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Baudolino ve nacer una nueva ciudad

Baudolino llevaba ya diez años viviendo en París, había leído todo lo que se podía leer, había aprendido el griego de una prostituta bizantina, había escrito poesías y cartas amorosas que se atribuirían a otros, prácticamente había construido un reino que nadie conocía ya mejor que él y sus amigos, pero no había acabado los estudios. Se consolaba pensando que era una buena hazaña haber estudiado en París, si se pensaba que había nacido entre vacas; luego se acordaba de que era más fácil que fueran a estudiar los pelones como él que los hijos de los señores, los cuales tenían que aprender a combatir y no a leer y escribir… En fin, que no se sentía satisfecho del todo.

Un día, Baudolino se dio cuenta de que mes más, mes menos, habría debido tener veintiséis años: habiéndose ido de casa a los trece, hacía exactamente trece años que faltaba de su hogar. Advirtió algo que definiríamos nostalgia del país natal, salvo que él, que nunca la había experimentado, no sabía lo que era. Por lo tanto, pensó que estaba experimentando el deseo de volver a ver al propio padre adoptivo, y decidió allegarse a Basilea, donde Federico hacía mansión, de regreso de Italia una vez más.

No había vuelto a ver a Federico desde el nacimiento de su primogénito. Mientras él escribía y reescribía la carta del Preste, el emperador había hecho de todo, moviéndose como una anguila de norte a sur, comiendo y durmiendo a caballo como los bárbaros antepasados suyos, y su palacio era el lugar en el que estaba en ese momento. En aquellos años había vuelto a Italia otras dos veces. La segunda, en el camino de regreso, había sufrido una afrenta en Susa, donde los ciudadanos se le habían rebelado, tomando como rehén a Beatriz, obligándole a él a huir a escondidas y disfrazado. Luego los de Susa habían dejado que Beatriz marchara sin hacerle daño alguno, pero mientras tanto él, Federico, veía menoscabado su prestigio, y a Susa se la había jurado. Y no es que cuando regresaba allende los Alpes descansara, porque tenía que hacer entrar en vereda a los príncipes alemanes.

Cuando, por fin, Baudolino vio al emperador, lo encontró muy sombrío. Comprendió que, por una parte, estaba cada vez más preocupado por la salud de su hijo mayor (Federico también él) y, por la otra, le agobiaban los asuntos de Lombardía.

—De acuerdo —admitía—, y te lo digo solo a ti, mis podestás y mis legados, mis exactores y mis procuradores no solo exigían lo que me correspondía, sino siete veces más; por cada hogar han hecho pagar tres sueldos de moneda vieja al año, y veinticuatro denarios antiguos por cada molino que aboyaba en aguas navegables, a los pescadores se les llevaban la tercera parte de los pescados, a los que morían sin hijos les confiscaban la herencia. Habría debido escuchar las quejas que me llegaban, ya lo sé, pero tenía otras cosas en las que pensar… Y ahora parece que, desde hace algunos meses, los comunes lombardos se han organizado en una liga, una liga antiimperial, ¿entiendes? ¿Y qué es lo primero que han deliberado? ¡Reconstruir las murallas de Milán!

Que las ciudades italianas fueran revoltosas e infieles, paciencia, pero una liga era la construcción de otra res publica. Naturalmente, ni siquiera había que pensar que aquella liga pudiera durar, vista la manera en que una ciudad odiaba a la otra en Italia, pero se trataba siempre de un vulnus para el honor del imperio.

¿Quién se estaba adhiriendo a la liga? Corrían voces de que en una abadía no lejos de Milán se habían reunido los representantes de Cremona, Mantua, Bérgamo, y luego quizá Plasencia y Parma, pero era incierto. Las voces no se paraban ahí, se hablaba de Venecia, Verona, Padua, Vicenza, Treviso, Ferrara y Bolonia.

—Bolonia, ¡¿te das cuenta?! —gritaba Federico caminando arriba y abajo ante Baudolino—. Te acuerdas, ¿verdad? Gracias a mí, sus malditos maestros pueden ganar los dineros que quieren con esos requetemalditos estudiantes suyos, sin dar razón de ello ni a mí ni al papa, y ahora, ¿hacen liga con esa liga?, ¿pero se puede ser más desvergonzado? ¡Falta solo Pavía!

—O Lodi —intervenía Baudolino, para decir una bien gorda.

—¡¿Lodi?! ¡¿Lodi?! —gritaba Barbarroja, roja también la cara, que parecía que iba a darle un ataque—. Pues si he de dar crédito a las noticias que estoy recibiendo, ¡Lodi ya ha tomado parte en sus encuentros! Me he sacado sangre de estas venas mías para protegerlos, a esos borregos, que sin mí los milaneses los arrasaban hasta los cimientos cada nueva estación, ¡y ahora hacen camarilla con sus verdugos y se conjuran contra su benefactor!

—Pero padre mío —preguntaba Baudolino—, ¿qué son estos parece ser y la impresión es que? ¿No te llegan noticias más seguras?

—Y vosotros, los que habéis estudiado en París, ¿habéis perdido, acaso, el sentido de cómo funcionan las cosas de este mundo? Si hay una liga, hay una conspiración; si hay conspiración, los que antes estaban contigo te han traicionado, y te cuentan justo lo contrario de lo que hacen, de modo que el último en saber qué es lo que están haciendo es, precisamente, el emperador, ¡como les sucede a los maridos que tienen una esposa infiel de la que está enterado todo el vecindario menos ellos!

No podía elegir ejemplo peor, porque precisamente en aquel momento entraba Beatriz, que había sabido de la llegada del querido Baudolino. Baudolino se había arrodillado para besarle la mano, sin mirarla a la cara. Beatriz había vacilado un instante. A lo mejor le parecía que, si no daba muestras de confianza y de afecto, habría traicionado cierto apuro; por lo tanto, le había apoyado la otra mano, maternalmente, sobre la cabeza, desordenándole un poco el pelo; olvidando que una mujer de poco más de treinta años no podía tratar ya de esa manera a un hombre hecho y derecho, muy poco más joven que ella. A Federico la cosa le pareció normal: padre él, madre ella, aunque adoptivos ambos. El que se sentía fuera de lugar era Baudolino. Aquel doble contacto, su cercanía podía percibir el perfume de su ropa como si fuera el de la carne, el sonido de su voz —y suerte que en aquella posición no podía mirarla a los ojos, porque habría palidecido repentinamente y habría caído por tierra cuan largo era sin sentimiento alguno—, lo llenaba de insostenible deleite, pero corrompido por la sensación de que con aquel sencillo acto de homenaje estaba traicionando, una vez más, al propio padre.

No habría sabido cómo despedirse si el emperador no le hubiera pedido un favor, o dado una orden, que era lo mismo. Para ver más claro en los asuntos de Italia, no fiándose ni de los emisarios oficiales, ni de los oficiales emisarios, había decidido enviar a unos pocos hombres de confianza, que conocieran el país, pero que no se los identificara inmediatamente como imperiales, de modo que olisquearan el ambiente y recogieran testimonios no adulterados por la traición.

A Baudolino le gustó la idea de sustraerse al apuro que sentía en la corte, pero inmediatamente después experimentó otro sentimiento: se sintió extraordinariamente conmovido por la idea de volver a ver sus contradas, y comprendió, por fin, que era por eso por lo que se había puesto en camino.

Después de haber vagado por varias ciudades, un día, Baudolino, cabalga que te cabalga, o mejor, mulea que te mulea, porque se hacía pasar por un mercader que se movía pacífico de burgo en burgo, llegó a una de esas alturas allende las cuales, después de un buen trecho de llanura, habría debido vadear el Tanaro para alcanzar, entre el pedregal y las ciénagas, la nativa Frascheta.

Aunque en aquellos tiempos, cuando uno se marchaba de casa, se marchaba, sin pensar en volver nunca jamás, Baudolino, en ese momento, se sentía un hormigueo en las venas, porque de golpe lo había atenazado el ansia de saber si sus viejos vivían todavía.

No solo sus padres, de repente le volvían a la mente rostros de otros chicos de la zona, el Masulu de los Panizza, con quien iba a colocar las trampas para los conejos salvajes, el Porcelli llamado el Ghino (¿o era el Ghini llamado el Porcello?) que en cuanto se veían se arreaban a pedradas, el Aleramo Scaccabarozzi alias el Chula y el Cùttica de Quargnento cuando pescaban juntos en el Bórmida.

—Señor —se decía—, no será que voy a morirme, porque parece ser que solo en trance de muerte se recuerdan tan bien las cosas de la infancia…

Era la vigilia de Navidad, pero Baudolino no lo sabía, porque en el curso de su viaje había perdido la cuenta de los días. Temblaba por el frío, montado en su mula tan aterida como él, pero el cielo estaba terso en la luz del ocaso, limpio como cuando ya se nota olor a nieve. Baudolino reconocía aquellos lugares como si hubiera pasado por allí el día antes, porque se acordaba de haber ido a aquellas colinas con su padre, para entregar tres mulas, renqueando por unas cuestas que podían moler, ellas solas, las piernas de un niño, pues imaginémonos empujar cuesta arriba a unas bestias que no tenían gana alguna. Pero habían disfrutado del regreso, mirando la llanura desde arriba y remoloneando libres en la bajada. Baudolino recordaba que, no muy lejos del curso del río, la llanura en un breve trecho se jorobaba en un pequeño otero, y desde la cumbre de esa altura, aquella vez, había visto asomar de entre una capota lechosa los campanarios de algunos burgos, a lo largo del río, Bergoglio, y Roboreto, y luego más alejado Gamondio, Marengo y la Palea; es decir, esa zona de aguazales, grava y espesura en cuyos márgenes quizá surgía todavía el cubil del buen Gagliaudo.

Pero, en cuanto llegó al otero, vio un panorama distinto, como si todo el aire a su alrededor, sobre las colinas y en los demás valles, estuviera terso, y solo la llanura delante de él estuviera enturbiada por vapores neblinosos, por esos bloques grisáceos que de vez en cuando te salen al encuentro por el camino, te envuelven todo hasta que ya no ves nada, y luego te adelantan y se van como habían llegado. Tanto que Baudolino se decía: mira tú, por aquí podría ser incluso agosto, pero en la Frascheta reinan las nieblas eternas, como la nieve en las cimas de los Alpes; y tampoco le disgustaba porque el que ha nacido en la niebla, en la niebla se encuentra siempre como en su casa. A medida que bajaba hacia el río se daba cuenta, con todo, de que aquellos vapores no eran niebla, sino nubes de humo que dejaban entrever los fuegos que los alimentaban. Entre humos y fuegos, Baudolino entendía ahora que, en la explanada allende el río, alrededor de lo que antaño era Roboreto, el burgo se había desbordado en el campo, y era todo una sementera de nuevas casas, algunas de obra, otras de madera, muchas aún a medias, y hacia poniente podía divisarse también el principio de una muralla, cual por esas contradas nunca la había habido. Y en los fuegos hervían calderos, quizá para calentar el agua, que no se helara enseguida mientras más allá otros la vertían en agujeros llenos de cal, o argamasa que fuere.

Resumiendo, Baudolino había visto iniciar la construcción de la nueva catedral de París en la isla en medio del río, y conocía todas aquellas maquinarias y aquellos andamiajes que usan los maestros albañiles: por lo que sabía de una ciudad, allá abajo la gente estaba acabando de hacer surgir una de la nada, y era un espectáculo que —cuando va bien— se ve una vez en la vida y luego basta.

—Cosa de locos —se había dicho—, te das la vuelta un momento y te la arman.

Y había espoleado a la mula para llegar lo antes posible al valle. Una vez cruzado el río, en un blasón que transportaba piedras de todo tipo y dimensiones, se detuvo precisamente allá donde algunos operarios, en un andamiaje periclitante, estaban haciendo crecer un murete, mientras otros desde el suelo, con una grúa, les subían a los de arriba cestos de pedruscos. Pero era grúa por llamarla de alguna manera, que era imposible concebir nada más salvaje, hecho con pértigas en lugar de palos robustos, que se tambaleaba a cada instante, y los dos que en el suelo lo hacían girar, más que en hacer correr la cuerda, parecía que estuvieran ocupados en sostener aquel ondear amenazador de astas. Baudolino se dijo enseguida:

—Bien se ve. La gente de estas partes cuando hace algo o lo hace mal o la hace peor. Mira tú si se ha de trabajar de esta manera; si aquí yo fuera el amo, ya los habría agarrado a todos por el fondillo de los calzones y los habría arrojado al Tanaro.

Pero luego había visto un poco más allá a otro grupo que pretendía edificar un pequeño pórtico, con piedras mal cortadas, vigas mal acabadas, y capiteles que parecían labrados por un animal. Para izar el material de construcción habían construido también ellos una especie de garrucha, y Baudolino se dio cuenta de que, comparados con estos, los del murete eran albañiles del rey. Y dejó de hacer comparaciones cuando, siguiendo un poco adelante, vio a otros que construían como hacen los niños cuando juegan con el barro: estaban dándole las últimas patadas, se habría dicho, a una construcción, igual a otras tres que estaban a su lado, hechas de fango y piedras informes, con los tejados de paja comprimida de mala manera, de suerte que estaba naciendo una especie de callejuela de chamizos harto agrestes, como si los obreros echaran una carrera a quién conseguía terminar su obra antes de las fiestas, sin consideración alguna por las reglas del oficio.

Con todo, penetrando en los incompletos meandros de aquella obra incierta, descubría de vez en cuando paredes bien cuadradas, fachadas sólidamente trazadas, baluartes que, aun incompletos, tenían una estampa maciza y amparadora. Todo eso le dejaba entender que habían concurrido a construir esa ciudad gentes de distintos orígenes y habilidades; y si muchos eran, sin duda, novicios en aquel oficio, campesinos que estaban elevando casas tal y como durante toda la vida habían elevado cobertizos para los animales, otros debían de tener el hábito del arte.

Mientras intentaba orientarse entre esa multitud de saberes, Baudolino descubría también una multitud de dialectos; los cuales mostraban que ese conjunto de cuchitriles los estaban haciendo aldeanos de Solero, aquella torre medio torcida era obra de monferrines, aquella argamasa que revolvía las tripas la estaban revolviendo unos pavianos, aquellos tablones los estaban serrando gente que hasta entonces había abatido árboles en la Palea. Pero cuando oía que alguien daba órdenes, o veía una escuadra que trabajaba como es debido, oía hablar genovés.

—¿No habré dado con mis huesos justo en medio de la construcción de Babel? —se preguntaba Baudolino—, ¿o en la Hibernia de Abdul, donde aquellos setenta y dos sabios reconstruyeron la lengua de Adán juntando todas las hablas, tal y como se amasan agua y arcilla, pez y betún? ¡Claro que aquí la lengua de Adán todavía no la hablan, aun hablando todos juntos setenta y dos lenguas, y hombres de razas tan distintas que normalmente estarían atizándose hondazos se dedican a las chapuzas con amor y concordia!

Se había acercado a un grupo que estaba cubriendo sabiamente una construcción de vigas de madera, como si fuera una iglesia colegial, usando un árgano de gran tamaño que no se movía con la fuerza de los brazos, sino con el esfuerzo de un caballo, que a su vez no estaba oprimido por la collera, todavía en uso en ciertos campos, que le apretaba el gaznate, sino que tiraba con gran energía gracias a un cómodo atalaje de pechera. Los obreros emitían sonidos ciertamente genoveses, y Baudolino los abordó enseguida en su lengua vulgar; aunque no de forma tan perfecta que ocultara el hecho de que no era uno de ellos.

—¿Qué hacéis por aquí? —les había preguntado, para entablar conversación.

Y uno de ellos, mirándolo mal, le había dicho que estaban haciendo una máquina para rascarse los belines. Puesto que todos los demás se habían echado a reír y estaba claro que se reían de él, Baudolino (a quien ya le hervía la sangre en las venas por tener que hacer de mercader desarmado sobre una acémila, mientras en el equipaje llevaba, cuidadosamente envuelta en un rollo de tela, su espada de hombre de corte) le respondió en el dialecto de la Frascheta, que al cabo de tanto tiempo le volvía espontáneo a los labios, precisando que no necesitaba machinae porque a él, los belines, que las personas respetables llaman cojones, se los solían rascar esas jodidas bagasas de sus madres. Los genoveses no entendieron bien el sentido de sus palabras, pero intuyeron su intención. Abandonaron sus ocupaciones recogiendo quiénes una piedra, quiénes un pico, y se dispusieron en semicírculo alrededor de la mula. Por suerte, en aquel momento se estaban acercando otros personajes, entre los cuales uno que tenía el aspecto de un caballero, y que en una lengua franca medio latina, medio provenzal y medio quién sabe qué, les dijo a los genoveses que el peregrino hablaba como uno de esas tierras y que, por lo tanto, no lo trataran como quien no tiene derecho a pasar por ahí. Los genoveses se justificaron diciendo que les había hecho preguntas como si fuera un espía, y el caballero les dijo que incluso si el emperador mandaba espías, tanto mejor, porque era hora de que supiera que allí había surgido una ciudad precisamente para chincharle. Y luego a Baudolino:

—No te he visto nunca, pero tienes el aire de uno que vuelve. ¿Has venido para unirte a nosotros?

—Señor —había respondido Baudolino con urbanidad—, nací en la Frascheta, pero me fui hace muchos años, y no sabía nada de todo lo que está sucediendo acá. Me llamo Baudolino, hijo de Gagliaudo Aulari…

No había acabado de hablar que, de entre el grupo de los recién llegados, un viejo, con el cabello y la barba blancas, levantó un bastón y se puso a gritar:

—¡Asqueroso embustero sin corazón, así te pille una saeta en la misma cabeza, cómo tienes el valor de usar el nombre de mi pobre hijo Baudolino, hijo de mí mismo que soy ese Gagliaudo mismo, y Aulari por añadidura, que se fue de casa hace muchos años con un señor tudesco que parecía la reina de Saba y resulta que, a lo mejor, era de verdad uno que hacía bailar a los monos porque de mi pobre rapazuelo no he vuelto a saber nunca nada y después de tanto tiempo no puede sino estar muerto, cosa que mi santa mujer y yo llevamos consumiéndonos treinta años, que ha sido el dolor más grande de nuestra vida que ya era dura de pelar por su cuenta pero perder un hijo es un padecimiento que quien no lo ha experimentado no lo sabe!

A lo cual Baudolino gritó:

—¡Padre mío, eres tú, eres tú! —y le había entrado como un desmayo en la voz y se le habían subido las lágrimas a los ojos, pero eran lágrimas que no conseguían velar una gran alegría.

Después añadió:

—Y además no son treinta años de tormento, porque yo me fui hace solo trece, y deberías estar contento de que los he empleado bien y ahora soy alguien.

El viejo se había acercado a la mula, había mirado bien mirada la cara de Baudolino y dijo:

—¡Pues tú también eres tú, eres tú! Así que hubieren pasado treinta años esa mirada de golfo baloso desde luego no la has perdido, y entonces, ¿sabes lo que te digo? Que tú ahora serás alguien, pero la contraria, a tu padre, no se la debes llevar; y si yo he dicho treinta años, es porque a mí me han parecido treinta y en treinta años también podías mandar noticias, desgraciado, que no eres más que un desgraciado, la ruina de nuestra familia, ¡baja de ese animal que a lo mejor lo has robado y me toca partirte este bastón en la cabeza!

Y ya había agarrado a Baudolino por los zapatos intentando apearlo de la mula, cuando el que parecía un jefe se puso por en medio.

—Vamos, Gagliaudo, encuentras a tu hijo al cabo de treinta años…

—Trece —decía Baudolino.

—Calla tú, que luego tenemos que hablar nosotros dos. ¡Lo encuentras al cabo de treinta años y en estos casos uno se abraza y le da gracias al Señor, que Dios me valga!

Y Baudolino se había apeado ya de la mula e iba a echarse en los brazos de Gagliaudo, que había empezado a llorar, cuando el señor que parecía un jefe se había vuelto a poner por en medio y había agarrado a Baudolino por el cogote:

—Ahora que, si aquí hay alguien que tiene que ajustar alguna cuenta, ese soy yo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Baudolino.

—Soy Oberto del Foro, pero tú no lo sabes, y a lo mejor ni te acuerdas de nada. Yo tendría unos diez años y mi padre se dignó ir a hablar con el tuyo, para ver unas terneras que quería comprar. Yo iba vestido como debe ir vestido el hijo de un caballero y mi padre no quería que entrara con tu padre y él en el establo, por miedo de que me manchara. Yo me puse a dar vueltas alrededor de la casa, y justo detrás estabas tú, feo y sucio que parecías salido de un montón de estiércol. Te me acercaste, me miraste y me preguntaste si quería jugar, yo tonto de mí dije que sí, y tú me empujaste y me hiciste caer en el pilón de los cerdos. Cuando me vio en ese estado, mi padre me cosió a varazos porque había estropeado el vestido nuevo.

—También puede ser —decía Baudolino—, pero es una historia de hace treinta años…

—Por lo pronto son trece, y yo desde entonces pienso en ello todos los días, porque nunca me han humillado más en la vida y he crecido diciéndome que si un día encuentro al hijo de ese Gagliaudo, lo mato.

—¿Y me quieres matar ahora?

—Ahora no; es más, ahora ya no, porque aquí estamos todos que acabamos casi de levantar una ciudad para batirnos contra el emperador, cuando vuelva a poner pie por estos lugares, y figúrate si puedo perder tiempo matándote. Treinta años…

—Trece.

—Trece años llevo con esta rabia en el corazón, y precisamente en este momento, mira tú, se me ha pasado.

—Lo que se dice, a veces…

—Ahora no te hagas el listo. Ve y abraza a tu padre. Luego, si me pides perdón por lo de aquel día, nos vamos aquí al lado, que estamos festejando una construcción recién terminada, y en estos casos le hacemos los honores a un tonel del bueno y, como decían nuestros viejos, sus y a ello, goga y migoga.

Baudolino se había encontrado en un figón. La ciudad todavía no estaba acabada y ya había surgido la primera taberna, con su hermoso emparrado en el patio, pero aquellos días se estaba mejor dentro, en un antro que era todo un tonel, y largas mesas de madera, llenas de buenas jarras y de longanizas de carne de burro, que (le explicaba Baudolino a un Nicetas horrorizado) te llegan que parecen odres hinchados, los rajas de una cuchillada, las echas a sofreírse en aceite y ajo, y son un manjar. Y por ese motivo todos los presentes estaban contentos, malolientes y achispados. Oberto del Foro había anunciado el regreso del hijo de Gagliaudo Aulari, e inmediatamente algunos de ellos se pusieron a darle palmadas en la espalda a Baudolino, que al principio abría los ojos desmesuradamente, sorprendido, luego correspondía, en un desencadenarse de agniciones que un poco más y no se acababa.

—Santo Dios, pero si tú eres el Scaccabarozzi, y tú el Cùttica de Quargnento, ¿y tú quién eres? No, calla calla, que quiero adivinar, ¡anda, si eres el Squarciafichi! ¿Y tú eres el Ghini o el Porcelli?

—¡No, el Porcelli es él, que os arreabais siempre a pedradas! Yo era el Ghino Ghini; la verdad es que lo sigo siendo. Nosotros dos nos dedicábamos a hacer la narria en el hielo, en invierno.

—Jesús bendito, es verdad, tú eres el Ghini. Pero ¿tú no eras el que era capaz de vender cualquier cosa, incluso la mierda de tus cabras, como aquella vez que a aquel peregrino se la hiciste pasar por las cenizas de san Baudolino?

—Y cómo no, en efecto ahora soy mercader, mira tú si no hay un destino. Y ese de allá, a ver si se te ocurre quién es…

—Anda, ¡si es el Merlo! Merlo, yo, ¿qué te decía siempre?

—Me decías: bendito tú que eres estúpido y no te tomas nada a mal… y, en cambio, mira, de tanto no tomármela al final la he dado —y enseñaba el brazo derecho sin su mano—; en el asedio de Milán, el de hace diez años.

—Precisamente iba a decir que me resulta que los de Gamondio, Bergoglio y Marengo siempre han estado con el emperador. ¿Y cómo es que antes estabais con él y ahora hacéis una ciudad contra él?

Y entonces todos a intentar explicárselo, y lo único que Baudolino entendía bien era que alrededor del antiguo castillo y de la iglesia de Santa María de Roboreto había surgido una ciudad hecha por la gente de los burgos cercanos, como precisamente Gamondio, Bergoglio y Marengo, pero con grupos enteros de familias que se habían desplazado desde todas las partes, desde Rivalta Bórmida, Bassignana o Piovera, para construir las casas que habrían habitado. Tanto que, desde mayo, tres de ellos, Rodolfo Nebia, Aleramo de Marengo y Oberto del Foro habían llevado a Lodi, a los comunes allí reunidos, la adhesión de la nueva ciudad, aunque en aquel momento existiera más en las intenciones que a orillas del Tanaro. Pero habían trabajado como animales, durante todo el verano y el otoño. La ciudad estaba casi lista, lista para cortarle el paso al emperador el día que volviera a bajar a Italia, pues tenía ese vicio el emperador.

Pero cortar qué, preguntaba Baudolino un poco escéptico, basta con que la rodee… Ah, no, le respondían, tú no conoces al emperador (imagínate), una ciudad que surge sin su permiso es una afrenta que hay que lavar con sangre, se verá obligado a asediarla (y aquí tenían razón ellos, conocían bien el carácter de Federico), por eso se necesitan murallas sólidas y calles estudiadas adrede para la guerra, y por eso hemos recurrido a los genoveses, que son marineros, sí, pero van a tierras lejanas a construir muchas nuevas ciudades y saben cómo se hace.

Pero los genoveses no son gente que haga nada por nada, decía Baudolino. ¿Quién los ha pagado? Han pagado ellos, nos han dado ya un préstamo de mil genovesas, y otras mil nos las han prometido para el año que viene. ¿Y qué significa que hacéis calles estudiadas adrede para la guerra? Haz que te lo explique el Emmanuele Trotti, que es quien ha tenido la idea, ¡habla tú que eres el Poliorcetes!

—¿Que es el poliorqué?

—Estate tranquilo, Boidi, deja que hable el Trotti.

Y el Trotti (que, como Oberto, tenía el aspecto de un miles, es decir, de un caballero, de un infanzón de una cierta dignidad):

—Una ciudad debe resistir al enemigo de modo que no escale las murallas. Pero si, por desgracia, las escala, la ciudad todavía debe ser capaz de hacerle frente y partirle el espinazo. Si el enemigo, dentro de las murallas, encuentra inmediatamente una maraña de callejuelas donde introducirse, ya no lo coges, unos se van por aquí, otros por allá, y al cabo de un poco los defensores acaban como el ratón. En cambio, el enemigo debe encontrar bajo las murallas una buena explanada, que quede al descubierto el tiempo justo para que, desde las esquinas y las ventanas que dan a ella, pueda flagelársele con flechas y pedruscos, de suerte que antes de haber superado esa explanada esté ya debilitado.

(Eso, intervenía tristemente Nicetas, al oír esta historia, eso es lo que habrían debido hacer en Constantinopla, y, en cambio, han dejado que a los pies de las murallas creciera precisamente esa maraña de callejuelas… Sí, habría querido responderle Baudolino, pero hacía falta también gente con los cojones de mis compaisanos, y no unos cagapoco como esos invertebrados de vuestra guardia imperial. Pero luego callaba para no herir a su interlocutor y le decía: calla, no interrumpas al Trotti y déjame que cuente.)

El Trotti:

—Si luego el enemigo supera el espacio abierto y se introduce en las calles, estas no deben ser rectas y trazadas con la plomada, ni aun queriendo inspirarte en los romanos antiguos, que una ciudad la dibujaban como una parrilla. Porque con una calle recta el enemigo sabe siempre qué le espera ante sí, mientras que las calles deben estar llenas de esquinas, o de recodos, como queramos llamarlos. El defensor espera detrás de la esquina, tanto a ras de suelo como en los tejados, y sabe siempre qué hace el enemigo, porque desde el tejado cercano, que hace esquina con el primero, hay otro defensor que lo divisa y hace señales a los que todavía no lo ven. Y, en cambio, el enemigo no sabe nunca al encuentro de qué va, y frena su carrera. Así pues, una buena ciudad tiene que tener las casas colocadas mal, como los dientes de una vieja, que resulta feo pero, en cambio, ahí está lo bueno. Y por último, ¡es necesaria una falsa galería!

—Eso todavía no nos lo habías dicho —intervenía el tal Boidi.

—A la fuerza, me la acaba de contar un genovés que se la ha contado un griego, y fue una idea de Belisario, general de Justiniano emperador. ¿Cuál es el propósito de un asediador? Excavar galerías subterráneas que lo lleven al corazón de la ciudad. ¿Y cuál es su sueño? Encontrar una galería a pedir de boca, y cuya existencia ignoren los asediados. Nosotros entonces les preparamos inmediatamente una galería que lleva del exterior al interior de las murallas, y escondemos su entrada en el exterior entre rocas y arbustos, pero no tan bien que un día u otro el enemigo no la descubra. El otro lado de la galería, el que da a la ciudad, debe ser un pasadizo estrecho, que pase un hombre o, a lo sumo, dos a la vez, cerrado por una reja, de manera que el primer descubridor pueda decir que una vez llegados a la reja se ve una plaza y, qué sé yo, la esquina de una capilla, señal de que el túnel lleva justo al interior de la ciudad. En la reja, en cambio, hay siempre un guardia fijo, y he aquí que cuando llegan los enemigos están obligados a salir uno a uno, y en cuanto uno sale, uno derribas…

—Y el enemigo es chula del bote y sigue saliendo sin darse cuenta de que los de delante van cayendo como higos —se cachondeaba el Boidi.

—¿Y quién te ha dicho que el enemigo no es chula? Calma. La cosa quizá haya que estudiarla mejor, pero no es una idea que hay que descartar.

Baudolino se había apartado con el Ghini, que ahora ya era mercader y, por lo tanto, debía de ser persona sensata y con los pies en la tierra, no como esos caballeros, feudatarios de feudatarios, que con tal de conquistar fama militar se meten incluso en las causas perdidas.

—Oye un poco, Ghinín, pásame otra vez ese vino y mientras tanto dime una cosa. Me parece bien la idea de que, si se hace aquí una ciudad, el Barbarroja se verá obligado a asediarla para no perder la cara, y así les da tiempo a los de la liga para tomarlo a sus espaldas después de que él se haya dejado el culo en el asedio. Pero los que salen perdiendo en esta empresa son los de la ciudad. ¿Y tú quieres hacerme creer que nuestra gente deja los sitios donde bien que mal iba tirando, y viene aquí a hacer que la maten para darles gusto a los de Pavía? ¿Y quieres hacerme creer que los genoveses, que no soltarían un cuarto para rescatar a la propia madre de los piratas sarracenos, os dan dinero y esfuerzo para construir una ciudad que a lo sumo le resulta cómoda a Milán?

—Baudolino —dijo el Ghini—, la historia es mucho más complicada. Presta atención a dónde estamos nosotros —mojó un dedo en el vino y empezó a hacer signos sobre la mesa—. Aquí está Génova, ¿de acuerdo? Y aquí están Terdona, y luego Pavía, y luego Milán. Estas son ciudades ricas, y Génova es un puerto. Por lo tanto, Génova tiene que tener libre el camino en sus tráficos con las ciudades lombardas, ¿vale? Y los pasos transitan por el valle del Lemme, por el valle del Orba, y por el valle del Bórmida y el del Scrivia. Estamos hablando de cuatro ríos, ¿no?, y todos se anudan más o menos aquí, a orillas del Tanaro. Que si luego tienes un puente sobre el Tanaro, de ahí tienes la vía abierta para comercios con las tierras del marquión del Montferrato, y quién sabe hasta dónde más. ¿Está claro? Ahora, mientras Génova y Pavía se las veían entre ellas, les iba bien que estos valles permanecieran sin dueño, es decir, se hacían alianzas cada vez, por ejemplo, con Gavi o con Marengo, y las cosas iban sobre aceite… pero con la llegada de este emperador de acá, Pavía por un lado y el Montferrato por el otro se ponen con el imperio, Génova queda bloqueada tanto a la izquierda como a la derecha, y, si pasa de la parte de Federico, se despide de sus negocios con Milán. Entonces debería tenerse tranquilas a Terdona y Novi, que le permiten controlar la una el valle del Scrivia y la otra el del Bórmida. Pero ya sabes lo que sucedió, el emperador arrasó Terdona, Pavía se hizo con el control de los predios tortoneses hasta las montañas del Apenino, y nuestros burgos fueron a ponerse del lado del imperio, y nequáquam, ya quisiera ver yo si pequeños como éramos podíamos hacernos los fortachones. ¿Qué tenían que darnos los genoveses para convencernos de que cambiáramos de bando? Algo que ni en sueños nos habríamos imaginado, es decir, una ciudad, con cónsules, soldados, y un obispo, y unas murallas, una ciudad que recauda peajes de hombres y mercancías. Date cuenta, Baudolino, de que solo por controlar un puente sobre el Tanaro consigues dinero a raudales, te estás ahí bien sentado y a uno le pides una moneda, a otro dos pollastres, al de más allá un buey entero, y ellos, zas zas, pagan; una ciudad es una cucaña, mira lo ricos que eran los de Terdona con respecto a nosotros los de la Palea. Y esta ciudad que nos traía buena cuenta a nosotros les llevaba cuenta también a los de la liga, y le llevaba cuenta a Génova, como te decía, porque, por débil que sea, por el mero hecho de estar ahí desbarata los planes de todos los demás y garantiza que en esta zona no puedan señorear ni Pavía, ni el emperador ni el marquión del Montferrato…

—Sí, pero luego llega el Barbarroja y os escuataña como a un babio, o hablando propiamente, os revienta como a un sapo.

—Calma. ¿Quién lo ha dicho? El problema es que cuando él llegue, la ciudad esté ahí. Luego ya sabes cómo va el mundo, un asedio cuesta tiempo y dinero, nosotros le hacemos un hermoso acto de sumisión, él se queda ni tan contento (porque esa es gente que, ante todo, el honor) y se va a otra parte.

—¿Y los de la liga y los genoveses, han tirado sus dineros para que se erija la ciudad, y vosotros los mandáis a tomar por culo tal cual?

—Pues depende de cuándo llegue el Barbarroja. Mira bien que en tres meses estas ciudades cambian de alianza como si nada. Nosotros estamos ahí y esperamos. Quizá en ese momento la liga sea una aliada del emperador.

(Señor Nicetas, contaba Baudolino, pudieran caérseme estos ojos: seis años más tarde, en el asedio de la ciudad, del lado de Federico estaban los honderos genoveses, entiendes, genoveses, ¡los mismos que habían contribuido a construirla!)

—Y si no —seguía el Ghini—, sostenemos el asedio. No me jodas la vaca con cebolla, en este mundo no se obtiene nada por nada. Pero antes de hablar ven a ver…

Había cogido a Baudolino de la mano y lo había conducido fuera de la taberna. Había caído ya la noche, y hacía más frío que antes. Se salía a una plazoleta, de donde, se intuía, habrían debido salir por lo menos tres calles, pero solo había dos esquinas construidas, con casas bajas, de un piso, los tejados de rastrojos. La plazoleta estaba iluminada por algunas luces que salían de las ventanas y por algún brasero atizado por los últimos vendedores, que gritaban: mujeres, mujeres, va a empezar la noche santa y buena y no querréis que vuestros maridos no encuentren nada rico en la mesa. Junto a la que se habría convertido en la tercera esquina, había un afilador, que hacía chirriar sus cuchillos mientras regaba a mano la rueda. Más allá, en un puesto, una mujer vendía tortas de harina de garbanzos, higos secos y algarrobas, y un pastor vestido con pieles de oveja llevaba un capazo gritando: hey, mujeres, el buen requesón. En un espacio vacío entre medio de dos casas, dos hombres estaban en tratos para un cerdo. Al fondo, dos muchachas estaban apoyadas lánguidamente en una puerta, con los dientes que les castañeteaban bajo un chal que dejaba entrever un escote generoso, y una le había dicho a Baudolino:

—Pero qué chichino más mozo que eres, ¿por qué no te vienes a pasar la Nochebuena conmigo que te enseño a hacer el bicho de ocho patas?

Daban la vuelta a la esquina, y ahí había un cardador de lana, gritando con grandes voces que era el último momento para los jergones y almadraques, para dormir calentitos y no helarse como el Niño Jesús; y a su lado gritaba un aguador; y andando por las calles todavía mal trazadas se veían ya unos zaguanes en los que acá todavía cepillaba un carpintero, allá un herrero golpeaba su yunque en una fiesta de chispas, y al fondo otro más sacaba panes de un horno que relampagueaba como la boca del Infierno; y había mercaderes que llegaban de lejos para hacer negocios en aquella nueva frontera, o gente que normalmente vivía en los bosques, carboneros, buscadores de miel, fabricantes de cenizas para el jabón, recogedores de cortezas para hacer cuerdas o curtir cueros, vendedores de piel de conejo, caras patibularias de los que llegaban al nuevo núcleo pensando que de alguna manera un provecho lo sacarían, y mancos, y ciegos, y cojos, y escrofulosos, para quienes la colecta por las calles de un burgo, y durante las santas fiestas, se prometía más rica que por los caminos desiertos del campo.

Empezaban a caer los primeros copos de nieve, luego se habían adensado, y ya blanqueaban, por primera vez, los jóvenes tejados que nadie sabía todavía si aguantarían ese peso. A un cierto punto, Baudolino, rememorando la invención que había hecho en Milán conquistada, trasoñó, y tres mercaderes que estaban entrando por un arco de las murallas montados en tres burros le parecieron los Reyes Magos, seguidos de sus fámulos que llevaban ánforas y paños preciosos. Y detrás de ellos, allende el Tanaro, le parecía divisar rebaños que bajaban de las laderas de la colina que ya plateaba, con sus pastores que tocaban gaitas y chirimías, y caravanas de camellos orientales con sus moros con grandes turbantes de franjas multicolores. En la colina, fuegos ralos se extinguían bajo el mariposear de la nieve cada vez más intensa, pero a Baudolino uno de ellos le pareció una gran estrella caudada, que se movía en el cielo hacia la urbe que emitía sus primeros vagidos.

—¿Ves lo que es una ciudad? —le decía el Ghini—. Y si ya es así cuando no está ni siquiera acabada, imaginémonos después: es otra vida. Cada día ves gente nueva; para los mercaderes, mira tú, es como tener la Jerusalén Celeste y, por lo que respecta a los caballeros, el emperador les prohibía vender las tierras para no dividir el feudo y morían de inedia en el campo, y ahora, en cambio, mandan compañías de arqueros, salen a caballo en desfiles, dan órdenes aquí y allá. Pero no solo va bien para los señores y los mercaderes, es una providencia también para gente como tu padre, que no tendrá mucha tierra pero tiene algo de ganado, y a la ciudad llega gente que lo pide y lo paga en monedas. Se empieza a vender por metal sonante y no a cambio de otra mercancía, y no sé si entiendes lo que quiere decir, si truecas dos pollos por tres conejos, antes o después te los tienes que comer, si no, envejecen, mientras que dos monedas las escondes debajo del jergón y te resultan provechosas incluso al cabo de diez años, y si tienes suerte ahí se quedan aunque los enemigos te entren en casa. Y, además, sucedió en Milán como en Lodi o Pavía, y sucederá también aquí: no es que los Ghini o los Aulari tengan que estar callados, y manden solo los Guasco o los Trotti, formamos todos parte de los que toman las decisiones. Aquí podrás llegar a ser importante aunque no seas noble, y esto es lo bueno de una ciudad, y es bueno sobre todo para los que no son nobles, y están dispuestos a dejarse matar, si es que es menester (aunque mejor que no), para que sus hijos puedan ir por ahí diciendo: yo me llamo Ghini y aunque tú te llames Trotti eres igualmente un cabrón.

Es obvio que en ese punto Nicetas preguntara a Baudolino cómo se llamaba aquella bendita ciudad. Pues bien (gran talento de narrador, este Baudolino, que hasta ese momento había mantenido la revelación en suspenso), la ciudad todavía no se llamaba, como no fuera, genéricamente, Civitas Nova, que era nombre de genus, no de individuum. La elección del nombre habría dependido de otro problema, y no de poca monta, el de la legitimación. ¿Cómo adquiere derecho a la existencia una ciudad nueva, sin historia y sin nobleza? A lo sumo por investidura imperial, tal y como el emperador puede hacer caballero y barón, pero aquí se estaba hablando de una ciudad que nacía contra los deseos del emperador. ¿Y entonces? Baudolino y el Ghini habían vuelto a la taberna mientras todos estaban discutiendo precisamente de aquello.

—Si esta ciudad nace fuera de la ley imperial, no queda sino darle legitimidad según otra ley, igual de fuerte y antigua.

—¿Y dónde la encontramos?

—Pues en el Constitutum Constantini, en la donación que el emperador Constantino hizo a la Iglesia, dándole el derecho de gobernar territorios. Nosotros le regalamos la ciudad al pontífice y, visto que en este momento circulan dos pontífices, se la regalamos al que está del lado de la liga, es decir, a Alejandro III. Como ya dijimos en Lodi, y hace meses, la ciudad se llamará Alejandría y será feudo papal.

—De momento, tú en Lodi tenías que estarte con la boca callada, porque todavía no habíamos decidido nada —decía el Boidi—; pero este no es el punto, el nombre por ser bonito, es bonito y, de todas maneras, no es más feo que muchos otros. Lo que no consigo tragar es que nosotros nos partimos el culo pero bien partido para hacer una ciudad y luego vamos y se la regalamos al papa que ya tiene muchas. Y nos toca pagarle los tributos y, míralo como te dé la gana, pero son siempre dineros que salen de casa, que daba lo mismo pagárselos al emperador.

—Boidi, no te hagas el de siempre —le decía el Cùttica—; en primer lugar, el emperador no quiere la ciudad ni aunque se la regalemos y, si estaba dispuesto a aceptarla, entonces no valía la pena hacerla. Segundo, una cosa es no pagarle el tributo al emperador, que te cae encima y te hace trizas como hizo con Milán, y otra cosa es no pagárselo al papa, que está a mil leguas y, con los problemas que tiene, imagínate si te manda un ejército solo para cobrar cuatro cuartos.

—Tercero —intervino entonces Baudolino—, si me permitís meter baza, pero es que he estudiado en París y tengo cierta experiencia sobre cómo se hacen cartas y diplomas, y hay maneras y maneras de regalar. Vosotros hacéis un documento en que decís que Alejandría se funda en honor de Alejandro papa y se consagra a san Pedro, por ejemplo. Como prueba de ello, construís una catedral de San Pedro en terrenos alodiales, que están libres de obligaciones feudales. Y la construís con el dinero aportado por todo el pueblo de la ciudad. Después de lo cual, se la regaláis al papa, con todas las fórmulas que vuestros notarios encuentren más apropiadas y más complicadas. Lo aliñáis todo con ofrecimientos de ser hijos predilectos, afecto y todas esas monsergas, le mandáis el pergamino al papa y os lleváis todas sus bendiciones. Que si alguien se pone a sutilizar sobre ese pergamino verá que, al final, le habéis regalado solo la catedral y no el resto de la ciudad, pero quiero ver al papa, que viene aquí a cogerse su catedral y se la lleva a Roma.

—Me parece magnífico —dijo Oberto, y todos asintieron—. Haremos como dice Baudolino, que me parece muy astuto y espero que se quede con nosotros para darnos más buenos consejos, visto que es también un gran doctor parisino.

Aquí Baudolino tuvo que resolver la parte más embarazosa de aquella bella jornada, y es decir, revelar, sin que nadie pudiera ponerle las peras a cuarto, visto que ellos mismos habían sido imperiales hasta poco tiempo antes, que él era un ministerial de Federico, con quien estaba unido también por lazos de afecto filial: y venga a contar toda la historia de aquellos trece años admirables, con Gagliaudo que no paraba de murmurar:

—Pues si me lo llegaban a decir, que no me lo creo —y—, ¡pues mira tú que me parecía un chulandario del bote y ahora se me va a volver alguien de veras!

—No hay tierra mala a la que no le llegue su añada —dijo entonces el Boidi—. Alejandría todavía no está acabada y ya tenemos a uno de nosotros en la corte imperial. Querido Baudolino, no debes traicionar a tu emperador, visto que le quieres tanto, y él a ti. Pero estarás a su vera y te pondrás de nuestra parte cada vez que haga falta. Es la tierra donde has nacido y nadie te echará nunca en cara que intentes defenderla, en los límites de la lealtad, bien se entiende.

—Pero ahora es mejor que esta noche vayas a ver a esa santa mujer de tu madre y que duermas en la Frascheta —dijo con delicadeza Oberto—, y mañana te vas, sin quedarte aquí a mirar qué curso toman las calles y de qué consistencia son las murallas. Nosotros estamos seguros de que por amor de tu padre natural, si un día llegaras a saber que corremos un gran peligro, nos harías avisar. Pero si tienes el corazón de hacerlo, quién sabe si, por las mismas razones, un día tú no advertirías a tu padre adoptivo de alguna maquinación nuestra demasiado dolorosa para él. Por lo tanto, cuanto menos sepas, mejor.

—Sí, hijo mío —dijo entonces Gagliaudo—, haz al menos algo bueno, con todas las molestias que me has causado. Yo tengo que quedarme aquí porque ya ves que hablamos de cosas serias, pero no dejes sola a tu madre precisamente esta noche, que si por lo menos te ve a ti, de la gran alegría no cabe en sí del arrobamiento y no se da cuenta de que yo no estoy. Ve y, mira lo que te digo, te doy incluso mi bendición, que quién sabe cuándo nos volvemos a ver.

—Qué bien —dijo Baudolino—, en un solo día encuentro una ciudad y la pierdo. Puerca de una miseria vaca, ¿os dais cuenta de que si quiero volver a ver a mi padre tendré que venir a asediarlo?

Que fue, explicaba Baudolino a Nicetas, lo que más o menos sucedió. Pero, por otra parte, no había otra manera de salir de ese lío, señal de que aquellos eran de verdad tiempos difíciles.

—¿Y luego? —preguntó Nicetas.

—Me había puesto a buscar mi casa. La nieve en el suelo llegaba a media pierna, la que bajaba del cielo era una barahúnda que te hacía girar las bolas de los ojos y te cortaba la cara, los fuegos de la Ciudad Nueva habían desaparecido, y entre todo ese blanco de abajo y todo ese blanco de arriba yo no entendía ya hacia dónde debía ir. Creía acordarme de las viejas sendas, pero en aquel momento no existían sendas, no se distinguía qué era terreno sólido y qué era ciénaga. Se ve que para hacer casas habían talado bosquecillos enteros y no encontraba ni siquiera los perfiles de aquellos árboles que antaño conocí de memoria. Me había perdido, como Federico, la noche que me había encontrado, solo que ahora era nieve y no niebla, que si hubiera sido niebla todavía me las ingeniaba. Buen asunto, Baudolino, me decía, vas y te pierdes por tus contradas, pero cuánta razón tenía mi madre que los que saben leer y escribir son más estúpidos que los demás, y ahora, ¿qué hago?, ¿me paro aquí y me como la mula?, ¿o mañana por la mañana, cava que te cava, van y me encuentran más tieso que un pellejo de liebre que se haya quedado toda la noche al aire libre en los hielos de San Nicolás?

Si Baudolino estaba allí contándolo, quiere decir que había salido del paso, pero por un acontecimiento casi milagroso. Porque mientras andaba ya sin meta había divisado una estrella en el cielo, pálida pálida, aunque visible, y la había seguido, salvo que se dio cuenta de que había dado en una pequeña cañada y la luz parecía estar en lo alto precisamente porque él estaba abajo, pero, una vez subida la cuesta, la luz se iba agrandando cada vez más ante él, hasta que entendió que venía de uno de esos soportales donde se meten los animales cuando no hay bastante sitio en casa. Y debajo del soportal había una vaca y un burro que rebuznaba muy asustado, una mujer con las manos entre las patas de una oveja, y la oveja que estaba echando al mundo a un corderillo y balaba a todo balar.

Y entonces se paró en el umbral para esperar que el corderillo saliera del todo, quitó al burro de en medio de una patada y se abalanzó a apoyar la cabeza en el regazo de la mujer gritando:

—Madre mía bendita.

La cual por un momento dejó de entender, le levantó la cabeza dirigiéndola hacia el fuego, y luego se echó a llorar, y le acariciaba el pelo murmurando entre sollozos:

—Oh, Señor, Señor, dos animales en una sola noche, uno que nace y otro que vuelve de la casa del diablo, es como tener las Navidades y las Pascuas juntas, pero es demasiado para mi pobre corazón; agarradme que pierdo los conocimientos. Para, Baudolino, para, que acabo de calentar el agua en el caldero para lavar a este pobrecillo, no ves que te manchas de sangre tú también; ¿pero dónde has cogido ese vestido que parece el de un señor?, ¿no lo habrás robado, desgraciado más que desgraciado?

Y a Baudolino le parecía oír cantar a los ángeles.