegía la tierra del Preste, y los convenció para que siguieran adelante.

Después de algunos días de camino por un pedregal donde no había ni un asomo de brizna de hierba, vieron salir a su encuentro tres animales. Uno era ciertamente un gato, con el lomo curvado, el pelo hirsuto y los ojos como dos tizones encendidos. El otro tenía una cabeza de león, que rugía, el cuerpo de cabra y los cuartos posteriores de dragón, pero en el lomo caprino se elevaba una segunda cabeza cornuda y veladora. La cola era una serpiente, que se erguía siseando para amenazar a los presentes. El tercer animal tenía cuerpo de león, cola de escorpión y cabeza casi humana, con ojos azules, una nariz bien dibujada y una boca abierta de par en par en la que se divisaba, arriba y abajo, una triple fila de dientes, afilados como cuchillos.

El animal que más les preocupó de buenas a primeras fue el gato, notoriamente mensajero de Satanás y doméstico solo de nigromantes, entre otras cosas porque te puedes defender de cualquier monstruo, pero no del gato, que antes de que hayas sacado la espada, te salta a la cara y te araña los ojos. Solomón murmuraba que no había que esperarse nada bueno de un animal que el Libro de los Libros nunca había mencionado; Boron dijo que el segundo animal era sin duda una quimera, el único que, si existiera el vacío, podría cruzarlo en vuelo, zumbando, y succionar los pensamientos de los seres humanos. Para el tercer animal no cabían dudas, y Baudolino lo reconoció como un mantícora, no distinto de la bestia leucrocota de la que tiempo atrás (¿cuánto ya?) escribiera a Beatriz.

Los tres monstruos avanzaban hacia ellos: el gato con ágiles pasos sigilosos, los otros dos con igual determinación, pero un poco más lentos, por la dificultad que tiene un animal triforme de adaptarse al movimiento de complexiones tan distintas.

El primero en tomar la iniciativa fue Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula, que no se separaba ya de su arco. Disparó una flecha justo en medio de la cabeza del gato, que cayó al suelo exánime. A la vista de aquello, la quimera dio un salto hacia delante. Con valor, el Cùttica de Quargnento, gritando que en su casa había sabido sosegar a toros en celo, se adelantó para traspasarla, pero inopinadamente el monstruo dio un salto, se le echó encima y estaba hincándole sus fauces leoninas cuando acudieron el Poeta, Baudolino y Colandrino a hartar de estocadas a la fiera, hasta que soltó la presa y rodó por los suelos.

Mientras tanto, había atacado el mantícora. Lo afrontaron Boron, Kyot, el Boidi y el Porcelli; mientras Solomón le tiraba piedras murmurando maldiciones en su lengua santa, Ardzrouni se retraía, negro también de terror, y Abdul permanecía tirado por los suelos, agarrotado, presa de temblores más intensos. El animal pareció considerar la situación con astucia humana y bestial al mismo tiempo. Con inesperada agilidad esquivó a los que se le plantaban delante y, antes de que pudieran herirlo, se había arrojado ya sobre Abdul, incapaz de defenderse. Con sus triples dientes lo mordió en una escápula y no soltó su presa cuando los demás acudieron a liberar a su compañero. Aullaba bajo los golpes de sus espadas, pero sujetaba firmemente el cuerpo de Abdul, que manaba sangre por un herida que se iba agrandando cada vez más. Por fin, el monstruo no pudo sobrevivir a los golpes que le infligían cuatro adversarios enfurecidos, y con un horrible estertor se apagó. Pero se necesitaron muchos esfuerzos para abrirle las fauces y liberar a Abdul de su tenaza.

Al final de aquella batalla, el Cùttica tenía un brazo herido, pero Solomón se lo estaba curando ya con un cierto ungüento suyo, diciendo que saldría del paso con poco. Abdul, en cambio, emitía débiles lamentos y perdía mucha sangre.

—Vendadlo —dijo Baudolino—, ¡con lo débil que estaba, no debe seguir sangrando!

Intentaron detener todos juntos ese flujo, usando sus ropas para taponar la herida, pero el mantícora había mordido en lo profundo de los miembros, hasta llegar quizá al corazón.

Abdul deliraba. Murmuraba que su princesa debía de estar muy cerca y no podía morirse en ese momento. Pedía que lo pusieran de pie, y tenían que contenerlo, porque estaba claro que el monstruo había infundido quién sabe qué veneno en sus carnes.

Creyendo en su mismo engaño, Ardzrouni sacó de la alforja de Abdul la cabeza del Bautista, rompió el sello, cogió el cráneo contenido en el relicario y se lo colocó entre las manos.

—Reza —le decía—, reza por tu salvación.

—Imbécil —le decía con desprecio el Poeta—, primero no te oye, y segundo esa es la cabeza de quién sabe quién, que tú has recogido de algún cementerio desconsagrado.

—Cualquier reliquia puede hacer revivir el espíritu de un moribundo —decía Ardzrouni.

Entrada la tarde, Abdul no veía ya nada, y preguntaba si estaban de nuevo en la selva de Abcasia. Comprendiendo que estaba llegando el momento supremo, Baudolino se decidió —como era habitual, por ser de corazón— y consumó otra mentira.

—Abdul —le dijo—, ahora estás en el colmo de tus deseos. Has llegado al lugar que anhelabas, solo tenías que superar la prueba del mantícora. Mira, tu señora está delante de ti. En cuanto ha sabido de tu amor desventurado, ha acudido corriendo desde los últimos confines de la tierra beatífica donde vive, subyugada y conmovida por tu devoción.

—No —dijo en un estertor Abdul—, no es posible. ¿Viene ella a verme y no voy yo? ¿Cómo podré sobrevivir a tanta gracia? Decidle que espere; incorporadme, os lo ruego, que pueda moverme para rendirle homenaje… —Tranquilo, amigo mío, si así lo ha decidido ella, debes doblegarte a su deseo. Mira, abre los ojos, se está inclinando sobre ti.

Y mientras Abdul levantaba los párpados, Baudolino ofreció a esa mirada, ya ofuscada, el espejo de los gimnosofistas, donde el moribundo divisó, quizá, la sombra de un semblante que no le resultaba desconocido.

—Te veo, señora mía —dijo con un hilo de voz—, por primera y última vez. No creía merecer tanto gozo. Pero yo temo que tú me ames, y eso podría saciar mi pasión… Oh, no, princesa, tú ahora haces demasiado, ¿por qué te inclinas para besarme?

Y acercaba los labios temblorosos al espejo. —¿Qué siento ahora? ¿Pena por el final de mi búsqueda o placer por la conquista inmerecida?

—Te amo, Abdul, y eso te baste —tuvo corazón para susurrar Baudolino al oído de su amigo que expiraba.

Y Abdul sonrió.

—Sí, me amas y eso me ha de bastar. ¿No es lo que siempre he deseado, aunque alejaba el pensamiento por miedo de que sucediera? ¿O lo que no quería, por miedo de que no fuera como había esperado? Pero ahora no podría desear más. Qué bella eres, princesa mía, y qué rojos son tus labios… —Había dejado rodar por los suelos el falso cráneo del Bautista, había agarrado con manos temblorosas el espejo, y con los labios se estiraba para acariciar, sin conseguirlo, la superficie empañada por su aliento—. Hoy celebramos una muerte alborozada, la de mi dolor. Dulce señora, tú has sido mi sol y mi luz; donde pasabas era primavera, y en mayo eras la luna que encantaba mis noches. —Por un instante se rehízo y dijo, temblando—: Pero ¿acaso es un sueño?

—Abdul —le susurró Baudolino, recordando unos versos que un día les había cantado—, ¿qué es la vida sino la sombra de un sueño que se escapa?

—Gracias, amor mío —dijo Abdul.

Hizo el último esfuerzo, mientras Baudolino le levantaba la cabeza, y besó tres veces el espejo. Luego dobló el rostro ya exangüe, céreo e iluminado por la luz del sol que se ponía en la pedrera.

Los alejandrinos cavaron una fosa. Baudolino, el Poeta, Boron y Kyot, que lloraban a un amigo con el que habían compartido todo desde los años de la juventud, bajaron el pobre despojo a la tierra, le pusieron sobre el pecho ese instrumento que no volvería a cantar ya las alabanzas de la princesa lejana y le cubrieron el rostro con el espejo de los gimnosofistas.

Baudolino recogió el cráneo y la teca dorada, luego fue a coger la alforja del amigo, donde encontró un rollo de pergamino con sus canciones. Iba a meter también el cráneo del Bautista, que había colocado en el relicario, luego se dijo:

—Si va al Paraíso, como espero, no lo necesitará, porque encontrará al Bautista, al verdadero, con cabeza y todo lo demás. En cualquier caso, mejor que por esos sitios no le encuentren una reliquia que más falsa es imposible. Esta la cojo yo y, si algún día la vendo, usaré el dinero para hacerte, si no un sepulcro, por lo menos una lápida en una iglesia cristiana.

Cerró el relicario, recomponiendo como pudo el sello, junto con el suyo, en su alforja. Por un instante tuvo la sospecha de estarle robando a un muerto, pero decidió que en el fondo estaba tomando prestado algo que habría devuelto de otra manera. Y, de todas formas, no les dijo nada a los demás. Recogió el resto en la alforja de Abdul y fue a depositarla en el sepulcro.

Llenaron la fosa y plantaron, como si fuera una cruz, la espada del amigo. Baudolino, el Poeta, Boron y Kyot se arrodillaron en oración, mientras un poco separado Solomón murmuraba unas letanías que se usan entre los judíos. Los demás se quedaron un poco atrás. El Boidi iba a pronunciar un sermón, luego se limitó a decir:

—¡Vaya!

—Y pensar que hace pocos minutos todavía estaba ahí —observó el Porcelli.

—Hoy aquí, mañana allí —dijo Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula.

—Mira que tocarle a él —dijo el Cùttica.

—Es el destino —concluyó Colandrino que, aunque joven, era muy sabio.