Antes de que el atardecer se convirtiera en noche cerrada, Hirono Shimizu (la estudiante número 10) salió de entre los arbustos donde había estado escondida y empezó a avanzar hacia el oeste. Era insoportable. Su cuerpo ardía, como si estuviera caminando por un desierto bajo un sol ardiente.
Agua.
Necesitaba agua.
Kaori Minami le había disparado en el brazo izquierdo, arriba. Después de arrancarse la manga de su uniforme marinero, empapada en sangre, descubrió que la bala le había atravesado el brazo. El orificio de salida tenía muy mala pinta. Parecía que la bala le había desgarrado arterias importantes. Se había atado el trozo de tela del uniforme en torno al brazo como un vendaje y parecía haber detenido la hemorragia de momento. Pero luego la herida había comenzado a arderle y la sensación se había extendido por todo su cuerpo. El dolor inicial había sido reemplazado por un calor insoportable. Para cuando Sakamochi había hecho su comunicado a las seis de la tarde, Hirono ya se había terminado toda su ración de agua. Después de matar a Kaori, había corrido desesperadamente unos doscientos metros, huyendo de Shuya, y se había escondido entre los arbustos, pero había gastado un montón de agua limpiándose la herida, de lo cual se arrepentía ahora profundamente.
Casi habían transcurrido dos horas desde entonces. Durante mucho rato había estado sudando profusamente bajo su uniforme, pero ahora había dejado de hacerlo. Muy probablemente estaba al borde de la deshidratación. En otras palabras, al contrario que Noriko Nakagawa, Hirono sí estaba sufriendo una infección por septicemia. Y como no se había desinfectado la herida, esta se había expandido rápidamente. Por supuesto, ella no tenía modo de saberlo.
Lo único que sabía era que necesitaba agua.
Mientras atravesaba cautelosa los verdes bosques de la montaña, la cabeza de Hirono le daba vueltas a un odio incesante hacia Kaori Minami. Su estado febril y su sed no hacían sino aumentar aquellos sentimientos.
Hirono Shimizu no tenía ninguna intención de fiarse de nadie en aquel juego. Naturalmente, había estado muy unida a Mitsuko Souma desde siempre, y según la numeración escolar, precedía inmediatamente a esta. Así que si se las hubiera arreglado para evitar a Hiroki Sugimura, que salió entre ellas, podría haberse encontrado con ella, pero había decidido no esperarla, porque sabía lo espantosa que era Mitsuko en realidad. Como cuando Mitsuko se ocupó de la jefa de una banda femenina de otra escuela (que por aquel entonces se había convertido en la amante de un gánster yakuza). Aquella chica acabó atropellada por un coche y sus heridas casi resultaron fatales. Mitsuko no comentó aquello con nadie, pero Hirono sabía que le había encargado a un tío que lo hiciera. Había un montón de tíos que estaban deseando hacer cualquier cosa por Mitsuko.
Si Hirono hubiera decidido reunirse con Mitsuko, esta probablemente la habría utilizado a su placer para, al final, pegarle un tiro por la espalda. Aunque la indescifrable Yoshimi Yahagi, que también formaba parte del grupo, tal vez se fiara de Mitsuko, Hirono no quiso hacerlo. (Por cierto, eso le recordaba que Yoshimi estaba muerta e Hirono tenía el presentimiento de que había sido Mitsuko quien la había matado.)
No podía imaginarse fiándose de nadie más de la clase. Los únicos que actuaban con cabeza eran los que ahora no se lo pensarían dos veces antes de matar a los demás. Puede que solo tuviera quince años, pero había aprendido mucho.
Al mismo tiempo, no estaba precisamente emocionada por tener que cargarse a sus compañeros de clase. Había estado metida en la prostitución y las drogas, y siempre se estaba peleando con sus padres, que la trataban como un caso perdido, pero el asesinato era tabú. Por supuesto, las reglas del juego lo permitían, así que matar no era un crimen en esas circunstancias… pero aunque había hecho algunas cosas feas, nunca había hecho daño a otras personas. Aunque se había prostituido, frente a otras chicas que se suponía que eran muy formalitas (aunque ella sabía que hacían lo mismo con citas por teléfono, y Mayumi Tendo era de esas), al menos ella iba de cara y sin remilgos, trabajando con profesionales a través de su relación con Mitsuko Souma. Respecto a las drogas, ¿qué había de malo en tomar lo que le pareciera bien? Y, por otra parte, los grandes almacenes no se iban a arruinar porque les birlara algunos cosméticos. Tenían un montón de dinero en los bancos. Sí, también abusaba de chicas, pero se lo merecían. Y respecto a sus peleas con estudiantes de otras escuelas, todas sabían que salían a darse caña las unas a las otras y lo que se iban a encontrar. «Es decir, vamos, tía, madura un poco». En cualquier caso, no era el tipo de chica que fuera por ahí asesinando a gente. Sabía que eso era demasiado.
Pero, pero…
Pero la cosa era diferente si se trataba de defenderse. Y si acababa sobreviviendo en aquel juego, abriría una botella de champán para celebrarlo. O si con el correr del tiempo moría… bueno, sus ideas no eran muy claras en este punto. En fin, no había nada que pudiera hacer al respecto.
Al final acabó escondiéndose en la casa donde horas después acabaría manteniendo un tiroteo con Kaori Minami.
Una vez que rastreó los alrededores y vio que no había nadie, se acomodó en la granja. De vez en cuando echaba un vistazo por la ventana, y en una de esas ocasiones, para su consternación, vio la sombra de alguien en el cobertizo que había cerca del camino.
Unos minutos después, decidió abandonar la casa. (Era una especialista en largarse de casa). No podía soportar la idea de que hubiera alguien cerca de ella. No había una entrada trasera, así que saltó por la ventana más alejada del cobertizo.
Kaori estaba mirando por la puerta del cobertizo y, de repente, le disparó a Hirono, que no le había hecho nada. Kaori le dio en el brazo e Hirono estuvo a punto de caer al suelo. De algún modo consiguió mantenerse en pie y, por vez primera en su vida, apuntó con una pistola y disparó a una persona. Luego permaneció pegada a la pared de la casa. Entonces fue cuando apareció Shuya Nanahara.
«Menuda zorra. Siempre actuando con esa carita de inocente, con su ciega devoción a sus ídolos poperos, y luego de repente resulta que tiene la sangre fría de apretar el gatillo contra mí. Pues vale, voy a acabar con esto. (En defensa propia, claro. El veredicto del jurado sería 12 a 0 a mi favor, sin problemas). Y si los demás son como esta, tendré que ser implacable, me parece».
Entonces Hirono pensó en Shuya Nanahara. Al menos no le había apuntado con la pistola… lo cual le permitió dispararle a Kaori. Al parecer había dicho que estaba con Noriko.
«Shuya Nanahara y Noriko Nakagawa. ¿Estaban saliendo? Jamás lo hubiera pensado. ¿Estarán intentando escapar?».
Hirono automáticamente sacudió la cabeza para quitarse aquella idea del pensamiento.
Ridículo. Nada podía ser más arriesgado que estar con otra persona en esas circunstancias. Si estabas en un grupo, bueno, vale, era culpa tuya si alguien te pegaba un tiro por la espalda. Además, de todos modos era imposible escapar.
Hirono no pudo ver a Noriko Nakagawa, pero si Shuya le había dicho la verdad, no tardaría en pegarle un tiro a Noriko. O a lo mejor ella se lo pegaba a él. Y si alguno de los dos conseguía sobrevivir al final, entonces Hirono acabaría cargándoselo. Pero justo ahora eso importaba poco en comparación con sus ansias inaplazables…
Agua.
Antes de que pudiera darse cuenta, había cubierto una notable distancia. La tenue luz solar en el cielo de poniente acabó por desaparecer. El cielo sobre su cabeza era ahora de color negro azabache, y la luna, llena como la pasada noche, cuando había comenzado el juego, brillaba con un halo de misterio, derramando una pálida luz azul sobre la isla.
Sujetó con fuerza el revólver con el que había matado a Kaori Minami, un Smith & Wesson del 38, especial para el ejército y la policía. Mantenía la cabeza gacha y corría entre los árboles todo lo que podía, sin aliento. Luego lentamente asomó la cabeza entre los arbustos. Había una casa, más allá de una pequeña granja. Hirono se encontraba cerca de la montaña del norte. Había un terraplén al otro lado de la casa. Hacia la izquierda había varias granjas y, más allá, dos o tres casas parecidas. Luego el terreno se empinaba hacia las montañas del sur. Según el mapa, cerca de aquellas montañas se suponía que había una carretera relativamente ancha que cruzaba de parte a parte la isla. Así que, dada la posición de las montañas, Hirono supuso que probablemente estaba cerca de la orilla occidental de la isla. Igual que había hecho antes de moverse, comprobó su posición para asegurarse de que no estaba en una zona prohibida.
Hirono hizo todo lo posible por olvidarse de la sed y observó con cuidado la casa más cercana. La zona estaba completamente tranquila y en silencio.
Permaneció agachada y cruzó el prado de una granja. La zona que rodeaba la casa parecía ligeramente elevada respecto al resto de la isla. Hirono se detuvo junto a la granja y, después de mirar atrás, volvió a escudriñar la casa. Era la típica estructura, una granja vieja de un solo piso. Pero, a diferencia de la casa anterior en la que había estado escondida, la techumbre tenía tejas. Un camino sin pavimentar recorría la parte izquierda de la granja. Había una camioneta aparcada frente a la casa. También vio una motocicleta y una bici.
En la primera casa donde había estado escondida Hirono, no había agua corriente. En esta la cosa no sería muy distinta, pensó. La chica miró a su derecha y a su izquierda, y descubrió un pozo en un extremo de la fachada principal. Incluso tenía una polea de la que seguramente colgaba un cubo. Había unos mandarinos delgados y frondosos rodeando el pozo. Tenían las ramas bastante altas, así que pudo cerciorarse de que no había nadie escondido bajo los árboles.
Como no podía utilizar el brazo izquierdo, se remetió la pistola en la cintura de la falda, por la parte delantera. Luego avanzó a tientas junto a la casa bajo la luz de la luna.
Encontró una buena piedra y la lanzó hacia arriba. Trazando una parábola, la piedra cayó contra el tejado. Chasqueó varias veces entre las hileras de tejas y volvió a caer al suelo con un golpe sordo.
Hirono se aferró a la pistola y esperó. Comprobó la hora de su reloj. Luego esperó nuevamente.
Transcurrieron cinco minutos. No apareció nadie ni por las ventanas ni en la puerta principal. Hirono avanzó rápidamente y corrió hacia el pozo. Estaba mareada de sed y fiebre.
El pozo no era más que un cilindro de cemento de unos ochenta centímetros de altura. Hirono se aferró al brocal del pozo.
En su interior pudo distinguir un pequeño círculo brillante a unos seis o siete metros de profundidad: el reflejo de la luna. Su propia sombra también se recortó en el círculo. Era agua.
«Ah, no está seco…».
Hirono volvió a meterse el revólver en la cintura de la falda y se quitó de encima con la mano derecha la mochila, que cayó al suelo. Entonces cogió la cuerda raída que colgaba de la polea.
A medida que tiraba de la cuerda, un pequeño cubo apareció en la superficie del agua. Hirono tiró frenéticamente de la cuerda. El travesaño del pozo contaba con aquella vieja polea que permitía sacar el agua con dos cubos. Tenía el brazo izquierdo demasiado embotado para poder moverlo, pero tras cada tirón sujetaba con el codo la cuerda contra el brocal del pozo y se las arregló para subir el cubo hasta arriba.
El cubo finalmente llegó a la boca del pozo. Hirono sujetó la cuerda una vez más con el codo, agarró el asa del cubo y lo colocó en el brocal. Era agua. El cubo venía rebosante de agua. No le importó si al final acababa sentándole mal. Su cuerpo necesitaba agua en ese momento, ya.
Pero entonces descubrió algo y dejó escapar un pequeño grito.
Había una diminuta rana nadando en el agua. A la luz de la luna vio sus pequeños y redondeados ojillos y su gelatinoso cuerpecillo. (A plena luz del día, su color habría sido de un repugnante verde fluorescente o un marrón sucio). Era el animal que más asco le daba, y la simple visión de su pegajosa piel era suficiente para que le entraran escalofríos.
Hirono hizo todo lo posible por sobreponerse al asco. No tenía fuerzas para volver a sacar un cubo de agua otra vez. Tenía ya una sed insoportable. Tendría que librarse de aquel renacuajo y luego…
La rana escaló hasta el borde del cubo y saltó hacia Hirono. Esta dejó escapar un breve gritillo y se giró, agitando su cuerpo y manoteando, como si aquello fuera una cuestión de vida o muerte. Simplemente, no podía soportar las ranas. De alguna manera consiguió al fin deshacerse de ella… pero su mano derecha soltó el cubo, que de repente volvió a caer al fondo del pozo con una violenta salpicadura… y ya.
Hirono dejó escapar un lamento y miró en dirección a la rana. «La mataré. Mataré a esa puta rana».
Entonces fue cuando algo atrajo su atención.
Vio una figura negra, con un abrigo de estudiante, inmóvil como a cuatro o cinco metros de ella.
Hirono le había estado dando la espalda a la casa. Ahora vio que la puerta trasera, justo detrás del recién llegado, estaba entornada.
Con aquella silueta congelada ante ella, Hirono repentinamente rememoró un recuerdo infantil… aquel juego en el que te tienes que quedar quieto cuando la persona que la lleva se da la vuelta… Pero, bueno, eso era irrelevante. Lo relevante era que aquel chico delgado, bajito y feo —ahora que lo pensaba, era casi como una rana— era Toshinori Oda (el estudiante número 4) y sostenía un objeto delgado y flexible, como una cinta, con ambas manos. Hirono distinguió al final que era un cinturón.
Ahora lo veía. Toshinori Oda, el hijo privilegiado del presidente de una empresa, cuya casa estaba situada en el barrio más rico de la ciudad. Se decía que era bueno tocando el violín. (Al parecer había ganado algún concurso). Un chico pretencioso, de alta cuna, callado. Y ese chico estaba ahora…
«¡Intentando matarme!».
Como si la pausa de una imagen de vídeo congelada se hubiera liberado de repente, Toshinori se adelantó, haciendo ondular su cinto, y corrió hacia Hirono. Aquella enorme hebilla centelleó a la luz de la luna. Podía despellejar a cualquiera con un golpe. La distancia entre ellos no superaba los cuatro metros.
Suficiente.
La mano derecha de Hirono buscó su pistola. Sintió el tacto de la culata, para entonces ya familiar.
Toshinori estaba ya justo delante de ella. Disparó. Tres veces seguidas.
Los tres tiros le dieron en el estómago. Hirono vio cómo el abrigo escolar se abría en dos.
Toshinori giró sobre sí mismo y cayó de bruces. Levantó una nube de polvo y se quedó allí, inmóvil.
Hirono volvió a embutirse el revólver en la cintura de la falda. El cargador ardiendo le quemaba en la barriga, pero no se preocupó por eso. Ahora mismo lo importante era el agua.
Cogió su mochila y entró en la vivienda. Había sido una idiota, dándole la espalda a la casa, pero ahora ya no tenía que comprobar que estuviera desocupada. Y podía beberse el agua de Toshinori.
Meditó bien si usar o no la linterna, pero resultó que la mochila de Toshinori estaba tirada justo al lado de la puerta trasera, Hirono se agachó y abrió la cremallera con la mano derecha.
Había varias botellas de agua. Una de ellas no había sido abierta y la otra estaba medio llena. Sintió un alivio infinito.
Todavía de rodillas, Hirono desenroscó el tapón de la botella medio llena y colocó sus labios en la embocadura, tragando el contenido mientras levantaba la botella hacia el techo. ¡Aaaah…! ¿No era aquello un beso indirecto al chico que había intentado matarla… y que, encima, estaba muerto? Bueno, qué más daba. Preocupaciones como aquella ahora eran tan lejanas como los trópicos o el Polo Norte. O la luna. «Aquí Armstrong. Un pequeño paso para el hombre…».
Engulló el agua. Estaba deliciosa. Sin duda. El agua nunca le había sabido tan rica. Aunque estaba un poco caldosa, le pareció agua helada mientras bajaba por su garganta y se derramaba en su estómago. Estaba buenísima.
Vació la botella casi de inmediato. Luego inspiró profundamente.
Algo se enrolló en su garganta, por encima del collar metálico. Empezó a ahogarse…
Mientras forcejeaba con la mano derecha, la única que podía utilizar, para liberarse del objeto que estaba estrangulando su garganta, consiguió volver la cabeza. Junto a su rostro vio la cara tensa del muchacho. ¡Era Toshinori Oda, el chico al que acababa de pegar tres tiros!
Le costó varios segundos darse cuenta de qué era lo que la estaba asfixiando. Era el cinturón de Toshinori.
«Pero… ¿cómo… cómo… cómo puede estar vivo este tío?».
El oscuro interior de la casa se estaba volviendo rojo. Intentó liberarse del cinturón con la mano derecha… sus dedos sangraron cuando se le desgarraron las uñas.
«Vale, mi pistola…».
Hirono intentó alcanzar su arma, remetida en la parte delantera de su falda.
Pero un zapato de piel cara la pateó y se escuchó un crujido. Ahora su brazo derecho estaba tan entumecido como el izquierdo. El cinturón se relajó durante un instante… pero luego volvió a tensarse otra vez con más fuerza. Hirono ya no podía aferrarse al cinturón, y, en vez de eso, agitó su brazo roto, intentando golpear a Toshinori con el miembro retorcido.
Fue solo cuestión de segundos. El brazo quedó colgando sin fuerza. Aunque no jugaba en la misma división que Takako Chigusa o Mitsuko Souma, se consideraba a Hirono como una chica bastante atractiva, y tenía el llamativo aspecto de una estudiante mayor, de bachillerato o de universidad. Pero ahora su rostro estaba inflamado por la congestión de la sangre, y su lengua había adquirido dos veces su tamaño y colgaba hacia fuera por el centro de la boca.
No obstante, Toshinori Oda seguía apretando fuerte la garganta de Hirono. (Por supuesto, no olvidaba mirar de vez en cuando a su alrededor.)
Después de unos cinco minutos o así, Toshinori retiró finalmente el cinturón del cuello de Hirono. La muchacha asfixiada cayó hacia delante, al suelo. Se oyó un sonido crujiente y almohadillado. Algún hueso de la cara de Hirono o del cuello se le habría roto. Su pelo punki, que había permanecido tieso hasta ese momento, ahora se desperdigaba por todas partes y se confundía en la oscuridad. Solo la nuca, por encima del collar metálico y el cuello de su trajecito marinero, y el brazo izquierdo con el vendaje eran las únicas partes de su cuerpo que resplandecían en blanco.
Toshinori Oda jadeó durante un buen rato, mientras permanecía allí inmóvil y confuso. Todavía le dolía el estómago, pero ya no tanto. Cuando abrió por primera vez su mochila, no tenía ni idea de lo que era aquel extraño chaleco, tan gordo y pesado. Pero funcionaba exactamente como decía el manual. Era asombroso lo que un chaleco antibalas podía hacer.
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