54

Poco después de las tres y media de la madrugada, Toshinori Oda (el estudiante número 4) salió de la casa en la que había estado escondido. Inmediatamente después de que se metiera allí, sospechó que se encontraba en el sector E-4. Sakamochi había anunciado que el sector quedaría prohibido a las cinco de la madrugada.

Antes de abrir la puerta trasera para salir, echó un vistazo al cadáver de Hirono Shimizu, que había arrastrado hasta un rincón. Lo único que hizo fue mirar el cadáver allí tirado, boca abajo. No sintió ninguna lástima por ella. Después de todo, aquella competición iba muy en serio. Hirono Shimizu ni siquiera se lo había pensado dos veces antes de descerrajarle dos tiros en cuanto lo vio. Naturalmente, él fue quien se deslizó de manera sibilina y por la espalda para atacar a Hirono y asfixiarla.

Aunque no estaba seguro de cuál sería su próximo escondite, Toshinori decidió trasladarse al final hacia el este, en dirección a la zona residencial. En el mapa, la zona ocupaba aproximadamente doscientos metros cuadrados. Según el mapa, había una estrecha franja de llanuras que se extendían desde la zona residencial hacia los campos agrícolas, donde se hallaban distintas granjas desperdigadas. Una vez dejara atrás aquella zona, lo único que tenía que hacer era esconderse en una de aquellas casas. Después de todo, procedía de una familia privilegiada y vivía en la que probablemente era la casa más bonita de la prefectura (la vivienda de Kazuo Kiriyama era en realidad la más bonita, pero Toshinori jamás lo admitiría). Esconderse entre arbustos era una vulgaridad ofensiva para él. Entrar en una casa era peligroso, dado que podía haber alguien escondido dentro, pero eso no le preocupaba. Ahora no solo disponía de un chaleco antibalas (que venía con un certificado que atestiguaba su alta calidad), sino que también contaba con el revólver que le había cogido a Hirono. Además, ahora llevaba un casco integral de motorista que había encontrado en la casa.

Apareció una mínima nube en el cielo. Uno de sus extremos estaba ya comenzando a oscurecer lentamente la luna llena, cada vez más baja. Después de comprobar la correa de la barbilla de su casco de súper lujo, cruzó el patio y empezó a caminar por un lado del estrecho campo que tenía ante él.

Veía perfectamente que la zona continuaba descendiendo en dirección a la orilla oriental. Aquel corredor no era completamente llano, sin embargo. Había algunas colinas y oteros, como pequeñas olas en el mar. La mayor parte de la zona aparecía sembrada de granjas visibles a la luz de la luna. A su izquierda, como a unos cien metros, había una casa en las faldas de las montañas del norte. Había otra vivienda cien metros más allá, a su derecha. Y más a la izquierda aún había otras dos casas. Aquellas estaban más pegadas. Trescientos o cuatrocientos metros más allá había granjas dispersas, con sus respectivas viviendas. No podía distinguir las cosas muy bien porque los bosques y alguna colina le impedían la visión completa, pero aquella geografía parecía prolongarse hasta la zona residencial, en la parte oriental de la isla. Localizó enseguida las llamas de la intensa explosión que se había producido después del comunicado de medianoche de Sakamochi: estaban a la derecha de una colina según iba bajando él. Pero el fuego prácticamente había desaparecido ya, y ahora la zona se encontraba sumida en la más profunda oscuridad.

Hacia el sur, a la derecha de Toshinori, había otras dos casas juntas. Pero si uno daba por sentado que los puntos azules del mapa eran viviendas residenciales, aquello estaba justo en el límite entre los sectores E-4 y F-4. A su espalda, las estribaciones de las montañas del norte y del sur se reunían… o para ser más precisos, la base de las montañas del norte se alargaban en forma de acantilados en la orilla oeste, sin casas a la vista, y dando un giro llegaban a las estribaciones de las montañas del sur. Sin embargo, de acuerdo con el mapa, se suponía que había un par de edificaciones en lo alto de las montañas.

A menos que estuviera interpretando mal el mapa, ya habría salido de la zona prohibida al alcanzar la tercera o la cuarta casa en su avance hacia el este. Pero si consideraba que no eran casas, sino simples cobertizos o chozas, puede que tuviera que pensar en avanzar algo más. Por supuestísimo, él no iba a meterse en un chamizo sucio y, en segundo término, estaba convencido de que un lugar vulgar solo atraería a gentuza.

Toshinori se agachó y avanzó cautelosamente junto a las verjas de una granja. Estaba asqueado ante la sensación de estar pisando un barrizal lleno de estiércol, y el dolor sordo que sentía en el estómago tras el disparo de Hirono Shimizu solo conseguía enfurecerlo aún más. ¿Por qué demonios tenía que participar él en un juego tan grosero y andar vagabundeando por los barrizales con una gente a la que solo consideraba «chusma»? (Aquella era una expresión de su padre, que dirigía la empresa de alimentación más grande de la parte oriental de la prefectura; la utilizaba a menudo en casa, pero era también la expresión favorita de Toshinori, y la utilizaba para ejemplificar su desprecio hacia casi todo el mundo con el que se topaba. Por supuesto, él era un chico muy bien educado, así que nunca lo diría en voz alta.)

Tuviera derecho a presumir de ello o no, lo cierto es que Toshinori poseía un don único, incluso entre sus compañeros más talentosos (que iban desde las jóvenes estrellas de los respectivos equipos y clubes, a los jefes de las bandas de delincuentes; incluso contando a aquel chico marica que ya había muerto… era también un marica muy vulgar). De hecho, era un don único en todo el insti.

Había comenzado a asistir a clases privadas de violín cuando solo tenía cuatro años, y ahora era uno de los mejores intérpretes de todos los institutos de la prefectura. Toshinori no era un genio, pero tampoco era un mediocre con el violín. Se movieron los hilos oportunos para que al año siguiente pudiera entrar en un distinguidísimo instituto de bachillerato de Tokio que contaba con su propio departamento de música. Y respecto a su carrera en el futuro, pensaba que como mínimo llegaría a ser director de orquesta de la sinfónica de la prefectura.

Todo aquello era razón más que suficiente para no morir… o eso pensaba él. Alcanzaría el estatus de director; se casaría con una mujer hermosa y refinada, y alternaría con gente rica y elegante. Su hermano mayor, Tanadori, iba a heredar la empresa. Naturalmente, la idea de amasar una gran fortuna como presidente de una empresa le resultaba atractiva, pero Toshinori pensaba: «No necesito ensuciarme las manos con comida, puaj. Dejaré que el basto de mi hermano se ocupe de eso». Él era distinto de sus compañeros de clase, unos perdedores. Sus muertes no significarían nada en absoluto, pero él era un genio. Su vida era valiosa. E incluso en términos biológicos, los especímenes más dotados de todas las especies estaban destinados a sobrevivir, ¿o no?

Al principio solo contaba con un chaleco antibalas, que le habían proporcionado —qué raro— como si pudiera considerarse un arma, así que lo único que pudo hacer fue arrastrarse y esconderse, pero ahora tenía una pistola. Iba a ser implacable. ¿Cómo era aquello sobre el alma noble de un amante de la música? ¡Menuda infantilada! Era cierto que Toshinori solo tenía quince años y que no había visto mucho mundo, pero sabía lo que era el mundo de la música. Para quienes no fueran genios, lo único que contaba era el dinero y los enchufes. Lo único que tenía que hacer él era aplastar a los enemigos para sobrevivir.

Fuera objetivamente cierto o no todo aquello, eso era lo que Toshinori creía.

Por supuesto, no tenía amigos íntimos en tercero B; aquello estaba lleno de gentuza y «chusma». En realidad, despreciaba a sus zarrapastrosos compañeros. Sobre todo, a Shuya Nanahara.

Toshinori no formaba parte del club de música del instituto Shiroiwa, que estaba lleno de chusma: aquella gente resultaba especialmente zarrapastrosa. Todos aquellos perdedores tocaban música pop… (al parecer, la sala de música estaba atestada con partituras de música extranjera e ilegal), sobre todo aquel Shuya Nanahara.

Toshinori era indeciblemente superior a ese en términos de talento musical, principalmente porque su oído estaba educado y conocía bien la teoría musical. Y sin embargo, a pesar de todo, aquellas zorronas de la clase gritaban de un modo indecente cuando Shuya Nanahara rasgaba aquellos acordes de guardería en su guitarra. («Bueno, vamos a ver… Aquellas zorrupias que escuchaban tocar a Shuya Nanahara durante el corto intermedio antes de las clases de música lo mismo podrían haberse grabado en la frente con letras góticas: “Oh, Shuya, fóllame ya, aquí mismo”»). Por el contrario, solo aplaudían educadamente cuando Toshinori acababa de tocar un elegante fragmento de ópera a petición del profesor.

Para empezar, aquella pandilla de perdedores nunca serían capaces de apreciar la música clásica; y en segundo término, aquellas reacciones solo se debían a que Shuya Nanahara era más o menos guapillo. (Aunque Toshinori nunca lo admitiría, en lo más profundo de su corazón no podía soportar su propio careto horroroso.)

«Muy bien. Eso es lo que les gusta a las mujeres, de todos modos. La verdad es que son una especie distinta. Una herramienta para producir niños (y, por supuesto, para proporcionar placer a los hombres cuando lo necesiten), y si estaban buenas, se podrían considerar ornamentos para colocar junto a los hombres de éxito. Sí, todo se reduce a dinero y relaciones. Y mi talento es una inversión ineludible de dinero y relaciones. Además… Merezco ser el superviviente».

A lo largo de toda la noche había escuchado tiroteos, y además se había producido aquella increíble explosión al final, pero ahora la isla estaba sumida en la oscuridad y el silencio. Toshinori rodeó rápidamente la primera casa, la dejó atrás y se aproximó a la segunda. Aunque apenas podía distinguir su silueta, podría jurar que era bastante vieja. La casa estaba rodeada por unos cuantos árboles y, delante de la casa, en uno de los lados, había un árbol grandísimo y frondoso, de largas ramas. Su tronco tendría a lo mejor cuatro o cinco metros de perímetro, y se elevaba de siete a ocho metros hacia lo alto.

«No debería haber nadie aquí».

Toshinori aferró su pistola y lentamente avanzó un poco, escrutando con cautela la casa y el árbol. Por supuesto, no olvidó detenerse de vez en cuando y mirar en todas direcciones. Uno nunca sabe dónde se puede esconder la chusma. Son igual que las cucarachas.

Después de emplear unos buenos cinco minutos en escrutar los alrededores, miró por encima del hombro la casa. A través de la visera abierta de su casco de moto no había habido movimientos sospechosos.

«Muy bien».

Desde donde estaba veía la tercera casa, la que le interesaba, muy cerca.

Toshinori se volvió una vez más. Creyó ver algo redondo que se movía cerca de los árboles que rodeaban la casa. Era como la cabeza de alguien, se percató enseguida, pero para entonces ya le estaba apuntando con la pistola. Pero el que estuviera rondando por aquella parte pronto se quedaría en una zona prohibida. «¿Quién demonios será?».

No importaba.

Apretó el gatillo. Mientras sujetaba la culata de la Smith & Wesson para el Ejército y la Policía, sintió un repentino golpe en la palma de la mano. La pistola estalló con un fulgor anaranjado, enviando el retroceso por toda la columna vertebral de Toshinori. A pesar de despreciar a las masas vulgares e ignorantes, tenía una afición que no era tan refinada… mucho menos que tocar el violín. Tenía una colección de miniaturas de armas. Su padre poseía varios rifles de caza, pero a Toshinori nunca le habían permitido tocarlos, así que era la primera vez que apretaba un gatillo de un arma real. Era real. «¡Joder, estoy disparando un arma de verdad!».

Toshinori disparó dos veces, y su objetivo se derrumbó hecho un ovillo, al parecer incapaz de moverse. Quienquiera que fuese, no devolvió el disparo. «Pues claro que no: si tuviera una pistola, me habría disparado por la espalda. Por eso he podido disparar yo primero».

Toshinori se aproximó lentamente al bulto. Le gritaron:

—¡Quieto!

Por la voz podría jurar que era Hiroki Sugimura (el estudiante número 11). Aquel tío alto que practicaba el kárate de la chusma. (Por cierto, Toshinori odiaba también a los chicos altos. El solo medía 1,62 y, después de Yutaka Seto, era el más bajito de la clase. No podía soportar a) a los chicos guapos, b) a los chicos altos, y c) a todos los chicos vulgares y zarrapastrosos). Se suponía que Hiroki salía con Takako Chigusa, que se decoloraba el pelo de aquella manera tan vulgar y que llevaba aquella quincallería tan llamativa… ah, sí, ella también estaba muerta ya. Aunque era mona.

Hiroki gritó:

—¡No estoy jugando a esto! ¡No estoy luchando! ¿Quién eres? ¿Yuichiro?

Hiroki había supuesto que era Yuichiro Takiguchi (el estudiante número 13), que era también muy bajito, aunque un poco más alto que Toshinori. Sí, dado que Hiroshi Kuronaga había muerto hacía tiempo, los únicos vivos que eran de la altura de Toshinori eran Yuichiro y Yutaka. «De todos modos —se preguntó Toshinori por un instante—, ¿qué es toda esa historia sobre no luchar? Imposible. No participar en este juego sería lo mismo que suicidarse. ¿Estará intentando tomarme el pelo? Bueno, aunque lo hiciera, mientras no tenga un arma…».

Toshinori cambió su táctica. Bajó el arma.

Con la mano izquierda se desató la correa del casco y dijo:

—Soy Toshinori. —Y luego pensó: «Oh, debería titubear un poco…».—. Siento… siento haber… haberte disparado. ¿Estás… estás herido?

Hiroki Sugimura se levantó lentamente, revelando su tremenda envergadura. Como Toshinori, llevaba su mochila colgada en el hombro derecho. En la mano llevaba un palo, y la manga derecha de su abrigo escolar había desaparecido. A lo mejor se le había roto, o se la había arrancado él mismo. La manga de la camisa había desaparecido y su brazo derecho estaba desnudo. Un trapo blanco estaba enrollado en torno a su hombro. Con la mano del brazo desnudo sostenía el palo: parecía uno de esos dibujos de hombres primitivos desnudos. De una tribu vulgar y desnuda.

—Estoy bien —dijo, y luego, mirando a Toshinori, le preguntó—: ¿Es un casco?

—Ajá, sí. —Mientras respondía, avanzó, adentrándose en los terrenos agrícolas. «Muy bien, solo tres pasos más».

—Tenía… tenía mucho miedo… —Y antes de acabar de pronunciar la palabra «miedo», Toshinori levantó la pistola. A cinco metros, no podía fallar.

Hiroki abrió los ojos atónito y sorprendido. «¡Demasiado tarde, demasiado tarde, karateka zarrapastroso y cabrón! Vas a tener una muerte zarrapastrosa y vas a acabar en una tumba zarrapastrosa, y te voy a llevar las flores más zarrapastrosas que pueda encontrar».

Pero cuando la bala del Smith & Wesson salió del cañón, Hiroki ya no estaba delante. Una décima de segundo antes del disparo, se había agachado inesperadamente a su izquierda… a la derecha de Toshinori. Este, claro, no tenía ni idea de que su contrincante estaba utilizando movimientos de artes marciales. Hiroki había sido increíblemente rápido.

Desde su posición, en cuclillas, Hiroki levantó… no el palo que llevaba en la mano derecha, sino una pistola. (Toshinori tampoco tenía manera de saber que Hiroki efectivamente era zurdo, aunque lo hubiera «corregido» —al contrario que Shinji Mimura—). «Así que tenía un arma… ¿entonces, por qué no me ha disparado antes, el muy idiota?». Apenas había cruzado esa idea por su mente, cuando un destello rasgó la noche.

La pistola de repente voló de su mano. Un instante después sintió un ardiente dolor en el lugar donde solía estar su dedo anular. Toshinori chilló de dolor. Cayó de rodillas y sujetó su muñón dolorido con la mano izquierda… y se dio cuenta de que el dedo había desaparecido. La sangre manaba sin cesar. Puede que llevara un chaleco antibalas y un casco, pero sus dedos no tenían ninguna protección.

«Aaargh, ¡cabrón! ¡Mi dedo…! ¡Mi dedo derecho, el que guía el arco del violín con tanta elegancia, ha…! ¡No puede ser! ¡En las pelis, cuando hay un tiroteo, nunca se quedan sin dedos…!».

Hiroki se acercó a él, con la pistola en la mano. Toshinori se sujetaba la mano derecha y lo miraba, con los ojos aterrorizados y febriles en el interior del casco. Tenía la cara pegajosa porque había roto a sudar.

—Así que tú estás en esto —dijo Hiroki—. No quería dispararte, pero no he tenido más opción. Tuve que hacerlo.

Toshinori no tenía ni idea de lo que quería decir Hiroki, y aunque tenía unos dolores horrorosos, todavía tenía confianza en sí mismo. La pistola le estaba apuntando al pecho. Por supuesto, funcionaría. Llevaba el casco no tanto porque fuera a prueba de balas, sino porque eso obligaría a sus enemigos a apuntarle al cuerpo. Y bajo su abrigo escolar llevaba el chaleco antibalas. Si este detenía la bala, lo único que tendría que hacer después sería esperar la ocasión para recuperar su pistola y entonces… dado que su dedo índice todavía funcionaba… podría apretar el gatillo y ganar.

La pistola había caído a sus pies.

Con Toshinori mirándolo fijamente, Hiroki Sugimura se detuvo durante un instante; luego apretó los labios con fuerza y tranquilamente apretó el gatillo. Toshinori recordó su pelea con Hirono Shimizu y pensó en cómo fingir que caía muerto.

Pero todo acabó de una manera mucho más abrupta de lo que esperaba. La pistola de Hiroki solo hizo un ruido metálico. Clic.

Los labios de Toshinori se retorcieron en una sonrisa, bajo la protección del casco. «Karateka cabrón. Menuda mierda de pistola. Con esa automática tendrás que sacar la bala de la recámara y recargarla».

Toshinori intentó coger la pistola que tenía a sus pies. Hiroki rápidamente levantó su palo, pero entonces —tal vez pensando que sería demasiado arriesgado probarlo contra el casco de motociclista—, se volvió y corrió hacia la montaña, por detrás de la casa.

Toshinori cogió la pistola. La mano mutilada le dolía un horror, pero todavía podía sujetarla. Disparó. Pero como no podía sujetar bien la pistola por la culata, no pudo apuntar bien a Hiroki, pero habría jurado que le había dado en una pierna, cerca del culo. ¿Le habría rozado solo? En cualquier caso, Hiroki de repente empezó a cojear, pero no cayó, sino que continuó corriendo. Toshinori también empezó a correr y disparó de nuevo. Esta vez falló. El tacto del arma, tan agradable solo unos momentos antes, ahora le suponía un agudo dolor por toda la mano, lo que enfureció a Toshinori. Disparó de nuevo. A pesar de haber recibido un tiro en la pierna, Hiroki aún era más rápido que él.

Hiroki desapareció en los bosques, en la falda de la montaña.

«¡Maldita sea!».

Toshinori pensó detenidamente si debería continuar la persecución… y decidió no hacerlo. Su enemigo estaba herido, pero él no podía hacer nada más. El mango de la pistola estaba resbaladizo por la sangre que manaba del muñón de su dedo anular. Además, si Toshinori se adentraba ahora en las montañas, Hiroki podría recargar su pistola y devolverle los disparos. En esa situación, sería demasiado peligroso exponerse de aquel modo, sin ningún sitio en el que esconderse. Se agachó con gesto nervioso.

Tenía que llegar a la primera casa… a aquella en la que había decidido entrar. Y tenía que asegurarse de que Hiroki no lo viera entrar allí.

Toshinori se apretó la mano derecha, con la que todavía sujetaba el arma, y se alejó tambaleándose, intentando aguantar el dolor. Mientras bajaba por el camino, el dolor se hizo casi insoportable. Se sentía mareado. Lo primero era su mano. Tenía que curársela e idear una nueva estrategia. Oh, pero… joder, aunque fuera capaz de tocar el violín después de una rehabilitación intensa, se le notaría que tenía la mano amputada durante un concierto, sobre todo si se televisaba y le hacían un zoom sobre la mano. «Así que ahora voy a pertenecer a ese grupo de mierda… los tullidos. Qué bonita melodía, y qué bien toca para ser un tullido. ¡Menuda mierda!».

Se estaba acercando a la casa. Toshinori miró a su espalda, otra vez por encima del hombro. Miró con atención, pero no vio ni rastro de Hiroki. Ahora ya estaba a salvo, pues no iba a ir tras él.

Toshinori volvió a observar la casa.

Vio a alguien de pie, en las tierras de la granja, como a seis o siete metros más allá, delante de la casa que había elegido para él. Aquella figura había surgido de repente de ningún sitio. Tenía el pelo repeinado hacia atrás, hasta la nuca, y unos ojos brillantes y gélidos.

Para cuando se dio cuenta de que era Kazuo Kiriyama (el estudiante número 6) (otro tío que no podía soportar: de la categoría a) los guapos), una feroz andanada de disparos salió de sus manos con un sonido parecido al traqueteo violento y enloquecido de una máquina de escribir. Las balas golpearon con violencia el pecho de Toshinori, que se vio lanzado hacia atrás y cayó de espaldas al suelo. Como casi no sentía la culata de la pistola por el dolor, la dejó caer y oyó que chocaba contra algo. Su espalda golpeó con dureza contra la tierra. El casco golpeó contra el suelo.

Los ecos de la andanada se difuminaron en el aire nocturno. Todo volvió a quedar en silencio de nuevo.

Pero por supuesto Toshinori Oda no estaba muerto. Contuvo la respiración y permaneció tendido, inmóvil, intentando por todos los medios reprimir sus ansias de reírse. Ahora que se sentía exultante por aquel extraño placer, el dolor agónico de su mano derecha, su frustración por haber dejado escapar a Hiroki Sugimura y su furia por ser atacado por sorpresa por un tío de la categoría a), sus facultades emocionales eran un perfecto embrollo. Pero su cuerpo (con la excepción de su dedo anular) estaba completamente intacto. Había pasado lo mismo que con Hirono Shimizu. Así que había hecho bien en ponerse el casco. Kazuo le había apuntado al cuerpo, que estaba protegido por el chaleco antibalas. Igual que Hirono, probablemente Kazuo daría por sentado que Toshinori estaba muerto.

Toshinori casi había cerrado por completo los párpados, así que su campo de visión era como el de una pantalla panorámica. Observaba en un extremo de su campo de visión el débil brillo de la S&W, bajo la luz de la luna. En su cintura, en la parte de atrás, sentía la forma afilada del cuchillo de cocina que había encontrado en la casa donde había matado a Hirono Shimizu. Le llevaría menos de un segundo quitar el trapo en que lo tenía envuelto.

Mientras seguía sudando, que era lo único que no podía evitar, Toshinori pensaba: «Muy bien, ahora coge esa pistola que está ahí. Luego, te rebanaré ese cuello de asqueroso que tienes. ¿O te vas a dar media vuelta y te vas a largar? Entonces seré yo quien coja la pistola y te haga un bonito agujero en ese cráneo de chusma que tienes. Vamos. Elige. Date prisa y elige».

Pero por alguna razón, en vez de aproximarse a la pistola, Kazuo se fue directamente hacia Toshinori.

Estaba acercándose directamente a él y mirándolo fijamente con aquellos ojos gélidos.

«¿Por qué? —se preguntó Toshinori—. Se supone que estoy muerto. Mira qué bien me hago el muerto».

Kazuo no se detuvo. Siguió aproximándose. Un paso, dos…

«¡Pero si se supone que estoy muerto! ¿Por qué?».

El débil sonido de sus pasos en el suelo se hacía cada vez más audible, y su campo de visión se llenó ahora con la figura de Kazuo.

De repente, sobrecogido por el pánico y el temor, Toshinori abrió frenético los ojos.

La Ingram de Kazuo, una vez más, descerrajó una ráfaga de fuego en la cabeza protegida de Toshinori. Algunos de los disparos a quemarropa adquirían tonalidades coloristas al estallar contra la capa de plástico reforzado del casco, mientras otros, después de penetrar en el cráneo de Toshinori, golpeaban en el casco, haciendo añicos la cabeza del estudiante y el casco. Su cuerpo empezó a agitarse con unas extrañas convulsiones. El propio Toshinori se habría irritado ante aquel tipo de baile vulgar. Y, naturalmente, para cuando todo acabó, la cabeza de Toshinori era un picadillo de carne en una cazuela rajada.

Toshinori ya no fingía estar muerto. Estaba muerto.

Y así, aquel chico que despreciaba a las masas ignorantes y vulgares, el estúpido Toshinori Oda, sobrestimó el valor de su chaleco antibalas e infravaloró la gélida actitud de Kazuo Kiriyama. El resultado es que murió. Si hubiera pensado en cómo habían muerto Yumiko Kusaka y Yukiko Kitano la mañana del día anterior, se habría percatado de que aquel asesino perseguía a sus víctimas para darles el tiro de gracia, pero no fue tan perspicaz. Es más —aunque eso ya es irrelevante—, él no tenía ni idea de que Kazuo Kiriyama, en su mansión, que era mucho más grande que la casa de Toshinori en Shiroiwa-cho, había adquirido un nivel de destreza con el violín mucho mayor que él hacía mucho tiempo… y que luego había tirado el instrumento a la basura.

QUEDAN 16 ESTUDIANTES