15
Baudolino en la batalla
de Legnano

Acabado el asedio, Federico, en un principio aliviado, se retiró a Pavía, pero estaba descontento. Había seguido un mal año. Su primo Enrique el León ponía a prueba su paciencia en Alemania, las ciudades italianas seguían siendo rebeldes y hacían como si nada cada vez que pretendía la destrucción de Alejandría. Tenía ya pocos hombres, y los refuerzos primero no llegaban y cuando llegaban eran insuficientes.

Baudolino se sentía un poco culpable por la ocurrencia de la vaca. Desde luego, no había engañado al emperador, que había seguido su juego, pero ahora ambos sentían apuro al mirarse a la cara, como dos niños que hubieran tramado juntos una trastada de la que se avergonzaban. Baudolino estaba enternecido por el apuro casi adolescente de Federico, que ya empezaba a encanecer, y había sido precisamente su hermosa barba de cobre la primera en perder sus reflejos leoninos.

Baudolino quería cada vez más a ese padre que no cesaba de seguir su sueño imperial, aun con el riesgo creciente de perder sus tierras de allende los Alpes para mantener bajo control una Italia que se le escapaba por doquier. Un día había pensado que, en la situación en la que se hallaba Federico, la carta del Preste Juan le habría permitido salir del pantanal lombardo sin tener el aspecto de renunciar a nada. En fin, la carta del Preste un poco como la vaca de Gagliaudo. Había intentado, pues, hablarle de ella, pero el emperador estaba de mal humor y le había dicho que tenía cosas harto más serias de las que ocuparse que no de las fantasías seniles del tío Otón, que en paz descanse. Luego le había encomendado otras embajadas, haciéndole ir de acá para allá a través de los Alpes durante casi doce meses.

A finales de mayo del año del Señor 1176, Baudolino supo que Federico asentaba los reales en Como, y quería alcanzarlo en esa ciudad. En el curso del viaje le habían dicho que el ejército imperial se estaba moviendo ya hacia Pavía, y entonces se había desviado hacia el sur, intentando cruzarse con él a medio camino.

Se cruzó con él, a lo largo del río Olona, no lejos de la plaza fuerte de Legnano, donde pocas horas antes el ejército imperial y el de la liga se habían encontrado por error, sin tener ganas ninguno de los dos de dar batalla, y obligados ambos al choque solo por no perder el honor.

En cuanto llegó a los límites del campo, Baudolino vio a un soldado de a pie que corría hacia él con una gran pica. Había espoleado su montura intentando arrollarlo, con la esperanza de que se asustara. Se asustó, y se cayó cuan largo era, soltando la pica. Baudolino bajó del caballo y cogió la pica, mientras el otro se había puesto a gritar que iba a matarle, y levantándose, se había sacado un puñal de la cintura. Salvo que gritaba en dialecto lodiciano. Baudolino se había acostumbrado a la idea de que los lodicianos estaban con el imperio y, manteniéndolo a una cierta distancia con la pica, porque parecía un poseso, le gritaba:

—¡Pero qué haces, pedazo de pisquimpirol, yo también estoy con el imperio!

Y aquel:

—¡Pues por eso te mato!

Y entonces Baudolino recordó que Lodi estaba ya del lado de la liga y se preguntó:

—¿Qué hago? ¿Lo mato ya que la pica es más larga que su cuchillo? ¡Pero si yo nunca he matado a nadie!

Entonces le metió la pica entre las piernas, derribándolo por los suelos, luego le apuntó el arma a la garganta.

—No me mates, dominus, porque tengo siete hijos y, si falto yo, se mueren de hambre mañana mismo —había gritado el lodiciano—, déjame ir, ¡ya ves que mucho daño a los tuyos no puedo hacerles, que a mí me la meten como a un cirolas!

—Que eres un cirolas se ve de tan lejos que no basta una jornada a pie, pero si te dejo ir por el mundo con algo en la mano, eres capaz de hacer algún mal. ¡Quítate los calzones!

—¿Los calzones?

—Precisamente; así te perdono la vida, pero te toca ir por el mundo con los huevos al aire. ¡Y quiero ver si tienes el rostro de volver a la batalla o si corres a reunirte enseguida con esos muertos de hambre de tus hijos!

El enemigo se había quitado los calzones, y ahora corría por los campos saltando los setos, no tanto por la vergüenza, sino porque tenía miedo de que un caballero contrario lo viera por detrás, pensara que le mostraba las nalgas por desprecio y lo empalara como hacen los turcos.

Baudolino estaba satisfecho de no haber tenido que matar a nadie, pero he aquí que un tal a caballo estaba galopando hacia él; había llegado vestido a lo francés y, por lo tanto, se veía que no era lombardo. Se decidió entonces a vender caro el pellejo y desenvainó la espada. El del caballo pasó por su lado gritando:

—¡Pero qué haces, insensato, no ves que hoy a vosotros los imperiales os la hemos metido en salvasealaparte, vuelve a casa que es mejor!

Y se fue, sin buscarle las pulgas.

Baudolino volvió a montar y se preguntó dónde podía ir, porque no entendía nada de nada de aquella batalla, y hasta entonces solo había visto asedios, que en esos casos bien se sabe quién está aquí y quién está allá.

Rodeó una arboleda, y en medio de la llanura vio algo que nunca había visto: un gran carro descubierto, pintado de rojo y blanco, con un largo estandarte empavesado en el medio, y, alrededor de un altar, unos hombres armados con trompetas largas como las de los ángeles, que quizá servían para incitar a los suyos a la batalla, tanto que —como era costumbre en sus tierras— dijo boquiabierto: «¡To, basta acá!». Por un momento pensó que había ido a parar al reino del Preste Juan, o por lo menos a Sarandib, donde se iba a la batalla con un carro arrastrado por elefantes, pero el carro que veía lo tiraban bueyes, aunque todos iban vestidos como señores, y en torno al carro no había nadie que contendiera. Los de las trompetas lanzaban de vez en cuando algún toque, luego se paraban, sin saber muy bien qué hacer. Algunos de ellos indicaban un revoltijo de gente a orillas del río, que todavía acometían el uno contra el otro lanzando alaridos que despertarían a los muertos, y otros intentaban hacer que los bueyes se movieran, pero estos, que de suyo solían ser reacios, imaginémonos si querían ir a mezclarse en aquella gresca.

—¿Qué hago? —se preguntaba Baudolino—, ¿me arrojo en medio de aquellos exagitados de por allá, que si antes no hablan no sé ni siquiera cuáles son los enemigos, y mientras yo espero que hablen, a lo mejor me matan?

Mientras meditaba qué hacer, vio venir a su encuentro a otro caballero, y era un ministerial que conocía bien. Aquel también lo reconoció y le gritó:

—Baudolino, ¡hemos perdido al emperador!

—¿Qué significa que lo habéis perdido, cristosanto?

—Alguien lo ha visto batirse como un león en medio de una mesnada de soldados que empujaban su caballo hacia aquel bosquecillo allá al fondo, luego todos han desaparecido en medio de los árboles. Hemos ido allá pero ya no había nadie. Debe de haber intentado la fuga en alguna dirección, pero desde luego no ha vuelto con el grueso de nuestros caballeros…

—¿Y dónde está el grueso de nuestros caballeros?

—Ya; el problema es que no solo el emperador no se ha reunido con el grueso de la caballería, sino que tampoco existe ya el grueso de la caballería. Ha sido una escabechina, maldita jornada. Al principio Federico se ha lanzado con sus caballeros contra los enemigos, que parecían todos a pie y parapetados en torno a ese catafalco suyo. Pero esos soldados han resistido bien, y de golpe ha aparecido la caballería de los lombardos, de modo que los nuestros han sido cogidos por ambos lados.

—¡Pero bueno, habéis perdido al sacro romano emperador! ¿Y me lo dices así, vientrededios?

—Me da como que tú llegas fresco fresco, ¡pero no sabes lo que hemos pasado nosotros! Alguien dice incluso que al emperador lo ha visto caer, que ha sido arrastrado por el caballo, ¡con un pie aprisionado en el estribo!

—¿Y qué hacen ahora los nuestros?

—Escapan, mira allá, se dispersan entre los árboles, se arrojan al río, a estas alturas corre la voz de que el emperador ha muerto, y cada uno intenta llegar a Pavía como puede.

—¡Cobardes! ¿Y nadie busca ya a nuestro señor?

—Está cayendo la oscuridad, también los que seguían batiéndose lo están dejando, ¿cómo se puede encontrar a nadie aquí en medio, y Dios sabe dónde?

—Cobardes —dijo una vez más Baudolino que no era hombre de guerra pero tenía un gran corazón.

Incitó al caballo y se arrojó con la espada tendida allá donde se veían más cadáveres por los suelos, llamando con grandes voces a su dilectísimo padre adoptivo. Buscar un muerto en esa llanura, entre muchos otros muertos, y gritándole que diera señales de vida, era un empresa harto desesperada, a tal punto que los últimos escuadrones de lombardos con los que se cruzaba lo dejaban pasar, tomándolo por algún santo del Paraíso que había bajado para ayudarles, y le hacían festosos gestos de saludo.

En el punto donde la lucha había sido más cruenta, Baudolino se puso a darles la vuelta a los cuerpos que yacían boca abajo, siempre esperando y temiendo al mismo tiempo descubrir en la tenue luz del crepúsculo las queridas facciones de su soberano. Lloraba, e iba tan a ciegas que, saliendo de un bosquecillo, fue a toparse con aquel gran carro arrastrado por los bueyes, que estaba dejando lentamente el campo de batalla.

—¿Habéis visto al emperador? —gritó en lágrimas, sin juicio y sin recato.

Aquellos se echaron a reír diciéndole:

—¡Sí, estaba allá abajo, entre esos matorrales, tirándose a tu hermana! —y uno sopló malamente en la trompeta de modo que saliera un crujido obsceno.

Aquellos hablaban por hablar, pero Baudolino había ido a mirar también entre esas matas. Había un montoncito de cadáveres, tres boca abajo encima de uno boca arriba. Levantó a los tres que le daban la espalda, y debajo vio, con la barba roja, pero de sangre, a Federico. Entendió inmediatamente que estaba vivo, porque le salía un estertor ligero de los labios entreabiertos. Tenía una herida sobre el labio superior, que le sangraba todavía, y un amplio bollo en la frente que le llegaba hasta el ojo izquierdo. Tenía las manos, todavía extendidas, un puñal en cada una como quien, ya en el punto de perder los sentidos, había sabido traspasar todavía a los tres miserables que se le habían echado encima para rematarlo.

Baudolino le levantó la cabeza, le limpió el rostro, lo llamó, y Federico abrió los ojos y preguntó dónde estaba. Baudolino lo palpaba para entender si estaba herido en algún otro sitio. Federico gritó cuando le tocó un pie, quizá fuera verdad que el caballo lo había arrastrado un trecho dislocándole el tobillo. Sin dejar de hablarle, mientras Federico preguntaba dónde se encontraba, lo irguió. Federico reconoció a Baudolino, y lo abrazó.

—Señor y padre mío —dijo Baudolino—, ahora tú montas en mi caballo, y no tienes que hacer esfuerzos. Pero tenemos que ir con ojo avizor, aunque ya ha anochecido, porque aquí alrededor están las tropas de la liga, y la única esperanza es que estén todos de jarana en algún pueblo, visto que, sin ofender, me parece que han vencido. Pero algunos podrían estar por los alrededores buscando a sus muertos. Tendremos que pasar por bosques y barrancos, no seguir los caminos, y llegar a Pavía, donde los tuyos se habrán retirado ya. Tú en el caballo puedes dormir, yo cuidaré de que no te caigas.

—¿Y quién cuidará de ti, de que no te duermas caminando? —preguntó Federico con una sonrisa tirante. Luego dijo—: Me duele cuando me río.

—Veo que estás bien, ahora —dijo Baudolino.

Anduvieron toda la noche, tropezando en la oscuridad, también el caballo, en medio de raíces y arbustos bajos, y solo una vez vieron de lejos unos fuegos, y dieron un amplio rodeo para evitarlos. Mientras andaba, Baudolino hablaba para mantenerse despierto, y Federico se mantenía despierto para tenerle despierto.

—Se ha acabado —decía Federico—, no podré soportar la afrenta de esta derrota.

—Ha sido solo una escaramuza, padre mío. Además todos te creen muerto, tú reapareces como Lázaro resucitado, y la que parecía una derrota será percibida por todos como un milagro al que cantar el tedeum.

La verdad es que Baudolino estaba intentando solo consolar a un viejo herido y humillado. Aquel día había sido comprometido el prestigio del imperio, ahí era nada el rex et sacerdos. A menos que Federico no hubiera vuelto a la escena con un halo de nueva gloria. Y en aquel punto, Baudolino no pudo sino pensar en los auspicios de Otón y en la carta del Preste.

—El hecho es, padre mío —dijo—, que deberías aprender por fin una cosa de lo que ha sucedido.

—¿Y qué querrías enseñarme, señor sabihondo?

—No debes aprender de mí, Dios me libre, sino del cielo. Debes hacer tesoro de lo que decía el obispo Otón. En esta Italia, más adelantas y más te empantanas, no se puede ser emperador donde también hay un papa; con estas ciudades perderás siempre, porque tú quieres reducirlas al orden, que es obra de artificio, mientras ellas, en cambio, quieren vivir en el desorden, que es según naturaleza; es decir, como dirían los filósofos parisinos, es la condición de la hyle, del caos primigenio. Tú debes mirar hacia oriente, más allá de Bizancio, imponer las insignias de tu imperio en las tierras cristianas que se extienden allende los reinos de los infieles, uniéndote al único y verdadero rex et sacerdos que gobierna allá desde los tiempos de los Reyes Magos. Solo cuando hayas estrechado una alianza con él, o él te haya jurado sumisión, podrás volver a Roma y tratar al papa como a tu galopillo, y a los reyes de Francia y de Inglaterra como a tus lacayos. Solo entonces tus vencedores de hoy tendrían de nuevo miedo de ti.

Federico no se acordaba casi de los auspicios de Otón, y Baudolino tuvo que recordárselos.

—¿Otra vez ese Preste? —dijo—. ¿Pero existe? ¿Y dónde está? ¿Y cómo puedo mover un ejército para irlo a buscar? Me convertiría en Federico el Loco, y así me recordarían en los siglos.

—No, si en las cancillerías de todos los reinos cristianos, Bizancio incluida, circulara una carta que este Preste Juan te escribe a ti, solo a ti, a quien reconoce como par suyo, y te invita a unir vuestros reinos.

Y Baudolino, que se la sabía casi de memoria, se puso a recitar en la noche la carta del Preste Juan, y le explicó qué era la reliquia más preciosa del mundo que el Preste le enviaba en un cofre.

—¿Pero dónde está esta carta? ¿Tienes una copia? ¿No la habrás escrito tú?

—Yo la he vuelto a componer en buen latín, he reunido los miembros desperdigados de cosas que los sabios ya sabían y decían, sin que nadie los escuchara. Pero todo lo que se dice en la carta es verdadero como el Evangelio. Digamos, si quieres, que de mi mano, le he puesto solo la dirección, como si la carta te hubiera sido enviada a ti.

—¿Y ese Preste podría darme, cómo lo llamas, ese Greal en el que se vertió la sangre de Nuestro Señor? Desde luego que esa sería la unción última y perfecta… —murmuró Federico.

De modo que esa noche se decidió, junto con el destino de Baudolino, también el de su emperador, aunque ninguno de los dos había entendido todavía a qué iban al encuentro.

Fantaseando todavía ambos sobre un reino lejano, hacia el alba, cerca de una cañariega, encontraron un caballo huido de la batalla y ahora incapaz de encontrar la vía del regreso. Con dos caballos, aun por mil derroteros secundarios, el camino hacia Pavía fue más rápido. A lo largo del trayecto encontraron manípulos de imperiales en retirada, que reconocieron a su señor y lanzaron gritos de alegría. Como habían hecho razia en las aldeas por las que pasaban, tuvieron con qué reconfortarles, corrieron a advertir a los que estaban más adelante, y dos días después Federico llegó a las puertas de Pavía precedido por la alborozada noticia. Encontró a los notables de la ciudad y a sus compañeros esperándole en pompa magna sin todavía poder creer en sus ojos.

Estaba también Beatriz, vestida de luto, porque le habían dicho que su marido había muerto. Llevaba de la mano a sus dos hijos; Federico, que tenía ya doce años pero demostraba la mitad, enfermizo como era de nacimiento, y Enrique, que, en cambio, había heredado toda la fuerza del padre, pero aquel día no paraba de llorar, sin norte, y de preguntar qué había sucedido. Beatriz divisó a Federico de lejos, le salió al encuentro sollozando y lo abrazó con pasión. Cuando este le dijo que estaba vivo por mérito de Baudolino, ella se dio cuenta de que estaba también él, se puso toda roja, luego toda pálida, luego lloró, por fin extendió solo la mano hasta tocarle el corazón e imploró al cielo para que le recompensara por lo que había hecho, llamándolo hijo, amigo, hermano.

—En aquel preciso instante, señor Nicetas —dijo Baudolino—, entendí que, salvándole la vida a mi señor, había saldado mi deuda. Pero precisamente por eso ya no era libre de amar a Beatriz. Y me di cuenta de que ya no la amaba. Era como una herida cicatrizada, su vista me suscitaba gratos recuerdos pero ningún estremecimiento, sentía que habría podido estar a su lado sin sufrir, alejarme de ella sin dolor. Quizá me había vuelto definitivamente adulto, y se había adormecido todo el ardor de la juventud. No me supo mal, sentí solo una ligera melancolía. Me sentía como una paloma que había arrullado sin recato, pero ya se había acabado la época de los amores. Era preciso moverse, ir allende el mar.

—Ya no eras una paloma, te habías convertido en una golondrina.

—O en una grulla.