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Baudolino en la tercera cruzada

Cuando sobre Constantinopla cayó la oscuridad, se pusieron en camino. Era una comitiva densa, pero aquellos días varias bandas de ciudadanos que se habían quedado sin casa se desplazaban como almas perdidas de un punto a otro de la ciudad para buscar un soportal donde pasar la noche. Baudolino había dejado su atuendo de crucífero porque, si alguien lo hubiera parado preguntándole quién era su señor, habría tenido problemas. Delante de ellos caminaban Pèvere, Boiamondo, Grillo y Taraburlo, con aire de quien hace el mismo camino por pura casualidad. Pero miraban a su alrededor en todas las esquinas, y empuñaban bajo el sayo sus buenos cuchillos recién afilados.

Poco antes de llegar a Santa Sofía, un insolente con los ojos azules y largos bigotes amarillos se había abalanzado hacia el grupo, había tomado de la mano a una de las muchachas, por muy fea y picada de viruelas que pareciera, intentando arrastrarla consigo. Baudolino se dijo que había llegado el momento de dar batalla, y los genoveses con él, pero Nicetas tuvo una idea mejor. Había visto un grupo de caballeros que llegaban por esa calle y se arrojó de rodillas en su dirección pidiendo justicia y piedad, apelando a su honor. Probablemente eran hombres del dux, que la emprendieron a cimbronazos con el bárbaro, lo echaron de allí y devolvieron la muchacha a su familia.

Después del Hipódromo, los genoveses eligieron las calles más seguras: callejones estrechos, donde las casas estaban todas quemadas o mostraban signos evidentes de un saqueo minucioso. Los peregrinos, si todavía buscaban algo que robar, estaban en otro lugar. Entrada la noche superaron las murallas de Teodosio. Allá esperaba el resto de los genoveses con las acémilas. Se despidieron de sus protectores, entre muchos abrazos y buenos deseos, y se pusieron en camino por una vereda de campo, bajo un cielo de primavera, con una luna casi llena en el horizonte. Llegaba del mar lejano una brisa ligera. Todos habían descansado durante el día y el viaje no parecía cansar ni siquiera a la mujer de Nicetas. Pero fatigadísimo estaba él, que jadeaba a cada brinco de su animal, y cada media hora pedía a los demás que lo dejaran detenerse un poco.

—Has comido demasiado, señor Nicetas —le decía Baudolino.

—¿Habrías negado a un exiliado las últimas dulzuras de su patria moribunda? —respondía Nicetas. Luego buscaba un peñasco o un tronco de árbol caído sobre el cual acomodarse—. Es por el ansia de conocer la continuación de tu aventura. Siéntate aquí, Baudolino, escucha qué paz, aspira los olores buenos del campo. Descansemos un poco, y cuenta.

Como luego, los tres días siguientes, viajaron de día y descansaron de noche a ras del cielo, para evitar los lugares habitados por quién sabe quién, Baudolino prosiguió su relato bajo las estrellas, en un silencio roto solo por un susurrar de las frondas y por sonidos repentinos de animales nocturnos.

En aquel tiempo —y estamos en 1187— el Saladino había lanzado el último ataque contra la Jerusalén cristiana. Había vencido. Se había portado generosamente, dejando salir ilesos a todos aquellos que podían pagar una tasa, y se había limitado a decapitar delante de las murallas a todos los caballeros templarios porque, como admitían todos, generoso sí, pero ningún jefe digno de tal nombre podía salvar la tropa escogida de los enemigos invasores, y también los templarios sabían que, si se dedicaban a ese oficio, aceptaban la regla de que no se hacen prisioneros. Aun cuando el Saladino se hubiera demostrado magnánimo, todo el mundo cristiano quedó trastornado por el fin de aquel reino franco de ultramar que había resistido casi cien años. El papa había hecho un llamamiento a todos los monarcas de Europa para una tercera expedición de crucíferos que liberasen de nuevo aquella Jerusalén reconquistada por los infieles. Para Baudolino, el que su emperador se uniera a la empresa era la ocasión que esperaba. Bajar hacia Palestina significaba disponerse a marchar hacia oriente con un ejército invencible. Jerusalén habría sido retomada en un abrir y cerrar de ojos, y después no quedaba sino seguir hacia las Indias. Pero en aquella ocasión descubrió lo cansado que se sentía de verdad Federico, e inseguro. Había pacificado Italia, pero claramente temía que, de alejarse, habría perdido las ventajas ganadas. O quizá lo turbaba la idea de una nueva expedición hacia Palestina, recordando su delito durante la expedición previa, cuando destruyera, empujado por la cólera, aquel monasterio búlgaro. Quién sabe. Vacilaba. Se preguntaba cuál era su deber, y cuando empiezas a plantearte esta pregunta (se decía Baudolino) es señal de que no hay un deber que te arrastra.

—Tenía cuarenta y cinco años, señor Nicetas, y me estaba jugando el sueño de toda una vida, o mejor, la vida misma, visto que mi vida había sido construida en torno a ese sueño. Así, en frío, confiando en mi buena estrella, decidí dar a mi padre adoptivo una esperanza, un signo celestial de su misión. Después de la caída de Jerusalén llegaban a nuestras tierras cristianas los que se habían librado de aquella ruina, y habían pasado por la corte imperial siete caballeros del Templo que, Dios sabe cómo, habían escapado a la venganza del Saladino. Estaban muy maltrechos, pero quizá tú no sepas cómo son los templarios: bebedores y fornicadores, y te venden a su hermana si les das la tuya para meterle mano. Y mejor aún, se dice, a tu hermanito. En fin, digamos que los reconforté, y todos me veían ir con ellos por los tugurios. Por lo cual no me resultó difícil decirle un día a Federico que aquellos simoníacos desvergonzados habían sustraído precisamente el Greal de Jerusalén. Y le dije que, como los templarios estaban a dos velas, me había gastado todas las monedas que tenía y se lo había comprado. Federico naturalmente, de buenas a primeras, se sorprendió. ¿Pero no estaba el Greal en las manos del Preste Juan que quería regalárselo precisamente a él? ¿Y no tenían la intención de salir en busca de Juan precisamente para recibir de regalo aquel santísimo resto? Así era, padre mío, le dije, pero evidentemente algún ministro traidor se lo ha robado a Juan y se lo ha vendido a ese tropel de templarios, llegados a hacer razias por esas tierras, sin darse cuenta de dónde estaban. Pero no importaba saber el cómo y el cuándo. Se le presentaba ahora al sacro y romano emperador otra y más extraordinaria ocasión: que él buscara al Preste Juan precisamente para devolverle el Greal. Al no usar esa incomparable reliquia para adquirir poder, sino para cumplir un deber, habría obtenido la gratitud del Preste y fama eterna en toda la cristiandad. Entre apoderarse del Greal y devolverlo, entre hacer de él un tesoro y devolverlo a donde había sido robado, entre tenerlo y regalarlo, entre poseerlo (como todos soñaban) y llevar a cabo el sacrificio sublime de desprenderse de él, era evidente de qué lado estaba la verdadera unción, la gloria de ser el único y verdadero rex et sacerdos. Federico se convertía en el nuevo José de Arimatea.

—Mentías a tu padre.

—Hacía su bien, y el bien de su imperio.

—¿No te preguntabas qué habría sucedido si Federico se hubiera presentado verdaderamente ante el Preste, le hubiera ofrecido el Greal, y aquel hubiera abierto los ojos de par en par preguntándose qué era esa escudilla que nunca había visto? Federico se habría convertido no en la gloria, sino en el bufón de la cristiandad.

—Señor Nicetas, conoces a los hombres mejor que yo. Imagínate: tú eres el Preste Juan, un gran emperador de Occidente se arrodilla a tus pies y te ofrece una reliquia de esa clase, diciendo que es tuya de derecho, ¿y tú te echas a reír diciendo que jamás has visto esa taza de taberna? ¡Vamos, vamos! No digo que el Preste habría fingido reconocerla. Digo que deslumbrado por la gloria que habría descendido sobre él admitiéndose su custodio, la habría reconocido enseguida, creyendo haberla poseído siempre. Y así le ofrecí a Federico, como objeto preciosísimo, la escudilla de mi padre Gagliaudo, y te juro que en aquel momento me sentía como el oficiante de un rito sagrado. Le entregaba el regalo y el recuerdo de mi padre carnal a mi padre espiritual, y mi padre carnal tenía razón: aquella cosa tan humilde con la que había comulgado durante toda su vida de pecador era verdadera y espiritualmente la copa usada por Cristo pobre, que estaba yendo a morir, para la redención de todos los pecadores. ¿Acaso no toma el sacerdote, diciendo misa, pan vilísimo y vilísimo vino, y los transforma en carne y sangre de Nuestro Señor?

—Pero tú no eras un sacerdote.

—Y en efecto no decía que aquello era sangre de Cristo, decía solo que la había contenido. No usurpaba un poder sacramental. Daba un testimonio.

—Falso.

—No. Tú me has dicho que, si se cree verdadera una reliquia, se advierte su perfume. Nosotros pensamos que solo nosotros necesitamos a Dios, pero a menudo Dios nos necesita a nosotros. En aquel momento pensaba que era preciso ayudarle. Aquella copa tenía que haber existido, si Nuestro Señor la había usado. Si se había perdido, era culpa de algún hombre para poco. Yo devolvía el Greal a la cristiandad. Dios no me habría desmentido. Y la prueba es que creyeron inmediatamente en él también mis compañeros. El sagrado receptáculo estaba allí, ante sus ojos, en las manos de Federico, que lo levantaba al cielo como si estuviera en éxtasis, y Boron se arrodillaba viendo por vez primera el objeto por el que siempre había desvariado; Kyot dijo enseguida que le parecía divisar una gran luz; el rabí Solomón admitió que —aunque Cristo no era el verdadero Mesías que su pueblo aguardaba— ciertamente aquel recipiente emanaba una fragancia de incienso; Zósimo abría mucho sus ojos visionarios y se santiguaba una y otra vez al revés, como hacéis vosotros los cismáticos; Abdul temblaba como un junco y murmuraba que poseer aquel sagrado despojo equivalía a haber reconquistado todos los reinos de ultramar. Y se entendía que habría querido entregárselo como prenda de amor a su princesa lejana. Yo mismo tenía los ojos húmedos, y me preguntaba cómo era posible que el cielo hubiera querido que fuera yo el mediador de aquel acontecimiento portentoso. En cuanto al Poeta, se comía las uñas ceñudo. Sabía qué estaba pensando: que yo había sido un necio, que Federico estaba viejo y no habría sabido sacarle partido a aquel tesoro, que hubiera sido mejor habérnoslo quedado nosotros y hubiéramos salido en dirección de las tierras del Norte, donde nos habrían regalado un reino. Ante la debilidad evidente del emperador, regresaba a sus fantasías de poder. Pero sentí casi consuelo, porque entendía que, reaccionando de esa manera, también él consideraba el Greal objeto verdadero.

Federico había encerrado devotamente la copa en un cofre, atándose la llave al cuello, y Baudolino pensó que había hecho bien, porque en aquel instante había tenido la impresión de que no solo el Poeta, sino todos sus demás amigos habrían estado dispuestos a robar ese objeto, para correr más tarde su aventura personal.

Después el emperador afirmó que ahora verdaderamente era preciso partir. Una expedición de conquista debe prepararse con cuidado. Durante el año siguiente Federico envió embajadores al Saladino, y solicitó encuentros con los embajadores del príncipe serbio Esteban Nemanja, del basileo bizantino y del sultán selyúcida de Iconio, para preparar la travesía por sus territorios.

Mientras los reyes de Inglaterra y de Francia decidían partir por mar, en mayo de 1189, Federico se movió por tierra desde Ratisbona con quince mil caballeros y quince mil escuderos; unos decían que en las llanuras de Hungría había pasado revista a sesenta mil caballeros y cien mil soldados de infantería. Otros habrían hablado más tarde incluso de seiscientos mil peregrinos, quizá todos exageraban, tampoco Baudolino estaba en condiciones de decir cuántos eran de verdad, podía ser un total de veinte mil hombres, pero en cualquier caso se trataba de un gran ejército. Si uno no se ponía a contarlos de uno en uno, vistos de lejos eran una muchedumbre acampada que se sabía dónde empezaba pero no dónde acababa.

Para evitar las matanzas y saqueos de las expediciones previas, el emperador no quiso que lo siguieran esos tropeles de desheredados que cien años antes habían derramado tanta sangre en Jerusalén. Debía ser una partida bien formada, por gente que sabía cómo se hace una guerra, no por desgraciados que partían con la excusa de conquistarse el Paraíso y volvían a casa con los despojos de algún judío a quien habían cortado la garganta a lo largo del camino. Federico admitió solo a los que podían mantenerse durante dos años, y los soldados pobres recibieron tres marcos de plata cada uno para alimentarse durante el viaje. Si tienes que liberar Jerusalén, tienes que gastarte lo que haga falta.

Muchos italianos se habían unido a la empresa; estaban los cremoneses con el obispo Sicardo, los brescianos, los veroneses con el cardenal Adelardo, e incluso algunos alejandrinos, entre los cuales antiguos amigos de Baudolino, como el Boidi, el Cùttica de Quargnento, el Porcelli, Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula, Colandrino hermano de Colandrina, que era su cuñado, pues; uno de los Trotti, y luego Pozzi, Ghilini, Lanzavecchia, Peri, Inviziati, Gambarini y Cermelli, todos a su cargo o a cargo de la ciudad.

Fue una salida fastuosa, siguiendo el Danubio, hasta Viena; y luego en junio, en Bratislava, Federico se encontraba con el rey de Hungría. Entonces entraron en la selva búlgara. En julio encontraban al príncipe de los serbios, que solicitaba una alianza contra Bizancio.

—Creo que este encuentro —decía Baudolino— preocupó a vuestro basileo Isaac. Temía que el ejército quisiera conquistar Constantinopla.

—No se equivocaba.

—Se equivocaba de quince años. Entonces Federico quería llegar de veras a Jerusalén.

—Pero nosotros estábamos inquietos.

—Lo entiendo, un inmenso ejército extranjero estaba a punto de atravesar vuestro territorio, y vosotros os preocupabais. Lo que está claro es que nos hicisteis difícil la existencia. Llegamos a Serdica y no encontramos los avituallamientos prometidos. En los alrededores de Filipópolis se nos enfrentaron vuestras tropas, que luego se retiraron en estampía, como sucedió en cada uno de los choques de aquellos meses.

—Sabes que en aquella época yo era gobernador de Filipópolis. Recibíamos noticias contradictorias de la corte. Una vez el basileo nos ordenaba construir unas murallas y excavar un foso, para resistir a vuestra llegada y, en cuanto lo habíamos hecho, llegaba la orden de destruirlo todo, para que luego no os sirviera de refugio a vosotros.

—Bloqueasteis los pasos de montaña abatiendo árboles. Asaltabais a los nuestros que iban aislados en busca de comida.

—Saqueabais nuestras tierras.

—Porque no nos dabais los avituallamientos prometidos. Los vuestros bajaban víveres con unas cestas desde lo alto de las murallas de las ciudades, pero mezclaban en el pan cal viva y otras sustancias venenosas. Precisamente durante el viaje, el emperador recibió una carta de Sibila, la ex reina de Jerusalén, que lo avisaba de cómo el Saladino, para detener el avance de los cristianos, había enviado al emperador de Bizancio fanegas de trigo envenenado, y un vaso de vino tan intoxicado que un esclavo de Isaac, obligado a olerlo, había muerto de golpe.

—Trápalas.

—Pero cuando Federico envió embajadores a Constantinopla, vuestro basileo hizo que se quedaran en pie, y luego los encarceló.

—Pero luego fueron enviados de nuevo junto a Federico.

—Cuando ya habíamos entrado en Filipópolis y la habíamos encontrado vacía, porque todos se habían esfumado. Tampoco tú estabas.

—Era mi deber sustraerme a la captura.

—Será. Pero fue después de que entráramos en Filipópolis cuando vuestro basileo cambió de tono. Fue allí donde encontramos a la comunidad armenia.

—Los armenios os sentían como hermanos. Son cismáticos como vosotros, no veneran las santas imágenes, usan panes ázimos.

—Son buenos cristianos. Algunos de ellos hablaron enseguida en nombre de su príncipe León, asegurándonos el paso y la asistencia a través de su país. Ahora bien, que las cosas no fueran tan sencillas lo entendimos en Adrianópolis, cuando llegó también una embajada del sultán selyúcida de Iconio, Kilidj Arslán, que se proclamaba señor de los turcos y de los sirios, pero también de los armenios. ¿Quién mandaba, y dónde?

—Kilidj intentaba detener la supremacía del Saladino, y habría querido conquistar el reino cristiano de Armenia, así pues, esperaba que el ejército de Federico pudiera ayudarlo. Los armenios confiaban en que Federico pudiera contener las pretensiones de Kilidj. Nuestro Isaac, a quien todavía le escocía la derrota sufrida a manos de los selyúcidas en Miriocéfalo, esperaba que Federico se enfrentara a Kilidj, pero tampoco le habría disgustado que se enfrentara un poco a los armenios, que daban no pocos dolores de cabeza a nuestro imperio. Por eso, en cuanto supo que tanto los selyúcidas como los armenios le aseguraban a Federico un paso a través de sus tierras, comprendió que no debía detener su marcha, sino favorecerla, permitiéndole cruzar la Propóntide. Lo enviaba contra nuestros enemigos y lo alejaba de nosotros.

—Pobre padre mío. No sé si sospechaba ser un arma en manos de una banda de enemigos cruzados. O quizá lo había entendido, pero esperaba poderlos derrotar a todos. Lo que sé es que, cuando se divisó la alianza con un reino cristiano, el armenio, más allá de Bizancio, Federico se inflamaba pensando en su meta final. Se le antojaba (y a mí con él) que los armenios habrían podido abrirle el camino hacia el reino del Preste Juan… En cualquier caso, es como dices tú, después de las embajadas de los selyúcidas y de los armenios, vuestro Isaac nos dio las naves. Y fue precisamente en Gallípoli, en Kalioupolis, donde te vi, mientras nos ofrecías los bajeles en nombre de tu basileo.

—No fue una decisión fácil por nuestra parte —dijo Nicetas—, el basileo corría el riesgo de indisponerse con el Saladino. Tuvo que enviarle embajadores para explicarle las razones por las que cedía. Gran señor, el Saladino entendió inmediatamente, y no nos guardó rencor. Lo repito, nosotros no tenemos nada que temer de los turcos: nuestro problema sois vosotros los cismáticos, ahora y siempre.

Nicetas y Baudolino se dijeron que no convenía recriminarse por razones y sinrazones de aquel asunto ya pasado. Quizá Isaac tenía razón, todo peregrino cristiano que pasaba por Bizancio tenía siempre la tentación de quedarse allí, donde había tantas cosas hermosas por conquistar, sin ir a arriesgar demasiado bajo las murallas de Jerusalén. Pero Federico quería de verdad seguir adelante.

Llegaron a Gallípoli y, aunque no era Constantinopla, el ejército quedó seducido por aquel lugar animado, con el puerto lleno de galeras y dromones, dispuestos a estibar caballos, caballeros y vituallas. No fue cosa de un día y, mientras tanto, nuestros amigos se dedicaban al ocio. Desde el principio del viaje, Baudolino había decidido usar a Zósimo para algo útil y lo había obligado a enseñarles el griego a sus compañeros:

—En los lugares a donde iremos —decía—, el latín no lo sabe nadie, por no hablar del tudesco, del provenzal o de mi lengua. Con el griego siempre hay alguna esperanza de entenderse.

Y así, entre una visita a un burdel y una lectura de algún texto de los padres de la Iglesia de Oriente, la espera no pesaba.

En el puerto había un mercado que no se acababa nunca, y decidieron aventurarse en él, conquistados por reflejos lejanos y olores a especias. Zósimo, al que habían liberado para que les hiciera de guía (pero bajo la atenta escolta de Boron que no le quitaba el ojo de encima un segundo), los avisó:

—Vosotros bárbaros latinos y teutones no conocéis las reglas de la civilización de nosotros los romanos. Debéis saber que en nuestros mercados, a primera vista, vosotros no querríais comprar nada porque piden demasiado, y si pagáis enseguida lo que os piden no es que piensen que os chupáis el dedo, porque eso ya lo sabían, que os lo chupáis, pero se quedan con mal sabor de boca, porque la alegría del mercader es regatear. Así pues, ofrecéis dos monedas cuando os piden diez, ellos bajarán a siete, les ofrecéis tres y ellos bajarán a cinco, os quedáis en tres, hasta que ellos cedan llorando y jurando que acabarán en la calle con toda su familia. A esas alturas, comprad, pero sabed que la mercancía valía una moneda.

—Y entonces, ¿por qué debemos comprar? —preguntó el Poeta.

—Porque también ellos tienen derecho a vivir, y tres monedas por lo que vale una es un trato honesto. Pero debo daros otro consejo: no solo los mercaderes tienen derecho a vivir, sino también los ladrones y, como no pueden robarse entre sí, intentarán robaros a vosotros. Si se lo impedís, estáis en vuestro derecho; pero si lo consiguen, no tenéis que quejaros. Así pues, os recomiendo que llevéis en la bolsa poco dinero, lo que habéis decidido gastar y basta.

Instruidos por un guía tan al día de las costumbres del lugar, nuestros amigos se aventuraron entre una marea de gente que olía a ajo, como todos los romeos. Baudolino se había comprado dos puñales árabes de buena hechura, para llevarlos a ambos lados del cinto y sacarlos rápidamente cruzando los brazos. Abdul había encontrado una pequeña teca transparente que contenía un mechón de cabellos (quién sabe de quién, pero estaba claro en quién estaba pensando). Solomón había llamado a los demás a grandes voces cuando había dado con la tienda de un persa que vendía pociones milagrosas. El vendedor de elixires había enseñado una ampolla que según él contenía un fármaco poderosísimo, que tomado en pequeñas dosis estimulaba los espíritus vitales, pero que, si se bebía de golpe, llevaba rápidamente a la muerte. Luego había exhibido una ampolla parecida, que, sin embargo, contenía el más poderoso de los contravenenos, capaz de anular la acción de cualquier tóxico. Solomón, que, como todos los judíos, sentía afición por el arte médica, había adquirido el contraveneno. Al pertenecer a una gente que sabía más griego que los romeos, consiguió pagar una moneda en lugar de las diez que le habían pedido, y le angustiaba el temor de haber pagado por lo menos el doble.

Cuando abandonaron la tienda del boticario, Kyot había encontrado una bufanda suntuosa, y Boron, después de haber sopesado largo y tendido todas las mercancías, había meneado la cabeza murmurando que, para quien estaba en el séquito de un emperador que poseía el Greal, todos los tesoros del mundo eran estiércol, imaginémonos esos.

Se encontraron con el Boidi de Alejandría, que había entrado ya a formar parte de su grupo. Se había encaprichado de un anillo, quizá de oro (el vendedor lloraba cediéndoselo porque era de su madre), que contenía en el engaste un cordial prodigioso, se podía reanimar a un herido con un sorbo solo y, en ciertos casos, resucitar a un muerto. Lo había comprado porque, decía, si no queda más remedio que arriesgar el pellejo bajo las murallas de Jerusalén, mejor tomar alguna precaución.

Zósimo había quedado extasiado ante un sello que llevaba una Zeta, y, por lo tanto, su inicial, que se vendía con una barrita de lacre. La Zeta estaba tan recomida que quizá no habría dejado ninguna señal en el lacre, pero eso era testimonio de la insigne antigüedad del objeto. Naturalmente, siendo un prisionero, no tenía dinero, pero Solomón se había conmovido y le compró el sello.

En un momento dado, empujados por la muchedumbre, se dieron cuenta de que habían perdido al Poeta, pero lo encontraron mientras regateaba el precio de una espada que según el mercader se remontaba a la conquista de Jerusalén. Pero, cuando fue a buscar su bolsa, se dio cuenta de que Zósimo tenía razón, y que a él, con sus ojos celestes de tudesco pensativo, los ladrones lo seguían como moscas. Baudolino se había conmovido y le regaló la espada.

Al día siguiente, en los reales, se presentó un hombre vestido con riqueza, con modales exageradamente obsequiosos, acompañado por dos siervos, que pidió ver a Zósimo. El monje confabuló un poco con él, luego fue a decirle a Baudolino que se trataba de Makhitar Ardzrouni, un noble dignatario armenio que estaba encargado de una embajada secreta de parte del príncipe León.

—¿Ardzrouni? —dijo Nicetas—. Sé de él. Había venido varias veces a Constantinopla, desde los tiempos de Andrónico. Entiendo que haya encontrado a tu Zósimo, porque tenía fama de estudioso de ciencias mágicas. Uno de mis amigos de Selimbria, pero Dios sabe si lo encontraremos allá, fue su huésped en su castillo de Dadjig…

—También nosotros, como te diré, y para nuestra desventura. El hecho de que fuera amigo de Zósimo era signo, para mí, harto infausto, pero informé a Federico, que quiso verle. El tal Ardzrouni era bastante reticente con respecto a sus credenciales. Había sido enviado y no había sido enviado por León, o mejor, si había sido enviado, no debía decirlo. Estaba allí para guiar al ejército imperial a través del territorio de los turcos hasta Armenia. Ardzrouni se expresaba con el emperador en un latín aceptable, pero, cuando quería no salir de la vaguedad, fingía no encontrar la palabra adecuada. Federico decía que era traicionero como todos los armenios, pero una persona conocedora del lugar le resultaba útil y decidió agregarlo a su ejército, limitándose a pedirme que lo vigilara. Debo decir que durante el viaje se portó de manera impecable, dando siempre informaciones que luego resultaban verdaderas.