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En la cara sur de las colinas septentrionales había un muchacho sentado en una ladera, cubierta por una densa vegetación. Se miraba a sí mismo en un espejo que sostenía en la mano y se acicalaba pulcramente el pelo con un peine. Desde que comenzara el juego, puede que hubiera sido el único estudiante de la clase, incluidas las chicas, que pensara que podía permitirse el lujo de preocuparse por su pelo. Pero aquello resultaba bastante natural. Aunque en general su cara tenía un aspecto bastante tosco, prestaba una exagerada atención a su apariencia personal, y aunque nadie sabía exactamente por qué, aquel muchacho era conocido… no, había sido conocido hasta entonces como Zuki. Y, en fin, era…

Marica.

Respecto a su posición, estaba a una distancia como de unos doscientos metros al oeste, en línea recta, de donde se encontraban escondidos Shinji Mimura y Yutaka Seto. También estaba aproximadamente a unos seiscientos metros al noroeste de donde se encontraba la clínica y el grupo de Shuya. En otras palabras, estaba justo por encima de donde Shuya Nanahara había sido testigo de la muerte de Kaori Minami a manos de Hirono Shimizu. Si miraba hacia arriba, podía ver claramente la plataforma de vigilancia donde seguían tendidos los cadáveres de Yumiko Kusaka y Yukiko Kitano, bañados por la luz del sol del atardecer.

Aquel estudiante que se atusaba el pelo había visto los cadáveres de Yumiko Kusaka y Yukiko Kitano, así como el de Kaori Minami. En realidad había visto más. Kaori Minami era el séptimo cadáver que se había encontrado.

«Ay, qué rabia. Las hojas de los árboles me han vuelto a despeinar. Cada vez que me agacho, me pasa lo mismo».

Con la palma de la mano, el muchacho se sacudió una brizna de hierba de su pelo y luego observó más allá de su cara, en el espejo, la espesura que había aproximadamente veinte metros a sus espaldas.

«Ka-zu-o. ¿Estás dormido?».

Los gruesos labios del muchacho se retorcieron en una sonrisa.

«¿No estás siendo un poco descuidado? Bueno, seguramente nunca podrías haber imaginado que yo te seguiría, porque no te di la oportunidad de matarme».

Sí, aquel marica que sostenía un espejo y un peine era el único miembro del clan Kiriyama que había escapado a la masacre de Kazuo. Al no presentarse en el lugar de encuentro previsto, Sho Tsukioka (el estudiante número 14) era el único superviviente del llamado clan Kiriyama. Entre los arbustos también estaba el propio Kazuo Kiriyama, que ya se había ventilado a seis estudiantes. Sin embargo, durante las dos últimas horas, Kazuo se había estado quietecito.

Sho miró a su espalda por el espejo, esta vez examinando su cutis mientras recordaba cómo Mitsuru siempre le advertía contra su costumbre de referirse a Kazuo como Kazuo-kun. Mitsuru le decía algo así como: «Mira, Sho, al jefe tienes que llamarlo jefe». Pero incluso el bruto de Mitsuru parecía incapaz de hacer entrar en razón a aquella «mujercita», así que cuando Sho respondía con una coqueta mirada de reojo, diciendo, «Ay, dame un respiro, chico, no seas tan melindroso… eso no es muy propio de hombretones como tú», Mitsuru solo torcía el gesto, farfullaba algo y lo dejaba estar.

«Así que debería llamarlo jefe, ¿eh? —pensaba Sho mientras se miraba a los ojos en el espejo—. Pues mira, te acabó matando el mismo al que llamabas jefe. Menudo idiota».

Era cierto. Sho Tsukioka había sido más precavido que Mitsuru. Sho no había descubierto la verdadera naturaleza de Kazuo como Mitsuru, justo antes de morir; no, Sho siempre había tenido la firme creencia de que la traición es un hecho común y universal. Así era el mundo, ni más ni menos. Uno podía asegurar, comparado con Mitsuru, que era simplemente un buen luchador, Sho —que conocía bien el mundo adulto gracias al bar de ambiente que dirigía su padre desde que él era un crío— era más sofisticado.

En vez de dirigirse directamente al extremo sur de la isla, tal y como Kazuo les había pedido, Sho se desplazó tierra adentro, zigzagueando por el bosque. Aquello acabó siendo un engorro, pero probablemente solo le llevó diez minutos.

Desde el bosque acabó viendo todo lo que sucedió en la playa. Tres cuerpos, dos con abrigos y uno con vestido de marinerita, desperdigados en el arrecife que se adentraba en el océano, partiendo en dos la playa del sur. Allí estaba Kazuo Kiriyama, sentado tranquilamente en una hendidura de la roca, ocultándose de la luz de la luna en las sombras.

Mitsuru Numai apareció casi enseguida. Después de una breve conversación, acabó destrozado por una andanada de balas de ametralladora y abandonado sobre la roca empapada en sangre. (Sho habría jurado que incluso le llegó a la nariz el hedor de la muerte.)

«Ay, Dios mío… —pensó Sho—. ¡Qué engorro!».

Para cuando empezó a seguir al «jefe», que se alejaba de la sanguinaria escena, Sho ya había decidido cómo procedería.

Para ayudar a Sho en su táctica, el candidato principal era indudablemente Kazuo Kiriyama. No oyó lo que Kazuo y Mitsuru se estuvieron diciendo, pero dado el modo en que el primero había decidido afrontar el juego, estaba seguro de que su plan era la mejor opción. Además, Kazuo no solo llevaba una ametralladora (¿era el arma que le había correspondido o pertenecía a uno de los tres estudiantes que había matado?), sino también la pistola de Mitsuru. En estos momentos, nadie podía vencer a Kazuo en una confrontación directa.

No obstante, Sho tenía una ventaja: una cosa en la que sabía que era muy bueno. Tenía un talento natural para introducirse de incógnito en los sitios y robar cuando nadie estaba mirando, y también era muy bueno siguiendo a la gente sin que lo notaran. Un talento natural para ser un rastrero en todos los aspectos. —«¿Qué quieres decir con “rastrero”? ¿Cómo te atreves?».—. Y por lo que respecta al arma que había encontrado en su mochila, era una Derringer del 22 Double High Standard. Los cartuchos eran mágnum, letales a corta distancia pero no era el arma ideal para un tiroteo.

«Bueno —pensó Sho—, aunque Kazuo Kiriyama vaya a salir victorioso de esto, tendrá que vérselas con tipos como Shogo Kawada y Shinji Mimura… (definitivamente, mi tipo). Si ellos también tienen pistolas, probablemente acabarán hiriéndolo. Y tanto combate acabará agotándolo.

»Entonces, simplemente tendré que seguirlo hasta que palme. Y justo entonces podré dispararle por la espalda. En el momento en que piense que ha acabado con el último, bajará la guardia y entonces será cuando yo le dispare, Kazuo para nada sospechará que hay alguien que le está pisando los talones, especialmente no lo hará de mí, puesto que ni siquiera me presenté ayer por la noche».

De este modo, Sho no se tendría que manchar las manos en aquel juego en el que uno tenía que matar a sus compañeros de clase uno por uno. No era que sintiera fuertes objeciones morales por el hecho de matarlos, era solo que pensaba: «No quiero matar a chicos inocentes… ¡Es tan vulgar! Kazuo me va a hacer el trabajo. Yo solo tengo que quedarme detrás de él. Puede que mate a alguien delante de mí, pero no es previsible que yo intervenga. Sería demasiado peligroso. Y así, al final, lo mataré en defensa propia. Es decir, que si yo no acabo con él, él me matará a mí…». Ese era el curso de sus pensamientos.

Había otra ventaja en el hecho de seguir a Kazuo. Si se quedaba cerca de él, no tendría que preocuparse mucho por que lo atacaran. Y en el desdichado caso de que así fuera, siempre que eludiera la primera agresión, el que respondería a la violencia sería Kazuo. Lo único que tendría que hacer Sho sería salir huyendo de la escena, y Kazuo se ocuparía del resto. Por supuesto, eso también podría significar que le perdería el rastro y desbarataría su plan, así que quería evitar ese escenario si estaba en su mano.

Decidió mantener una distancia fija en torno a los veinte metros por detrás de Kazuo. Avanzaría cuando lo hiciera Kazuo y se pararía cuando se detuviera. También estaba el asunto de las zonas prohibidas. Kazuo también debía considerarlas, así que probablemente se mantendría bien alejado de ellas. Mientras Sho mantuviera las distancias, estaría a salvo de entrar en dichas áreas. Cuando Kazuo se detuviera, comprobaría el mapa para asegurarse de que no se encontraba en una zona prohibida.

Todo estaba saliendo según su plan.

Kazuo abandonó el cabo sur de la isla y, después de entrar en varias casas de la zona residencial (encontrando probablemente lo que anduviera buscando), decidió encaminarse hacia las montañas del norte por alguna razón y luego se detuvo. Por la mañana, cuando oyó unos disparos lejanos, decidió no actuar, tal vez porque se encontraban muy lejos. Pero luego, cuando un poco después Yumiko Kusaka y Yukiko Kitano comenzaron a llamar a la gente desde la cumbre de la montaña con su megáfono, salió corriendo, y después de confirmar que nadie respondía a su llamada, las disparó y las mató. (¿No había habido otro disparo por allí? Sho creía que sí y le pareció que así avisaban a Yumiko y a Yukiko para que se escondieran enseguida. «Vaya, qué extraordinario, así que hay verdaderas almas compasivas por ahí…». Se conmovió, pero no lo suficiente como para alterar sus planes). Luego Kazuo descendió la loma norte. Hubo otro tiroteo distante, pero se quedó donde estaba y no se movió.

Luego, justo antes de las tres de la tarde, Kazuo empezó a avanzar tras oír un tiroteo en aquella parte de la montaña. Lo que él (y Sho) descubrieron fue el cadáver de Kaori Minami tendido en el interior de un cobertizo de una granja. Kazuo se acercó a investigar el cuerpo, probablemente para arrebatarle sus pertenencias, pero parecía como si alguien más hubiera estado por allí antes. Luego, continuó…

«Y ahora está ahí, en el bosque, justo ahí detrás».

El plan de Kazuo parecía sencillo, al menos de momento. Una vez que sabía dónde se encontraba alguien, iba y disparaba. Sho se estremeció ante el modo implacable con que Kazuo había matado a Yumiko Kusaka y a Yukiko Kitano, pero era inútil preocuparse excesivamente por esos detalles. («Kazuo, tienes un nombre muy sencillo, pero tus acciones son un verdadero descontrol. Y sin embargo, mi nombre, Sho Tsukioka, suena como el de un famoso, pero soy muy sencillo»). De momento podía estar contento: Kazuo ni se había enterado de su presencia.

Kazuo parecía estar descansando apaciblemente. Puede que estuviera durmiendo.

Por otra parte, Sho no podía dormir en absoluto, pero él creía que también era muy fuerte en ese aspecto. «Naturalmente. La chicas tienen más resistencia que los chicos. Eso es lo que leí en uno de esos libros baratos».

Lo que resultaba un verdadero contratiempo, por otra parte, era que Sho era un fumador compulsivo. El olor del humo del cigarro, dependiendo de la dirección del viento, podría darle una pista a Kazuo. No, el ruidillo de su encendedor eléctrico al prender podría ser incluso peor y fatal.

Sho sacó su paquete de Virginia Slim importado con sabor mentolado —le gustaba el nombre, aunque por supuesto era dificilísimo conseguirlos en el país, pero había lugares donde los vendían, y lo único que tenía que hacer era robarlos; tenía montones de cajetillas en su habitación— y se colocó con mucho cuidado uno de aquellos finos cigarrillos entre los labios. Captó una levísima vaharada de aquel olor a tabaco y aquel perfume único a mentol, y sintió cierto alivio de su síndrome de abstinencia. Necesitaba llenarse los pulmones de humo… pero de algún modo consiguió reprimir el ansia.

«Simplemente: no puedo morir. Todavía tengo que divertirme mucho en mi juventud».

Para distraerse, levantó el espejo delante de sí y se miró la cara con el cigarrillo en la boca. Inclinó la cabeza ligeramente y estudió su perfil de reojo.

«¡Qué guapo soy! Y encima, soy súper inteligente. Es inevitable que resulte ganador de este juego. Solo los guapos sobreviven. Gracias a Di…».

Por el rabillo del ojo vio que unos arbustos se agitaban levemente.

Sho se quitó rápidamente el cigarrillo de la boca y se lo metió en el bolsillo, junto con el espejo. Luego agarró la Derringer y cogió la mochila con la otra mano.

La cabeza de Kazuo Kiriyama, con el pelo repeinado hacia atrás, apareció entre unos arbustos. Miró a su izquierda y a su derecha, y luego hacia el norte… justo a la izquierda de donde se encontraba Sho, hacia la loma.

A la sombra de una azalea repleta de flores rosas, Sho levantó la ceja levemente.

«¿Qué demonios está haciendo?».

No había oído ningún disparo. Ningún ruido extraño en absoluto. ¿Había pasado algo por allí?

Sho miró por todas partes, pero no vio movimiento alguno.

Kazuo al final salió de los arbustos. Llevaba la mochila colgando de un hombro y la ametralladora del otro, con la mano apoyada en la culata. Comenzó a ascender la loma, zigzagueando entre los árboles. Rápidamente alcanzó la altura de Sho y luego siguió subiendo. Entonces, Sho se incorporó y comenzó a seguirlo.

A pesar de su altura (medía 1,77), Sho se movía con destreza, como un gato. Con sumo cuidado, se mantenía a unos veinte metros por detrás del negro abrigo escolar de Kazuo, que se distinguía de tanto en tanto entre los árboles. La confianza de Sho en sí mismo estaba justificada cuando se trataba de cumplir con la tarea de seguir a alguien.

Los movimientos de Kazuo también eran precisos y rápidos. Se detenía a la sombra de un árbol, comprobaba la zona, y donde la vegetación se espesaba, se ponía de rodillas y escudriñaba la zona a ras de suelo antes de avanzar. El único problema era…

«Que estás dejando descubierta la espalda, Kazuo».

Debían de haber cubierto unos cien metros. La plataforma de vigilancia estaba arriba a la izquierda. Kazuo se detuvo allí.

Las masas de árboles frente a él se interrumpían por un camino estrecho y sin pavimentar. Tenía menos de dos metros de anchura, justo lo suficiente como para que pasara un vehículo.

«Ah, ese es el camino que conduce a la cima. Ya lo cruzamos antes de ver el cadáver de Kaori Minami», pensó Sho.

A la derecha de Kazuo, hacia donde estaba mirando, había un sitio con un banco y un aseo portátil de color marrón. A lo mejor era un área de descanso para los senderistas que subían la montaña. Kazuo oteó la zona y luego se volvió hacia donde estaba Sho, pero este naturalmente ya se había escondido. Kazuo se adelantó al camino y corrió hacia el aseo portátil. Abrió la puerta y entró. Asomó la cabeza y miró fuera otra vez antes de cerrar la puerta. La dejó entreabierta, tal vez por si acaso se veía obligado a escapar si ocurría algo.

«Ay, Dios mío…». Sho se llevó la mano a los labios. «Ay, Dios mío». Sho permaneció agachado, intentando con todas sus fuerzas no estallar en carcajadas.

Era cierto, desde que Sho había comenzado a seguirlo, Kazuo no había ido al baño ni una sola vez. Podía haberlo utilizado en alguna de las casas en las que había entrado antes de amanecer, pero en cualquier caso, sería imposible aguantar todo un día entero, así que Sho había dado por supuesto que se había aliviado escondido entre los arbustos. (En fin, eso es lo que había hecho Sho. Sin embargo, fue un sufrimiento procurar no hacer ni un ruido). Pero resultó que Sho estaba equivocado… Después de todo, Kazuo Kiriyama procedía de una familia acaudalada. Tal vez ni se había planteado la idea de hacerlo en cualquier otro sitio que no fuera un baño. Debió de recordar que había visto aquel baño portátil cuando pasaron por allí un rato antes. Por eso había regresado.

«Así es, estoy seguro. Incluso Kazuo Kiriyama tiene que mear. Qué mono».

En aquel momento estaba meando en el inodoro. Sho podía oír las salpicaduras del chorrillo contra la taza. «Ji, ji, ji…». Una vez más, a Sho le costó mucho no reírse.

Entonces recordó algo y agitó la muñeca para ver bien el reloj. Estaban cerca del sector D-8, que Sakamochi había anunciado que se convertiría en zona prohibida a las cinco de la tarde.

Las manecillas que recorrían aquella esfera sobre unos elegantes números romanos de aquel reloj de mujer indicaban que eran las 4:57. (Había ajustado su reloj con el comunicado de Sakamochi, así que estaba seguro de que era esa hora). Sho sacó el mapa y examinó la zona de la montaña norte. El camino de la montaña solo estaba marcado por una línea de puntos en el mapa, y el resto de aquel lugar y el aseo público no estaba señalado ni dentro ni fuera de la zona que delimitaba la cuadrícula D-8.

De repente, Sho se puso tenso e inconscientemente se llevó la mano a su collar metálico. De golpe, sintió la necesidad imperiosa de volver por donde había venido, pero…

Miró con aprensión el baño, donde el ruido del chorrillo continuaba. Se encogió de hombros y resopló levemente.

«Bueno, al fin y al cabo, estamos hablando de Kazuo Kiriyama. Aun haciendo caso a la llamada de la naturaleza, seguro que había tenido en cuenta su posición. La razón por la que ha mirado a todos lados con tanta precaución antes de salir de los arbustos donde estaba escondido era para determinar si el baño estaba en D-8 o no». Y la posición de Sho era aproximadamente de unos treinta metros al oeste del aseo portátil. Kazuo estaba más cerca de la zona prohibida que él, así que el hecho de que estuviera allí, en otras palabras, significaba que él también estaba a salvo. No debía perder de vista a Kazuo solo por un miedo irracional. Eso desbarataría totalmente su plan.

Así que sacó el Virginia Slim que había cogido un rato antes y se lo puso entre los labios. Luego miró al cielo, que se iba oscureciendo poco a poco. En esa época del año, todavía quedaban un par de horas antes de la puesta de sol, pero el cielo que se iba oscureciendo estaba ya tiñéndose de naranja por el oeste, y eran escasos los jirones de diminutas nubes que habían adquirido un tono anaranjado brillante. «¡Qué bello! ¡Igual que yo!».

Aquella meada parecía interminable. Sho volvió a sonreír. «Tienes que habértelo aguantado durante muchísimo tiempo, Kazuo».

Aún continuaba.

«Oh, de verdad que necesito un pitillo. Me gustaría darme una ducha, limarme las uñas y prepararme un buen destornillador, y mientras me lo bebiera despacito, tener un relajante…».

Aún continuaba.

«Ay, por Dios, a ver si acaba ya. Termina de una vez, vamos, y ponte a trabajar, hombre».

Pero no paraba.

Y fue entonces cuando Sho al final frunció el ceño. Se quitó el cigarrillo de la boca y se levantó. Se aproximó al aseo con premura, avanzando entre los arbustos, y entrecerró los ojos.

El sonido del chorreo continuaba. Y la puerta estaba entreabierta.

Justo entonces hubo un golpe de viento y se abrió la puerta con un chirrido. Qué momento tan oportuno.

Sho abrió los ojos como platos, atónito.

En el interior del aseo había una botella de agua, de las que les había proporcionado el Gobierno, colgando del techo y balanceándose con el viento. Kazuo probablemente la había pinchado con una navaja porque de allí salía un diminuto chorrillo de agua que salpicaba por todas partes, mecida por el viento.

Sho se sintió aterrado.

Entonces vio la parte de atrás de un abrigo escolar allá abajo, zigzagueando entre los árboles. Vio aquel inequívoco peinado hacia atrás, reconocible incluso desde tan lejos y por la espalda.

«Pe… pero… ¿qu… qué? ¿Kazuo? Pero entonces… eh… pero entonces estoy…».

Mientras Kazuo desaparecía entre la maleza, Sho oyó un zumbido. Le recordó el sonido de un silenciador o de un disparo amortiguado con una almohada. Le fue imposible decir si el estallido procedió de la bomba que el Gobierno había instalado en el collar o de la vibración que se produjo por todo su cuerpo.

Alrededor de cien metros abajo, Kazuo Kiriyama ni siquiera miró a su espalda cuando le echó un vistazo a su reloj.

Siete segundos pasaban de las cinco.

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