En el siguiente mes de julio, Federico tomó puerto en Venecia acompañado por mar desde Rávena hasta Chioggia por el hijo del dux, luego visitó la iglesia de San Nicolò, en el Lido y el domingo 24, en la plaza San Marcos, se prosternó a los pies de Alejandro. Este lo levantó y abrazó con ostentado afecto, y todos a su alrededor cantaban el tedeum. Había sido un triunfo de verdad, aunque no estaba claro para cuál de los dos. En cualquier caso, terminaba una guerra que había durado dieciocho años, y en los mismos días el emperador firmaba una tregua de armas de seis años con los comunes de la liga lombarda. Federico estaba tan contento que decidió permanecer un mes más en Venecia.
Fue en agosto cuando, una mañana, Cristián de Buch convocó a Baudolino y a los suyos, pidió que lo siguieran ante el emperador y, llegado ante Federico le alargó, con gesto dramático, un pergamino que rebosaba sellos:
—He aquí la carta del Preste Juan —había dicho—, tal y como me llega por vías confidenciales de la corte de Bizancio.
—¿La carta? —exclamó Federico—. ¡Pero si todavía no la hemos enviado!
—En efecto no es la nuestra, es otra. No está dirigida a ti, sino al basileo Manuel. Por lo demás, es igual a la nuestra.
—¿Así pues, este Preste Juan primero me ofrece una alianza a mí y luego se la ofrece a los romeos? —se enfureció Federico.
Baudolino estaba atónito, porque cartas del Preste, bien lo sabía él, había solo una y la había escrito él. Si el Preste existía, podía haber escrito incluso otra carta, pero desde luego no esa. Pidió poder examinar el documento y, después de haberlo ojeado deprisa, dijo:
—No es exactamente igual, hay pequeñas variaciones. Padre mío, si me lo permites, quisiera examinarla mejor.
Se retiró con sus amigos, y juntos leyeron y releyeron la carta una y otra vez. Ante todo, estaba siempre en latín. Curioso, había observado el rabí Solomón, que el Preste se la envíe a un basileo griego. En efecto el principio recitaba:
El Presbyter Johannes, por virtud y poder de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo, señor de los que señorean, a Manuel, gobernador de los Romeos, desea salud y perpetuo goce de las divinas bendiciones…
—Segunda extrañeza —dijo Baudolino—, llama a Manuel gobernador de los romeos, y no basileo. Así pues, no hay duda de que no ha sido escrita por un griego del ambiente imperial. Ha sido escrita por alguien que no reconoce los derechos de Manuel.
—Por lo tanto —concluyó el Poeta—, por el verdadero Preste Juan, que se considera el dominus dominantium.
—Sigamos adelante —dijo Baudolino—, que os enseño palabras y frases que en nuestra carta no estaban.
Había sido anunciado a nuestra majestad que tenías en gran cuenta nuestra excelencia y que te había llegado noticia de nuestra grandeza. Por nuestro apocrisiario hemos sabido que querías enviarnos algo agradable y divertido, para deleite de nuestra clemencia. En cuanto hombre, acepto de buen grado el presente, y mediante un apocrisiario te envío un signo de parte mía, deseoso de saber si sigues con nosotros la recta fe y si en todo y por todo crees en Jesucristo Nuestro Señor. Mientras que yo sé perfectamente que soy un hombre, tus grecanos creen que tú eres un dios, aunque nosotros sabemos que eres mortal y estás expuesto a la humana corrupción. Por la amplitud de nuestra munificencia, si te sirve algo que pueda ser de tu agrado, háznoslo saber, ya sea mediante un gesto de nuestro apocrisiario, ya sea mediante un testimonio de tu afecto.
—Aquí las extrañezas son demasiadas —dijo el rabí Solomón—; por una parte, trata con condescendencia y desprecio al basileo y a sus grecanos, al límite del insulto; y por la otra, usa términos como apocrisiarium, que me parece griego.
—Significa exactamente embajador —dijo Baudolino—. Pero escuchad: allá donde nosotros decíamos que en la mesa del Preste se sientan el metropolita de Samarcanda y el arcipreste de Susa, aquí se escribe que son el protopapaten Sarmagantinum y el archiprotopapaten de Susis. Y aún más, entre las maravillas del reino se cita una hierba denominada assidios, que ahuyenta los espíritus malignos. Una vez más, tres términos griegos.
—Entonces —dijo el Poeta—, la carta está escrita por un griego, que aun así trata fatal a los griegos. No lo entiendo.
Abdul mientras tanto había cogido el pergamino:
—Hay más: allá donde nosotros nombrábamos la recolección de la pimienta, se añaden otros detalles. Aquí se le ha añadido que en el reino de Juan existen pocos caballos. Y aquí, donde nosotros solo mencionábamos a las salamandras, se dice que son una suerte de gusanos, que se rodean de una especie de película, como las lombrices que producen la seda, y después las mujeres del palacio trabajan la película para hacer vestidos y atuendos reales que solo se lavan con un fuego violento.
—¿Cómo, cómo? —preguntó alarmado Baudolino.
—Y por fin —siguió Abdul—, en la lista de seres que habitan el reino, entre los hombres cornudos, los faunos, los sátiros, los pigmeos, los cinocéfalos, aparecen también methagallinarios, cametheternos y thinsiretas, todas ellas criaturas que nosotros no habíamos citado.
—¡Por la Virgen deípara! —exclamó Baudolino—. ¡Pero si la historia de las lombrices la relataba Zósimo! ¡Y fue Zósimo el que me dijo que, según Cosme el Indicopleustes, en India no existen caballos! ¡Y fue Zósimo el que me mencionó a los methagallinarios y a todos esos otros animalejos! ¡Hijo de meretriz, bajel de excrementos, mentiroso, ladrón, hipócrita, falseador fraudulento, traidor, adúltero, glotón, pusilánime, lujurioso, iracundo, hereje, incontinente, homicida y salteador, blasfemo, sodomita, usurero, simoníaco, nigromante, sembrador de discordia y baratero!
—¿Pero qué te ha hecho?
—¿Todavía no lo entendéis? La noche que le enseñé la carta, ¡me emborrachó y sacó una copia! Luego volvió junto a su basileo de mierda, le advirtió de que Federico iba a manifestarse como amigo y heredero del Preste Juan, y escribieron otra carta, dirigida a Manuel, ¡que han conseguido poner en circulación antes que la nuestra! Por eso parece tan altanera con respecto a su basileo, ¡para que no se pueda sospechar que ha sido producida por su cancillería! Por eso contiene todos esos términos griegos, para demostrar que esta es la traducción latina de un original escrito por Juan en griego. Pero está en latín, porque no tiene que convencer a Manuel sino a las cancillerías de los reyes latinos, ¡y al papa!
—Hay otro detalle que se nos había escapado —dijo Kyot—. ¿Os acordáis de la historia del Greal, que el Preste habría enviado al emperador? Habíamos querido ser reticentes, hablando solo de una veram arcam… ¿Tú habías hablado de esto con Zósimo?
—No —dijo Baudolino—, estuve callado al respecto.
—Pues bien, tu Zósimo ha escrito yeracam. El Preste manda al basileo una yeracam.
—¿Y qué es? —se preguntó el Poeta.
—No lo sabe ni siquiera Zósimo —dijo Baudolino—. Mirad nuestro original: en este punto la escritura de Abdul no es muy legible. Zósimo no ha entendido de qué se trataba, ha pensado en un regalo extraño y misterioso, que solo nosotros conocíamos, y he ahí explicada esa palabra. ¡Ah, miserable! Todo culpa mía, que me fié de él: qué vergüenza, ¿cómo se lo cuento al emperador?
No era la primera vez que contaban mentiras. Explicaron a Cristián y a Federico por qué razones la carta había sido escrita, evidentemente, por alguien de la cancillería de Manuel, precisamente para impedir que Federico hiciera circular la suya, pero añadieron que probablemente había un traidor en la cancillería del sacro romano imperio, que había hecho llegar una copia de su carta a Constantinopla. Federico juró que si lo encontraba, le extirparía todo lo que le sobresalía del cuerpo.
Después Federico preguntó si no debían preocuparse por alguna iniciativa de Manuel. ¿Y si la carta hubiera sido escrita para justificar una expedición hacia las Indias? Cristián, sabiamente, le hizo observar que, justo dos años antes, Manuel se había movido contra el sultán selyúcida de Miriocéfalo. Bastante como para mantenerlo alejado de las Indias el resto de su vida. Es más, pensándolo bien, aquella carta era una manera, algo pueril, de volver a ganar un poco de prestigio precisamente cuando había perdido muchísimo.
Sin embargo, ¿seguía teniendo sentido, a esas alturas, poner en circulación la carta de Federico? ¿No era preciso cambiarla, para no dejar que todos creyeran que había sido copiada de la carta enviada a Manuel?
—¿Tú estabas al corriente de esta historia, señor Nicetas? —preguntó Baudolino.
Nicetas sonrió:
—En aquellos tiempos yo todavía no tenía treinta años, y recaudaba tributos en Paflagonia. Si hubiera sido consejero del basileo, le habría dicho que no recurriera a maquinaciones tan pueriles. Pero Manuel escuchaba a demasiados cortesanos, a cubicularios y a eunucos de servicio en sus cámaras, incluso a los siervos, y a menudo se dejaba influir por algunos monjes visionarios.
—Yo me roía pensando en aquel gusano. Pero que también el papa Alejandro fuera un gusano, peor que Zósimo, y peor que las salamandras, lo descubrimos en septiembre, cuando a la cancillería imperial llegó un documento, que probablemente ya había sido comunicado a los demás reyes cristianos y al emperador griego. ¡Era la copia de una carta que Alejandro III había escrito al Preste Juan!
Ciertamente, Alejandro había recibido copia de la carta de Manuel, quizá estaba al corriente de la antigua embajada de Hugo de Gabala, quizá temía que Federico sacara algún provecho de la existencia del rey y sacerdote, y he aquí que era él el primero, no en recibir una exhortación, sino en mandarla, directamente, tanto que su carta decía que había enviado de inmediato a un legado suyo para tratar con el Preste.
La carta empezaba:
Alejandro obispo, siervo de los siervos de Dios, al queridísimo Johannes, hijo en Cristo, ilustre y magnífico soberano de las Indias, desea salud y envía su apostólica bendición.
Después de lo cual, el papa recordaba que una sola sede apostólica (es decir, Roma) había recibido de Pedro el mandamiento de ser caput et magistra de todos los creyentes. Decía que el papa había oído hablar de la fe y de la piedad de Juan gracias a su médico personal, Maese Felipe, y que este hombre próvido, circunspecto y prudente, había oído de personas dignas de fe que Juan quería convertirse por fin a la verdadera fe católica y romana. El papa lamentaba no poderle mandar de momento dignatarios de alto rango, entre otras cosas porque eran ignorantes de linguas barbaras et ignotas, pero le enviaba a Felipe, hombre discreto y cautísimo, para que lo educara en la verdadera fe. En cuanto Felipe llegara donde Juan, Juan habría debido enviar al papa una carta de intenciones, y —se le advertía— menos hubiera abundado en alardes sobre su poder y sus riquezas, mejor habría sido para él, si quería ser acogido como humilde hijo de la santa y romana Iglesia.
Baudolino estaba escandalizado por la idea de que en el mundo pudiera haber falsarios de esa calaña. Federico echaba sapos y culebras:
—¡Hijo del Demonio! A él nunca le ha escrito nadie, ¡y él por despecho es el primero en contestar! Y mucho se guarda de llamar Presbyter a su Johannes, negándole toda dignidad sacerdotal…
—Sabe que Juan es nestoriano —añadía Baudolino—, y le propone lisa y papalmente que renuncie a su herejía y se someta a él…
—Es, desde luego, una carta de una arrogancia suprema —observaba el canciller Cristián—, lo llama hijo, no le envía ni siquiera un obispo cualquiera, sino solo a su médico personal. Lo trata como a un niño que es menester llamar al orden.
—Hay que detener a ese Felipe —dijo entonces Federico—. Cristián, envía emisarios, sicarios o lo que quieras, ¡que lo alcancen en el camino, lo estrangulen, le arranquen la lengua, lo ahoguen en un arroyo! ¡No debe llegar a las Indias! ¡El Preste Juan es asunto mío!
—Tranquilízate, padre mío —dijo Baudolino—; a mí me parece que el tal Felipe nunca ha salido de Roma, y a lo mejor ni existe. Primero, Alejandro sabe perfectamente, creo yo, que la carta de Manuel es falsa. Segundo, no sabe en absoluto dónde está su Juan. Tercero, ha escrito la carta precisamente para decir antes que tú que Juan es asunto suyo y, entre otras cosas, os invita a Manuel y a ti a olvidaros del asunto del rey sacerdote. Cuarto, aun existiendo Felipe, si estuviera yendo donde el Preste, y si llegara de verdad, piensa solo un momento en lo que sucedería si volviera con el rabo entre las piernas porque el Preste Juan no se ha convertido ni remotamente. Para Alejandro sería como recibir un puñado de estiércol en plena cara. No puede arriesgarse tanto.
En cualquier caso, ya era demasiado tarde para hacer pública la carta a Federico, y Baudolino se sentía desposeído. Había empezado a soñar con el reino de Preste tras la muerte de Otón, y desde entonces habían pasado casi veinte años… Veinte años gastados para nada…
Luego levantaba el espíritu: no, la que se esfuma en la nada es la carta del Preste, o mejor dicho, se pierde en una turbamulta de otras cartas; a estas alturas cualquiera puede inventarse una correspondencia amorosa con el Preste, vivimos en un mundo de mentirosos de tomo y lomo, pero eso no significa que haya que renunciar a buscar su reino. En el fondo, el mapa de Cosme seguía existiendo, habría bastado con encontrar a Zósimo, arrancárselo, y luego viajar hacia lo desconocido.
Pero ¿dónde había ido a parar Zósimo? Y aun sabiendo dónde se encontraba, cubierto de prebendas, en el palacio imperial de su basileo, ¿cómo ir a desencovarlo allá, en medio de todo el ejército bizantino? Baudolino había empezado a interrogar a viajeros, emisarios, mercaderes, para tener alguna noticia de aquel monje depravado. Y, mientras tanto, no dejaba de recordarle el proyecto a Federico:
—Padre mío —le decía—, ahora tiene más sentido que antes, porque antes podías temer que ese reino fuera una fantasía mía, ahora sabes que creen en él también el basileo de los griegos y el papa de los romanos, y en París me decían que, si nuestra mente es capaz de concebir una cosa que más grande no la hay, sin duda esa cosa existe. Estoy tras la pista de alguien que puede darme noticias sobre el camino que hay que seguir, autorízame a gastar unas monedas.
Había conseguido que le dieran bastante oro como para corromper a todos los grecanos que pasaban por Venecia, le habían puesto en contacto con personas de confianza en Constantinopla, y esperaba noticias. Cuando las hubiera recibido, no le habría quedado sino inducir a Federico a tomar una decisión.
—Otros años de espera, señor Nicetas, y mientras tanto había muerto también vuestro Manuel. Aunque todavía no había visitado vuestro país, sabía bastante de él como para pensar que, una vez cambiado el basileo, todos sus acólitos habrían sido eliminados. Rezaba a la Santa Virgen y a todos los santos para que no fueran a matarme a Zósimo, claro que también ciego me habría ido bien; Zósimo, el mapa, debía solo dármelo, que ya lo habría leído yo. Y entretanto tenía la sensación de estar perdiendo los años como sangre.
Nicetas invitó a Baudolino a no dejarse abatir ahora por su pasado desengaño. Le había pedido a su cocinero y fámulo que se superara a sí mismo, y quería que la última comida que hacía bajo el sol de Constantinopla le recordara todas las dulzuras de su mar y de su tierra. Y he aquí que quiso en la mesa langostas y ermitaños, gambas cocidas, cangrejos fritos, lentejas con ostras y almejas, dátiles de mar, acompañados por un puré de habas y arroz a la miel, rodeados por una corona de huevas de pescado, todo ello servido con vino de Creta. Pero este era solo el primer plato. Después llegó un estofado que emanaba un aroma delicioso, y en la cazuela humeaban cuatro corazones de repollo bien duros y blancos como la nieve, una carpa y unas veinte caballas pequeñas, filetes de pescado salados, catorce huevos, un poco de queso de ovejas valacas, todo ello rociado por una libra buena de aceite, espolvoreado con pimienta y sazonado por doce cabezas de ajo. Pero para aquel segundo plato pidió un vino de Ganos.