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Baudolino encuentra a Zósimo

En abril, en Constanza, el emperador y la liga de los comunes lombardos signaban un acuerdo definitivo. En junio habían llegado confusas noticias de Bizancio.

Hacía tres años que había muerto Manuel, y le había sucedido su hijo Alejo, que era poco más que un niño. Un niño mal educado, comentaba Nicetas, que empleaba sus días alimentándose de leves alientos, sin tener todavía conocimiento alguno de los gozos y de los dolores, dedicándose a la caza y a las cabalgadas, jugando en compañía de chiquillos, mientras en la corte varios pretendientes pensaban poder conquistar a la basilisa, su madre, perfumándose como necios y ciñéndose con collares como hacen las mujeres; otros se dedicaban a dilapidar el dinero público, y cada uno perseguía sus propios apetitos, luchando los unos contra los otros. Era como si se hubiera sustraído una sólida columna de apoyo y todo pendiera del revés.

—Encontraba cumplimiento el prodigio aparecido a la muerte de Manuel —dijo Nicetas—. Una mujer dio a luz un hijo varón, con las extremidades mal articuladas y cortas, y la cabeza demasiado grande, y eso era presagio de poliarquía, que es la madre de la anarquía.

—Lo que supe enseguida por uno de nuestros espías es que en la sombra conspiraba un primo suyo, Andrónico —dijo Baudolino.

—Era hijo de un hermano del padre de Manuel y, por lo tanto, era como si fuera un tío del pequeño Alejo. Hasta entonces había estado en el exilio, porque Manuel lo consideraba un artero traidor. Ahora se había acercado solapadamente al joven Alejo, como si estuviera arrepentido de su pasado y quisiera ofrecerle protección, y poco a poco había ido adquiriendo cada vez más poder. Entre una conjura y un envenenamiento, había seguido su escalada al solio imperial hasta que, cuando ya era anciano y estaba macerado por la envidia y el odio, empujó a la sublevación a los ciudadanos de Constantinopla, haciéndose proclamar basileo. Mientras tomaba la hostia bendita, había jurado que asumía el poder para proteger al sobrino todavía joven; pero inmediatamente después su desalmada mano derecha, Esteban Hagiocristoforites, había estrangulado al niño Alejo con la cuerda de un arco. Cuando le llevaron el cadáver del pobrecito, Andrónico había ordenado que lo arrojaran al fondo del mar, cortándole antes la cabeza, que luego fue escondida en un lugar llamado Katabates. No entendí por qué, visto que se trata de un antiguo monasterio en ruinas desde hace tiempo, justo fuera de las murallas de Constantino.

—Yo sé por qué. Mis espías me refirieron que con el Hagiocristoforites había un monje sumamente espiritado, que Andrónico, tras la muerte de Manuel, había querido consigo, como experto en nigromancia. Mira qué casualidad, se llamaba Zósimo, y tenía fama de evocar a los muertos entre las ruinas de ese monasterio, donde se había constituido un palacio subterráneo… Así pues, yo había encontrado a Zósimo, o por lo menos sabía dónde pescarlo. Esto sucedió en noviembre de 1184, cuando de repente murió Beatriz de Borgoña.

Otro silencio. Baudolino bebió durante un buen rato.

—Entendí aquella muerte como un castigo. Era justo que, después de la segunda, desapareciera también la primera mujer de mi vida. Yo tenía más de cuarenta años. Había oído que en Terdona había o había habido una iglesia donde el que recibía el bautismo vivía hasta los cuarenta años. Yo había superado el límite que se les concedía a los que habían recibido un milagro. Habría podido morir en paz. No podía soportar la vista de Federico: la muerte de Beatriz lo había postrado, quería ocuparse del primogénito, que tenía ya veinte años pero era cada vez más frágil, y estaba preparando lentamente la sucesión a favor de su segundo hijo, Enrique, haciéndole coronar rey de Italia. Estaba envejeciendo, pobre padre mío, ahora ya Barbablanca… Yo había vuelto algunas otras veces a Alejandría y había descubierto que mis padres carnales se estaban volviendo aún más viejos. Blancos, híspidos y sutiles como esas pelotillas blancas que ves rodar por los campos en primavera, curvados como un arbusto un día de viento, pasaban los días peleándose alrededor del hogar por una escudilla fuera de su sitio o un huevo que uno de los dos había dejado caer. Y me regañaban, cada vez que iba a verles, porque no iba nunca a verles. Decidí entonces malbaratar mi vida, e ir a Bizancio para buscar a Zósimo, aunque hubiera tenido que acabar, cegado en una mazmorra, los años que me quedaban.

Ir a Constantinopla podía ser peligroso porque, algunos años antes, e instigados precisamente por Andrónico, antes aún de que tomara el poder, los habitantes de la ciudad se habían sublevado contra los latinos que residían en ella, matando a no pocos, desvalijando todas sus casas y obligando a muchísimos de ellos a ponerse a salvo en las Islas de los Príncipes. Ahora parecía que venecianos, genoveses o pisanos podían circular de nuevo por la ciudad, porque aquella era gente indispensable para el bienestar del imperio, pero Guillermo II, rey de Sicilia, se estaba moviendo contra Bizancio y, para los grecanos, era latino tanto un provenzal, como un germánico, un siciliano o un romano, y no se paraban en sutilezas. Por lo tanto, decidieron zarpar desde Venecia y llegar por mar como una caravana de mercaderes que procedía (fue una idea de Abdul) de Taprobane. Dónde estaba Taprobane lo sabían muy pocos, y quizá nadie, y tampoco en Bizancio podían tener una idea de qué lengua se hablaba allá.

Así pues, Baudolino iba vestido como un dignatario persa; el rabí Solomón, al que habrían identificado como un judío incluso en Jerusalén, hacía de médico de la compañía, con un hermoso tabardo oscuro constelado todo él de signos zodiacales; el Poeta tenía pinta de mercader turco con su caftán celeste; Kyot habría podido ser un libanés de los que visten mal pero llevan monedas de oro en la bolsa; Abdul, que se había rasurado la cabeza para no mostrar su pelo rojo, había acabado por parecerse a un eunuco de gran rango, y Boron pasaba por su siervo.

En cuanto a la lengua, habían decidido hablar entre sí en la jerga de los ladrones que habían aprendido en París y que todos ellos hablaban a la perfección, lo cual dice mucho del fervor que habían puesto en el estudio aquellos días felices. Incomprensible para los mismos parisinos, para los bizantinos podía ser perfectamente la lengua de Taprobane.

Zarparon de Venecia a principios del verano; durante una escala, en agosto, supieron que los sicilianos habían conquistado Tesalónica, y a lo mejor se estaban desparramando ya por la costa septentrional de la Propóntide; así pues, habiendo penetrado en ese brazo de mar bien entrada la noche, el capitán prefirió dar una larga vuelta hacia la costa opuesta, para luego dirigirse hacia Constantinopla como si llegara de Calcedonia. Para consolarles por esa desviación había prometido un desembarque de basileos, porque —decía— Constantinopla debía descubrirse así, llegando de frente con los primeros rayos del sol.

Cuando Baudolino y los suyos subieron al puente, hacia el alba, experimentaron un conato de desilusión, porque la costa se veía ofuscada por una densa neblina, pero el capitán los tranquilizó: era esa la manera de acercarse a la ciudad, lentamente, y esa ofuscación, que ya se impregnaba de las primeras luces de la aurora, se iría disolviendo poco a poco.

Después de una hora de navegación, el capitán indicó un punto blanco, y era la cúspide de una cúpula, que parecía perforar aquella bruma… Al cabo de poco, entre aquel blanco se iban dibujando a lo largo de la costa las columnas de algunos palacios, y luego los perfiles y los colores de algunas casas, campanarios que se teñían de rosa, y paulatinamente más abajo las murallas con sus torres. Luego, de golpe, he ahí una gran sombra, cubierta todavía por una serie de vapores que se alzaban desde la cima de una altura y vagaban por el aire, hasta que se veía campear, armoniosísima y resplandeciente bajo los rayos del primer sol, la cúpula de Santa Sofía, como si hubiera salido por milagro de la nada.

Desde ese punto en adelante había sido una revelación continua, con otras torres y otras cúpulas que emergían en un cielo que se despejaba poco a poco, entre un triunfo de espesura, columnas doradas, peristilos blancos, mármoles rosados, y la gloria entera del palacio imperial del Bucoleón, con sus cipreses en un laberinto abigarrado de jardines colgantes. Y luego la embocadura del Cuerno de Oro, con la gran cadena que bloqueaba el paso y la torre blanca de Galatea a la derecha.

Baudolino relataba conmovido, y Nicetas repetía con tristeza lo bella que era Constantinopla cuando era bella.

—Ah, era una ciudad llena de emociones —dijo Baudolino—. Nada más llegar, nos hicimos enseguida una idea de lo que sucedía por aquí. Pasábamos por el Hipódromo mientras se preparaba el suplicio para un enemigo del basileo…

—Andrónico estaba como enloquecido. Vuestros latinos de Sicilia habían pasado a sangre y fuego Tesalónica, Andrónico había ordenado que hicieran algunas obras de fortificación, luego se había desinteresado del peligro. Se daba a la vida disoluta, diciendo que a los enemigos no había que temerlos, mandaba al suplicio a los que habrían podido ayudarle, se alejaba de la ciudad en compañía de meretrices y concubinas, iba a esconderse entre bosques y barrancos como hacen los animales, seguido por sus enamoradas como un gallo por sus gallinas, o como Dionisos con las bacantes, solo le faltaba ponerse una piel de cervatillo y una túnica color azafrán. Se acompañaba solo de flautistas y hetairas; desenfrenado como Sardanápalo, lascivo como el pulpo, no conseguía soportar el peso de sus desenfrenos y comía un inmundo animal del Nilo, parecido al cocodrilo, que se decía favorecía la eyaculación… Ahora bien, no quisiera que lo consideraras un mal señor. Hizo también muy buenas cosas, limitó los gravámenes, proclamó edictos para impedir que en los puertos se acelerara el naufragio de las naves con dificultades para poder desvalijarlas, restauró el antiguo acueducto subterráneo, hizo arreglar la iglesia de los Santos Cuarenta Mártires…

—En fin, era una buena persona…

—No me hagas decir lo que no digo. Un basileo puede usar el poder para hacer el bien, pero para conservar el poder tiene que hacer el mal. También tú has vivido junto a un hombre de poder, y también tú has admitido que podía ser noble e iracundo, cruel y cuidadoso del bien común. La única manera para no pecar es aislarse en la cima de una columna como hacían los santos padres de otro tiempo, aunque ahora estas columnas hayan caído en ruinas.

—No quiero discutir contigo sobre la manera en que debía gobernarse este imperio. Es el vuestro o, por lo menos, lo era. Reanudo mi relato. Vinimos a vivir aquí, a casa de estos genoveses, porque ya habrás intuido que mis lealísimos espías eran ellos. Y precisamente Boiamondo descubrió un día que esa misma noche el basileo iría a la antigua cripta de Katabates para seguir prácticas de adivinación y magia. Si queríamos sacar a Zósimo de su guarida, era la ocasión.

Caída la tarde, se dirigieron hacia las murallas de Constantino, donde existía una especie de pequeño pabellón, no lejos de la iglesia de los Santísimos Apóstoles. Boiamondo dijo que desde allí se llegaba directamente a la cripta, sin pasar por la iglesia del monasterio. Había abierto una puerta, les había hecho bajar unos escalones resbaladizos, y se habían encontrado en un pasillo impregnado de un tufo húmedo.

—Bien —había dicho Boiamondo—, seguid un poco adelante y llegáis a la cripta.

—¿Tú no vienes?

—Yo no voy donde se hacen cosas con los muertos. Para hacer cosas, prefiero que estén vivos, y sean mujeres.

Prosiguieron solos, y pasaron por una sala con bóvedas bajas, donde se divisaban triclinios, camas deshechas, cálices tirados por los suelos, platos no lavados con las sobras de alguna francachela. Evidentemente ese glotón de Zósimo consumaba allá abajo no solo sus ritos con los difuntos, sino también algo que no le habría disgustado a Boiamondo. Pero todo aquel bagaje orgiástico había sido como amontonado a toda prisa en los rincones más oscuros, porque aquella noche Zósimo había citado al basileo para que hablara con los muertos y no con unas rameras, porque ya se sabe, decía Baudolino, la gente se cree cualquier cosa con tal de que se le hable de los muertos.

Más allá de la cámara, se veían unas luces, y, en efecto, entraron en una cripta circular, iluminada por dos trípodes ya encendidos. La cripta estaba rodeada por una columnata, y detrás de las columnas se divisaban las aberturas de algunos pasillos o galerías, que llevaban quién sabe dónde.

En el centro de la cripta había una jofaina llena de agua, cuyo borde formaba una especie de canal, que corría circularmente en torno a la superficie del líquido, lleno de una sustancia oleosa. Junto a la jofaina, encima de una pequeña columna, había algo impreciso, cubierto con un paño rojo. Por las distintas murmuraciones que había recogido, Baudolino había entendido que Andrónico, después de haberse encomendado a ventrílocuos y astrólogos, y haber intentado encontrar en vano, y en Bizancio, a alguien que, como los antiguos griegos, todavía supiera predecir el futuro a través del vuelo de los pájaros, no fiándose de ciertos miserables que hacían alarde de saber interpretar los sueños, se había encomendado a los hidromantes, es decir, a los que, como Zósimo, sabían obtener presagios sumergiendo en el agua algo que había pertenecido a un difunto.

Habían llegado pasando por detrás del altar, y dándose la vuelta vieron un iconostasio, dominado por un Cristo Pantocrátor que los miraba fijamente con ojos severos y abiertos de par en par.

Baudolino observó que, si las noticias de Boiamondo eran correctas, al cabo de poco rato llegaría alguien y era preciso esconderse. Eligieron una parte de la columnata donde los trípodes no reflejaban luz alguna, y allí se colocaron, justo a tiempo, porque ya se oían los pasos de alguien que llegaba.

Por el lado izquierdo del iconostasio vieron entrar a Zósimo, envuelto en un tabardo que parecía el del rabí Solomón. Baudolino había tenido un impulso instintivo de rabia y parecía querer salir al descubierto para ponerle las manos encima a ese traidor. El monje precedía obsequiosamente a un hombre de ropaje suntuoso, seguido por otros dos personajes. Por la actitud respetuosa de los dos, se entendía que el primero era el basileo Andrónico.

El monarca se detuvo de golpe, impresionado por la puesta en escena. Se santiguó devotamente delante del iconostasio, luego le preguntó a Zósimo:

—¿Por qué me has hecho venir aquí?

—Mi señor —respondió Zósimo—, te he hecho venir porque solo en lugares consagrados se puede practicar la verdadera hidromancia, estableciendo el justo contacto con el reino de los difuntos.

—No soy un cobarde —dijo el basileo, santiguándose de nuevo—, pero tú, ¿no temes evocar a los difuntos?

Zósimo se rió con jactancia:

—Señor, podría levantar estas manos y los durmientes de los diez mil nichos de Constantinopla se precipitarían dóciles a mis pies. Pero no necesito llamar a la vida a esos cuerpos. Dispongo de un objeto portentoso, que usaré para establecer un contacto más rápido con el mundo de las tinieblas.

Encendió un tizón en uno de los trípodes y lo acercó a la acanaladura del borde de la jofaina. El aceite empezó a arder, y una corona de pequeñas llamas, corriendo todo alrededor de la superficie del agua, la iluminó con reflejos tornasolados.

—Todavía no veo nada —dijo el basileo, inclinándose sobre el borde de la jofaina—. Pregúntale a esta agua tuya quién se dispone a tomar mi puesto. Advierto fermentos en la ciudad, y quiero saber a quién tengo que destruir para no tener que temer.

Zósimo se acercó al objeto cubierto por un paño rojo que estaba en la columnilla, quitó con gesto teatral el velo y le ofreció al basileo una cosa casi redonda que aferraba en sus manos. Nuestros amigos no podían ver de qué se trataba, pero divisaban al basileo, que se retraía temblando, como intentando alejar de sí una visión insoportable.

—No, no —dijo—, ¡esto no! Me lo habías pedido para tus ritos, ¡pero no sabía que me lo pondrías delante!

Zósimo había levantado su trofeo y lo estaba presentando a una asamblea ideal como un ostensorio, dirigiéndolo hacia todos los rincones del antro. Era la cabeza de un muertecito, con las facciones todavía intactas como si la acabaran de arrancar del busto, los ojos cerrados, las narices dilatadas en la naricita afilada, dos pequeños labios apenas levantados, que descubrían una fila íntegra de dientes menudos. La inmovilidad, y la enajenada ilusión de vida de aquel rostro, se volvía más hierática porque se presentaba con un color dorado uniforme, y casi destellaba a la luz de las llamas a las que Zósimo ahora lo estaba acercando.

—Era menester que usara la cabeza de tu sobrino Alejo —estaba diciéndole Zósimo al basileo—, para que el rito pudiera cumplirse. Alejo estaba atado a ti por vínculos de sangre, y por su mediación podrás ponerte en contacto con el reino de los que ya no son.

Entonces sumergió lentamente en el líquido aquella pequeña cosa atroz, dejándola caer en el fondo de la jofaina, sobre la cual se inclinó Andrónico, todo lo que la corona de llamas le permitía acercarse.

—El agua se está volviendo turbia —dijo en un suspiro—. Ha encontrado en Alejo el elemento terrestre que esperaba, y lo interroga —susurró Zósimo—. Esperemos a que esta nube se disipe.

Nuestros amigos no podían ver lo que sucedía en el agua, pero entendieron que en un determinado momento había recobrado su limpidez y mostraba en el fondo el rostro del pequeño basileo.

—Que se me lleven los infiernos, está recuperando los colores de otro tiempo —balbucía Andrónico—, y leo unos signos que le han aparecido en la frente… Oh, milagro… Iota, Sigma…

No era necesario ser hidromantes para entender qué había sucedido. Zósimo había cogido la cabeza del emperador niño, le había grabado dos letras en la frente, luego lo había recubierto con una sustancia dorada, soluble en el agua. Ahora, una vez disuelta esa pátina artificial, la desgraciada víctima llevaba al inductor de su homicidio el mensaje que evidentemente Zósimo, o quien le hubiera inspirado, quería hacerle llegar.

Andrónico, en efecto, seguía deletreando:

—Iota, Sigma, IS… IS…

Se había levantado, se había ensortijado con insistencia los dedos en los pelos de la barba, parecía echar fuego por los ojos, había inclinado la cabeza como para reflexionar, luego la había levantado como un caballo fogoso que se contiene a duras penas:

—¡Isaac! —gritó—. ¡El enemigo es Isaac Comneno! ¿Qué estará tramando allá en Chipre? Le enviaré una flota y lo aniquilaré antes de que pueda moverse, ¡el muy miserable!

Uno de los dos acompañantes salió de la sombra, y Baudolino notó que tenía la cara de quien estaba dispuesto a asar a su propia madre si le hubiera faltado la carne en la mesa.

—Señor —dijo este—, Chipre está demasiado lejos, y tu flota debería salir de la Propóntide, pasando por donde campea la armada del rey de Sicilia. Pero así como tú no puedes ir donde está Isaac, tampoco Isaac puede venir donde estás tú. No pensaría en el Comneno, sino en Isaac el Ángel, que está aquí en la ciudad, y tú sabes hasta qué punto no te ama.

—Esteban —rió con desprecio Andrónico—, ¿tú querrías que me preocupara de Isaac el Ángel? ¿Cómo puedes pensar que ese fofo, ese impotente, ese incapaz, esa nulidad, pueda amenazarme? Zósimo, Zósimo —dijo furibundo al nigromante—, ¡esta cabeza y esta agua me hablan o de uno que está demasiado lejos o de otro que es demasiado estúpido! ¿Para qué te sirven los ojos si no sabes leer en este bacín lleno de pis?

Zósimo entendía que estaba a punto de perder los ojos, pero, para su fortuna, intervino ese Esteban que había hablado antes. Por el gozo evidente con el que se estaba prometiendo nuevos delitos, Baudolino comprendió que se trataba de Esteban Hagiocristoforites, la desalmada mano derecha de Andrónico, aquel que había estrangulado y decapitado al niño Alejo.

—Señor, no desprecies los prodigios. Bien has visto que han aparecido en el rostro del muchacho signos que, cuando estaba vivo, desde luego no llevaba. Isaac el Ángel será un pequeño pusilánime, pero te odia. Otros más pequeños y pusilánimes que él han atentado contra la vida de hombres grandes y valerosos como tú, si los ha habido… Dame tu permiso, y esta misma noche voy a capturar al Ángel y le arranco los ojos con mis manos, luego lo cuelgo de una columna de su palacio. Al pueblo se le dirá que has recibido un mensaje del cielo. Mejor eliminar enseguida a alguien que todavía no te amenaza, que dejarlo con vida de modo que pueda amenazarte un día. Seamos los primeros en asestar el golpe.

—Tú intentas usarme para satisfacer algún rencor personal —dijo el basileo—, pero puede ser que haciendo daño actúes también para el bien. Quítame de en medio a Isaac. Solo siento… —y miró a Zósimo de manera tal que lo hizo temblar como un junco— que, una vez muerto Isaac, nunca sabremos si de verdad quería perjudicarme y, por lo tanto, si este monje me ha dicho la verdad. Pero al fin y al cabo me ha insinuado una justa sospecha, y pensando mal casi siempre se acierta. Esteban, estamos obligados a mostrarle nuestro reconocimiento. Encárgate tú de darle lo que pida.

Hizo un gesto a sus dos acompañantes y salió, dejando a Zósimo recobrarse lentamente del terror que lo había petrificado junto a su jofaina.

—El Hagiocristoforites odiaba, en efecto, a Isaac el Ángel, y evidentemente se había puesto de acuerdo con Zósimo para que cayera en desgracia —dijo Nicetas—. Pero sirviendo a su protervia, dejó de servir bien a su señor, porque ya sabrás que aceleró su ruina.

—Lo sé —dijo Baudolino—, pero en el fondo aquella noche no me importaba demasiado entender qué había sucedido. Me bastaba con saber que ya tenía a Zósimo en mis manos.

En cuanto se apagaron los pasos de los reales visitantes, Zósimo emitió un gran suspiro. En el fondo, el experimento había llegado a buen fin. Se había frotado las manos, esbozando una sonrisa de satisfacción, había sacado la cabeza del niño del agua y la había colocado donde estaba antes. Luego se había dado la vuelta para remirar toda la cripta, y se había echado a reír histéricamente, alzando los brazos y gritando:

—¡Tengo en mi puño al basileo! ¡Ahora ya no tendría miedo ni siquiera de los muertos!

Acababa de hablar, cuando nuestros amigos salieron lentamente a la luz. Acontece a quien obra mágicamente que al final se convence de que, aunque no cree en el diablo, el diablo sin duda cree en él. Al ver una cohorte de lémures que se levantaban como si fuese el día del juicio, Zósimo, por muy felón que fuera, se comportó, en aquel momento, con ejemplar espontaneidad. Sin intentar ocultar los propios sentimientos, los perdió y se desmayó.

Volvió en sí cuando el Poeta lo aspergió con agua divinatoria. Abrió los ojos y se encontró a un palmo de la nariz con un Baudolino que infundía pavor, más que si hubiera sido un aparecido del otro mundo. En aquel momento, Zósimo entendió que no las llamas de un infierno incierto, sino la ciertísima venganza de su antigua víctima lo esperaba sin demora.

—Fue para servir a mi señor —se apresuró a decir—, y fue para hacerte un servicio también a ti, hice que tu carta circulara mejor de lo que habrías podido hacerlo tú…

Baudolino dijo:

—Zósimo, no es por maldad, pero si tuviera que obedecer a lo que me inspira el Señor, debería partirte el culo. Claro que sería un esfuerzo y, como ves, me contengo.

Y le dio tal bofetada que la cabeza habría podido dar dos vueltas sobre sí misma.

—Soy un hombre del basileo, si me tocáis un solo pelo de la barba os juro que…

El Poeta lo agarró por el pelo, le acercó el rostro a las llamas que todavía ardían en torno a la jofaina, y la barba de Zósimo empezó a humear.

—Estáis locos —dijo Zósimo, intentando librarse de la tenaza de Abdul y Kyot, que, mientras tanto, lo habían aferrado y le retorcían los brazos en la espalda.

Y Baudolino, con un capón en la nuca, lo empujó de cabeza en la jofaina a que extinguiera el incendio de la barba impidiéndole que se irguiera hasta que el miserable dejó de preocuparse por el fuego y empezó a preocuparse por el agua, y más se preocupaba y más tragaba.

—Por las burbujas que has hecho aflorar a la superficie —dijo serenamente Baudolino tirándole del pelo—, saco el presagio de que esta noche morirás no con la barba sino con los pies quemados.

—Baudolino —sollozaba Zósimo, vomitando agua—, Baudolino, siempre podemos ponernos de acuerdo… Déjame toser, te lo ruego, no puedo escapar, qué queréis hacer, todos vosotros contra uno, ¿no tenéis piedad? Escucha, Baudolino, yo sé que tú no quieres vengarte por aquel momento mío de debilidad, tú quieres llegar a la tierra de tu Preste Juan, y yo te dije que tenía el mapa adecuado para llegar a ella. Si se echa polvo en el fuego de la chimenea, el fuego se apaga.

—¿Qué quieres decir, farsante? ¡Deja de vomitar tus sentencias!

—Quiero decir que si me matas, el mapa no lo verás nunca más. A menudo, los peces jugando se elevan por encima del agua y salen de los límites de su demora natural. Yo puedo hacer que llegues lejos. Hagamos un pacto de hombres honrados. Tú me dejas, y yo te llevo a donde está el mapa de Cosme el Indicopleustes. Mi vida por el reino del Preste Juan. ¿No te parece barato?

—Preferiría matarte —dijo Baudolino—, pero me sirves vivo para conseguir el mapa.

—¿Y después?

—Después te mantendremos bien atado y envuelto en una alfombra hasta que encontremos una nave segura que nos lleve lejos de aquí, y solo entonces desenrollaremos la alfombra, porque si te soltáramos enseguida, nos mandarías a todos los sicarios de la ciudad.

—Y la desenrollaréis en el agua…

—Para ya, que no somos asesinos. Si quisiera matarte después, no me liaría a bofetadas contigo ahora. Y, en cambio, mira, lo hago precisamente para darme una satisfacción, visto que más no pretendo hacer.

Y se puso con calma a darle primero un bofetón y luego otro, primero una mano y después la otra, con un golpe le daba la vuelta a la cabeza hacia la izquierda, con otro hacia la derecha, dos veces de lleno con la palma, dos veces con los dedos tendidos, dos veces con el dorso, dos veces de corte, dos veces con el puño cerrado, hasta que Zósimo se puso violeta y a Baudolino casi se le dislocan las muñecas. Entonces dijo:

—Ahora me duele a mí, y me paro. Vamos a ver el mapa.

Kyot y Abdul arrastraron a Zósimo por las axilas, pues ya no se mantenía en pie sin ayuda, y solo podía indicar el camino con el dedo tembloroso, mientras murmuraba:

—El monje que es despreciado y lo soporta es como una planta que se riega cada día.

Baudolino le decía al Poeta:

—Zósimo me enseñó en cierta ocasión que la cólera, más que ninguna otra pasión, trastorna y perturba el alma, pero a veces la ayuda. Cuando la usamos, en efecto, con calma contra los impíos y pecadores para salvarlos o confundirlos, procuramos dulzura al alma, porque vamos derechos al objeto de la justicia.

Comentaba el rabí Solomón:

—Como dice el Talmud, hay castigos que lavan todas las iniquidades de un hombre.